MAX

Habían secuestrado a mi hermana, tenía quemaduras de grado infinito en las patas y, aun así, sólo podía pensar en una cosa: en Jacqueline. La echaba tanto de menos. Un sentimiento que antes, en la época en que me remojaba en el váter, jamás habría pensado que me embargaría.

Quería saber a toda costa cómo estaba Jacqueline, si todavía seguía en Viena. Pero, sobre todo, quería estar con ella, y sufría de un modo desorbitado porque no lo estaba. Si eso era amor, ¿quién necesita algo tan insuperable en cuanto a absurdidad? ¿Qué pretendía la evolución? ¿Todo eso con el único fin de la procreación? Seguro que para todos los implicados sería más relajado procrear por división celular.

Quería oír a toda costa la voz de Jacqueline, con ese tono ronco que tenía algo de lobo de mar, aunque de uno menos cariñoso que el oso marinero sonámbulo de los cuentos de Petzi. (Mi cuento preferido de la serie fue El osito Petzi conoce a mamá mero hasta que Ada, que tenía cuatro años más que yo, me aconsejó que tachara la erre. Y como en aquel entonces yo ya sabía leer y escribir, no pude volver a mirar nunca más con la misma inocencia a la afable mamá mero).

—¿Tienes teléfono? —le pregunté a Suleika, que me estaba extendiendo pomada en las patas.

—Sí, pero ¿tienes tú dedos para usarlo?

—Buena objeción —suspiré.

—Puedo marcar el número por ti —dijo sonriendo.

Ser superinteligente tenía muchas ventajas, gracias a eso fui capaz de recordar todos los detalles del iPhone robado de Jacqueline, aunque sólo le hubiera echado un vistazo a la interfaz una vez, cuando la ayudé a configurar el aparato de manera óptima. Le dicté el número a Suleika. Lo marcó. Y me dio un vuelco el corazón.

Mientras se establecía la comunicación, me pasó por la cabeza confesarle sin más mi amor a Jacqueline. Eso es lo que hacen los héroes de verdad. ¡No le tienen miedo a nada! O mejor dicho, superan su miedo en aras del amor. Y mi amor era más grande que cualquier amor que hubiera sentido nunca un crío o un lobo, incluidos los ridículos hombres lobo de las novelas.

Suleika me acompañó a una salita contigua a la enfermería para que pudiera hablar sin interrupciones, y dejó el teléfono en el suelo con la función de manos libres activada, puesto que no podía ponérmelo en la oreja. Luego cerró el cuarto, se estableció la comunicación y se oyeron los tonos de llamada. Me moría de ganas de que Jacqueline lo cogiera. Y me daba miedo que lo cogiera.

Siguieron sonando tonos. Hasta entonces no supe que los intervalos entre dos tonos eran tan largos. Finalmente, oí su voz entre risitas.

—¿Sí?

En ese momento, quizás tendría que haberme molestado que se riera, pero estaba demasiado emocionado.

—¡Soy yo! —exclamé—. ¡Max!

—¡Estás vivo! —gritó de júbilo.

—Sí, y tú, ¿qué haces? ¿Cómo estás?

—¡Estoy fumando hierba con Cheyenne! —dijo riendo aún más.

Eso quizás también tendría que haberme molestado. O tendría que haberle explicado que yo estaba en Egipto, que el resto de la familia Von Kieren también seguía existiendo, pero sentí la necesidad de confesarle mi amor. Me daba un miedo increíble, pero qué había dicho mamá: ¡yo era capaz de superar todos los miedos!

Sabiéndolo, me dejé llevar por el delirio de los héroes y exclamé:

—¡Te quiero!

Jacqueline dejó de reír de golpe.

—¿Qué? —preguntó.

—¡Te quiero! —repetí. Ni siquiera su «¿qué?» podía rasguñar mi heroísmo.

—¿Qué? —preguntó otra vez.

En cierto modo, ese «¿qué?» ya sobraba.

—¡Te quiero! —reiteré, esta vez con un ligero temblor en la voz, que ya no sonó tan heroica.

—¿Qué quiere? —oí preguntar a Cheyenne al otro extremo de la conexión intercontinental.

—El pequeñajo me quiere —dijo estupefacta Jacqueline.

Cheyenne se echó a reír a carcajadas. Eso habría sido soportable. Justo hasta ahí.

—Para de reír —le gritó Jacqueline.

Pero Cheyenne no paró. Y le contagió la risa a Jacqueline. Y sus carcajadas no fueron soportables. Me partió el corazón.

Sacudí con la pata la tecla de «fin de llamada». Varias veces, hasta que la llamada terminó y las carcajadas de Jacqueline se apagaron.

No obstante, continué oyéndolas en mi cabeza.

Fuertes.

Estentóreas.

Miré a mamá lleno de rabia; en vez de decirme que podía superar mis miedos, tendría que haberme dicho otra cosa: que el miedo también tiene una finalidad biológica: protegerte para no resultar herido.