El cráneo me retumbaba bestialmente. Más que el día que, en la fiesta de Jenny, jugamos a un juego de dados llamado «Da igual lo que saques, tú priva». Si no hubiera llevado ya vendas, seguramente habría necesitado una para la cabeza. Por si fuera poco, tenía el cuello agarrotado. Con todo, estaba mejor que el McDonald’s. Se notaba que allí había peleado una pandilla de roqueros contra un puñado de monstruos. Contemplé aquel paisaje desolado: papá y Jacqueline se levantaban a duras penas, y Max, que estaba debajo de una mesa con las patas estiradas hacia arriba, parecía un nadador de natación sincronizada varado en la playa. ¿Qué hacía ahí el tontaina? Tanto daba, si encima tenía que pensar en eso, nunca se me pasaría el dolor de cabeza.
Eché un vistazo alrededor: no se veía a mamá por ninguna parte. Oh, oh, ¿no se la habrían llevado los roqueros?
Mientras miraba nerviosa por todas partes, entró Cheyenne.
—¡Tenemos que largarnos enseguida, antes de que llegue la bofia!
—¿Ufta Efma? —le preguntó papá.
—Eso mismo iba a preguntar yo —dije.
—Ya hablaremos de Emma, pero ahora tenemos que procurar poner tierra de por medio.
Cheyenne nos miraba tan nerviosa que pusimos pies en polvorosa. Pasamos corriendo junto a los dos roqueros que yo había hipnotizado. Ver a aquellos tíos dándose de cabezazos aún me causó más dolor de cabeza. Como momia amable que era, les dije:
—Quiero que dejéis de chocar con la cabeza.
Los roqueros lo hicieron, pero por desgracia seguían conectados en modo lucha y nos atacaron. Papá los agarró y los arrastró hacia el servicio de hombres. Aún no habían pasado ni treinta segundos cuando salió. Sin ellos.
Una vez en la furgoneta VW de color amarillo chillón, mientras Cheyenne salía a toda velocidad del área de servicio para entrar en la autopista, le pregunté a papá:
—¿Qué les has hecho a esos tíos?
Como su capacidad de expresión no era genial, cogió lápiz y papel, garabateó algo y luego me enseñó un dibujo como respuesta:
Mientras papá dibujaba, Max se encogía en silencio en un rincón de la furgoneta. La cutre estaba sentada delante y se burlaba de él a tope:
—La próxima vez te buscaremos un contrincante que esté a tu altura. Quizás una niña de cinco años. Mejor ciega. Y le ataremos el brazo derecho a la espalda…
Max se moría de vergüenza. Si alguna vez había querido algo de la tal Jacqueline, estaba claro que ella le había perdido todo el respeto y que no tenía ninguna posibilidad. Igual que yo con Jannis.
—Mejor —prosiguió la cutre, y se divertía bestialmente—, antes rociaré a la niña con un poco de insecticida…
«También podría rociar a Jannis», pensé, y me enfadé conmigo misma por malgastar mis pensamientos en ese tío a pesar de la locura que estábamos viviendo y a pesar de la ausencia de mamá. ¡Eso tenía que acabarse! Tenía que olvidarlo. No podía permitir que un tío así dominara mis pensamientos, ¡no podía tener tan poca dignidad!
Al cabo de un rato, Cheyenne paró el coche en un pequeño camino forestal, nos abrió la puerta corredera y dijo:
—Si alguien tiene que salir a hacer sus necesidades…
Max salió volando de la furgoneta hacia el matorral más cercano, y la cutre dijo:
—Yo también tengo que ir a jiñar.
Puse los ojos en blanco.
—Qué bien que nos lo comuniques…
—Sé cómo alegrar a la gente —dijo sonriendo burlona, y desapareció entre los matorrales.
Yo me volví hacia Cheyenne.
—¿Dónde está mamá? —le pregunté, bestialmente preocupada.
—No te lo vas a creer —contestó titubeando.
—¿Dónde está mamá? —pregunté más enérgicamente.
—No te lo vas a creer.
—¿¿¿Dónde está mamá???
—Está con un hombre, y empiezo a temer que es Drácula…
—No… no me lo creo —balbuceé.
—Ya te lo había dicho.
Estaba confusa: ¿tenía razón Cheyenne o iba fumada?
—Es la verdad —dijo cabizbaja—. Sólo nos queda esperar que vuelva.
Me alejé de la furgoneta hacia el bosque, preocupadísima. Si mamá estaba de verdad con Drácula (en nuestro nuevo y bonito mundo de monstruos nada parecía imposible), estaría en peligro. O peor todavía, iría de caza con Drácula, mordería a la gente en el cuello y produciría un montón de vampiros. Luego se convertiría en la líder de esas criaturas y de noche celebraría orgías salvajes con ellas…
¡Oh, oh! Si existían dos palabras que nunca, pero lo que se dice nunca, podían estar en la misma frase, eran «mamá» y «orgía».
Pasé junto a árboles gruesos, que no tenía ni idea de qué eran (la biología nunca me había interesado mucho), y respiré tan hondo como las malditas vendas me permitían. Al doblar por un recodo, me topé con un trabajador forestal de unos veinte años, vestido con camisa de leñador y que, al verme, gritó:
—¡AH!
—¡Mierda! —grité yo también—. ¡Qué susto me has dado!
Entonces observé con más detalle al tío, que se había quedado paralizado al verme: tenía ese aire perfecto de chico sencillo y dulce, que también podía gustarle a una chica como yo. Recordé lo que me había propuesto hacer si me encontraba a un chico guapo.
Dudé por un momento, no estaba segura de si debía hipnotizarlo. Pero me dio la sensación de que me volvería loca si no me distraía un poco. Por ser una momia, por mi madre desaparecida y porque seguía pensando en el idiota de Jannis. De forma lenta, pero segura, comenzaba a odiarme por ello. Tenía que olvidarlo de una vez por todas si quería volver a sentir algo parecido al respeto por uno mismo. Y quizás el leñador podría ayudarme.
—¿Quién… o qué eres? —me preguntó confundido.
Lo miré profundamente a los ojos y contesté:
—¿Quién voy a ser? Tu gran amor.
Poco después me masajeaba gozoso el cuello agarrotado.