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Avanzaba como un torbellino por encima del desierto, donde el sol comenzaba a ponerse. Immo volaba detrás de mí a una distancia prudencial: le había dicho que no se atreviera a mezclar su arena con la mía.

Sobrevolé a toda velocidad un mar, que no sabía si era el mar Rojo, el mar Muerto o el mar que Fuera. Tendría que haber atendido más en clase de geografía. Luego volví a surcar el aire a toda mecha por encima de la tierra. Pero volara hacia donde volara, me arremolinara sobre la ciudad árabe que fuera, desde mi perspectiva de Google Earth no vi ejércitos oprimiendo a la población ni policías golpeando a manifestantes. Nadie a quien poder cantarle las cuarenta ni enseñarle qué es la peste.

Finalmente sobrevolé una ciudad portuaria árabe. Allí, en un callejón mugriento con edificios torcidos, divisé a dos chicos que le estaban dando una paliza a un hombre trajeado y con un gran mostacho. Eso era mejor que nada.

Descendí como un remolino desde una gran altura y vi que los dos matones intentaban esconderse de mi tormenta de arena detrás de unos cubos de basura. Su víctima bigotuda no tuvo fuerzas para levantarse y se quedó tirada en el suelo. Caí en el callejón en forma de arena y me transformé en momia. Los dos tíos demostraron que no eran tontos del todo y se agazaparon aún más detrás de los cubos de basura.

—Levantarse hoy no ha sido buena idea —les grité, y primero los machaqué con la peste.

Les salieron bubones en la cara y, al cabo de unos segundos, tenían el aspecto de las criaturas contra las que Frodo luchaba en El señor de los anillos. Luego les mandé un enjambre de mosquitos y, como final glorioso, un pequeño aguacero de ranas. Cuando acabé, los dos yacían hinchados y desmayados en el suelo.

Sin embargo, por alguna razón que se me escapaba, aquello no me hizo feliz. En cierto modo, esperaba que me complacería hacerles tragar a los malos un poco de su propia medicina. Pero se me atragantó a mí lo que les había hecho.

El bigotudo recobró el conocimiento, se levantó a duras penas y dijo respetuoso:

—No sé qué clase de criatura maravillosa eres, pero has obrado bien.

Una ventaja de ser una momia egipcia era que entendía y podía hablar perfectamente la lengua árabe.

—Me alegro —repliqué en árabe, un poco triste porque el bien que había hecho no me había sentado bien.

—Me has salvado de esos cerdos revolucionarios.

—¿Cerdos revolucionarios? —pregunté desconcertada—. ¿Por qué «cerdos revolucionarios»?

—Soy agente de los servicios secretos y me habían descubierto. Ahora los llevarán a la sala de torturas.

Glups.

—Ejem… ¿Quién gobierna este país?

—¡El presidente!

—¿Fue elegido? —pregunté esperanzada.

—No directamente.

—¿Indirectamente?

—Tampoco.

Aquello no sonaba a superdemocracia.

—¿Pueden sustituirlo en el cargo?

—Cuando muera, lo sustituirá su hijo.

No, la democracia era otra cosa.

Había machacado con la peste a quien no debía. Miré al bigotudo profundamente a los ojos y lo hipnoticé.

—Quiero que olvides que esos dos son revolucionarios.

—¡Ya está olvidado! —contestó con fervor.

Immo descendió a mi lado y se transformó en su versión con taparrabos.

—No es fácil distinguir el bien del mal —comentó.

—Tú lo has dicho —repliqué suspirando.

—Ni siquiera en el propio corazón —añadió Immo.

Aquello sonó a sabiduría incómoda.

Miré a los pobres tipos a los que había desfigurado. Por desgracia, no poseía la habilidad de curarlos. Seguramente tardarían semanas en recuperarse. Qué idiota era. Me había lanzado de cabeza a una situación sin analizarla antes. Yo no era una Anck que sabía exactamente lo que hacía. Ni por asomo.

Quizás ése había sido precisamente el error: había querido ser como ella.

Y antes había querido ser como Cheyenne.

Pero tenía que encontrar mi propio camino.

Tenía que ser yo misma.

Fuera como fuera.

Al regresar a la gruta de Immo, fui incapaz de pensar en algo que no fueran los dos revolucionarios a los que no había podido ayudar. Mi único consuelo era que el bigotudo no los delataría y tampoco perjudicaría a nadie más (también lo había hipnotizado para que, en el futuro, se ganara la vida trabajando de payaso por las calles).

Tenía unos remordimientos bestiales. Me habría ido bien contar con alguien que me animara. Pero ¿quién? Mi padre infiel seguro que no. ¿Immo? Sólo me veía como la reencarnación de su Anck. ¿Mamá? Quizás habría podido aconsejarme qué tenía que hacer ahora. Y quizás habría aprovechado para restregarme por las narices que ella me había dicho desde el principio que me quedara con ella.

Quizás.

Pero no necesariamente.

¿Dónde estaría?

Seguro que se sentía sola y abandonada y triste.