Viajamos de noche por la autopista hacia Viena. Yo iba sentada al lado de Cheyenne, en el asiento del copiloto, y cada vez que levantaba el pie ni que fuera un poco del acelerador, la obligaba a volver a pisarlo a fondo. En la parte de atrás de la furgoneta, Frank roncaba en el suelo, y Jacqueline jugaba con su iPhone sin dignarse a mirar a Max. En cambio, Ada parecía de buen humor, totalmente cambiada. ¿La había animado la adrenalina que corría por sus venas a causa de la caída? ¿O tal vez la perspectiva de que, con un poco de suerte, pronto dejaría de ser una momia? No quise preguntárselo, notaba que aún no me había perdonado por la discusión y me avergonzaba de haberla atacado tan duramente.
Dejé de observar a Ada y volví a mirar a Cheyenne: ella no tenía hijos con los que tuviera que pelearse. En contrapartida, tampoco había sentido nunca la felicidad que da tenerlos.
—¿No te has arrepentido nunca de no haber tenido hijos? —le pregunté.
Cheyenne se quedó sorprendida un momento, y luego contestó:
—Bueno, un día leí que la gente que tiene hijos vive más años.
—¿De verdad? —pregunté.
—Sí, pero también envejece antes.
Me eché a reír, y ella rio conmigo. Sin embargo, noté que sólo había querido disimular su melancolía.
—¿Nunca quisiste tenerlos? —insistí.
—Sólo con un hombre. Pero no pudo ser —me contó, esforzándose por que la voz le sonara lo más neutral posible.
—¿No sería con Drácula? —pregunté espantada.
Cheyenne negó moviendo con vehemencia la cabeza, pero no me reveló de qué hombre se trataba si no era el príncipe de los malditos. Callamos un rato y luego dijo:
—Me gustaría ser tú.
Eso me desconcertó.
—¿Porque tengo familia?
Cheyenne soltó una carcajada.
—¿Por tu fa…? ¡No deberías hacer reír a una vieja con problemas de incontinencia!
—Pues, entonces, ¿por qué? —pregunté estupefacta.
—Eres un vampiro. Eres inmortal…
Parecía muy melancólica. No me extraña, al fin y al cabo, ya era mayor y no le quedaban demasiados años de vida. Cuando yo tuviera su edad, ¿acaso no me maldeciría a mí misma por haber rechazado la oferta de juventud eterna que me había hecho Drácula? ¿Cuando fuera en silla de ruedas, tuviera incontinencia urinaria, reuma y verrugas, y tuviera que discutirme con los del seguro médico por la financiación de mi dentadura postiza?
—Y puedes tener relaciones sexuales con Drácula.
Los ojos le brillaron con el recuerdo de las que ella había mantenido antaño con él.
—¿De verdad es tan bueno? —le pregunté, y al instante me arrepentí de haber sido tan curiosa. Esas preguntas no debían hacerse cuando buscabas las llaves de los corazones de tu familia.
—Antes de conocer a Vlad —contestó Cheyenne—, no había oído nunca hablar de «múltiple».
Yo sólo conocía la palabra por las revistas femeninas. No pude evitarlo: por un momento me imaginé en la cama con Drácula. Si un simple roce de su mano podía excitarme tanto, ¿qué ocurriría si nos acostábamos juntos? En mi mente apareció un videoclip de erupciones volcánicas, fuegos artificiales y anguilas en movimiento.
—Y tiene una cosita enorme —prosiguió Cheyenne—, como una criatura marina.
—¿Una criatura marina?
—De una novela de Julio Verne.
—Brrr —fue mi primera reacción ante semejante metáfora.
—No, nada de «brrr» —dijo con una amplia sonrisa—, más bien ¡yupiiii!
—¿Yupiiii? —pregunté.
—O yabba-dabba-doo.
—Mejor yupiii.
—Eso mismo dijo Drácula.
Para echar de mi cama mental a un Drácula desnudo y a su criatura marina, miré de soslayo a Frank. Roncaba y, por desgracia, no tenía un aspecto muy seductor. En su forma actual, era rudo, y en su formato original nunca me había tocado como el príncipe de los malditos.
Dios mío, sólo me quedaba la llave del corazón de Frank, ¿y una parte de mí quería tirarla por Drácula? ¡Inadmisible! Tenía que controlarme. Fijo que me sentiría orgullosa cuando, siendo una vieja decrépita, le explicara al empleado del seguro médico que había renunciado a todo lo «múltiple» por mi matrimonio. Y fijo que no me importaría que él me hiciera un corte de mangas.
Sí, seguro. Tan seguro como que encontraría las llaves del corazón de mis hijos. Y tan seguro como que venceríamos a la bruja, y tan seguro como que… el Sol gira alrededor de la Tierra.
Suspiré.
Cheyenne suspiró conmigo.
Y entramos en Viena suspirando a dúo.
Madame Tussauds se encontraba en el Prater, justo al lado de la noria gigante, cuyas cabinas se balanceaban a un lado y a otro en el aire matutino. Al contrario que la noria, el museo de cera todavía estaba cerrado. Delante del edificio sólo patrullaba un vigilante cachas. Llevaba uniforme negro, gorra, barba de chivo y una porra; resumiendo, era un individuo del tipo «No hay problema en el mundo que no se pueda resolver con la violencia».
Al acercarnos, nos gritó agresivo:
—Eh, frikis, ¿qué hacéis aquí? ¡Esfumaos!
—¿Nosotros somos unos frikis? —preguntó Ada—. ¿Quién es el que lleva una barba de chivo?
El vigilante agarró instintivamente la porra, pero antes de que se convirtiera en un peligro para nosotros, Ada lo miró profundamente a los ojos:
—Quiero que nos dejes entrar en el museo de cera.
El hombre sacó contentísimo la llave, dijo: «Pues claro» y abrió la puerta maciza. Pensé que aquellos poderes de hipnosis tenían que ser de lo más práctico en la vida cotidiana: en los servicios de asistencia al cliente, en los controles policiales y, sobre todo, en la educación de los hijos.
—Y ahora quiero —le pidió Ada al vigilante— que dediques el resto de tu vida a salvar crías de foca.
El hombre asintió moviendo enérgicamente la cabeza y se marchó a toda prisa, y yo me lo imaginé atizando golpes de porra en el futuro a los que mataban crías de foca a porrazos.
Entramos. Dentro se exponía el típico surtido de figuras de cera: Madonna, Michael Jackson, George Bush, el más tonto de los dos… Y también austríacos célebres: Sigmund Freud, Niki Lauda, Arnold Schwarzenegger, vestido de Terminator, y Adolf Hitler.
Pasamos por delante de Brad Pitt y Angelina Jolie. Observé a aquella mujer fuerte: ¿cómo lo conseguía la Jolie? Tenía como diecisiete hijos, y más casas todavía, rodaba películas a docenas y, además, según la prensa rosa, había encontrado tiempo para engañar a su pareja con Bill Clinton en la cumbre del Foro Económico Mundial celebrada en Davos. Aunque yo tuviera tantas niñeras y asistentas como ella, estaría destrozada al cabo de una semana de llevar esa vida, y seguramente me habría dormido encima de Bill Clinton.
—Ni rastro de nuestra hada desdentada —constató Ada.
—A lo mejor te has equivocado con lo de los nudos de comunicación mágicos, Max —apunté.
—No, estoy casi seguro de que Baba Yaga está aquí —contestó mi hijo, y la voz le temblaba.
—¿Por qué lo dices? —pregunté.
—Bueno, Michael Jackson se está moviendo.
Me volví y era cierto: la figura de cera de Michael Jackson venía lenta y torpemente hacia nosotros.
—De acuerdo, ése podría ser un buen argumento —dije tragando saliva.
No sólo se había puesto en marcha Michael Jackson, sino también Sigmund Freud, Arnold Schwarzenegger, Angelina Jolie y Mozart. No, espera, no era Mozart, era Falco disfrazado de Mozart como en el videoclip de Rock Me Amadeus.
Las figuras de cera avanzaban con andares siniestros, con movimientos sincopados, igual que Michael Jackson en el videoclip de Thriller, pero la coreografía era un tanto peor. No destacaban por su rapidez, pero nos cerraban el paso hacia la salida, y daba la impresión de que no nos dejarían salir nunca de allí.
—Vaya —gimió Ada—, estaba cantado que encima nos encontraríamos con unos zombis.
—Zombis contra monstruos —dijo Jacqueline, intentando que no se le notara el miedo—, sería un título guay para una película.
Las figuras de cera estaban a punto de atacarnos, y la expresión atontada de sus caras me dio miedo: seguro que aquellas criaturas no se lo pensarían dos veces antes de matarnos, porque eran incapaces de pensar.
Gracias a Dios, Frank estaba con nosotros. Se acercó decidido a Sigmund Freud, gritó «Ufta» y le arrancó la cabeza de cera de un puñetazo. La cabeza voló por medio gabinete y Max lo celebró exclamando:
—¡Analiza eso, Sigmund!
Por desgracia, Sigmund continuó avanzando como si nada, con los brazos estirados y sin cabeza.
—Fmiefda —maldijo Frank.
—Fmiefda total —corroboró Ada, hacia la que se dirigía Terminator-Schwarzenegger tambaleándose.
Cada figura de cera se había concentrado en uno de nosotros. A por mí venía Angelina Jolie. Antes de que pudiera reaccionar, la Jolie me dio un puñetazo en la cara y retrocedí trastabillando. El golpe fue tan fuerte que, si hubiera tenido mi cuerpo normal, seguramente me habría dejado medio muerta. Me retumbaba la cabeza y Angelina se preparaba para seguir arreándome. Presa del pánico, busqué con la mirada a mi alrededor y vi la figura del príncipe Carlos, vestido con uniforme de gala y que no había despertado a la vida. Corrí hacia ella y le robé el sable. Angelina me siguió tambaleándose al estilo zombi. Empuñé el sable, corrí hacia ella y grité:
—¡Apechuga con esto, superwoman!
Y le clave la hoja en la barriga. Sin embargo, la esperanza de eliminarla sólo duró un momento: el acero atravesó la cera como…, bueno, como se atraviesa la cera. La estocada no sólo no detuvo a la Jolie, sino que no le hizo absolutamente nada.
—Oh, no —balbuceé.
—Me sumo a tu «oh, no» —resolló Cheyenne, a la que Falco-Mozart había arrinconado contra la pared. Ese Amadeus moderno la rockanrolearía en unos segundos.
—Ya sé por qué los museos son una mierda —refunfuñó Jacqueline, que se las tenía con Michael Jackson.
El músico de cera intentó derribarla, pero ella lo esquivó y, demostrando un fantástico espíritu de lucha, le arreó una patada en la entrepierna al rey del pop. Sin embargo, el golpe no tuvo efecto, ni siquiera se oyó el célebre gritito de Michael Jackson: «¡Iiiihi!».
—Odio a los tíos que no tienen huevos —dijo Jacqueline.
Luego miró a Max, que era el único al que los zombis de cera habían dejado en paz, o bien porque sólo se abalanzaban contra las personas o bien porque él no suponía una amenaza: estaba agazapado en medio de todo el jaleo, asustadísimo.
—Y ya que estamos con tíos sin huevos —le gritó Jacqueline—, un poco de ayuda sería genial, ¡listillo!
En vez de ayudarla, Max salió corriendo. Despavorido. Atemorizado. Gimiendo.
Como madre, no es que te llene de orgullo que tu hijo sea un perro —o un hombre lobo— cobarde, pero te alivia enormemente: al menos él sobreviviría. Sin nosotros, probablemente acabaría en un centro de acogida de animales, pero ese destino era mejor que la muerte en el Museo de Cera Madame Tussauds. Yo tampoco podía ayudar a Jacqueline porque Angelina Jolie se acercaba cada vez más a mí, empujando centímetro a centímetro su cuerpo de cera intacto por el sable. Entretanto, Frank intentaba atrapar a Sigmund Freud, que caminaba como una gallina decapitada; Falco estrangulaba brutalmente a Cheyenne y Terminator-Schwarzenegger había tirado al suelo a Ada. Mi hija se levantó a toda prisa, pero él volvió a derribarla, de manera que Ada no se atrevió a volver a ponerse en pie y huyó de él arrastrándose de espaldas.
—¡Estaría bien que alguien tuviera una idea, o pronto me tocará un «Sayonara, Baby»! —gritó asustada.
Pero a nadie se le ocurrió nada. Estaba claro: Zombis contra monstruos era una historia muy poco imparcial. Aquellas bestias mágicas eran invencibles. No teníamos la más mínima posibilidad de salir de allí con vida.