Cuando en las grandes películas épicas ves en la pantalla a alguien llorando por un paisaje maravilloso —en el Tíbet, en la jungla o, como yo, en el desierto—, te sientes muy conmovido en la sala y piensas: «Oh, ¡qué sentimientos más profundos!».
Sin embargo, en aquellos momentos comprendí una cosa: los sentimientos profundos son una mierda.
Qué no habría dado yo por estar aburriéndome delante de la caja tonta, viendo algo tedioso, como un debate parlamentario sobre los peajes, mientras comía patatas chips.
Y qué no habría dado por poder acallar el hambre con una bolsa de patatas fritas. Y es que el estómago había empezado a ladrar durante mi épica cabalgada emocional a través del desierto. Al principio, lo ignoré; todavía estaba demasiado ocupada llorando. Pero luego se puso a pedir la palabra cada vez más alto, hasta que ya no pude ignorar su llamada, que decía: «Eh, ¡tengo un hambre canina! Y con “canina” me refiero a “darle a los caninos y chupar sangre”.»
El efecto de la pastilla de Drácula disminuía. A una velocidad de vértigo. Tan deprisa que durante el resto de la cabalgada dejó de importarme si Frank se lo había montado con Suleika ocho veces en la cama o siete veces en el trapecio.
No tenía ni idea de hacia dónde me dirigía, pero el hambre hacía que no me importara. Por lo visto, el camello quería regresar al complejo turístico, cosa que tampoco se le podía tomar a mal teniendo en cuenta el rumbo que la noche había tomado hasta entonces. Antes de que pudiera sopesar si quería ir al hotel, pasamos junto al circo, donde la función había acabado hacía rato, y llegamos a la puerta principal de las instalaciones. En la entrada vi a un Klaus y a una Barbara discutiendo:
—Quita, quita, que tú podrías apuntarte a Mal Aliento Internacional —criticó Barbara.
—Y tú podrías apuntarte a Huevos Pasados por Agua Internacional —replicó Klaus.
Con esos dos me apañaría. Para mí ya no eran turistas, eran comida.
Bajé del camello, que cruzó sin mí la puerta arqueada del complejo. Las dos comidas no se dieron cuenta de mi presencia y continuaron discutiendo.
—¡Y tú podrías apuntarte a Narcotizar Animales con Sudor de Pies Internacional! —insultó Barbara.
—Hola —saludé, intentado intervenir en la conversación.
—Y tú a Pelos en la Cara Internacional —replicó Klaus sin hacerme caso.
—¡HOLA! —dije más alto.
—¿No ve usted que estamos hablando? —refunfuñó Klaus.
—¿Y no ve usted que me da lo mismo? —contesté.
Klaus me miró a la cara, reconoció mi sed de sangre y se puso a temblar:
—Sí…, sí…, ya lo veo…
—¡Bien! —contesté.
—¿Por qué tiene esos colmillos tan grandes? —me preguntó Barbara atemorizada.
—¿No esperarás en serio que conteste: «Para comerte mejor»?
Barbara negó asustada con la cabeza.
Mi ansia de clavar los colmillos en su cuello era enorme.
—Ejem… —dijo Klaus—, ya va siendo hora de que me apunte a Me Esfumo Internacional.
—¡Klaus! —exclamó Barbara aterrorizada.
Cuando comprendió que la dejaba sola, ella también quiso huir, pero la agarré antes de que pudiera largarse.
—Voy a buscar ayuda —le gritó Klaus antes de desaparecer en el interior del hotel, y sus palabras no sonaron creíbles.
—Un auténtico héroe —me burlé.
—¡¡¡KLAUSSSSS!!! —gritó Barbara despavorida.
El hombre la había abandonado. Pero no me compadecí de ella. ¿Quién siente compasión por la comida?
—Ayúdame, Klaus… Retiro lo del sudor de pies-gimoteó la mujer.
—Barbara… —dije.
—¿Sí? —preguntó asustada.
—Prefiero que la comida tenga la boca cerrada.
Se calló y gimoteó para sus adentros. Abrí la boca y acerqué los colmillos a su cuello. Sus gimoteos me traían sin cuidado. Todo me traía sin cuidado. Menos su sangre. ¡Quería su sangre dulzona, aromática, tentadora!
Enajenada, le hice un rasguño en la piel del cuello con mis colmillos. Enseguida bebería, acallaría mi ansia desmesurada. Sin embargo, antes de que pudiera consagrarme a ello, oí:
—¡Emma!
Ésa no era la voz de un Klaus.
Aparté los colmillos del cuello de Barbara, pero seguí sujetándola. Y entonces lo vi: Drácula.
El paisaje del desierto nocturno le sentaba de maravilla. Parecía todavía más guapo y aristocrático que antes. Increíblemente apetecible. Pero, en ese momento, ni de lejos tan apetecible como la yugular de Barbara.
—¿No pensarás en serio beber su sangre? —me preguntó Drácula con voz suave.
—¡Pues claro que sí!
—¡Eso te hará infeliz!
—Puede, pero primero me hará feliz —contesté.
—Déjalo —insistió.
—¡Escucha a este hombre! —dijo Barbara.
—¡Creía que habíamos quedado en que la comida no habla! —le rugí, y volvió a guardar silencio.
—¡Tómate esta pastilla! —me pidió Drácula alargándome otra de sus píldoras rojas, que servían de sucedáneo a los vampiros.
En el cuello de Barbara ya brotaban las primeras gotitas de sangre en los dos puntos donde le había rasguñado la piel con mis colmillos.
—¡Prefiero el original al sucedáneo! —exclamé, y me dispuse a chuparle la sangre a Barbara.
En vez de contestar, Drácula lanzó una píldora en mi dirección. Con un ímpetu enorme. Y certero. Me dio de lleno en la boca abierta y cayó en mi esófago a través de la laringe. Me atraganté y tosí, pero la pastilla ya estaba en mi cuerpo. Y surtió efecto velozmente: el ansia desaforada se apagó de inmediato y solté a Barbara.
—Vete —le dije aturdida.
No supo qué contestar.
—Ya no eres comida —dije—, vuelves a ser Barbara.
—No me llamo Barbara, sino Astrid —comentó.
—¿Sabes qué me importa a mí eso?
—¿Un rábano?
—Chica lista, Astrid. Y ahora desaparece o Astrid recibirá…
—¿… una patada en el culo? —preguntó.
—¡Chica lista, Astrid, muy lista!
La mujer salió corriendo hacia el resort y la oí gritar:
—Quita, quita, que ahora mismo llamo a un abogado experto en divorcios.
—Humanos —dijo Drácula suspirando—, son tan prescindibles…
El enajenamiento por la sangre se había evaporado. Drácula había impedido que me convirtiera en una asesina. Eso quizás era incluso lo más grande que jamás nadie había hecho por mí. Le estaba profundamente agradecida por ello.
Sin embargo, el hecho de que ya no estuviera enajenada no fue una bendición total, porque los demás sentimientos volvieron a aparecer de golpe. Me habría puesto a llorar otra vez allí mismo por mi familia.
—¿Tienes planes para esta noche? —preguntó Drácula—. Si no los tienes, vuela conmigo.
—¿Los vampiros pueden volar? —pregunté.
La idea me distrajo un poco de mi lucha contra los lacrimales.
—Si nos transformamos en murciélagos, sí.
—Puaj —dije. La idea me resultó desagradable.
—Pero yo propondría volar en mi jet privado —dijo Drácula sonriendo, y señaló un jet que había aterrizado a menos de cien metros.
Lo medité un momento.
Luego contesté:
—Una propuesta rematadamente buena.