Cansado.
Estaba muy cansado.
Terriblemente cansado.
Los niños no estaban cansados. No soportaban ver a su madre llorando y por eso miraban al suelo. Pero yo estaba demasiado agotado. Así pues, sólo pregunté perplejo:
—¿Hugh Grant? ¿Por qué Hugh Grant?
¿Qué pensaba hacer Emma con él en la isla Mauricio? Bueno, no costaba imaginar qué quería de él. Pero ¿por qué lo mencionaba ahora? No entendía nada.
Desde hacía un tiempo, tenía la sensación de que mi cerebro estaba en las nubes. «Desde hacía un tiempo» significaba en este caso «desde hacía años». En mi trabajo en el banco me sentía como un corredor de maratones. Alguien a quien, al acabar la carrera, le dicen: «Por cierto, esto era un triatlón». Y a quien, al finalizar el triatlón, le anuncian: «Por cierto, te has dejado una cosa en la salida de la última carrera. ¿Podrías ir a buscarla, por favor?».
En nuestro departamento estábamos todos destrozados. Un compañero que tenía cierto talento para la música había compuesto una canción titulada No puedo más. Cuando se dio cuenta del eco que la canción tenía entre los demás compuso la continuación, Tampoco quiero más. Canciones que daban la talla para convertirse en coplas de nuestro mundo moderno. Y siguieron otras:
Necesito cinco cafés.
Tinnitus.
Buscando la libertad.
Creo que me volveré loco.
Ya oigo voces.
Me compraré un Uzi (una canción muy animada en la que todos cantábamos el estribillo marcando el ritmo: «¡Uzi! ¡Uzi! ¡Uzi!»).
El último tema que había compuesto era un reggae: Dispara contra la junta, pero no mates al jefe de la cantina.
Y eso que todos los colegas estábamos de acuerdo en que el jefe de la cantina se había ganado a pulso que le pegaran un tiro.
Si no hubiera estado tan cansado, tan hecho polvo, seguramente no me habría comportado toda la noche como un idiota y no habría cometido tantos errores: habría apoyado más a Emma en su propuesta de ir a la presentación del libro, habría aceptado de inmediato su oferta de sexo para esa noche y, sobre todo, no le habría mirado el trasero a Stephenie Meyer (o al menos no habría permitido que Emma me pillara). Además, si hubiera estado más despierto, seguramente habría podido encontrar palabras de consuelo. Sin embargo, no se me ocurría nada que no fuera «Todo se arreglará». Pero me lo guardé para mí porque no estaba seguro de que Emma quisiera oír algo tan ridículo. Por otro lado, no tenía ni idea de qué tendría que contestar si me preguntaba: «¿Y cómo se arreglará?».
Emma era desgraciada y todos teníamos nuestra parte de responsabilidad. Nos lo había dejado bien claro con su monólogo del asco. Sin embargo, un poco enfadado, pensé que ella también tenía parte de culpa en su desgracia: siempre quería algo más que nuestra pequeña vida. Siempre quería más que yo. Ella quería ver mundo, conquistarlo y etcétera, etcétera, etcétera. Pero siempre que le comentaba, aunque fuera de pasada, que ella también contribuía a su desgracia se ponía hecha una fiera y yo iba a parar rápidamente al país de los lamentos. Por eso mantenía la boca cerrada desde hacía años en lo relativo a ese tema. Igual que tampoco me entrometía cuando me daba la sensación de que Emma se excedía controlándoles la vida a los niños. Y si ahora, en medio del llanto, le daba mi sincera opinión de que siempre se enfadaba demasiado con ellos, fijo que me arrancaría la cabeza de monstruo que llevaba.
Emma no paraba de llorar. Ni siquiera lo intentaba. El llanto la sacudía y no pude soportarlo más. Sus penas siempre me habían afectado más que las mías. Yo seguía queriendo a aquella mujer; al menos cuando no estaba tan cansado, cosa que, como ya he dicho, hacía años que no ocurría.
Dios mío, ¡deseé tanto no estar cansado!
Sin embargo, si lo meditaba a fondo, no sabía realmente si aún la quería, puesto que siempre estaba agotado. ¿Cabía la posibilidad de que, si algún día volvía a estar despierto, ya no quisiera que fuera mi esposa?
Si aún la amara, ¿habría pasado lo que pasó cuando fui de vacaciones a Egipto?
Esa idea me dejó aún más extenuado.
La deseché y decidí intentarlo con un simple «Todo se arreglará», y si Emma me preguntaba «¿Cómo?», le diría simplemente «Se arreglará» y barrería cualquier otro intento por su parte de entrar en detalles con un «Chist…, no hables». Pero, justo cuando iba a poner en práctica mi plan y me disponía a acercarme a mi mujer para abrazarla, vi que la mendiga también se ponía en movimiento y se dirigía a Emma.