Al venerable Egipto, allí había ido a parar mi adorable Emma, por lo que podía verse en las imágenes que los satélites de mi consorcio proyectaban en la pantalla de mi palacio en Transilvania. La pérfida Baba Yaga no había querido arriesgarse a que nuestro trato quedara anulado: paso franco a Transilvania para que pudiera morir junto a su abominable hijo a cambio de una vampira con alma.
Pulsé el botón del intercomunicador y llamé a mi criado Renfield o, como se decía en aquel siglo, a mi asistente personal. Evidentemente, Renfield no se llamaba Renfield. Pero yo llamaba así a todos mis criados porque iban y venían tan deprisa a lo largo de los años que habría sido una pérdida de tiempo aprenderse sus verdaderos nombres. Renfield era un joven ambicioso, vestido con traje negro y camisa blanca, al que todavía no había transformado de una dentellada en una criatura de los malditos. En los cargos más altos de mis consorcios, igual que en todas las empresas del planeta, trabajaban muchos novampiros desalmados.
Oh, cuánto despreciaba a los humanos.
¡El mundo sin ellos sería maravilloso!
¡Un auténtico paraíso!
—Su baño de Lázaro está preparado —dijo Renfield con devoción.
Ese baño diario era vital para mí, pero lo rechacé. Ya lo tomaría luego. Miré la pantalla y observé a la familia de Emma. Había subestimado lo fuertes que eran los lazos de sangre; había confiado en que Emma vendría conmigo enseguida, haciendo ondear las banderas por mi formidable encanto. Pero no lo había hecho. Eso significaba que si quería conquistar a Emma, tenía que actuar.
—Renfield —le dije a mi criado—, tenemos que liquidar a la familia de Emma von Kieren.
—¿Envío a nuestros hombres de la CIA? —preguntó.
—No, me interesa una solución más competente.
—¿A las milicias chechenas?
—No, no son lo bastante crueles.
—¿No querrá a la guardia? —preguntó espantado. Incluso la gente desalmada sentía un terror inmenso ante mi guardia de vampiros.
—No, tampoco —dije—. Habla con nuestro amigo, el faraón Imhotep. Dile que han llegado unos seres a su tierra. Y que uno de ellos ha adoptado la figura de la momia de Anck-Su-Namun, su difunto gran amor, para mofarse de su muerte.
Renfield sintió escalofríos por todo el cuerpo. Sabía de qué terrible venganza era capaz Imhotep.
—Pero que no moleste a la mujer vampiro —ordené por último—. A los demás puede torturarlos hasta la muerte siguiendo su acreditado estilo.