Cuando uno es tan inteligente como yo, a menudo te parece que los demás tienen el intelecto de una ameba. Aunque mis padres y mi hermana no lo hubieran procesado enseguida, yo comprendí de inmediato qué había ocurrido: la mendiga nos había transformado en monstruos con su maldición. Para siempre. Eso en latín es «semper» (sí, en esa asignatura también sacaba matrícula de honor). Sabido era, por las viejas historias, que las mendigas eran muy competentes cuando se trataba de maldiciones. Aunque no tanto en lo referente a la higiene dental. En cualquier caso, había sido una suerte para mí no haber escogido el disfraz de zombi.
Así pues, yo era un hombre lobo y no tenía ni idea de cómo tomármelo. En la parte positiva del balance cabía apuntar lo siguiente: en calidad de semejante animal, y aunque aún no lo había comprobado, seguro que era veloz y fuerte. Me sentía como si pudiera correr cientos de kilómetros, cuando normalmente los cien metros lisos en la escuela me parecían una carrera de fondo. Y los mil metros, un vía crucis.
En la parte negativa se incluía lo siguiente: tenía pelo por todo el cuerpo. Si iba a tenerlo para «semper», eso probablemente significaría que nunca conquistaría a una chica (mamá no estaba muy contenta con la espalda peluda de papá). Por otro lado, si había que creerse los cómics de La Patrulla X, las mujeres encontraban muy sexy a Lobezno, el héroe peludo. Ahora bien, ¿quién quiere a una chica a la que le chifla tanto pelo?
No estaba muy seguro de si debía considerar positivo o negativo que mi olfato animal fuera tan fino. Por un lado, me abría un mundo de sensaciones totalmente nuevo y fascinante. Por otro, olía con bastante precisión que un indigente había orinado hacía poco en la esquina de un edificio.
—¡Ataca! —me gritó mi madre.
Me gritó realmente «¡Ataca!».
Estaba completamente histérica. Seguro que quería que atrapara a la bruja para que revocara la maldición. Al parecer, mamá también había ido procesando poco a poco lo que había ocurrido y no tenía ganas de ser una chupasangre el resto de su vida inmortal. En cambio, yo seguía sin decidir si quería seguir siendo un hombre lobo o no. Como hombre lobo poseía superpoderes. Podría combatir a los malos y convertirme en un superhéroe por el que incluso se pirraran las chicas a las que no les gustan tanto los peludos.
Por otra parte, sabía por todas las historias habidas y por haber que los mutantes acaban siendo linchados en la hoguera. O van a parar a un laboratorio del Gobierno de Estados Unidos para ser analizados en la mesa de disecciones con la esperanza de desarrollar un suero energético a partir de un hombre lobo. Un suero que luego inyectarían a los soldados, que se convertirían en hombres lobo vestidos con uniforme de los Marines y, acto seguido, serían trasladados en helicóptero a Afganistán para enseñarles de una vez por todas a los talibanes qué es una situación peliaguda.
Si hubiera sabido que me lanzarían una maldición, me habría disfrazado de otra cosa: de Superman, por ejemplo. Aunque entonces tendría que pasearme todo el rato con un pijama azul. James Bond habría sido más fascinante. O mejor aún: Godzilla. Siendo Godzilla habría podido destruir mi escuela de un coletazo. Pulverizaría hasta el váter donde mi torturadora me metía la cabeza y luego tiraba de la cadena.
Por cierto, mi torturadora se llamaba Jacqueline.
Sí, mi terrorista personal era una chica. Tenía quince años y aún iba a clase con los de doce. Jacqueline era muy atractiva, al menos si te gustaban las mujeres culturistas piradas, con piercings y tatuajes de pitbull.
Los profesores le tenían tanto miedo como los demás, por eso la dejaban en paz y sólo decían cosas como «Bueno, hay amores que matan, y cuando le coge cariño a algo…». Luego, cuando yo preguntaba: «Puede, pero ¿también tiene que tirarlo al cubo de la basura?», la única respuesta que recibía era: «Ah, eso forma parte del cariño».
Jacqueline me aterrorizaba sobre todo a mí, porque entre nosotros existía la mayor diferencia de coeficiente intelectual de la escuela. Yo siempre intentaba mantener la dignidad en sus ataques. Una vez le dije: «Un día pasaré por tu lado con mi Mercedes de lujo y tú vivirás de las ayudas sociales». Y ella lo aceptó riendo: «Sí, pero tú, dentro del Mercedes, pensarás: esa que vive de las ayudas sociales me zurraba siempre».
—¡ATACA! —volvió a gritar mamá.
Había llegado el momento. Tenía que empezar a decidirme. ¿Quería seguir siendo un hombre lobo fuerte, aun a riesgo de que me mataran con balas de plata? ¿O una rata de biblioteca a la que Jacqueline seguiría metiendo en el váter?
La decisión no fue difícil.
—¡ATACA! —gritó mamá de nuevo.
Me senté sobre las patas traseras. Y aunque yo formaba parte de la especie de hombres lobo que podían hablar como los humanos, sólo contesté:
—¡Guau! ¡Guau!