EMMA

La vieja se plantó súbitamente delante de mí. Era extraordinariamente ágil para su edad. De hecho, era extraordinariamente ágil para cualquier edad. Abrió la boca y reparé en que un gorrión podría haber construido un nido en los huecos que presentaba su dentadura.

—¿Tú tiene euro? —volvió a preguntar.

—¿No ve que estoy ocupada con un ataque de nervios? —gruñí.

—¿Tú tiene euro? —insistió.

Parecía de muy mal humor. Y no sólo porque yo no le daba un euro. Era como si yo le repugnara profundamente. ¿Se debía a mi lloriqueo?

La mendiga extendió la mano. Aunque hubiera querido darle un euro, no habría podido: mi disfraz de Drácula tenía una preciosa capa, pero sin bolsillos. Y no había cogido el bolso porque un vampiro con bolso no parece ni la mitad de auténtico.

—Tú ere digraciada con familia —señaló.

—Tú ere muy pirspicaz —repliqué.

Lo bueno era que la vieja había atajado mi llanto con su charla. Me soné y dejé de llorar mientras la mujer se dirigía a los demás:

—Vosotro igual de digraciados.

A juzgar por las miradas de mi familia, todos se sintieron retratados. Dios mío, ¿tenía razón la desdentada? Mis hijos y mi marido, ¿eran tan desgraciados como yo? Estuve a punto de echarme a llorar otra vez. Todavía más fuerte.

Sin embargo, antes de que mis lagrimales volvieran del descanso del trabajo, la mendiga dijo con dramatismo:

—Todas familias filices son muy paricidas. Las disgraciadas lo son cada una a su manera.

—¿Te has tragado una edición de Anna Karenina? —pregunté muy irritada, puesto que sabía que esa cita era de Tolstói. Mi familia no sabía de qué hablaba, no conocían a Tolstói y seguramente se habrían quedado dormidos antes de acabar la tercera página de Anna Karenina.

—Yo ayudo a Tolstói a escribir entonces —explicó la vieja.

—Eso es imposible —repliqué, puesto que sabía que había escrito el libro en el siglo XIX. La anciana era vieja, pero nadie era tan viejo como para que fuera posible que hubiera vivido en aquella época.

La respuesta fue una sonrisa sin dientes. Sabionda. Arrogante. Un poco chiflada. No, tachemos «un poco» y sustituyámoslo por «totalmente». Me dio miedo y le ordené:

—Esfúmate.

No contestó y continuó sonriendo. Me miró profundamente a los ojos y tuve la desagradable sensación de que podía ver en lo más hondo de mi alma. Quise alejarme, pero su mirada me tenía atrapada. No podía apartarme, así de simple.

—Esfúmate… —repetí débilmente.

—Tú no valora tu vida —afirmó con desdén.

—Y tú ere dura de mollera —contraataqué con valentía, aunque tenía miedo: ¿había visto realmente algo en mi alma o sólo me lo había parecido?

Entonces, se apartó de mí por fin. Pero no pude respirar tranquila. Porque en vez de largarse a aterrorizar a otra gente, se dirigió a Max. También a él lo miró profundamente a los ojos, él tampoco pudo alejarse de ella y a él también le entró miedo. Al cabo de unos segundos inquietantes de silencio, le dijo:

—¡Tú huye de vida!

En eso tenía que darle la razón, porque Max era realmente una persona muy retraída.

La vieja continuó su camino y Max se echó a un lado tambaleándose. Acto seguido, la mendiga fue a cantarle las cuarenta a Ada. Aunque mi hija también habría preferido apartar la vista, tampoco pudo. Igual que Max o yo.

—Tú no tiene idea de qué va a hacer con tu vida —le dijo la anciana.

—Pero al menos no hablo como si hubiera ido a la escuela de retórica de Yoda —replicó Ada.

La vieja le daba pánico, pero intentó que no se le notara. Con poco éxito: Ada se retorcía los dedos, como siempre que estaba nerviosa. Max, en cambio, cruzaba las piernas como si estuviera a punto de hacérselo en los pantalones. Siempre había sido un niño muy miedoso; de muy pequeño ya tenía miedo de todas las cosas habidas y por haber: de los payasos, de las medusas en la arena de la playa, de los grupos de habaneras…

—Deje a nuestros hijos en paz —le espetó Frank a la chiflada, y se puso delante de ella.

Un error. Porque entonces él también cayó en el embrujo de su mirada hipnotizadora. En su alma, pues yo ya estaba convencidísima de que era capaz de ver en el alma de la gente, encontró lo siguiente:

—Tú no tiene emoción en tu vida.

Después de que lo dijera, Frank se puso a temblar. Todos temblábamos. Nunca habría imaginado algo así con lo de «por fin haremos alguna cosa juntos».

La vieja mendiga sacó un amuleto del bolsillo de su abrigo andrajoso. Era de plata, el puño parecía una cabeza de gato y encima leí las palabras Baba Yaga.

—Yo pronto muero —gritó.

—Oh, cuánto lo lamento —dije, intentando relajar la situación mostrándome un poco compasiva.

—Yo no creo tú —replicó, y me restregó agresivamente el amuleto por las narices. Tuve la sensación de que iba a matarme. O bien golpeándome con el amuleto o bien con su aliento fétido.

En ese instante ya no me dio pena. Al contrario, me sorprendí a mí misma con el mal pensamiento de que estaría bien que ese «pronto muero» llegara muy deprisa.

—En tres días yo muero y ¡vosotros quejas!

Por eso me había mirado tan mal desde el principio. Me consideraba una llorona egoísta.

—Vosotros no vive vuestra vida. ¡Vidas de vosotros no valen nada! —vociferó, y su aliento casi acaba con el mío.

—Ejem…, ¿no cree que exagera…? —dije, intentando poner calma.

Sus ojos empezaron a brillar y gritó:

—¡Yo maldigo vosotros!

—Ejem… ¿Cómo…? ¿Qué…? —pregunté espantada.

—¡Yo maldigo vosotros! —repitió, y sus pupilas comenzaron a lanzar destellos en toda regla.

—No, tú pones de nervios nosotros —replicó Ada con valentía.

En vez de contestar, la vieja levantó el amuleto hacia el cielo y, con una voz una octava más baja y tres veces más lúgubre, gritó:

—Este tranaris, este pranduce…

—¿A qué viene eso? —inquirí asustada.

Nici mort… —continuó mascullando—. Niki al franci

—No irá en serio…

—Cre… Creo que sí —dijo Frank. Su voz sonó atemorizada mientras señalaba hacia arriba. Levanté la vista y lo vi: el cielo estaba despejado y, aun así, habían empezado a formarse relámpagos en el firmamento.

—Ahora sí que exagera un poco —balbuceé.

Max miraba a lo alto con la boca abierta. Igual que Frank y, ahora, también yo. Sin embargo, Ada se acercó a la vieja con la intención de encontrar una explicación para aquel espectáculo, por improbable que fuera.

—Sí, un supershow… de primera… No sabía que las mendigas ahora trabajaban con pirotécnicos… Pero no soy fan de los efectos especiales… —dijo valerosamente.

A modo de respuesta, los ojos de la anciana se iluminaron de color verde… como esmeraldas. Los ojos enteros. No se le veían las pupilas.

—Tampoco soy fan de los ojos verdes… —murmuró Ada, visiblemente intimidada.

Max recuperó el habla y balbuceó temeroso:

—Tonta del haba, esto no es pirotecnia. Es magia negra.

La vieja mendiga corroboró la hipótesis de Max con más conjuros.

Re spirit, re brut… —gritó. En voz más alta. Más profunda. Más lúgubre.

Los rayos se juntaron en el cielo. Y formaron una enorme bola de fuego centelleante. Aunque yo, como europea occidental ilustrada, no podía creer en la magia, los hechos hablaban claramente en favor de que algo de eso estaba ocurriendo. ¿Era aquella mujer una maga como había dicho Max? ¿O más bien una bruja? ¿Tenían importancia esos pequeños detalles a la vista de los rayos que pendían sobre nosotros? Era de cajón que en cualquier momento nos caerían encima.

—¡Rece brut tre animal!

La bola de fuego pendía ahora en el cielo justo sobre nosotros, y me atenazó un miedo tremendo y negro. Un pánico cerval. Pero no tenía tanto miedo por mí como por mis hijos. La mujer había dicho que nuestras vidas no valían nada. O sea que tampoco las de Ada y Max.

—Perdone a los niños… —supliqué—. ¡Por favor!

Frank repitió en voz baja:

—Por favor…

La vieja nos miró y sonrió. Era una sonrisa horrible. Pero por lo menos sonreía ante mis ruegos por los niños. En mí brotó la esperanza. ¿Perdonaría la bruja —porque tenía que ser una bruja, ¿no?— a los niños?

La bruja dejó de sonreír.

Mi corazón se encogió de miedo por mis hijos. Fue como si alguien lo aplastara. Ésa debía de ser la sensación más horrible que pueda sentir nadie. En cualquier caso, era más horrorosa que cualquier otra que yo hubiera sentido nunca en la vida.

Los ojos verde esmeralda brillaban cada vez más claros, como si detrás de ellos tuviera lugar una explosión nuclear. La bruja abrió la boca casi destentada y gritó:

—¡SEMPER MONSTER!

Entonces, sus ojos explotaron de verdad. Unos rayos verde esmeralda salieron despedidos hacia el cielo. Como rayos láser.

—Y tampoco soy fan de esto —balbuceó temerosa Ada en voz baja.

—No puedo más que secundarlo —dijo Frank con voz temblorosa.

Los rayos verdes que despedían los ojos de la mendiga alcanzaron la bola de fuego centelleante que pendía sobre nosotros. Con una lentitud infinita, casi a cámara lenta, la bola se deshizo en relámpagos. En relámpagos verde esmeralda. Que salieron despedidos hacia la tierra. Cuatro en total. Caían a toda mecha sobre nosotros. Uno por cabeza.

Antes de que nos alcanzaran, Ada, rebelde incluso en un momento de pánico, murmuró:

—Como me muera precisamente hoy, voy a pillar un cabreo bestial.

Si hubiera tenido tiempo y calma para reflexionar qué se siente cuando te fulmina un rayo, tanto da si verde esmeralda o del color habitual, seguramente habría pensado que era como recibir una enorme descarga eléctrica. Una descarga que te acaba reduciendo a un puñado de cenizas que el viento dispersa, contribuyendo con ello al calentamiento global por emisiones de CO2.

En realidad, no fue como una descarga eléctrica, sino más bien como si me descompusieran en mil pedazos. No, no «como si». ¡Exactamente así!

No sé si grité durante la descomposición. Mi boca, igual que las demás partes de mi cuerpo, fue también una simple pieza por un breve instante. Tal vez dije: «Tendría que haberle dado un euro a la anciana».

Y luego me recompusieron. Con pedazos nuevos. Entre los cuales, como constaté más tarde, también se contaban dos colmillos afilados.

Cuando volví a abrir los ojos, estaba tendida en el suelo y lo veía todo borroso. Como a través de un vidrio translúcido. Lo único que me pareció observar fue que el cristal izquierdo de mis gafas se había roto. Me quité las lentes y de repente pude ver con claridad. ¿Cómo era posible? No es que yo fuera ciega sin las gafas, pero sí un poco corta de vista. Sin embargo, vi claramente, casi en alta definición, que la chiflada se carcajeaba con su dentadura podrida. Estuve a punto de volver a ponerme las gafas.

Quise ir hacia la vieja, gritarle que qué nos había hecho, pero entonces oí chillar a Ada con terror:

—¡No puedo quitarme las vendas!

Mi corazón de madre no pudo soportar el pánico que impregnaba su voz. Dejé que la bruja chiflada que no paraba de reír continuara siendo una bruja chiflada que no paraba de reír, y corrí hacia mi hija. Estaba sentada en el bordillo y tiraba de sus vendas, que no tenían el mismo aspecto de antes. Si antes parecían gasas de farmacia, ahora se veían viejas, grises y sucias. Como si hubieran estado bajo tierra.

Me senté a su lado en la acera y dije:

—No pasa nada, mamá te ayudará, Snufi.

Antes, cuando mi hija era pequeña, siempre la llamaba Snufi, mi peluchito. Pero cuando llegó a la pubertad, al oír la palabra «Snufi» me miraba tan enfadada que parecía dispuesta a disparar un cohete tierra-aire. Sin embargo, ahora estaba tan espantada que la palabra incluso le infundió cierta confianza infantil.

Intenté quitarle las vendas del disfraz. En vano. Era como si tirara de su piel.

—Tú tampoco puedes, tú tampoco puedes… —constató Ada, alucinada.

Yo habría alucinado con ella. Pero no podía permitírmelo. Así pues, decidí tranquilizarla con una mentira. La estreché entre mis brazos y dije:

—Sólo es un mal sueño, Snufi.

Cuando era pequeña, siempre le decía cosas así cuando se despertaba de noche porque había tenido una pesadilla. Luego la dejábamos gatear en nuestra cama de matrimonio, donde a veces se quejaba de las ventosidades que soltaba Frank por el estrés, y decía cosas como: «Oh, papá, ahora sí que me gustaría tener la nariz tapada».

—¿Esto es un sueño…? —preguntó incrédula Ada en mis brazos.

—Sí, no es más que una quimera de tu imaginación.

—Suena bien… Sea lo que sea una quimera.

—Es una cosa… —comencé a explicarle.

—… que me importa un pito —completó mi frase, y se apretó a mí.

Hacía años que no se había acurrucado así conmigo. La miré a los ojos, que se dibujaban en su rostro a través de todas aquellas vendas siniestras y ceñidísimas. Los ojos parecían espantosamente viejos. Las pupilas eran negras. Intenté disimular el terrible pánico que me entró.

—¿También es una quimera que la vieja se ría? —preguntó Ada.

—Sí… —contesté con voz queda.

—¿Y que los vecinos corran las cortinas de miedo?

Levanté la vista hacia los edificios. Las personas que se asomaban a las ventanas tenían miedo, eso estaba claro. Por los rayos. Por la vieja. ¿Por nosotros?

—Eso también es una quimera —corroboré.

—Me gustan las quimeras —explicó Ada—. Aunque la palabra suene un poco rancia.

Pasé por alto el comentario.

—No tendría que haber fumado hierba anoche —murmuró en mis brazos.

—¿Fumaste hierba? —pregunté enfadada. Pero decidí que en aquel momento tenía otros problemas.

—Seguro que estaba adulterada —supuso Ada—. Con plástico líquido…

¿Adulteraban la marihuana con esas cosas? Por lo visto, el mundo de los adolescentes actuales era mucho más peligroso de lo que yo temía. Aunque probablemente no tan peligroso como lo que estábamos viviendo en aquellos momentos.

—Entonces, ¿me lo estoy imaginando todo? —preguntó Ada, que necesitaba una confirmación cada cinco segundos.

—Sí.

—¿También que Max ha levantado una pierna y se está meando en la farola?

—¿QUE HACE QUÉ?

Miré hacia Max. Parecía un lobo de verdad. Y levantaba la pierna junto a la farola.

¡¿¡Levantaba la pierna!?!

—Si tú también puedes verlo… —Ada había atado cabos y se puso a temblar de nuevo—. No es un sueño.

—Yo no lo veo —continué mintiendo.

—Entonces, ¿papá tampoco mide unos dos metros treinta y acaba de arrancar la puerta del coche?

Miré hacia Frank. Era un gigante. Un gigante con una cabeza cuadrada. Él se parecía más al maldito monstruo de Frankenstein que a Boris Karloff. Sujetaba la puerta arrancada con una mano y me miraba con unos ojos grandes que reflejaban poca inteligencia.

—¿Tampoco lo ves? —preguntó Ada.

—No… ¡Y deja de hacerme preguntas de una vez!

No podía concentrarme en impedir que ella perdiera los estribos porque estaba demasiado ocupada en no perder yo los míos.

—Todo irá bien —susurré.

Me deshice del abrazo y me fui hacia la bruja, que ya no se tronchaba de risa.

—¿Qué nos has hecho? —inquirí.

—Lo que vosotros merece.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

—Sólo puede vivir filiz quien valora filicidad en la vida.

—Si quisiera hablar con una galleta de la suerte, me compraría una —le aclaré furiosa.

—Yo transformado todos.

—¿Transformado?

—Yo enseño tú —se ofreció.

Se abrió el abrigo, guardó el amuleto en el bolsillo interior derecho y sacó del izquierdo un sencillo espejito hexagonal de madera.

—Único espejo de mundo —explicó— donde tú puede verte.

Miré en el hexágono y vi que tenía la cara palidísima. Casi como de pergamino fino. Y terso. Ya no tenía pecas. Ni espinillas. Incluso me había desaparecido la verruga de la barbilla. En cambio, tenía los ojos rojos. Inyectados en sangre. Con todo, irradiaba una vitalidad increíble. Tenía un aspecto fantástico. Deslumbrante. Muy, muy estupendo.

Si ese aspecto increíble se debía al espejo, me habría encantado tener uno igual en el cuarto de baño.

Pero no se debía al espejo, claro.

Lo comprendí al ver un último y pequeño detalle aterrador en mi imagen reflejada: tenía dos colmillos afilados de un blanco radiante.

—¿Soy… soy un vampiro? —le pregunté estupefacta a la bruja.

—Con dura mollera.

Y se fue.