ADA

Immo me arrancó de mis pensamientos con la frase que yo siempre había querido oír en boca de alguien:

—¡Te amo!

Típico de mí. Por primera vez alguien me amaba. De verdad. Sin que lo hubiera hipnotizado antes. Y tenía que ser precisamente un vejestorio egipcio de tres mil años con taparrabos.

—Después de mucho sufrimiento, por fin he superado lo de Anck —dijo.

—Me alegro por ti —contesté, y desgraciadamente no me alegré por mí, puesto que ni queriendo lograba imaginar que acabáramos juntos.

Él, en cambio, sí: de pronto se arrodilló delante de mí sobre el suelo de piedra de la gruta. Y me cogió la mano. Oh, Dios mío, ¿no iría a…?

—¿Quieres casarte conmigo?

¡Eso quería Immo!

Yo, evidentemente, no.

Me miró lleno de esperanza. Tenía que reaccionar. De alguna manera.

—Ejem… Immo, eres una monada y todo eso… —balbuceé—, pero no creo que sea una idea genial…

—¿Por qué no?

Pero ¿qué preguntaba? Cuando alguien te responde a una propuesta de matrimonio diciendo «No creo que sea una idea genial», te echas a llorar sobre la almohada y no preguntas más.

—Bueno —intenté convencerlo con cautela—, la diferencia de edad es bastante grande. Tú tienes tres mil años y yo diecisiete…

—Pero ya has alcanzado la madurez sexual —replicó.

Uf, no me apetecía para nada hablar con él de mi madurez sexual.

—O sea que podemos engendrar hijos —prosiguió.

Por un lado, yo no estaba tan segura de que mi cuerpo de momia estuviera en condiciones de esas cosas; por otro, no quería pensar en ello ni por asomo.

—Soy muy impulsiva —dije, intentando dejarme por los suelos.

—Podré vivir con ello.

—Si me despierto muy pronto, soy insoportable…

—No te despertaré hasta el mediodía —replicó contento.

—Y cuando tengo la regla, mataría a todo el mundo hasta por la tarde…

—El amor lo soporta todo.

Al parecer, con la verdad no llegaría a ninguna parte; así pues, sólo me ayudarían las mentiras. A ver si también soportaba tan tranquilamente esto:

—A mí… ¡sólo me gustan las mujeres!

—Te convenceré de lo contrario —continuó insistiendo—. Me gustan los retos.

Me atrajo hacia él, hasta quedar casi pegados y quiso besarme. Contra mi voluntad. Fue asqueroso. Y puesto que acababa de hablar de madurez sexual, comprendí qué quería realmente y aún me dio mucho más asco. Lo aparté con todas mis fuerzas.

—Dios mío, sí que estás necesitado —lo increpé—. Yo no te quiero. ¡Jamás podría querer a alguien como tú!

—¿Qué…? —preguntó horrorizado.

—¿Y qué te creías? Un tío que ha pasado tres mil años en una gruta, colgado de una mujer… Nadie dirá: hala, qué tío más genial.

En su cara se formaron unas arrugas de ira.

—Además, te paseas por ahí con un ridículo taparrabos y te apestan los pies.

—¡A mí no me huelen los pies!

—Cierto, no se puede decir que huelan.

—¿Te… burlas de mí? —advirtió mientras comenzaba a ponerse rojo.

—¡Bingo!

—¿Qué significa «bingo»?

—¡Que te desprecio! ¡Te considero incluso más tarado que la palabra «despreciar»!

Se le puso la cara definitivamente roja de ira. Immo temblaba de rabia. Seguramente me había pasado un pelín.

—¡Pues haré lo que me pidió Drácula! —dijo temblando.

—¿Drácula? —pregunté. ¿Qué tenía que ver él con todo aquello?

—Drácula quería que matara a tu hermano y a tu padre. ¡Y también a ti!

Qué poco considerado.

—¡Y lo haré ahora mismo!

Muy poco considerado.

Por un instante pensé que Immo recurriría a la «maldición de la momia», aunque según las reglas se jugara la vida con ello. Pero, en vez de maldecirme, se transformó en un enorme escarabajo azul. En un colepóptero…, copelóptero… coleloquesea. En cualquier caso, no era especialmente aterrador. Comparado con los zombis y con Godzilla, incluso era bastante ridículo. Hasta que de pronto escupió un líquido negro contra la pared, justo a mi lado, y la piedra se desintegró de inmediato.