EMMA

Max y Jacqueline nos habían salvado; los dos formaban un equipo bastante bueno. Y, tal como Jacqueline miraba a mi hijo, tal vez podrían llegar a ser algo más que un equipo. Se la veía realmente impresionada con su manera de actuar.

Ya sólo nos faltaba encontrar a la bruja. Sin embargo, antes de que pudiéramos emprender la búsqueda, Ada gimió de repente:

—¡Oh, mierda!

—Oh, mierda, ¿qué?

—Oh, mierda, ¡Adolf Hitler!

Nos volvimos y vimos que la figura de cera de Adolf Hitler venía hacia nosotros.

—¡Oh, mierda! —maldije.

—¡Lo que yo decía!

Así pues, aquello no había acabado. Y no sólo no había acabado, ¡sino que acababa de empezar! Detrás de Hitler, todas las figuras del museo se habían puesto en marcha: desde el príncipe Carlos hasta Spiderman, desde los Rolling Stones hasta Franz Beckenbauer, desde Muhammad Ali hasta el Dalai Lama… Aquello era un nuevo reemplazo de zombis de cera.

—¡Fmieda, Fjitler! —renegó Frank.

Y se dispuso a ir a arrancarle la cabeza a Hitler. Aunque lo comprendía, lo detuve cogiéndolo del brazo: él tampoco tenía ninguna posibilidad contra cientos de zombis de cera.

—¿Cuánto desodorante queda? —le pregunté a Jacqueline.

—Lo he tirado casi todo.

—Me lo temía.

Me habría encantado flambear a Hitler con el resto del desodorante, pero me pareció mucho mejor otra idea:

—¿Quién está a favor de huir?

El resultado de la votación fue inequívoco.

Le pedí a Frank que cargara con Cheyenne, que empezaba a recuperar el sentido, y corrimos hacia la salida. Los zombis nos siguieron, y de repente oímos gritar a Baba Yaga a nuestra espalda:

—¡Vosotros no escapa de mí!

Al salir corriendo del museo, espantamos a los pocos turistas matutinos que había en el Prater, que huyeron despavoridos en todas las direcciones cuando luego vieron a los zombis de cera que nos perseguían.

—Tenemos que ir a algún sitio donde esos bichos no puedan atraparnos —grité.

—¿No podrías ser un poco más concreta? —dijo Max jadeando.

Busqué con la mirada, vi la noria gigante y dije:

—¡A la noria! Cuando estemos en el aire, no nos seguirán.

Corrimos hacia la noria gigante. Al llegar, le pedí a Ada que hipnotizara al encargado antes de que él también huyera. Lo miró a los ojos y, tal como yo le había propuesto, le pidió que hiciera subir la noria lo más rápidamente posible. Luego nos montamos en una cabina, ascendimos a toda velocidad y nos pusimos a salvo de la horda por el momento.

Desde arriba pudimos ver que Baba Yaga también salía del museo y seguía a sus criaturas hechizadas. Tal como Ada nos había contado en el hotel, la bruja parecía bastante enferma y débil. Sólo le quedaba un día y medio de vida. Pero, por desgracia, no estaba lo bastante debilitada para darse por vencida. Levantó su amuleto brillante, masculló algo y las figuras de cera interrumpieron la persecución. Luego, avanzaron tambaleándose para reunirse.

—¿A qué juegan? —preguntó insegura Ada, que tenía la nariz vendada pegada a la ventana de la cabina—. ¿Al corro de la patata?

La figura de Adolf Hitler tocó la del Dalai Lama, y las dos se fundieron en un montón de cera. Luego, Franz Beckenbauer tocó el montón y también se fundió con él. Así una figura tras otra, hasta que se formó una enorme bola de cera de más de un metro de altura delante de Baba Yaga. Con sus conjuros, la bola creció a lo alto y luego, cuando ya casi era tan alta como la noria gigante, la cera comenzó a formar una nueva criatura, un monstruo parecido a un lagarto, un…

—Godfzillfa —dijo Frank tragando saliva.

El lagarto monstruoso se acercó lentamente a la noria. ¿Cómo se le había ocurrido a la bruja pensar en Godzilla? Pegaba más con Tokio que con Viena. Claro que un monstruo de tarta de chocolate seguramente habría sido menos terrorífico.

—Esa vieja ya me está cargando —se lamentó Ada.

—Ghidorah nunca aparece cuando lo necesitas —dijo espantadísimo Max.

—¿Y ése quién es? —preguntó Jacqueline.

—Un monstruo de tres cabezas que le da leña a Godzilla.

—Joder, sí que sabes cosas —dijo ella, impresionada—: los enemigos de Godzilla, lo de la calva y los nudos de comunicación mágicos…

—Cábala —la corrigió Max.

—Eso ahora entra en la categoría de «me la suda», ¿no? —comentó Ada.

—En eso tienes razón —dijo Cheyenne, que seguía en brazos de Frank, pero volvía a estar totalmente consciente—. Da la impresión de que ese monstruo quiere hacerse un hula-hop con la noria.

—Me gustaban más los zombis —afirmó Max, y se escondió debajo de un asiento. Que tuviera miedo desconcertó un poco a Jacqueline.

Godzilla no sólo venía directo hacia nosotros, también demostró qué se proponía al lanzar fuego por la boca con gran estruendo y reducir a cenizas una de las casetas del Prater.

—Vaya —se lamentó asustada Ada—, no quiero saber qué habrá comido para eructar tan asquerosamente.

Nuestra cabina casi había alcanzado la parte más alta de la noria, y pudimos mirar directamente a los ojos amarillos del lagarto, ambos casi tan grandes como la cabina. Pronto nos llegaría la hora. Miré hacia abajo, a Baba Yaga, que se reía como una loca. Frank siguió mi mirada, vio a la bruja y dijo en voz baja:

—Fmafla pféfcora.

Asentí y me agaché debajo del banco para decirle a Max:

—¿No se te ocurre una buena idea, como antes con el desodorante? Si la tienes, es el momento adecuado para contárnosla.

Pero Max estaba paralizado de miedo y no era capaz de pensar con claridad. Me volví hacia Ada y le dije:

—Hipnotízalo para que se le pase el miedo.

—No funciona con los monstruos. No salió bien con Baba Yaga ni contigo —replicó mi hija.

En ese momento, Godzilla destrozaba la taquilla de la noria con un chorro de fuego ensordecedor.

—¡Inténtalo! —grité despavorida.

Ada se agachó al momento hacia Max, que no paraba de gimotear.

—Quiero que pierdas el miedo y pienses un plan para vencer a Godzilla.

Max dejó de gemir. La hipnosis de Ada había funcionado, o sea que sus fracasos con Baba Yaga y conmigo no se debían a que los monstruos fueran inmunes, sino que tenían otra causa. Pero, claro, no había tiempo para pensar en cuál podía ser.

Max salió de debajo del asiento, caviló un momento y dijo:

—¡Papá tiene que romper la ventana de la cabina!

—¿Y eso por qué? —preguntó Ada—. ¿Para que podamos oler mejor el mal aliento de Godzilla?

—¡Hacedlo!

Frank me miró dudando. Yo no tenía ni idea de qué se proponía Max, pero le pedí a mi marido:

—Haz lo que te dice.

Frank dejó a Cheyenne en el suelo, se preparó, cerró sus potentes puños y golpeó la ventana para hacerla añicos. El cristal se rompió, los añicos cayeron desde una altura de treinta metros y Godzilla se quedó perplejo un momento.

—Ahora, aúpa a mamá —le dijo Max a su padre.

—¿Qué? —pregunté sorprendida.

—… y tírala por la ventana.

—¿QUÉ? —pregunté más alto.

—Bueno, yo también tiraría a veces a mamá por la ventana —comentó Ada insegura—, pero más bien metafóricamente.

—Qué encanto —le dije en tono agridulce.

—Mamá es la que tiene un físico más resistente, después de papá —explicó Max—. Soportará el batacazo si cae en blando.

—¿Y dónde quieres que caiga en blando? —No entendía nada.

—¡Encima de la bruja! Si se queda k. o., el encantamiento desaparecerá, Godzilla se detendrá y estaremos salvados.

—Hostia, ¡bien pensado, Fifi! —comentó Jacqueline.

En ese preciso instante, Godzilla tocó ligeramente la noria con su poderosa pata de lagarto, y el artefacto empezó a oscilar de forma amenazadora. Además, crujía y chirriaba de un modo infernal.

—¡DEPRISA! —exclamó Max.

Dudé, precipitarse treinta metros en el vacío seguramente no era cosa de broma. Pero recordé la caída desde el tejado en Berlín; tendría una posibilidad de sobrevivir, suponiendo que aterrizara realmente encima de Baba Yaga.

Godzilla volvió a tocar la noria, esta vez con más energía, y la hizo oscilar y crujir todavía más.

—¡No sé a qué estáis esperando! —apremió Ada.

—¿Conseguirás darle a la bruja? —le pregunté a Frank, que asintió lentamente con la cabeza.

—Bien, entonces, ¡adelante! —lo animé.

Frank me aupó y me llevó hasta la ventana rota, por donde entraba la calurosa peste que habían provocado los chorros de fuego de Godzilla.

Baba Yaga se encontraba a unos diez metros de los enormes pies del monstruo, que se disponía a golpear por primera vez con sus dos patas. La noria gigante no lo resistiría, eso estaba claro.

Frank me dio un beso en la mejilla, que habría podido ser romántico ante la posibilidad de una muerte cercana, pero sus labios eran duros como dos parachoques.

Luego me lanzó con toda su fuerza fuera de la cabina. Volé por los aires como un hombre bala de circo. Pasé junto a la cabeza de lagarto de Godzilla. El monstruo se volvió, desconcertado, y soltó uno de sus chorros de fuego ensordecedores. Falló por los pelos y achicharró la caseta del martillo de la feria.

Mi vuelo apuntó directo a Baba Yaga. Cuando me descubrió, ya era demasiado tarde para saltar a un lado.

—¡Pifia menuda! —exclamó.

—Se dice menuda pifia, so disléxica —exclamé, y me estampé encima de ella.

Fue increíblemente doloroso, seguramente más para la bruja que para mí. Se quedó k. o. y empezaron a llover figuras de cera sin vida. El hechizo se rompió y Gozdilla se desintegró, tal como había previsto Max. Qué niño más astuto había traído al mundo.

Sin embargo, la lluvia de figuras de cera también supuso un peligro, sobre todo cuando Helmut Kohl estuvo a punto de caerme encima. No respiré tranquila hasta que acabó la tromba. Habíamos superado el peligro y atrapado a Baba Yaga, y lo habíamos conseguido juntos, los Von Kieren trabajando como un verdadero equipo: Ada había hipnotizado a Max, que había tenido la idea del lanzamiento; Frank me había catapultado desde la cabina y yo había abatido a la bruja. ¡Aquélla era una victoria de toda la familia Monster!

Cuando Baba Yaga despertó sobre el suelo adoquinado delante de la noria, los monstruos la rodeábamos. Excepto Frank, que la sujetaba por los hombros con sus manos fuertes para que no pudiera huir. ¡Nadie podía contra nosotros, la familia Monster!

La bruja buscó inquieta algo con la mirada.

—¿Buscas esto? —le pregunté con voz triunfal, mientras le enseñaba el amuleto que, según suponía, necesitaba para sus hechizos.

En los ojos de Baba Yaga brilló una mirada asesina. Por lo visto, mis suposiciones eran correctas.

—¡Tú das a mí eso! —exclamó furiosa.

—Y qué más.

La bruja intentó soltarse de Frank, pero no tenía ninguna posibilidad frente a tanta fuerza.

—Cuando se crean monstruos, no es tan fácil deshacerse de ellos —comenté con aires de suficiencia.

La expresión de su rostro se suavizó de repente, se volvió casi afable.

—Yo no enemiga tuya. Yo, tu amiga —susurró.

—Sí, claro. Has embrujado a mi familia y querías matarnos. Es lo que suelen hacer los amigos.

—Nosotros tiene enemigo común —prosiguió impasible.

—Ya —repliqué—, ¿y quién es?

—¡Drácula!

Me quedé sorprendida un momento. Hasta entonces había visto a Drácula como la tentación más delicada desde que el hombre es hombre, pero no como a un enemigo. Si hasta me había dado una pastilla roja para librarme de cometer una matanza.

—Él echó a mí de patria nuestra, Transilvania.

—¿Cómo es eso? —preguntó Max, que mantenía cierta distancia de seguridad—. Tú eras una bruja poderosa.

—Tampoco bruja poderosa puede luchar contra guardia suya personal de vampiros —explicó acongojada, y añadió—: Yo hace a ti para Drácula. Una vampira con alma era muy gran deseo para él. A cambio, él deja mí morir en patria.

—Pues ahora volverás a transformarnos, ¡o destrozaré tu amuleto! —le contesté.

A la bruja le entró miedo. Sin amuleto no había magia, sin magia no había viaje a la patria y, sin viaje a la patria, había una muerte en las calles de Viena. Quizás era mejor que morir en las calles de Bagdad, Kabul o Wuppertal, pero no era lo que ella deseaba.

—Suelta a Baba Yaga —le pedí a Frank.

Lo hizo y la bruja se levantó a duras penas.

—Tú da a mí amuleto para transformación —pidió.

Iba a dárselo, pero Max gritó:

—No lo hagas. ¡No te fíes de ella!

Me hizo dudar y eso hizo que Baba Yaga esbozara una sonrisa socarrona.

—Si tú no fía de mí, vosotros siempre monstruos.

Ups, dilema al canto.

—Jura que nos transformarás en lo que éramos —le exigí.

—Juro por vida de hijo mío —dijo, y sus palabras sonaron sinceras.

¿Tenía un hijo? Qué sorpresa. No quería ni imaginar cómo saldría un hijo teniendo semejante madre. En cualquier caso, seguro que los maestros no insistirían en que había que asistir a las reuniones de padres. Con todo, una cosa estaba clara: ninguna madre del mundo, fuera o no bruja, juraría nada por la vida de su hijo sin hablar en serio.

—De acuerdo —dije.

—Tú toma sabia decisión —opinó Baba, sonriendo muy tranquila.

Daba la impresión de que ya no era un peligro, incluso Max comenzaba a fiarse de ella. Cuando me disponía a darle el amuleto, Ada me lo quitó de repente.

—¿A qué viene eso? —le pregunté.

—Yo quiero pedirle otra cosa.

Se acercó a Baba Yaga y le susurró algo al oído.

—Tú tendrá nueva vida que desea —le dijo muy cariñosamente la vieja bruja.

—¿Qué nueva vida? —le pregunté perpleja a Ada.

—Una vida mejor para nosotras dos —contestó sonriendo—, una vida en la que no discutiremos más.

¿Significaba eso que mi hija quería que hubiera más harmonía entre nosotras? Si la magia de Baba Yaga lo hacía posible, ¿por qué no? Daba igual de qué manera encontrara la llave del corazón de Ada, la cuestión era encontrarla.

Ada le entregó el amuleto a Baba Yaga, que comenzó a mascullar:

—Envir nici, bar nici…

Aparecieron rayos en el cielo, igual que cuando nos transformó en Berlín.

—Bar mort, bar nici mort…

Con cada frase que pronunciaba, los ojos de la bruja adquirían un brillo verde esmeralda más intenso, mientras los rayos se juntaban en el cielo formando una bola de fuego. Esta vez tuve una sensación diferente a la que había experimentado en Berlín; en vez de sentir pánico, estaba llena de esperanza: la pesadilla acabaría enseguida y los Von Kieren volveríamos a ser personas.

—Bargaci, veni, vidi…

—Una cree que ya lo ha visto todo en la vida… —dijo Cheyenne asustada.

—… y resulta que siempre hay algo que te jiña —completó Jacqueline.

Cheyenne cogió instintivamente a la chica y se la llevó corriendo de allí para ponerse a salvo detrás de la taquilla en ruinas de la noria.

Por el contrario, Max se quedó mirando esperanzado hacia el cielo; por lo visto, ya no quería ser un hombre lobo. Frank también esperaba contento los rayos. Pero Ada parecía la más feliz. Realmente la ilusionaba que las dos viviéramos pronto en harmonía. Al menos tanto como yo lo deseaba.

—¡VICI! —gritó la bruja, y sus ojos despidieron rayos de color verde esmeralda en dirección al cielo, hacia la bola de fuego.

Estábamos juntos.

Sin abrazarnos.

Sin siquiera tocarnos.

Todos esperando la transformación.

Impacientes y cada uno a solas.

Entonces, los rayos descargaron sobre nosotros, los Von Kieren.

Al despertar, noté un calor espantoso. Me quemaba todo el cuerpo. ¿Se debía al rayo? La primera vez no había sido así, me había sentido de otra manera.

Abrí los ojos y levanté la vista: el aire parecía empañado y brillaba un sol implacable. Me di cuenta de que estaba tumbada sobre la arena, y a mi lado yacía el resto de la familia. Sin transformar. Max seguía siendo un hombre lobo, Frank un monstruo y Ada una momia. Ni rastro de Jacqueline y Cheyenne. Me levanté como pude, pero me costó horrores. Estaba claro que continuaba siendo un vampiro. Presa del pánico, miré a mi alrededor y, a través del aire empañado, a lo lejos divisé… unas pirámides.

Ada, que también se había levantado, dijo:

—Diría que la vieja nos ha tomado el pelo.

—Y de qué manera —balbuceé, y estuve a punto de echarme a llorar porque el juramento de la bruja no había tenido ningún valor.

Frank dejaba caer con incredulidad la arena egipcia entre sus dedos. Miraba los granitos como una vaca miraría un acelerador de protones.

—Me he quedado sin palabras —balbuceó Max.

—Yo incluso sin letras —comentó Ada.

—¿Querías decir fltras?

—Fma o fmeno —contestó Ada.

—Fyo tamfbién.

Contemplé las caras de abatimiento de mis hijos. Miré a Frank, que seguía dejando caer la arena entre sus dedos, sin entender qué había pasado, y comprendí que tenía que ser fuerte. ¿Quién, si no yo? Yo era la que nos había puesto en aquella situación, yo me había dejado engañar por la bruja y ahora también me tocaba conseguir que nos salváramos. Tenía que ser la madre y esposa combativa que nunca había sido en la vida normal. Olvidé el dolor ardiente que me causaba el sol abrasador del desierto. Ya sabía que podía herirme, pero no matarme.

—No tengáis miedo, ¡os sacaré de este desierto! —anuncié con fervor.

—¿Y cómo vas a hacerlo, Moisés? —preguntó Ada.

Max también me miraba dubitativo, en tanto que Frank continuaba jugando con la arena. Esperaba que reaccionaran a mi anuncio con un poco más de entusiasmo. Por otro lado, ¿cómo podía esperar que de pronto confiaran en mí como madre y esposa fuerte? Y, encima, en una situación tan desesperada.

—Conseguiré que nos salvemos —dije, esta vez con voz firme, con una fuerza que incluso a mí me sorprendió.

Frank dejó de jugar con la arena. Todos me miraron poco convencidos, pero también con una ligera esperanza.

—Si confiáis en mí —añadí—, podemos conseguir cualquier cosa. ¡Somos monstruos con enormes poderes!

La esperanza aumentó.

—Y bien, ¿qué decís? ¿Nos rendimos o luchamos?

—¡Ufta! —contestó Frank con determinación.

—Cualquier cosa es mejor que llorar —dijo Ada.

—O que hacérselo en los pantalones, sobre todo si no llevas —concluyó valeroso Max.

Y así fue como los Von Kieren emprendimos el camino por el desierto.