La situación era deplorable. Y «deplorable» era una manera suave de formularlo. En cierto modo era tan deplorable como las habilidades náuticas del capitán del Titanic. O que la situación de los soldados alemanes en Stalingrado. O la moralidad de Silvio Berlusconi. O lo que yo sabía de chicas.
Mamá se había ido. Ada también. Y estaba a punto de convertirse en una versión exaltada de Nelson Mandela. Para colmo de males, papá había engañado a mamá. Y ahora yo los odiaba a los tres.
Cuánto deseaba estar con Jacqueline. En todo caso, con una Jacqueline que no se riera de mí cuando le confesaba mi amor. Pero, por desgracia, esa Jacqueline no existía. Por lo tanto, no deseaba estar con Jacqueline.
Ante todo, deseaba no haberle dicho nunca que la quería. ¿Qué me había creído? ¿Cómo iba ella a querer a un hombre lobo? Por no hablar de un tal Max.
No obstante, la cuestión de cómo iba a querer a un tal Max resultaba irrelevante, puesto que yo nunca volvería a serlo. Los Von Kieren ya no teníamos ninguna posibilidad de volver a transformarnos en personas normales y menos aún en la familia normal que, bien pensado, era evidente que nunca habíamos sido.
¿Qué tenía que hacer con mi vida? ¿Quedarme con papá? ¿Con un hombre que de momento tenía dificultades para hacer sumas de una cifra y al que ahora despreciaba profundamente? ¿Con un hombre al que me encantaría acercarme para mearme en su pierna y luego mordérsela? (Desde el punto de vista del paladar, la sucesión inversa de las acciones seguramente sería mejor).
No, ¡no podía quedarme con ese hombre! Por lo tanto, tenía que intentar arreglármelas solo siendo un hombre lobo. Pero ¿cómo lograrlo? ¿Ganándome la vida actuando en televisión? ¿Durante cuánto tiempo funcionaría? ¿Cuánto duraría como espectáculo en los medios de comunicación antes de que me enviaran a «La isla de los famosos»?
En ese preciso instante volví a recordar los peligros a los que me expondría si me daba a conocer como hombre lobo parlante. Fijo que caería en el punto de mira de los científicos, que se encargarían de que en los juzgados no me clasificaran como homo sapiens, sino como animal. Y luego desaparecería durante los siguientes cincuenta años en un laboratorio. Eso si sobrevivía allí dentro durante tanto tiempo.
¡No podía permitirlo! La cosa estaba clara: tenía que seguir de incógnito. Pero ¿cómo? ¿Me unía a una manada de lobos? En la fauna de Egipto no había lobos. Y los zorros del desierto no picarían el anzuelo si hacía ver que era uno de ellos. Y si no descubrían el engaño, los zorros del desierto estarían intelectualmente tan por debajo de mi categoría que yo nunca querría unirme a su manada.
Siendo un hombre lobo, sólo existía una posibilidad de ganar dinero para comida y alojamiento y, al mismo tiempo, permanecer fuera del alcance del radar de los científicos: tenía que unirme a un pequeño circo. Por ejemplo, al que actuaba en el complejo turístico. ¡Por fin tenía una estrategia! No era una estrategia para echar cohetes. Pero era factible.
Me acerqué a papá y meé en su pierna. Luego le pegué un mordisco. Y me enfadé al instante porque, con el enfado, no me había acordado del orden correcto. Luego me largué, con mal sabor de boca. ¡Al circo!