Durante toda la mañana tuve que andar a la caza de pulgas, chinches y otros bichos parasitarios en la piel del gorila Gorr. Sin embargo, comparado con lo que tuve que aguantar por la tarde en el circo de los anormales, aquella limpieza fue una experiencia verdaderamente euforizante. El liliputiense, vestido con un sombrero y una gabardina no muy compatibles con aquel calor, me condujo a la carpa, que estaba plagada de remiendos provisionales, y me dijo:
—Bueno, Rexi, ahora ensayaremos tu número.
A esas alturas, tendría que haberme inquietado que las gemelas siamesas, que se columpiaban en lo alto del trapecio, sonrieran maliciosas e ilusionadas. Pero yo aún creía firmemente que las funciones del circo, en las que actuaría como lobo parlante, se contarían entre los momentos brillantes de mi futura vida artística.
—Hopalong Cassidy, ¡ven aquí! —gritó Maximus al grupo, y un viejo vestido con ropa del Salvaje Oeste salió de las filas superiores.
—¿Quién es? —le pregunté al director del circo.
—Tu nueva pareja.
—¿Y… qué hace mi nuevo compañero? —pregunté sin mucho aplomo.
—Es el lanzador de cuchillos.
—¿LANZADOR DE CUCHILLOS?
—Has oído bien, Rexi.
—¿No ira a lanzármelos a mí? —pregunté despavorido.
—A mí, seguro que no —contestó Maximus sonriendo.
—¡Y a nosotras, tampoco! —exclamaron contentas y a coro las hermanas siamesas, que entonces colgaban cabeza abajo del trapecio.
Miré a Cassidy, que bajaba lentamente las escaleras palpando el camino. No hacía falta vivir en Baker Street, 221 B, ni llamarse Holmes para llegar a la conclusión de que era ciego.
—Pero… si no ve nada… —protesté.
—No te preocupes, lanza de oído.
—¿DE OÍDO?
—Bueno, lanzar de olfato es demasiado difícil hasta para él.
Las hermanas siamesas soltaron una carcajada, igual que el gorila Gorr y la mujer barbuda, que también había entrado en la carpa.
—Pero… pero… —balbuceé—, yo pensaba que haríamos un espectáculo en el que yo hablaría.
—¡Un espectáculo de circo auténtico ha de tener dramatismo! —dijo Maximus, con un énfasis que permitía deducir que creía profundamente en ese tipo de dramaturgia. Luego se volvió hacia el cowboy y le anunció—: Bueno, Cassidy, hemos encontrado a un sustituto para tu indio Tanitou.
—Desde nuestra última actuación, Tanitou ya no se llama así —contestó el lanzador de cuchillos, y su voz sonó triste, tristísima.
—¿Cómo se llama ahora? —pregunté, aun estando seguro de que no me gustaría la respuesta.
—Tanitou, el Eunuco.
Aquél fue el momento en el que decidí huir.
A aquel momento le siguió el momento en el que Gorr me agarró por el cuello.
Me arrastró sonriendo hasta una gran diana y me ató con la ayuda de la mujer barbuda, que era casi más fuerte que el gorila. Me quedé con las muñecas y los tobillos bien sujetos en unas lazadas fuertes, y las cuatro extremidades estiradas.
—Y ahora, Cassidy, ¡lanza! —exigió Maximus.
—Soy demasiado viejo para esta mierda —contestó el lanzador, pero cogió un cuchillo y lo lanzó. Pasó volando junto a mi oreja y se clavó en la madera de la diana.
—¡AHHHH! —grité.
—No grites todavía —comentó Maximus.
—Entonces… ¿cuándo? —inquirí, con los dientes castañeteando a un compás de tres por cuatro.
—¡Cuando hagamos girar la rueda! —dijo Maximus riendo a carcajadas, y le dio impulso a la diana.
La rueda dio vueltas en círculo conmigo y entonces grité de verdad:
—¡AHHHHHHHHH!
Cassidy cogió el segundo cuchillo, lo lanzó hacia la diana giratoria y me afeitó unos cuantos pelos de la cabeza. Estaba tan espantado que dejé de gritar.
—Lo ves, Cassidy, ¡todavía puedes! —Maximus alabó a su lanzador, y luego le ordenó—: Ahora coge el arco con la flecha en llamas.
Gracias a la circulación rápida de la rueda, sólo vi vagamente cómo el liliputiense le ponía al cowboy una flecha encendida en la mano. Cassidy la colocó en el arco, lo tensó con manos temblorosas y me apuntó. Enseguida dispararía la flecha y, con un poco de mala suerte, yo me convertiría en «Rexi, el Eunuco» o, con muy mala suerte, en «Rexi, el que aquí descansa en paz». Y en la lápida, debajo de esas líneas, figuraría un apéndice: «… sin haber besado a Jacqueline».
Cerré los ojos, esperé la flecha final y entonces oí un «¡URGHHH!».
¡Era la voz de papá!
Abrí los ojos y, rotando, vi que agarraba a Cassidy del brazo y la flecha salía volando hacia el techo de la carpa. Para mí, que la lona comenzara a arder tuvo una importancia marginal. ¡Mi padre había venido a salvarme!
—¡Cogedlo! —gritó Maximus.
—¡Ya le enseñaré yo lo que aprendí cuando era mercenario! —chilló el gorila Gorr.
—Y yo lo que aprendí en el equipo de lucha libre soviético —gritó la mujer barbuda con acento ruso.
Se abalanzaron sobre papá mientras la diana giratoria perdía lentamente velocidad de rotación. La gente del circo tenía dificultades para agarrar a papá. Pero sólo hasta que las gemelas siamesas cayeron sobre él desde el trapecio. Se sentaron a horcajadas encima, le apretujaron el torso con las piernas y le taparon los ojos con sus cuatro manos, mientras el gorila Gorr y la gorda le pegaban.
Entretanto, la rueda se detuvo en horizontal, de manera que quedé colgado en un ángulo de noventa grados respecto al suelo, y tuve que seguir la pelea desde esa perspectiva.
—¡Mierda! —exclamó Cassidy de repente.
—¿Qué pasa? —gritó Maximus.
—¡La carpa está ardiendo!
Miré hacia arriba desde mi posición horizontal; mis ojos aún no focalizaban con mucha agudeza, pero el hombre tenía razón: ¡la lona ardía!
Los frikis del circo soltaron a papá y huyeron de la carpa incendiada. Papá corrió hacia mí, despedazó furioso la diana y yo pude liberarme de las ataduras. Corrimos juntos por la pista en dirección a la salida mientras la lona ardiendo nos llovía encima, a izquierda y derecha. Cuando por fin dejamos atrás aquel infierno en llamas, todavía no estuvimos a salvo. Porque volvíamos a estar frente a la jauría del circo, y Maximus se dirigió furioso a papá:
—¡Has destrozado mi circo!
—¡Me imfporta ufna fmierfda! —contestó papá.
Cogió a Maximus y lo lanzó hacia el desierto describiendo un gran arco, al menos a cien metros de distancia. El liliputiense aterrizó de mala manera en una duna de arena. La gente del circo se quedó perpleja.
—Como una lanzadora de martillo china —murmuró la mujer barbuda.
Antes de que se dieran cuenta, papá agarró a la barbuda y a Gorr y los hizo chocar de cabeza con tanta fuerza que los dos bellacos cayeron inconscientes en el suelo al instante. Hopalong Cassidy y las siamesas miraban a papá aterrorizados. Él se agachó amenazador hacia ellos y murmuró:
—¡Buh!
Las siamesas huyeron aterradas, gesticulando con sus cuatro brazos, y Hopalong corrió tan deprisa como le permitían sus piernas de hombre viejo.
—Tendría que haberme ido a la residencia con Tanitou —maldijo entretanto.
Fue alucinante: todos mis torturadores estaban fuera de combate. ¡Mi padre me había salvado!
En aquel momento, que hubiera engañado a mamá me pareció totalmente irrelevante. Me arrimé a una de sus piernas; olí que era la pierna donde me había meado y me pegué a la otra. Saltaba a la vista que papá era feliz porque yo volvía a quererlo, y me dijo:
—Te fquiefro.
¿Cuándo me lo había dicho por última vez?
De acuerdo, nunca me había dicho «fquiefro», pero tampoco «te quiero» desde hacía mucho tiempo. Seguro que entonces yo aún era un niño pequeño.
Luego, incluso me acarició cariñosamente la cabeza. Tampoco tenía ni idea de cuándo me había acariciado por última vez con tanta dulzura.
Qué curioso, a veces no nos damos cuenta de lo mucho que echamos de menos algo hasta que volvemos a experimentarlo.
Se me hizo un nudo en mi garganta de licántropo y de pronto me sentí más próximo a papá que nunca. Para mí, aquél fue el momento más feliz de nuestro disparatado viaje. Y por eso susurré:
—Yo también te fquiefro.
Mi papá alto y fuerte tragó saliva, conmovido. Luego se inclinó hacia mí y me abrazó. Con mucha suavidad y cariño.
Pero nuestro formidable momento padre-hijo encontró un final repentino: una tormenta de arena se cernía sobre nosotros. No era una tormenta de arena normal, claro. Era Ada la que soplaba por encima de nuestras cabezas. Volvimos a ver su cara arenosa. Y gritó:
—Papá… Max… ¡socorro!
Luego se deslizó hacia el suelo en forma de arena, se transformó ante nuestros ojos en la momia Ada y se desplomó, muy debilitada. Cuando papá y yo nos disponíamos a correr hacia ella, se levantó una nueva tormenta de arena. Naturalmente, se trataba de Imhotep. Él también descendió al suelo, pero no se transformó en su figura humana, sino en un escarabajo enorme. Y a buen seguro que fue el primer escarabajo de la historia de nuestro planeta que anunciaba pomposamente:
—Preparaos para morir, ¡miserables!
Mientras yo me notaba que escondía inconscientemente el rabo entre las piernas, papá siguió conectado en modo salva hijos. Caminando pesadamente sobre la arena, se acercó furioso al escarabajo y le gritó:
—Esfcarafafjo, ¡pfam fculo!
—¿Qué? —preguntó confuso Imhotep, el escarabajo, y se quedó quieto un momento.
Grave error, porque papá aprovechó ese breve instante de confusión para agarrar al enorme escarabajo. Éste le disparó un ácido desde sus manos, pero papá le levantó los brazos, y no le dio. Así pues, el veneno negro se esparció sin orden ni concierto por el aire. Y yo traduje sonriendo lo que papá había gruñido a voces:
—Mi padre dice que el escarabajo recibirá ahora una buena azotaina en las posaderas.