La furgoneta VW amarilla de Cheyenne zumbaba por la autopista en dirección a Sajonia, trazando diagonales en ángulo agudo de izquierda a derecha. O bien circulando por el carril de adelantamiento, cosa que obligaba a los Porsches y a los Mercedes a frenar bruscamente, o bien transitando por el arcén. Los carriles del medio no le decían nada a Cheyenne.
Desde Sajonia, la ruta tenía que llevarnos a Rumanía pasando por Viena, Praga y Budapest. Se podía conseguir en tres días, si nada se torcía. Pero éramos los Von Kieren y «que las cosas se torcieran» formaba parte de nuestro código genético.
Me arrellané en el suelo al lado de Jacqueline, que jugaba con su elegante iPhone. Se lo había dado un compañero de colegio a cambio de que dejara de recordarle, a fuerza de estrangularlo, que el cuerpo humano necesita oxígeno para sobrevivir. Pensé que estaría jugando a algún juego de pegar tiros, donde había que eliminar a unas cuantas valquirias nazis o algo por el estilo. Pero estaba jugando a un juego en el que tenía que ayudar a Daisy a ponerse guapa para una cita amorosa con el pato Donald. ¿Albergaba Jacqueline el secreto deseo de ser una chica normal y guapa, con ropa bonita y maquillada? ¿Me quedaría alguna costilla sana si se lo preguntaba?
Mientras jugaba, su cara me pareció más femenina que nunca. Claro que eso tampoco costaba mucho, puesto que sólo significaba que parecía más femenina que John Rambo.
Se dio cuenta de que la miraba. Al sentirme pillado, desvié la mirada. Ella dejó el iPhone y me confesó:
—De pequeña quería tener un perro como tú.
¿Había querido tener un hombre lobo? ¿Ya de pequeña? ¡Brrr!
De repente me acarició el pelo.
Dios mío, eso significaba: ¡me acaricia a mí!
Nunca me había acariciado una chica.
Era agradable. Maravilloso. Incluso mejor que leer. Pero, claro, Ada destrozó de nuevo la atmósfera:
—Si sigues haciendo eso, se hará pipí de alegría.
Oh, oh, ¿podía ser?
—Sería divertido verlo —dijo Jacqueline sonriendo burlona, y me acarició todavía más.
Era taaaan agradable. Pero la posibilidad de hacerme pipí me puso nervioso. Siguió acariciándome con ternura como si se hubiera empeñado en conseguirlo. Quién entiende a las chicas. Especialmente a ésa.
Me acarició con más intensidad. Poco a poco, me fue entrando miedo y grité lo menos imponente que se puede gritar cuando te acaricia una chica:
—¡Mamá!
Pero mamá no reaccionó. Miraba apáticamente al vacío y estaba muy pálida. Más pálida que de costumbre, casi como si no tuviera sangre. Y, por desgracia, en este caso «no tener sangre» no era una simple metáfora. Mamá era un vampiro. Sólo murmuró una cosa que me dio escalofríos hasta en mis tuétanos de lobo:
—Tengo hambre.