Éramos monstruos. Frikis… desfigurados… ¡Monstruos!
Tenía que obligar a la bruja a deshacer la transformación. Para conseguirlo, no sólo tenía que atraparla, sino que seguramente necesitaría ayuda. Corrí hacia Frank, que seguía mirando confuso la puerta del coche.
—¡Eh! —grité.
Siguió mirando la puerta.
—¡Eh! —grité más fuerte.
Me miró y ladeó un poco la cabeza. Daba la impresión de que intentaba recordarme, pero no lo lograba.
—¡Tenemos que obligar a la bruja a que vuelva a transformarnos! —le expliqué.
—Ufta —contestó con una voz profunda que sonaba a carraca.
A saber qué significaba «ufta».
—¿Qué? —pregunté.
—Ufta —repitió con su voz de carraca.
Eso no aclaraba las cosas. ¿Era un problema de habla o de inteligencia? Tal como me miraba, me temí lo peor.
—¿Sabes quién soy? —pregunté cautelosa.
—¿Ufta? —preguntó él.
—No, soy Emma —contesté.
—¿Ufta?
—¡EMMA!
—¿Efta?
El aprendizaje daba resultados, aunque mínimos.
—Emma —lo intenté de nuevo pronunciando con claridad.
—¿Ufta? —repitió.
Hasta ahí llegaban los resultados.
—Arrggg —grité desesperada.
—¿Arrggg? —preguntó señalándome.
—No, no soy Arrggg, ¡soy Emma!
—Efta —dijo contento con su voz de carraca.
—Algo me dice que no serás de mucha ayuda —constaté apesadumbrada. Y también constaté, todavía más apesadumbrada, que ésa había sido una de las conversaciones más largas que habíamos tenido en las últimas semanas.
A esas alturas estaba claro que tendría que ir sola a cantarle las cuarenta a la bruja. La ágil anciana ya casi había llegado al final de la calle, y eché a correr. Frank me llamó, «¡Efta!», y en su voz resonó un poco de alegría porque había hecho un nuevo progreso de aprendizaje. Agitaba la puerta del coche, y por un momento me pregunté cómo explicaríamos los daños a la compañía de seguros.
Sin embargo, ese pensamiento enseguida cedió su puesto a otro. Mientras corría, me di cuenta de que podía hacerlo a una velocidad increíble. Por lo visto, siendo un vampiro se podía participar tranquilamente en el Tour de Francia. Sin bicicleta.
La bruja dobló hacia un callejón sin salida. Como esos que salen en las series de televisión norteamericanas. Uno de esos donde el traficante de drogas hispano intenta desesperadamente trepar por el muro alto que hay al final, pero el poli lo trinca y lo tira al suelo, y luego lo machaca como a mí me gustaría machacar a la bruja. La vieja se dirigía hacia el muro, pero no me dio el gusto de intentar treparlo. Se plantó en medio del callejón y me sonrió con aires de superioridad. Luego subió por la pared de un viejo edificio berlinés que le quedaba a mano derecha.
Sí, ¡subió por la maldita pared!
Lentamente. Sin parar. En vertical. En ángulo recto respecto al suelo. Como si tuviera ventosas gigantes en la suela de los zapatos. Y una musculatura dorsal impresionante que no se puede conseguir en un gimnasio. Me miró desde arriba y me sonrió de nuevo con arrogancia. Estaba conectada en modo chulería.
—Mierda —murmuré frustrada porque estaba a punto de escabullirse.
Apreté los puños y di un salto entre maldiciones furibundas. ¡Tres metros! Por lo visto, entre mis cualidades vampirescas también se contaba una potencia de salto impresionante. Sin embargo, en vez de alegrarme, me asustó mucho volar tan alto. Presa del pánico, me agarré con una mano al canalón del edificio y me sujeté con la otra al alféizar de una ventana. Me quedé pegada a la pared como si King Kong me hubiera escupido contra ella. Me encaramé al alféizar y me puse de pie. Tenía a la bruja justo por encima, y entonces pude ver por debajo de la falda ancha que llevaba puesta. En una noche plagada de visiones inquietantes, aquélla se llevó la palma.
Encima de mí había otro alféizar. Salté desde el mío y fui a parar al piso de arriba. A la bruja se le cayó la sonrisa desdentada de la cara y aceleró el ritmo.
—¡Tú no atrapa mí! —me gritó.
—Y tú no canta victoria —contesté muy segura, y salté al siguiente alféizar.
A través de la ventana entreabierta, vi a una pareja de unos treinta años haciendo el amor. La mujer me vio y dijo lo que probablemente yo también habría dicho en su lugar:
—¡AHHHHHHH!
El hombre, que todavía no me había visto, refunfuñó frustrado:
—¡Exageras con las críticas a mis habilidades de amante!
La mujer señaló hacia la ventana, él se volvió, me vio y la secundó:
—¡AHHHHHHH!
Balbuceé con torpeza lo más tonto que seguramente puede decirse en semejante situación:
—Por mí no se molesten. Sigan con lo suyo, sigan.
Los dos me miraban fijamente, observaban aterrorizados mis colmillos y no siguieron.
Yo miré hacia arriba. La vieja ya estaba en la cuarta planta, un piso más y llegaría al tejado. Dejé atrás a la pareja, que necesitaría una buena terapia con un sexólogo, y continué saltando de alféizar en alféizar.
Cuando la bruja trepó al tejado, yo llegué al cuarto piso y fui a parar delante de un viejo alcohólico que estaba asomado a la ventana con una botella de vino tinto en la mano. Llevaba unos calzoncillos blancos y una camiseta imperio de aquellas que yo creía que se habían extinguido en los años ochenta. Sorprendentemente, no se espantó al verme.
—Por fin algo diferente —dijo en tono de reconocimiento.
—¿Algo diferente? —pregunté, y me tapé la boca con la capa para que no me viera los colmillos. No quería asustarlo innecesariamente.
—Cuando estoy borracho sólo veo a mi hija muerta.
Sentí compasión por el borracho. El dolor por la pérdida de su hija lo había abocado a la bebida. A mí probablemente me habría ocurrido lo mismo si la bruja hubiera matado a mis hijos. Seguro que también me habría convertido en una alcohólica. O me habría suicidado de inmediato.
—Le traigo recuerdos de su hija. Está muy bien en el cielo —contesté dulcemente.
El hombre sonrió conmovido. Y yo también esbocé una leve sonrisa detrás de la capa. En medio de todo aquel caos, vivía un momento de humanidad. Triste. Pero lleno de humanidad.
Entonces recordé que tenía cosas que hacer, pegué dos brincos y aterricé con elegancia en el tejado cubierto de grava. En circunstancias normales, podría haber disfrutado de las magníficas vistas sobre las luces de Berlín (de hecho, sólo faltaba una tumbona y un cóctel margarita), pero perseguí a la bruja, que se dirigía al borde del tejado. La atraparía enseguida. Aunque quisiera bajar del edificio, yo saltaría más deprisa de lo que ella podía andar. Pero no descendió al llegar al borde. Tampoco se detuvo. Saltó al siguiente edificio y continuó avanzando. Llegué al borde y, nerviosa, me pregunté si yo también tenía que saltar. Al parecer, mi nuevo cuerpo era capaz de conseguirlo. Pero la distancia me daba un miedo increíble. Probablemente no sobreviviría a una caída desde aquella altura. En ese momento, mi corazón tendría que estar latiendo con fuerza. Me llevé la mano al pecho. Y no noté ningún latido.
¡Dios mío, no tenía corazón!
Acto seguido me entró aún más miedo. No tenía elección: tenía que atrapar a la bruja y, para ello, tenía que saltar tras ella. Retrocedí unos pasos, cogí carrerilla y salté. Con ímpetu. Lejos. Fue una sensación magnífica. ¡Como volar!
Al cabo de unos segundos de éxtasis aterricé en el otro edificio. Eso no entusiasmó a la bruja, que saltó al siguiente. La seguí. Aquello se había convertido en una persecución por los tejados de Berlín, y temí que la cosa continuara así durante horas, porque Berlín tenía unos cuantos tejados. Pero no podía desistir, quería que mi familia volviera a ser como unos minutos antes, aunque entonces no me pareciera especialmente adorable. En realidad, seguía sin parecérmelo. Pero era mejor que ser para siempre como la familia Adams de las historias de monstruos. Además: al contrario que la familia Von Kieren, ¡los Adams eran felices! Vaya, ahora incluso envidiaba a una familia de monstruos.
Justo cuando empezaba a enfadarme por ello, me di cuenta de que no me había concentrado como tocaba en el salto. Iba a brincar de un edificio a otro y noté que tendría que haber saltado desde más distancia. Mucha más. Me precipité como una piedra. Ni siquiera tuve tiempo de patalear en el aire como un personaje de dibujos animados. Choqué brutalmente contra un Ford Transit que pasaba. El techo del coche se abolló ruidosamente con el impacto. Rodé sin control sobre el coche y fui a parar a la calle. Caí encima de un hombro. Me dolió horrores. Aunque aquel cuerpo de vampiro era muy atlético, por lo visto estaba muy lejos de ser invulnerable. Me levanté a duras penas, me sujeté el hombro, que afortunadamente aún podía mover, y vi que el Ford Transit se alejaba. El conductor miraba por el retrovisor. Pero no podía verme. Los vampiros no se reflejan en los espejos. Y eso me llevó a preguntarme: si los vampiros no pueden mirarse al espejo, ¿cómo demonios se maquillan las mujeres vampiro? ¿Sin mirarse, como el payaso del McDonald’s?
Oí la risa de la bruja. Me miraba burlona desde lo alto de un tejado. Pero en lugar de desaparecer de una vez por todas, bajó del edificio en vertical, aterrorizando de un modo alucinante a los paseantes nocturnos. Cuando llegó a la acera, andando de nuevo en horizontal, se plantó delante de los asombrados paseantes y les ordenó:
—Vosotros a casa y olvida todo.
Nunca había visto a la gente asintiendo con la cabeza de un modo tan sincronizado. Ni tampoco desapareciendo tan deprisa.
—Tú tiene fuerzas de vampiro —constató satisfecha al volverse hacia mí—. Y tú puede usarlas. No muy bien. Pero bueno.
—¿De qué hablas?
—Yo puesto tú a prueba.
—¿Cómo?… ¿Qué?… ¿La persecución sólo era un test…?
—Yo ya dicho —comentó la vieja sonriendo burlona—. Tú dura mollera.
No entendí nada. ¿Para qué me había puesto a prueba?
—Tú gustará a él —dijo asintiendo satisfecha.
—¿A quién?
—A él.
—«A él» no es un nombre. ¿De quién se trata?
—Del príncipe de los malditos.
—¿No es eso demasiado críptico? —pregunté irritada.
—No —dijo sonriendo—, no lo es.
Por fin había conseguido pronunciar una frase sin errores. Lástima que con eso yo no ganara nada.
—Yo ahora por fin viaja a casa. Gracias a ti, yo ahora puede morir.
Dio media vuelta y se fue. Lentamente. Con mucha calma. Hacia un chiringuito de kebabs llamado Don Osmán Superkebab. ¿Qué iba a hacer la bruja allí dentro? ¿Comer la especialidad de la casa? En realidad, tanto daba. En aquel local estaría atrapada en una ratonera. La cazaría. Con violencia. Con colmillos. ¡Tanto daba cómo!
Entré decidida en el chiringuito. Al cruzar el umbral de la puerta, me mareé de golpe. No era el malestar habitual de «Voy a un chiringuito donde la carne grasienta gira veinticuatro horas al día alrededor de su propio eje desde la primera oleada de inmigrantes turcos, y huele como tal». Al dar el primer paso dentro el local, me desplomé, arrastré conmigo un taburete de aluminio y caí de bruces al suelo. Un dolor agudo me venció. Quise preguntar qué me ocurría, pero de mi boca sólo salió un estertor. Con todo, la bruja me entendió. Se inclinó hacia mí y me susurró al oído una sola palabra:
—Ajo.
Al despertar, yacía al aire libre y Don Osmán, el propietario del chiringuito, me estaba haciendo el boca a boca. Por suerte, el Don no se alimentaba de sus kebabs y no olía a ajo. Seguramente sabía lo que le servía su distribuidor de carne barata y por eso sólo comía verduras de Anatolia.
Osmán puso sus labios sobre los míos y tuve que admitir que, por desgracia, ése había sido el momento más íntimo que había tenido con un hombre desde hacía semanas.
A nuestro lado había un individuo con traje mil rayas, tipo banquero de punta en blanco, comiéndose impasible su kebab. Por lo visto, al contrario que Frank, él poseía el estómago inhumano de acero que se necesita para hacer carrera en un banco.
Don Osmán se apartó finalmente de mí y, en un alemán sin acento que contradecía todos los debates negativos sobre la integración, declaró:
—Esta mujer no respira.
Unos minutos antes, ese hecho me habría alterado. Pero a esas alturas ya sabía que tampoco tenía corazón. En todo ello podía reconocerse un diseño orgánico global.
—Está… fría como un pez —balbuceó afectado Don Osmán.
Eso sí me alteró.
—No es usted muy amable que digamos.
El banquero dejó de comer del susto, mostrando con ello algo parecido a una emoción humana.
—¡Por Alá! —exclamó Don Osmán.
—Me temo que no tiene nada que ver con eso —aclaré.
—¿Quién… eres tú? —preguntó Don Osmán.
Miré hacia arriba, vi que la mendiga había desaparecido y contesté:
—Rajada.
Aturdida, le di las gracias al dueño del chiringuito, que me había sacado de su local, me levanté y decidí volver con mi familia. En de vez de saltar por los tejados, opté por hacer el camino como siempre, en metro. No llevaba dinero ni tarjeta, pero quería viajar en metro para poner un poco de normalidad en mi vida. Al menos por un momento. Y fue realmente un instante porque, tan pronto como subí, los demás pasajeros me observaron desconfiados, temerosos, casi aterrorizados. El intelecto quería convencerlos de que sólo era un disfraz. Pero el instinto les decía otra cosa. Notaron que yo no era un verdadero ser humano, y todos se replegaron en la otra mitad del vagón. Al parecer, los vampiros poseían otra facultad: podían encontrar asiento libre en cualquier momento, incluso en hora punta.
Mientras el metro se deslizaba por las vías, oí pronunciar a los demás pasajeros frases como:
—Oh, Dios mío… Esa… Esa mujer no se refleja en el cristal de la ventanilla…
—Mierda, ¡es verdad!
—¿Cómo harán ese truco?
—Cosas de Hollywood.
—¿Hollywood? ¿Acaso ves por aquí a Tom Cruise?
—No, aún me daría más miedo.
—Yo creo que no es un truco.
—Eso mismo me temo yo.
—Y yo me temo que acabo de hacérmelo encima.
Mientras los demás pasajeros probablemente sopesaban la idea de tirar del freno de emergencia, yo me preguntaba quién sería el «príncipe de los malditos» del que me había hablado la bruja. ¿Por qué lo llamaba príncipe? Si yo fuera el jefe de los malditos, me haría llamar emperador, rey o presidente del consejo de administración de los malditos. ¿Y por qué iba yo a gustarle al príncipe? ¿Con aquella pinta? ¿O con mi pinta original? Aquel noble de poco rango debía de tener un gusto bastante excéntrico.
El metro paró por fin. Me apeé, olvidé al príncipe y caminé deprisa hacia la calle donde había dejado a mi familia, nuestro coche y la puerta de nuestro coche. Ada seguía sentada en el bordillo, contemplando sus manos vendadas como si fueran dos cuerpos extraños. Max, en cambio, gruñía a la gente que estaba detrás de las cortinas y parecía pasárselo en grande cuando se retiraban asustados hacia el interior de sus pisos. ¿Y Frank? Frank observaba a dos policías. Se habían bajado del coche patrulla y se acercaban con tanta cautela como había que acercarse a un hombre de dos metros treinta con tornillos en la cabeza.
Uno de los dos policías era alto. El otro, bajo. Ambos rollizos. Y ambos parecían inseguros. El hecho de que Frank estuviera doblando una farola probablemente contribuía a su inseguridad. Frank no actuaba con maldad. Más bien como un niño curioso. Un niño curioso con una fuerza sobrenatural. Un poco como el pequeño Obélix, que nadie querría tener por hijo.
—¡Deje eso! —le ordenó el policía alto a Frank.
—¿Ufta? —Frank contestó exactamente lo que yo esperaba.
—¿Es usted extranjero?
—¿Ufta?
—Tú ser extranjero. ¿Tú tener permiso de residencia? —preguntó el policía alto. Era un fenómeno interesante que los alemanes creyeran que los extranjeros los entenderían mejor si hablaban mal el alemán.
—¿Uftata? —dijo Frank, variando un poco.
—¡Enséñanos los papeles! —exigió el policía alto, que se acercó a Frank acompañado por el bajito. A éste, empezaban a aparecerle gotas de un sudor frío en la frente, y parecía preguntarse si había sido una buena idea pedirle los papeles.
Cuando el alto estuvo cerca de Frank, éste se sintió atacado y gruñó fuerte:
—¡Urggg!
Los policías se detuvieron, y yo intuí claramente que aquel «¡Urggg!» era una señal de que enseguida ocurriría lo que a los presentadores del telediario les gustaba definir con el término de «baño de sangre». Tenía que intervenir, y me interpuse entre ellos.
—¡Efma! —atronó contenta la voz de Frank cuando me vio, y yo me alegré de que me reconociera. Y aún me alegré más de que desviara su atención de los policías.
—Buenas noches —saludé a los policías, que me miraron espantadísimos; seguro que ellos también me habrían dejado un asiento libre en el metro, si hubiéramos estado en un metro.
—¿Conoce a este individuo? —preguntó el policía alto, intentando que la voz no le temblara demasiado.
—Sí, es mi primo de Albania —mentí.
—Pues no parece albano.
—Ejem… Es que sólo es medio albano —me apresuré a explicar.
—¿Y qué es del otro medio? —preguntó el policía alto, no muy convencido.
Me estrujé el cerebro y solté la primera nacionalidad que se me ocurrió. Por desgracia, fue «noruego».
Los policías no se lo creyeron. Pero antes de que pudieran expresar su desconfianza, se acercó Ada, los observó de cerca y dijo:
—Si vosotros también sois una quimera de mi magín, la cosa es oficial: mi magín deja mucho que desear.
—¿Qué es una quimera? —preguntó el policía alto.
—¿Qué es un magín? —preguntó el bajo.
—¿Qué clase de frikis sois? —volvió a intervenir el alto.
Los dos habrían querido creerse mi mentira, pero éramos tan inquietantes que no pudieron. Entretanto, Max le gruñía contento a una mujer emperifollada y con zapatos de tacón alto, que acababa de doblar la calle y que, al verlo, pensó que todos los caminos conducían a Roma, incluso en Berlín. La mujer salió corriendo y se veía a la legua que Max había disfrutado asustándola. Cada vez aumentaban más mis sospechas de que mi hijo sabía perfectamente lo que se hacía.
—¿Es suyo ese perro… o lo que sea? —preguntó el policía alto.
—Sí —contesté, pero no quise acariciar a Max para demostrarlo. Ni idea de lo que le haría a mi mano de vampiro.
—¿Dónde está su chapa de identificación?
—Ejem… eh… buena pregunta —balbuceé.
—A mí también me lo parece.
—Una pregunta que puede contestarse con un simple «sí» —añadí para ganar tiempo.
—La pregunta empezaba con un «dónde» —insistió enojado el policía alto.
—Ésa podría ser una buena puntualización gramatical —señalé.
—Si no tiene chapa, ¡tendremos que llevárnoslo a comisaría! —El policía alto empezaba a perder la paciencia.
—¿De verdad tienen que hacerlo? —pregunté.
—¿De verdad tenemos que hacerlo? —preguntó asustado el policía bajo. No sabía qué significaba «magín», pero por lo visto tenía el suficiente para imaginar qué ocurriría si alguien metía a un lobo como Max en el asiento trasero del coche. Porque eso podría significar: policía, eres un saco de pienso.
Mirando al policía bajo asustado, propuse:
—Ahora nos iremos todos a casa y nos olvidaremos de la chapa del perro.
—Creo que es una idea excelente —le comentó a su compañero alto—. Podemos hacer la vista gorda con lo de la chapa. Y también con lo de la farola…
—¿Pretende irse en ese coche? —lo interrumpió el policía alto, que al parecer no consideraba la posibilidad de «hacer la vista gorda» y miraba nuestro Ford Transit sin puerta.
—Sí —contesté débilmente.
—¡Estáis todos detenidos, frikis! —respondió, y desenfundó la pistola. Había perdido definitivamente la paciencia.
—URGHH —opinó Frank, que había reconocido la amenaza.
Eso espantó también al policía alto.
Yo ya estaba harta de tanta discusión. Por eso no tenía nada en contra de asustar aún más a nuestros dos amigos y servidores públicos.
—Ya habéis oído lo que ha dicho el albano-noruego —dije.
El policía alto me apuntó entonces con la pistola.
—¿No irá en serio lo de la pistola, verdad? —le pregunté sonriendo, pero con un deje amenazador.
—Grggg —atronó Frank apoyándome.
Entonces también se acercó Max, levantó la pata y descargó en la pierna del policía bajo. Luego le gruñó. El policía bajo farfulló aterrorizado:
—No, no iba en serio. Sólo era una broma. Somos unos auténticos cómicos. En comisaría nos llaman «Siegfried y Roy, los graciosos». Pero nosotros no hacemos magia como Siegfried y Roy, y tampoco somos tan homosexuales… Bueno, en realidad, no somos nada homosexuales, y tampoco tenemos tigres, pero por lo demás…
—Ya te había entendido, Siegfried —le dije. Luego me volví hacia el compañero alto y le pregunté sonriendo—: ¿Tú también, Roy? —Y abrí tanto la boca que mis colmillos brillaron a la luz de la luna.
—Yo también he entendido —dijo, y bajó la pistola.
Me sentí aliviada. El grave peligro había pasado. Podíamos irnos a casa y concentrarnos allí. Pensar qué había que hacer para salir de aquel embrollo. Si es que se podía.
El viaje en coche hasta casa fue bastante apretado gracias a Frank, y también bastante aireado gracias a la puerta que faltaba, lo cual no estuvo mal puesto que Max olía muy fuerte a animal peludo y Ada un poco a mortaja. Aparqué el coche destrozado delante de nuestro bloque, subimos las escaleras y, justo cuando íbamos a entrar en nuestro piso de alquiler, avisé a Frank:
—Cuidado, tienes que aga…
Antes de que pudiera pronunciar el «charte», chocó contra el umbral de la puerta. Con la frente.
—Ufta —rezongó desconcertado, y vi que había saltado un trocito de madera del marco debido a la colisión.
Después de enseñarle a Frank a inclinarse, entramos en casa: gracias a Dios, era un piso antiguo de techos altos. Frank podía caminar erguido por las habitaciones, cosa que no le impidió darse de cabeza contra la lámpara de araña de Ikea. El trasto osciló hacia atrás, volvió y le dio de nuevo en la frente. Furioso, Frank arrancó la lámpara del techo mientras gritaba «Irgg», cosa que probablemente significaba algo así como «Mierda de Ikea». La lámpara se estampó ruidosamente en el suelo. Lo triste fue que, en medio del caos que casi siempre imperaba en nuestra casa, eso apenas tuvo importancia.
Mientras que Max escondía el rabo entre las piernas, espantado por la situación, Ada caminaba arriba y abajo por el piso como una sonámbula. Empezaba a preocuparme seriamente por ella. Si algún día volvían a transformarnos en nosotros mismos, seguro que los Von Kieren no nos libraríamos de unas cuantas horas de terapia.
Fuimos a la sala de estar y me dejé caer en el sofá. Normalmente, cuando me tiraba en el sofá de noche, corría el peligro de dormirme de inmediato. Pero ya era la una de la madrugada y me sentía en plena forma, como si fuera la una de la tarde. Y me habría tomado un par de expresos dobles. Por decirlo con palabras de un hit idiota de los años ochenta que cantaba Sandra, yo era probablemente una Creature of the night. Remarcando lo de «criatura».
Ada se echó a mi lado y me preguntó en voz baja:
—Mamá, no me lo estoy imaginando… ¿verdad?
La observé. No me dio la impresión de que se volvería loca si oía la verdad; como mucho, se hundiría un poco más. Me pareció un momento relativamente favorable para desembucharle la verdad, puesto que todo apuntaba a que seguiríamos así por mucho tiempo. No tenía ni idea de dónde estaba la bruja. Por eso le expliqué:
—Nos han lanzado una maldición, Snufi.
En efecto, Ada se hundió un poco más.
—Entonces, todo esto no es una quimera, es una queputada.
Antes de que se me ocurriera algo para consolarla, Frank rompió con los dedos la lámpara de pie. Menos mal, porque nos la había regalado su madre, que tenía un gusto que en un mundo mejor seguramente estaría castigado con la pena de muerte.
Antes de que Frank convirtiera el piso en un montón de residuos tóxicos, preferí llevarlo hasta el sofá. Lo empujé suavemente por las caderas hacia los cojines. El sofá se encorvó una barbaridad con su peso (¿pesaría unos 250 kilos?), pero resistió. Tenía que encontrar algo que lo mantuviera sentado. ¿Le ponía la tele? Claro que, entonces, podría ver cosas terribles que le harían perder los estribos: tiroteos, animales de rapiña o música popular.
Así pues, cogí una bola de nieve de cristal que también nos había regalado su madre después de una excursión a Colonia. Le enseñé qué había que hacer para que nevara en la catedral de Colonia y se quedó fascinado. Cogió la bola con el máximo cuidado para no romperla con la fuerza de sus dedos. La sacudió con cariño y rio cuando la nieve comenzó a caer:
—Jojojo.
Sonó un poco como cuando ríe Papá Noel. Si a su voz le hubieran puesto un distorsionador metálico.
La risa profunda de Frank hizo que mi cuerpo vibrara. Y entonces me di cuenta de que yo no tenía corazón, no respiraba, o sea que tampoco debía de tener pulmones, pero tenía estómago. ¿Quién se había inventado la anatomía de los vampiros? ¿Tal vez el mismo gracioso que había concebido los genitales masculinos?
¿O que el amor y la rabia estuvieran tan unidos?
Frank tenía una risa infantil. Ingenua. Inocente. En cierto modo, dulce. Tanto como se podía encontrar dulce a alguien con unos dientes que parecían menhires sin pulir. La última vez que había visto a Frank tan contento fue la primavera en que se marchó una semana de viaje a Egipto con sus antiguos compañeros de colegio.
Mi mirada se posó entonces en Max, que salía a cuatro patas de la sala de estar, y lo seguí a su cuarto. Éste se componía esencialmente de pilas de libros que se apoyaban unos en otros, y yo siempre pensaba que, si alguien sacaba un solo libro de allí, se produciría una reacción en cadena incontrolable.
Max examinó un volumen titulado Los muertos vivientes. Si en la cubierta no hubiera habido zombis que recordaban de lejos a Keith Richard de los Stones, a esas alturas me habría sentido atraída por el título.
Max examinaba el volumen como si se dispusiera a leerlo… Ahí fallaba algo. No era un lobo normal o, mejor dicho, un niño al que hubieran transformado en un lobo normal. ¡Ese lobo parecía tener intelecto!
Aunque yo era muy silenciosa y no respiraba (sin pulmones, no tenía que hacerlo si no quería), su oído de lobo se percató de mi presencia. Soltó el libro espantado, se volvió rápidamente, se apartó a un lado y fingió que no había pasado nada. Sólo habría faltado que cantara discretamente «tralaralará».
—¿Puedes entenderme? —pregunté.
Ninguna reacción, excepto una mirada que también expresaba «tralaralará».
—Si me entiendes, mueve la cola.
(Por cierto, ésa era una frase que seguramente ninguna madre querría decirle a su hijo).
Max no movió nada.
—Sé que me entiendes.
Ninguna reacción de nuevo.
—Hum, si no conseguimos romper la maldición —dije como de pasada—, tendremos que castrarte.
(Y ésa era una amenaza que seguramente ninguna madre quiere pronunciar).
—¡No lo harías! —contestó Max sin pensar.
Y me sorprendió: no sólo podía entenderme, sino que también podía hablar. ¡No sólo ladrar!
Al darse cuenta de que se había delatado, se tapó el hocico con las patas delanteras. ¡Demasiado tarde!
—¿Por qué has hecho ver que sólo podías ladrar? —pregunté enfadada. La familia estaba en una situación deplorable, y él jugaba a jueguecitos tontos.
—Yo… yo… —tartamudeó.
—¿Tú…? —insistí.
—Yo no quiero que se rompa la maldición.
—¿Qué?
—Yo no quiero que…
—Acústicamente, lo he entendido —lo interrumpí—. Pero no lo comprendo.
—Me gusta así.
—¿Y por qué?
—Yo… ahora soy especial, excepcional —me explicó con voz queda.
—Antes también eras especial.
Meneó con tristeza su cabeza de lobo.
Aquello fue un shock para mí: mi hijo pequeño, ¿no se sentía especial? ¿Sólo ahora, siendo un hombre lobo? ¿Por qué no me había dado cuenta de que tenía tan mala opinión de sí mismo?
—Tú ahora también eres excepcional, gracias a la transformación —explicó Max—. Eres fuerte, eres veloz y, sobre todo, eres inmortal.
¿Inmortal? Intenté concebir la idea, pero fui incapaz de imaginarlo: ¿tenía que vagar eternamente por el mundo? Eso no sólo sorprendería a los del fondo de pensiones. Además, ¿cómo iba a soportar una vida eterna si en mi vida normal no conseguía ser un poco feliz ni siquiera un par de días?
Antes de que pudiera profundizar en la idea, oí rugir a Frank. Corrí alarmada a la sala de estar, Max me siguió trotando a cuatro patas. Frank contemplaba la bola de nieve que se le había reventado entre los dedos. Ya sólo tenía la catedral de Colonia en la mano. Pero su infortunio no era el mayor problema en ese instante: ¡Ada había desaparecido! En el sitio que había ocupado en el sofá, sólo quedaba su móvil.