Un jet privado es de lo más chic. Sobre todo si estás acostumbrada a los vuelos low cost en los que te cobran aparte hasta el aire que respiras.
El jet privado de Drácula era espacioso y supersilencioso, un sueño de maderas nobles, asientos de piel y mayordomos. Me senté en una butaca supercómoda y un mayordomo me sirvió una copa de vino tinto que hizo estallar de alegría sensorial todas mis papilas gustativas.
—Es un Château Farfernac del 78 —dijo Drácula.
—Nunca he oído hablar de él —contesté, cosa que no era de extrañar, puesto que tenía tanta idea de buenos vinos como de musicales modernos.
—Es de mis viñedos privados.
¿Drácula tenía viñedos? Eso era tener estilo. Muchísimo estilo.
—¿Te apetece comer algo, querida Emma?
—Ya me has hecho tragar una pastilla —respondí, y tomé otro sorbo del tal Château. No costaba habituarse a aquella bebida.
—No hablaba de hambre, sino de si te apetecía comer algo —dijo con una sonrisa—. Los vampiros ansiamos la sangre, pero eso no significa que tengamos que renunciar a los placeres culinarios. ¿Te he comentado ya que tengo a bordo un cocinero con tres estrellas Michelin?
—No, no me lo habías dicho.
—Tengo a bordo un cocinero con tres estrellas.
Lo dijo sonriendo de tal manera que me temblaron las rodillas.
Aquel vampiro causaba estragos en las mujeres. Sobre todo en las vampiras con alma.
Poco después degustábamos el menú más fantástico de todos los tiempos: carne de búfalo mozambiqueño, queso de cabra tibetano y un tiramisú andaluz tan delicioso que jamás volvería a probar un tiramisú italiano. Eran exquisiteces que habrían dejado sin aliento incluso a los críticos gastronómicos más insensibles.
Mientras comíamos, Drácula me habló de lugares recónditos llenos de belleza que quería enseñarme: la ciudad africana oculta de B’wana, cuyas ruinas se encontraban en la jungla congoleña, o el legendario templo de las flores de loto en Birmania. Drácula describía la hermosura de esos lugares con tanta viveza que sus descripciones me estimulaban aún más que los magníficos platos y el magnífico vino. Yo no tenía ni idea de que en el mundo moderno, donde todo estaba medido y registrado, existían tantos lugares recónditos llenos de misterio, encanto y belleza. Tenía que ser fascinante viajar a ellos con Drácula. En comparación, un viaje a las islas Mauricio con Hugh Grant, como el que había hecho mi antigua compañera de trabajo Lena, seguro que más bien parecía una visita al zoo de una ciudad de provincias.
Mentalmente, ya no estaba en el jet privado, comiendo y bebiendo, sino que recorría con Drácula el templo lleno de lotos y olía sus flores.
—¿En qué piensas? —preguntó Drácula, interrumpiendo mi paseo mental.
En vez de contestar, dejé el tenedor y lo observé. Tenía unos ojos en los que podías perderte. A juego con sus labios sensuales. Y con el rostro aristocrático y pálido. Y con el cuerpo musculoso. Seguro que tenía una buena tableta de chocolate debajo de la elegante camisa, y que la báscula de grasa de su cuerpo estaba en paro. ¿Cómo sería hacer el amor con Drácula en el templo de las flores de loto? Cheyenne me había contado que era un virtuoso en la cama.
¡Alto, alto! ¡No podía pensar en eso!
Por otro lado, ¿por qué no podía imaginarlo? ¿Por qué iba a tener remordimientos si me acostaba con Drácula? ¿Por Fsuleifka-Frank?
Deseaba a aquel hombre…, vampiro…, propietario de un jet privado… Y él me quería a mí. Se notaba a simple vista. Lo suyo no era lascivia. Sino amor. Increíble, ¡un hombre como él se había enamorado precisamente de mí, de Emma von Kieren!
Pero ¡alto, alto! Quizás todo aquello no era más que un truco para seducirme. Probablemente habían echado alguna sustancia en la comida para sugestionarme. De lo contrario, ¿cómo podía explicarse que lo deseara tanto y que apenas pensara en mi familia? De Drácula se podía esperar cualquier vileza, aunque no hubiera sido Drácula, sino solamente el jefe del consorcio de Guguel.
—¿En qué piensas? —volvió a preguntar.
—¿Le has echado algo a la comida? —le pregunté directamente.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Para ponerme.
—¿Significa eso que me deseas? —replicó contento.
Ups.
Tenía que salir rápidamente de aquel lío, y contesté:
—Ejem…, no…, no, ¿cómo se te ocurre?
—Porque sospechas que te he echado unas gotas de afrodisíaco en la comida.
—Ejem, sí, podría pensarse eso… —admití.
—Pero si te hubiera echado unas gotas…
—… ¡no habrían hecho efecto! —me apresuré a completar la frase.
Drácula me observó. Divertido. No me creyó. Luego sonrió cordialmente y dijo:
—Si algún día me deseas, queridísima Emma, tendrá que ser por tu propia voluntad y no porque yo recurra a las malas artes. Un verdadero amor tiene que basarse en la sinceridad y la verdad.
—Bi… Bien —repliqué.
Pero no estaba bien. Drácula no me ponía porque le hubiera hecho algo a la comida, sino que me ponía porque me ponía. Y si no pensaba en mi familia no era porque él intentara engañarme; no pensaba en mi familia porque no pensaba en mi familia. Y, en aquel momento, eso no me provocaba remordimientos porque no tenía remordimientos.
A no ser que… Drácula me mintiera y hubiera adulterado la comida.
—¿Me estás mintiendo? —le pregunté a bocajarro.
—No —contestó, alto y claro, y sin pestañear.
Reflexioné sobre la respuesta y pregunté:
—¿Eso último era mentira?
—No.
—¿Y esto?
—Así no lo averiguarás nunca —dijo sonriendo cariñoso.
No iba desencaminado.
—Tienes que indagar dentro de ti misma —dijo Drácula con dulzura— si tu deseo es o no verdadero.
Indagué dentro de mí misma y lo constaté: mi deseo era sincero. Y no sólo eso, la sensación era rematadamente agradable. Drácula me amaba, yo lo deseaba y estaba sola. Separada de mi marido infiel y de unos hijos desagradecidos. Podía vivir mi propia vida. ¡Merecía vivir mi propia vida! Y merecía disfrutarla. ¡Nadie podía prohibírmelo!
Quería gozar de inmediato de mi libertad. Por eso le pregunté a Drácula directamente:
—¿Te importa que te bese?
No esperé la respuesta. Me incliné hacia él por encima del tiramisú andaluz y de la mesa, y posé mis labios suavemente sobre los suyos. Eran fríos, como los míos. Pero —espero que se me perdone la cursilada, pero a veces las cursiladas son sencillamente ciertas— cuando nuestros labios se tocaron, la pasión ardió como el fuego. Drácula besaba como un gran maestro. Por lo visto, había aprovechado su vida inmortal para perfeccionar la técnica del beso. Pasaron minutos sin que nos apartáramos el uno del otro; por suerte, los vampiros no necesitábamos respirar.
Cuando finalmente separó sus labios de los míos, me costó permitírselo. Drácula habló un momento por el interfono y dio a la tripulación una grata orden:
—Que no nos moleste nadie hasta que aterricemos.
Luego volvió a besarme y me desnudó lentamente. Y puesto que mi físico de vampira era mucho más atractivo que el anterior, no tuve que preocuparme por la luz, ya que no había ninguna parte de mi cuerpo que hubiera preferido descubrir en la penumbra la primera vez. Sólo pensé: «¿Aterrizar? ¿Quién quiere aterrizar?».