Con el encantamiento, los Von Kieren habían desaparecido del Prater como si se los hubiera tragado la tierra. La bruja también, y yo procuré poner tierra de por medio con Jacqueline. No tenía ganas de que la bofia me pidiera la documentación porque, si comprobaban mis datos en los ordenadores de la policía, averiguarían enseguida que tenía pendiente alguna que otra orden de detención. Por ejemplo, una por haberme esposado en Gorleben al ministro de Medio Ambiente alemán, y luego haberme encadenado con él a las vías del tren para detener el transporte de residuos radioactivos. Había estado todo el rato encima del ministro y, según sus propias palabras, aquéllas habían sido las cuatro horas más largas de su vida. Pues no haberle dado tanto a la cerveza antes.
Paré la furgoneta, a la que yo llamaba Charly (por Charles de Gaulle, que en mayo del 68 se había escondido dentro conmigo), en las afueras de Viena. Me senté con Jacqueline, que todavía estaba bastante afectada por los sucesos, en la parte de atrás de Charly, en el suelo, y encendí una pipa de agua. Me la había regalado Yasser Arafat después de aconsejarle que se tapara la calva con un elegante pañuelo palestino cuando se dejara ver en público.
—¿Le has puesto hierba? —preguntó Jacqueline señalando la pipa de agua.
—No, col y patata.
Jacqueline se sorprendió.
—Pues claro que tiene maría —dije sonriendo.
—Pero tú eres adulta, ¿no te la juegas ofreciéndome? —preguntó desconfiada.
—¿Tengo cara de que eso me importe?
—No, la verdad es que no —dijo Jacqueline, que también sonrió.
—Nos hemos ganado una buena pipa —dije.
Di una calada y se la pasé a Jacqueline. Ella también fumó y me preguntó intranquila:
—¿Tú crees que la bruja ha matado a los Von Kieren?
—No, habríamos visto los restos —contesté casi convencida.
Jacqueline dio otra calada.
—Me gustan los Von Kieren —dijo.
—Tienes gustos raros.
—Sobre todo Max.
—Lo dicho, tienes gustos raros.
—¿Tú crees que volveré a verlo? —preguntó Jacqueline con una mezcla de esperanza y miedo.
De eso no estaba segura, no teníamos ni idea de dónde había enviado la bruja a los Von Kieren con el encantamiento. A lo mejor los había convertido en hormigas y por eso no los habíamos visto. ¿Quién podía saberlo? Pero si una cosa había aprendido en la vida era que una mentira agradable suele ser mejor que una verdad desagradable. Por eso contesté:
—¡Pues claro que volverás a verlo!
La miré esbozando una sonrisa lo más relajada posible, a lo que me ayudaron los efectos de la pipa. Jacqueline me sonrió también más relajada, a ella también empezaba a hacerle efecto la hierba. Después de un rato en silencio y de dar una buena calada, suspiró.
—Me gustaría tener una abuela como tú.
—¿Abuela? —pregunté haciéndome la ofendida.
—¿Tía? —corrigió.
—Suena mucho mejor.
Dio otra calada, se estiró relajadísima sobre los cojines de felpa y sonrió.
—Madre también molaría.
Eso me llegó al alma. Por mucho que le hubiera dicho a Emma, me arrepentía de dos cosas en la vida: de no haber estado con Jim Morrison la noche en que murió y de no haber tenido hijos con él. Jim sí quería, pero yo siempre le contestaba: «Tenemos toda la vida por delante».
Seguía yendo una vez al año al cementerio Père Lachaise de París, y pintaba grafitis en su tumba, igual que hacían los fans de The Doors. Cada año escribía las mismas palabras: «Te amaré siempre».
Me asaltaron las lágrimas.
El arrepentimiento es lo peor de la vejez.
A su lado, la incontinencia es una auténtica fiesta.
Miré a Jacqueline, que se había acurrucado sobre los cojines. Tenía toda la vida por delante. Ojalá sin arrepentimientos.
—¿Estás llorando? —preguntó.
—No —mentí—. Me ha entrado humo en los ojos.
Me sequé las lágrimas y dije:
—Sería un honor para mí ser tu madre.
—¿Te estás cachondeando? —preguntó perpleja Jacqueline.
Negué con la cabeza.
—Eres la primera persona que conozco a la que le gustaría ser mi madre —dijo quedamente, y de pronto pareció muy frágil.
Era lo más triste que había oído jamás.
Y había oído muchas cosas tristes en mi vida.
Le cogí la mano, se la acaricié con cariño y sonreí.
—Pero pobre de ti como me llames mami.
Las dos comenzamos a troncharnos de risa, fumadas.