EMMA

Me despertó el maravilloso olor dulce de la sangre. Recuperé el ánimo como si me hubieran enchufado con una cánula a una tubería de cafeína. Abrí los ojos de golpe y vi que Drácula sostenía delante de mis narices un tubo de ensayo lleno de sangre roja y luminosa. Comprendí que esa cantidad no bastaría para acallar mi sed, pero quería hacerme con ella a toda costa. Por desgracia, Drácula apartó la sangre y dijo:

—Ahora que estás despierta, ordenaré que te sirvan la comida.

—¿Comida? —grité—. ¡No quiero comida! ¿Estás chalado o qué?

—¿Cómo dices? —Drácula me miró ofendido; por lo visto, el príncipe de los malditos no estaba acostumbrado a que le dijeran que estaba chalado.

—Digo que tienes la cabeza llena de murcielaguitos… —le expliqué.

—Sé muy bien qué significaba —me interrumpió, mascullando las palabras.

Antes de que continuara mascullando, por una puerta de roble macizo entró un mayordomo. Entonces me di cuenta de que estaba en un salón palaciego. En las paredes había pinturas al óleo colgadas, eran retratos antiguos de malvados señores del castillo, a los que no me habría gustado encontrarme a oscuras siendo humana, pero sí siendo una vampira hambrienta. Yo estaba en una butaca de madera maciza que parecía un trono, sentada a una mesa de roble en la que, si alguien hubiera querido hablar con la persona que había en la otra punta, habría necesitado un megáfono. Habría preguntado cuánto gastaban en calefacción para caldear un salón tan grande y con techos tan altos, si no hubiera sido porque deseaba con tanto ardor la sangre del tubo de ensayo. O la del mayordomo. Por desgracia, en su cuello también se balanceaba una cruz. Me levanté de un salto y me aparté instintivamente de aquel hombre, aunque todavía se encontraba a unos metros de distancia.

—Todos mis empleados humanos llevan una cruz —dijo Drácula sonriendo—. Seguramente te preguntarás por qué lo permito.

No, lo que yo me preguntaba era cómo podía hincarle el diente al mayordomo.

—También tengo vampiros trabajando para mí de guardaespaldas, y digamos que no saben controlarse mucho, de modo que los empleados humanos tienen que protegerse de ellos. Esos vampiros son alérgicos a la cruz, pero yo no.

Eso despertó mi curiosidad por un momento.

—La cruz sólo afecta a los vampiros que eran cristianos cuando eran humanos. Pero yo nunca he profesado ninguna religión.

Tonta de mí, y yo que siempre había pensado en apostatar, pero nunca había llevado a la práctica el plan. Si lo hubiera hecho, no sólo me habría ahorrado pagar impuestos, sino que ahora también podría convertir al mayordomo en comida.

Con mucha calma, éste puso sobre la mesa una bandeja con un plato de porcelana y una campana de plata encima.

—Tu comida —dijo Drácula.

Me acerqué al plato y levanté la campana. Pero debajo no había carne roja ni morcilla, ni siquiera una salchicha con patatas fritas y ketchup. Allí sólo había una pastillita roja. Titubeé. ¿Qué clase de pastilla sería? ¿Éxtasis? ¿LSD? ¿Vitaminas? Me la quedé mirando, perpleja. No recuperé el habla hasta que el mayordomo salió parsimoniosamente del salón.

—¿Dónde estamos? ¿En un programa de cámara oculta? —despotriqué.

—Tómate la pastilla y tu ansia sanguinaria se disipará —contestó Drácula.

—Como no me des la sangre ahora mismo… —grité fuera de mí.

Arrojé la campana contra la pared, donde chocó estrepitosamente, y me lancé hacia el tubo de ensayo que estaba sobre la mesa. Pero Drácula fue más rápido y se lo guardó en el bolsillo del traje.

—¿Hablo en suajili o qué? —grité—. ¡Que me des la sangre, capullo!

Intenté meterle la mano en el bolsillo de la americana, pero se apartó con elegancia y estuve a punto de caerme. Drácula era flexible como Nurejev y, comparado con él, mis movimientos parecían tan elegantes como los de un hipopótamo con cólicos.

—No puedes quitarme la sangre y tampoco puedes herirme con palabras —dijo.

—¡Eso ya lo veremos! —grité, definitivamente fuera de mis casillas, y solté todos los insultos que me vinieron a la cabeza. Realmente todos—: ¡Cretino!… ¡Ameba!… ¡Pilila!

—No eres muy objetiva —comentó Drácula.

—¡Pilila pequeña!

—Muy poco objetiva y en absoluto acorde con la realidad —dijo ofendido.

Por lo visto, las palabras sí podían herirlo. ¡Bien!

—Pilila minicalifragilísticoespialido…

—¡EMMA!

Me cogió la mano, me miró profundamente a los ojos y dijo:

—Tómate la pastilla. Confía en mí.

Su maravillosa voz y, sobre todo, su mirada dulce me tranquilizaron un poco. Dejé de rabiar, pero en mi interior todo se oponía:

—Eres Drácula.

—Sí, ¿y qué?

—¿Quién se fía de Drácula en este mundo?

—Espero que la mujer que me está predestinada —dijo sonriendo.

Vaya, ¿no se estaría refiriendo a mí?

Vio la pregunta en mis ojos, pero no la contestó. Cogió la píldora en su mano delicada pero fuerte, y me la tendió. Confusa como estaba y a falta de alternativas, cogí la pastilla. Nuestros dedos se tocaron levemente, y un agradable hormigueo me recorrió todo el cuerpo. Habría continuado tocando sus dedos, pero me metí la pastilla en la boca como me había ordenado. No sabía a nada y me la tragué. Apenas había llegado a mi estómago y todo desapareció: las arcadas, el malestar, las náuseas y, sobre todo, el ansia por el pequeño tubo de ensayo. Ya no quería morder a nadie en el cuello. Volvía a ser yo misma.

Al recuperar el juicio, me entró un miedo terrible: ¿estaba en un palacio? ¿¡¿Con Drácula en persona?!?

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó con su hermosa voz y un interés sincero.

Asentí con cautela.

—Seguramente deseas saber por qué te he traído aquí, ¿verdad?

En realidad, yo sólo deseaba saber cómo podía huir de allí. Pero preferí callármelo.

—Antes que nada —comenzó a explicar Drácula—, estamos en uno de mis palacios, a veinte kilómetros del lugar poco hospitalario donde te he recogido.

Bien, eso significaba que mis hijos y mi marido no llevaban mucho tiempo solos. Eso no quería decir que no hubieran provocado una desgracia, al fin y al cabo eran Von Kieren, pero podría reunirme con ellos rápidamente, suponiendo que Drácula me dejara. Por desgracia, no parecía estar por la labor.

—Me gustaría hablarte de la profecía —dijo muy serio Drácula.

—¿La profecía? —pregunté.

—La profecía de los kree.

Eso no me aclaró nada.

—Hace diez mil años —comenzó—, los kree, una línea colateral de los neandertales, recorrieron las vastas tierras salvajes que actualmente conocemos por Europa del Este.

No parecía muy interesante. Seguro que habría sido más divertido cruzar las vastas tierras salvajes que actualmente conocemos por Mallorca.

—Entre los kree había un adivino, Harboor. Tenía el don de lenguas, estaba en contacto con los antiguos dioses de la tierra y podía ver el futuro.

Seguro que le había fastidiado tener que recorrer Europa del Este en una época en que aún no se había inventado el GPS.

—Harboor vio el futuro y profetizó a sus hermanos: «Un día vendrá al mundo una criatura con una increíble sed de sangre. Sobre esa criatura caerá una maldición: ¡en su interior habitará un alma! Pero, en el futuro, toda persona a la que transforme con su mordisco en un vampiro perderá su alma y se convertirá en un ser incapaz de amar. Y el sediento de sangre con alma estará condenado a vagar mil años por el mundo sin encontrar el amor…».

La mirada de Drácula brillaba atormentada. ¿Había vivido el pobre realmente tanto tiempo sin amor? Nadie merecía ese destino. Realmente nadie. Ni siquiera el príncipe de los malditos. En ese momento sentí una lástima infinita por él. Y no me pregunté si era moralmente correcto sentir compasión por semejante ser.

—Pero el vampiro —prosiguió Drácula con la profecía— encontrará un día a una igual en cuyo pecho también habitará un alma.

Mucho me temí que ahí entraba yo en juego.

—Y él amará a esa criatura.

Drácula me dedicó una mirada llena de sentimiento. ¿Se había enamorado realmente de mí? ¿De una mujer casada, con unos kilos de más antes de la transformación y frustrada? Al menos para él, después de mil años sin amor, yo era una gran esperanza. Con tanta desesperación, esa esperanza podía confundirse con el amor. Había visto algo parecido en mi vieja amiga Taddi, que llevaba tiempo sola y, en su desesperación, siempre se enamoraba de tíos de los que yo pensaba: «Uf, chica, ¡a ti no te da asco nada!».

Drácula me cogió la mano. El contacto me provocó un agradable hormigueo, igual que antes. Unas pequeñas descargas placenteras me recorrieron la espalda. Y mi corazón inexistente comenzó a palpitar con fuerza. Aquello era lo más excitante que había sentido por un simple contacto desde hacía años.

—… y esa criatura lo amará… —continuó con la profecía, hablando en voz baja e irresistible.

Mi corazón inexistente comenzó a acelerarse.

—… y los dos vivirán amándose hasta el fin de los días…

Eso era mucho tiempo.

Sin embargo, tal como me miraba Drácula, tan lleno de esperanza… de nostalgia… con un aire de deseo… y amor… Sí, había amor en su mirada… Eso era impresionante…, realmente fascinante.

En ese momento, hasta el final de los días no me pareció tanto tiempo. Y mi cerebro volvió a hacer las maletas después de tantos años.