MAX

Al llegar al exterior, lo primero que hice fue pipí en la farola más próxima. Sentía una tristeza mortal: yo no era un héroe, era una criatura sin coraje, indigna del amor de Jacqueline.

Ay, ay, ay, pero ¿qué estaba procesando mi mente? ¿Quería que Jacqueline me quisiera? ¿Una chica que me despreciaba y me había metido de cabeza en el váter? Mejor no saber cómo lo habría analizado un psiquiatra como Sigmund Freud.

Daba igual: nunca tendría posibilidades con ella. Incluso en el caso improbable de que Jacqueline sobreviviera a la matanza, me consideraría un listillo cobarde, y con razón.

¡Un momento! Al recordar cómo me había llamado, se me ocurrió una idea: el valor no era mi especialidad, pero en cuestión de inteligencia tenía unas cuantas cosas que ofrecer. Y quién ha dicho que un héroe sólo puede pelear empleando la fuerza física, ¡también existe la fuerza mental!

Pensé febrilmente: ¿cómo se podía detener a los zombis? ¿Qué podía destruir el componente básico que les daba vida, la cera? Al cabo de pocos segundos, llegué a una conclusión muy simple.

Corrí hacia la furgoneta, cogí con el hocico el desodorante barato de Jacqueline y regresé tan deprisa como pude al museo de cera. Al ver el pandemonio que allí se había montado, mejor dicho, panzombio, el terror volvió a atenazarme. Me quedé paralizado un momento. Pero luego vi el rostro de Jacqueline. Y noté que tenía miedo. Un pánico cerval. Mi gran amor —sí, ya bastaba de mentiras, quería a Jacqueline— estaba a punto de ser asesinada por Michael Jackson. No podía permitirlo. Mi preocupación por ella era superior a mi miedo. Corrí a su lado, dejé caer el bote y grité:

—¡Toma!

—¿Desodorante? ¿Estás majara? ¿Me estás diciendo que apesto, en plena pelea…? —gimió Jacqueline.

—¡Saca el mechero! —le grité.

Entonces lo comprendió. Cuando se trataba de machacar a alguien, su cerebro era capaz de procesar los datos a toda velocidad.

Para ganar tiempo, le pegué un mordisco a Michael Jackson en la pierna. Fue como roer un cirio, pero sirvió: la figura de cera soltó a Jacqueline para intentar sacudirme. Jacqueline se dio prisa en coger el bote, se sacó el mechero del bolsillo de la chaqueta y se plantó delante del zombi. Luego roció desodorante en el aire y encendió el mechero justo delante del chorro de espray. Se produjo una llamarada y le flambeó la cara a Michael Jackson. Se le derritió. La figura de cera retrocedió envuelta en llamas, se tambaleó por la sala como una antorcha viviente y, finalmente, se desplomó.

—¡Qué guay! —exclamó Jacqueline, y la emprendió contra las demás figuras con el lanzallamas improvisado.

Les prendió fuego a una tras otra, hasta que todos estuvimos a salvo y la sala entera olía a cera quemada y a desodorante. Al final, se detuvo resollando en medio de las figuras derretidas y me dijo:

—¡No eres tan cobarde!

Oír eso de su boca me puso eufórico. A mi modo, quizás sí que tenía madera de héroe.

—Y tampoco eres tonto —añadió Jacqueline sonriendo.

Fue maravilloso que dijera eso. Y aún fue más maravilloso el modo en que me sonrió. Pensé que sería realmente fantástico que algún día llegáramos a ser pareja, a pesar de la gran diferencia de edad —más de dos años— y del hecho de que, de momento, yo era un hombre lobo. ¡Porque eso era definitivamente lo que yo quería!