Drácula se hacía esperar. Pero eso no fue tan malo, porque su criado Renfield se pasó media tarde proporcionándome revistas, masajes en la cabeza y deliciosos bombones (confiaba en que los vampiros no fueran propensos a los michelines).
Cuando Renfield acabó el masaje y se fue, me levanté y contemplé la piscina, que tenía un agua tan maravillosamente clara y azul que a buen seguro habría estimulado a David Hockney a pintar nuevos cuadros. Disfruté de la vista y no me molestó en absoluto no poder reflejarme en el agua.
De pronto, el cristal transparente que frenaba los rayos de sol se rompió en pedazos con gran estrépito sobre mi cabeza. Una cosa muy grande cayó en picado hacia mí. Tuve reflejos y salté a un lado. La cosa —parecía un cuerpo humano— chocó contra el borde de la piscina, resbaló dentro y se hundió inanimada hasta el fondo. Me llevé un susto tremendo. Puesto que el cristal había quedado hecho añicos, el sol me quemaba sin piedad. No era tan grave como en Egipto, pero decidí saltar al agua de todos modos para ponerme a salvo de la radiación.
Antes de sumergirme, me quité el albornoz y, mientras nadaba lentamente (los vampiros no necesitan respirar y, por lo tanto, no hacía falta que me diera prisa) hacia el fondo en ropa interior, reconocí a la persona que estaba a punto de ahogarse: ¡era Baba Yaga!
Dios mío, la habíamos perseguido por media Europa y ahora yacía inconsciente delante de mí. Le salían burbujas por la boca. No la compadecí. Mi estado anímico era similar a cuando ves en televisión un reportaje sobre niños en la guerra y te preguntas si en otro canal estarán emitiendo House. ¿Me había convertido en un monstruo insensible por ser una vampira? ¿O sólo era como mucha gente normal?
Las burbujas cesaron. A Baba no le quedaba mucho tiempo. Y yo no tenía realmente ningún problema por dejarla en el fondo. Pero lo tendría mi familia. Ada, igual que yo, no quería que la transformaran de nuevo en sí misma, pero Frank y Max seguramente querían recuperar su antiguo cuerpo.
Lo que Frank pensara me traía sin cuidado; seguía tan enfadada que, si por mí fuera, la bruja podía convertirlo en una pera loca para el club de boxeo de los hermanos Klitschko. Pero Max me importaba. Lo echaba de menos. Y me pregunté si había hecho bien dejándolo con Frank y Ñuleika. Una pregunta que yo misma contesté: «No, idiota, claro que no hiciste bien».
Levanté a la bruja del fondo, la cogí en brazos, nadé con ella hasta la superficie y la dejé en el borde de la piscina antes de salir yo. Debido a las gotas de agua que se deslizaban por mi piel, el sol me quemaba mucho más. Me eché el albornoz por encima de la ropa interior mojada y arrastré a la inconsciente Baba Yaga hasta debajo de un gran cocotero, donde recobró el conocimiento. Escupió un poco de agua como si fuera una fuente defectuosa y, finalmente, preguntó:
—¿Tú salvado mí?
—Espero no arrepentirme —contesté.
—Una criatura estúpida salvado a mí —señaló perpleja.
—Vale, ya empiezo a arrepentirme —dije ofendida.
Baba se incorporó temblando, se quedó de pie tambaleándose y miró alrededor:
—Está yo en castillo Drácula. Por fin llegado a destino. —Se fijó en que yo iba en ropa interior y me preguntó sin más rodeos—: ¿Tú ama Drácula?
Una pregunta interesante que no me había planteado. ¿Amar? Eso eran palabras mayores. Drácula me fascinaba, y la vida excitante que prometía era más que tentadora. Pero ¿lo amaba? Seguramente era más acertado decir que estaba coladita por él. Pero ya se sabe que de ahí puede surgir el amor. Y si eso ocurría, los dos podríamos formar con Max la familia más extraña de la historia del mundo.
—Eso a ti no te importa —le contesté a la bruja.
—Él no quiere a ti.
—¿Por qué… lo dices? —pregunté molesta.
—Bueno, tú eres tú —dijo con una sonrisa burlona.
—Gracias —repliqué con acritud.
—¿Quién va a querer mujer tan estúpida?
—Gracias otra vez.
Sonrió burlona y quise defenderme:
—Pues según la profecía de Haribo…
—Harboor —me corrigió.
—Como sea… Él dijo que el vampiro con alma amaría a la vampira con alma…
—¿Drácula explica a ti eso?
—Sí.
—Tú más estúpida que estúpida que estúpida. Drácula no tiene alma.
No quise creerla. Alguien que se había portado tan bien conmigo tenía que poseer un alma. Y, ante todo, alguien por el que estaba colada y con quien tal vez incluso fundaría una nueva familia, tenía que poseer un alma.
—Yo enseño a ti.
La bruja se acercó tambaleándose al borde de la piscina, sacó su amuleto, levantó los brazos temblorosos por encima de la cabeza y gritó:
—Irbraci tempi passanus!
De los diez dedos de sus manos salieron disparados unos rayos negros hacia la piscina. La superficie del agua comenzó a hervir a borbotones.
Me acerqué llena de curiosidad y lo que vi consiguió que me olvidara de que se me estaba achicharrando la piel: en la superficie burbujeante del agua se veían unos neandertales sentados alrededor de una hoguera dentro de una cueva. De pie ante ellos había un hombre viejo y enjuto, con barba blanca. Les contaba algo excitadísimo y gesticulando bestialmente con los brazos. Al parecer, se trataba de una conexión en directo al pasado y el viejo decrépito era el adivino Haribo. Parecía un poco loco, como esos que se pasean por las zonas peatonales con carteles en los que pone «El fin se acerca, ¡arrepentíos!» o como esos que escriben bestsellers sobre la amenaza de la extranjerización en nuestra sociedad. Los neandertales temblaban de miedo por lo que Haribo explicaba. Yo no, porque no entendí una palabra de lo que farfullaba en su lenguaje prehistórico.
—¿Tú oyes que dice cosa terrible? —preguntó Baba sonriendo irónica.
—Sí, lo oigo. Pero sólo entiendo «ositos de goma», marca Haribo, claro.
—Tú perdona —replicó Baba. Disparó otro rayo negro con el dedo índice y gritó—: Translat!
Con eso debió de conectar el sistema dual de su televisor mágico, con doblaje al alemán; fuera como fuese, entonces entendí a aquel viejo nervioso:
—… y Drácula contraerá matrimonio con la vampira con alma.
Eso no sonaba terrible.
—Y Drácula tendrá hijos con ella —prosiguió Haribo excitado.
¿Hijos? No sabía si me apetecía. Mis pensamientos no habían llegado tan lejos. Ni mucho menos.
—¡Mil hijos! —exclamó el adivino.
¿Mil?
—¡Y miles y miles!
Mi útero se quedó atónito.
—Y con esos hijos, el vampiro sin alma formará un ejército de criaturas horribles con las que someterá el mundo y exterminará a la humanidad.
En ese instante, podría haberme inquietado saber que Drácula no tenía alma.
O que pretendía reunir un ejército para conquistar el mundo.
Pero mi cerebro conmocionado se había trabado en las palabras «miles y miles de hijos».
El chalado de Haribo siguió comiéndoles el tarro a sus neandertales con otras profecías del terrible futuro: los avisó de las armas de destrucción masiva, de la gripe porcina y de las televisiones privadas. No es de extrañar que los neandertales decidieran extinguirse.
Cuando las imágenes desaparecieron por fin, la bruja me preguntó:
—¿Tú visto qué planea Drácula con ti?
—¡No puede ser verdad! —repliqué—. Quiero decir que Haribo tiene pinta de triturar ositos de goma y fumárselos luego…
No quería creerlo: primero Frank me engañaba, ¿y ahora resultaba que el amor de Drácula por mí también era una simple mentira? ¿Cómo iba a resistirlo? Primero perdía a mi familia, ¿y luego la magnífica alternativa que me había surgido?
—¿Tú necesita más pruebas? —preguntó la bruja.
—No estoy muy segura… —contesté abrumada.
—¡Tú necesita una! —constató la bruja.
Volvió a sacar el amuleto, masculló algo y, en esta ocasión, de sus manos salió disparado un humo que olía a azufre y lo nubló todo. Antes de que la bruma nos rodeara completamente, ya estábamos lejos de la piscina…
… y de repente nos encontramos en una mazmorra de lo más clásico. Se componía de galerías oscuras, tan sólo iluminadas por antorchas y que olían a moho. En esos pasadizos había grutas excavadas en la tierra, cerradas con pesadas rejas de hierro. Detrás de las rejas vegetaban prisioneros nada clásicos. Eran pequeñas criaturas demacradas, algunas no medían ni diez centímetros de altura, que gemían allí dentro.
—¿Qué… son esas criaturas? —inquirí, cuando por fin recuperé el habla.
—Elfos, hadas, ángeles de la guarda… Drácula ha capturado todos —explicó Baba—. Todos seres que ayudan a humanos son enemigos suyos.
Observé con más detalle a aquellas pobres criaturas atormentadas. Efectivamente: eran pequeños ángeles de la guarda consumidos, a los que habían arrancado las alas; elfos con las orejas puntiagudas mutiladas y hadas, antaño preciosas, con señales de quemaduras en todo el cuerpo. Todas nos miraban como si no nos vieran. Hacía mucho que habían quebrantado su voluntad. Aquellas mazmorras eran un museo del horror que le habría quitado el sueño hasta al mismísimo Stephen King. Pero el mayor horror era éste: me había acostado con el hombre que había creado aquello.
Oh, Dios mío, cuánto ansiaba una ducha.