Tierno. Sensual. Excitante.
Había engañado a mi marido, había disfrutado de cada minuto y no había pensado en él ni un segundo. Sólo ahora, mientras cruzábamos las montañas de Transilvania en la limusina de Drácula, pensé en lo que había hecho. El sol brillaba en el cielo, pero gracias a los cristales opacos del coche no me ardía la piel de vampiro, y me pregunté si debía tener remordimientos por Frank. Los tenía. Un poco. Un poco bastante.
Pero ¿debía tenerlos? Estábamos empatados 1-1 poniéndonos los cuernos. O mejor dicho: íbamos 1-8, porque Frank se había ido ocho veces a la cama con su guía erótica, con una mujer más joven y guapa. Por lo tanto, era más que justo que yo me hubiera acostado con un hombre más viejo y guapo en el futón del jet privado (¡los edredones eran para volverse loca!). Podría haberlo hecho siete veces más, y sólo entonces habría habido un empate entre Frank y yo.
Dios mío, todavía estaba enfadadísima con él, ¿cómo había podido herirme tanto?
—Me gustaría enseñarte algo fantástico —dijo Drácula arrancándome de mis furibundos pensamientos. Tuvo mi mano cogida durante todo el trayecto, como un adolescente enamorado.
—¿Qué es? —pregunté.
—¡Mi hogar!
Señaló un castillo que acababa de aparecer a la vista. Se alzaba sobre una colina y, con sus incontables torres, tenía un aspecto mayestático, majestuoso, impresionante. En comparación, la casa de campo inglesa donde se había mudado Lena con su novio inglés seguro que era miserable.
—Guau… —exclamé.
—Espera a ver el templo de wellness —dijo Drácula sonriendo.
—¿Tienes un templo de wellness? —Eso me pareció más fantástico que un viñedo propio.
—Con baño romano, termas griegas y sauna ayurvédica. Y lo mejor de todo: la luz del sol se filtra a través de un techo de cristal especial y no puede hacernos nada si nos tumbamos junto a mi piscina de agua de mar. Podremos disfrutar del sol sin que nos haga daño.
—Suena maravilloso —dije suspirando impaciente.
—Y lo es. Pero también disfrutarás de algo aún más maravilloso.
—¿De qué? —pregunté con curiosidad.
—De mis masajes.
«Disfrutar» fue poco.
Drácula me dio masajes eróticos en el jardín de orquídeas de su castillo (no me pregunté cómo había conseguido criarlas en las montañas de Transilvania). Sus manos acariciaban de maravilla, y hasta consiguió convertir mis rótulas en zonas erógenas. Después del masaje, hicimos el amor en su baño romano, aromatizado con exquisitas fragancias. A continuación, en el jacuzzi, aromatizado con exquisitas fragancias. ¡Qué bien que mi nuevo cuerpo fuera tan resistente!
Si continuábamos así, Frank y yo pronto habríamos empatado ocho a ocho. Entonces, tal vez tendría que preocuparme por los remordimientos. Pero me había propuesto no saber nada de mi conciencia hasta entonces.
A primera hora de la tarde, cuando salimos del jacuzzi, Drácula me cubrió con un albornoz suave como la seda y ordenó que me sirvieran un té aromático exquisito. Luego me comentó:
—Discúlpame, tengo que ocuparme de unos asuntos profesionales.
—¡Pero vuelve pronto! —exclamé, fingiendo con el índice que lo amenazaba y con una risita tonta de colegiala.
Me quedé sola, tumbada junto a la piscina, debajo del techo de cristal transparente que filtraba el sol de manera agradable, y disfruté de los rayos que me caían en la cara.
Sí, sol, piscina y wellness. Menús de tres estrellas y viajes a países exóticos. Nada de celulitis en los muslos ni en el trasero, y sexo fantástico con un hombre encantador y atractivo… Y la guinda del pastel: también era inmortal. ¡Mi vida de vampira era maravillosa!