Le había presentado a mamá la propuesta de ser el encargado de ir a buscar a Ada. Alguien tenía que vigilar a nuestro papá mutado. Además, me inquietaba una cualidad mitológica de los vampiros que le había silenciado a mamá de momento. No sabía qué le ocurriría si continuaba fuera buscando a Ada cuando saliera el sol: quizás pertenecía a la clase de vampiros que arden con la luz solar y se desintegran en sus componentes atómicos.
Y también había otro motivo por el que quería salir de expedición: nunca había estado en la calle tan tarde. ¡Y solo!
Gracias a mi olfato animal no me costó nada seguir el rastro de Ada, su mortaja tenía un toque muy personal, que me recordaba a mi vieja profesora de mates.
Mientras iba de caza con el morro pegado al suelo por las calles de Berlín, de repente percibí otro olor. Una mezcolanza de pizza, cerveza, tabaco y una sobredosis de desodorante Axe. ¡Sólo podía ser Jacqueline, mi torturadora! Como no podía permitirse comprar perfume, siempre se ponía tanto desodorante que los microbios morían de asfixia a su alrededor.
Una idea cruzó al instante la red neuronal de mi cerebro: si echaba a correr hacia Jacqueline, ¡podría hacer que me las pagara! Por remojarme en el váter. Por tirarme al cubo de la basura. Por obligarme a bailar charlestón (un día vio ese baile en la tele y le pareció divertidísimo).
¿Qué podía pasarle a mi hermana si no la encontraba y me iba a cantarle las cuarenta a Jacqueline? Ada volvería pronto a casa. Siendo una momia, ¿dónde podía exiliarse? ¿En el Museo Egipcio? Y si iba a parar allí, ¿qué más daba? Al menos yo descansaría de ella una temporada.
Giré sobre mis patas traseras y corrí hacia la calle lateral de donde procedía el olor a desodorante. Allí encontré a Jacqueline, sentada en el portal de un edificio, con un trozo de pizza barata, un par de latas de cerveza y colillas. Por lo visto, a sus padres les daba igual que rondara por la calle a esas horas de la noche.
En cierto modo, eso molaba.
Jacqueline parecía helada de frío. No era de extrañar, puesto que sus zapatillas de deporte eran tan porosas como su chaqueta. Debajo llevaba una camiseta delgada con el lema: «Si lees esto, te mato, ¡mirón!».
Primero le pegaría un susto descomunal. Me planté delante de ella y aullé bestialmente:
—¡GRRRAAAUUU!
—Cierra la boca, Fifi —fue su respuesta.
Ésa no era la reacción que yo había previsto.
—¡GRRRAAAUUU! —repetí, y le enseñé los dientes amenazadoramente.
—Cierra la boca, Fifi, o te ato el rabo al cuello. Y no estoy pensando en el mismo rabo que tú.
Glups, se trataba de que ella tuviera miedo de mí, ¡no yo de ella!
Jacqueline bebió otro trago de cerveza. A juzgar por las latas vacías, ya se había tomado más de un litro y medio; tal vez por eso seguía tan relajada ante mi presencia. Pero ¡habría sido ridículo que yo, un hombre lobo, no le metiera miedo! Sólo tenía que hablar. Un lobo que sabe hablar como un homo sapiens la haría temblar incluso a ella.
—¡Soy tu desgracia! —anuncié, un poco melodramático, lo confieso.
Entonces, al menos me prestó atención. Enarcó las cejas llenas de piercings como habría hecho el señor Spock si un alien femenino le hubiera dicho a bordo de la Enterprise: «Me gustaría aparearme contigo».
De todos modos, Jacqueline seguía sin tenerme miedo.
—Qué guay, Fifi puede hablar.
—También puedo hacerte daño.
—Lo dudo —replicó, y abrió otra lata de cerveza.
—Soy un hombre lobo —intenté explicarle mi peligrosidad, cosa que a ninguna persona normal le habría hecho falta. Pero a Jacqueline, sí. Esa chica podía darte miedo de verdad.
—Ya lo veo, Fifi —contestó. Fríamente. Era fría de veras. Eso también era un poco fascinante.
—Tú… ¿no tienes miedo de un monstruo? —pregunté.
No me lo podía creer, así de simple. Si delante de mí se plantara alguien que podía destrozarme con sus dientes, no seguiría bebiendo cerveza de lata con toda tranquilidad. Llamaría a gritos a mamá. O, mejor aún, a los marines de Estados Unidos.
—Hay monstruos amateurs. Y monstruos profesionales —explicó Jacqueline entre dos tragos—. Tú eres un amateur.
—Ya, ¿y tú conoces a profesionales? —pregunté, un poco ofendido en mi recién adquirida dignidad de monstruo.
—Profesionales totales —afirmó.
—No te creo —repliqué.
¿Comparado con qué monstruo parecía amateur un hombre lobo?
—Pues no te lo creas, Fifi —dijo. Vació la lata, la aplastó con la mano y la tiró al otro lado de la calle.
Resistí mi estúpido instinto de ir corriendo a por la lata y traérsela.
Al cabo de unos instantes de silencio, Jacqueline me dijo:
—Puedes matarme si te apetece.
—¿Por… por qué… iba a matarte? —Yo no había pensado en algo tan radical. Sólo quería meterle miedo, y había fracasado penosamente.
—¿Tengo cara de contarle mis penas al primer chucho parlante que pase por ahí? —preguntó.
—¿Y a quién más puedes contárselas? —contraataqué.
—Cierto —se mofó con amargura—, ¿a quién?
Puso una cara muy triste. Realmente daba pena. Increíble, ¿me estaba compadeciendo de Jacqueline? Siempre había pensado que antes me compadecería de Kim Jong-il.
—¿Por qué no quieres seguir viviendo? —pregunté cauteloso.
—Por el monstruo profesional.
—¿Qué… qué monstruo?
—El que me maltrata —murmuró. Precisamente la dura de Jacqueline mostraba un aspecto frágil.
—¿Cómo te maltrata? —inquirí, esforzándome por hablar con la máxima suavidad de que eran capaces mis cuerdas vocales de animal.
Jacqueline calló.
—Va, a mí puedes decírmelo, soy un hombre lobo. ¿A quién voy a contárselo?
—¿De verdad quieres saberlo? —murmuró.
—Sí…, claro.
—Así me maltrata el monstruo —dijo con una voz apenas audible, y se levantó la camiseta. Vi su espalda desnuda. Estaba llena de verdugones. Parecía un marinero del Bounty al que el capitán Bligh hubiera sorprendido con una ración de agua robada.
Me impactó mucho.
—¿Quién…? —pregunté, y me vibró la voz.
—Mi madre —contestó Jacqueline, mordiéndose el labio inferior tembloroso para no echarse a llorar.
Unos minutos antes quería pegarle un susto de muerte a esa chica.
Ahora quería pegárselo a su madre.
Y estrechar a Jacqueline entre mis patas para consolarla.