EMMA

Salté fuera del coche con la capa ondeando y vi que había frenado a pocos metros de una vieja mendiga. La anciana pedía limosna junto a la calzada, llevaba un pañuelo atado a la cabeza, tenía el rostro macilento y, a juzgar por sus ojeras, era muy, pero que muy vieja. No se había espantado cuando me subí a la acera a toda velocidad. Al contrario. Me miraba sonriendo, como si le hubieran pasado cosas muchísimo peores a lo largo de su vida. Luego levantó una lata y chapurreó:

—¿Tú tiene euro?

Estaba demasiado furiosa para ocuparme de ella y, en vez de prestarle atención, ordené a mi familia de monstruos que salieran del coche. Me planté delante de Frankenstein, la momia y el hombre lobo y perdí los estribos como nunca antes los había perdido nadie disfrazado de Drácula, ni siquiera el propio Drácula:

—Ada, ¿cómo se te ocurre sonreír? Me pones en ridículo, suspendes, fumas porros…

—Yo no fumo… —protestó débilmente Ada.

—¿Me tomas por tonta? —la interrumpí—. ¡Y pobre de ti como me contestes!

Bajó la vista, consciente de su culpabilidad. Max esbozó una gran sonrisa, con lo cual fue el siguiente a quien canté las cuarenta.

—Y tú… ¡tú sólo abres la boca para hacer enfadar a tu hermana!

Él también bajó la vista, consciente de su culpabilidad. Frank, en cambio, se puso delante de los dos e intentó mediar:

—No vamos a levantarles la voz a los niños…

—De momento, ¡sí!

—No tiene sentido… —replicó tímidamente.

—Vaya, ¿ahora te ha dado por ocuparte de su educación? —lo abronqué, y los críos se alegraron claramente de salir de la línea de tiro—. En todo el día, no estás más de veinte minutos despierto en casa, y sólo físicamente.

—¿Ahora la vas a tomar conmigo? —preguntó obtuso.

—¿Acaso crees que no he visto cómo le mirabas todo el rato el culo gordo a Stephenie Meyer?

—Culo gordo… —dijo Max con una risita.

—¡A callar! —lo reprendí, y noté que las lágrimas me asaltaban. Si gritaba tanto a mi familia era únicamente porque estaba muy triste y, si no lo hacía, me echaría a llorar. Y si empezaba, no podría parar.

—¿Crees que no me duele que no me encuentres tan atractiva como antes? —le pregunté a Frank.

No supo qué contestar, sólo me miró indefenso. Habría sido un momento ideal para decir: «Pero, cariño, si yo te encuentro tan atractiva como el primer día».

Sin embargo, se quedó allí quieto y callado.

Y yo empecé a vapulearlo:

—¡Tampoco es que tú seas un Adonis!

—¿Qué…? —preguntó sorprendido.

—Se te ha quedado la cara chupada. ¡Y el pelo sólo te crece donde no debería!

—Yo pensaba que los de la espalda te gustaban —balbuceó desconcertadísimo—. Pero si siempre me llamas «osito»…

—¡A ninguna mujer del mundo le gustan los osos!

—Sabéis qué —dejó caer Ada—, a los hijos no les interesa saber que sus padres están tan poco enamorados.

Con ese comentario perdí definitivamente los nervios.

—Es un asco que mi hija sólo me critique. También es un asco que mi hijo viva como un monje. Y es más que un asco que mi marido y yo no tengamos una verdadera vida matrimonial. Pero ¿sabéis cuál es la madre de todos los ascos? La madre de todos los ascos es que ya no somos una verdadera familia… Y sí, ya sé que «ascos» se usa poco en plural, ¡pero le va que ni pintado a nuestro asco de familia!

Todos me miraban con estupor mientras las primeras lágrimas brotaban en mis ojos. Con la voz quebrada, les dije en tono suplicante a los tres:

—Yo… no puedo seguir así.

En lo más hondo de mi ser pensé que ése era el momento ideal para que Frank dijera: «Todo se arreglará».

Pero en sus ojos no se veía nada de «todo se arreglará». Únicamente me miraban vacíos y cansados. Observé a Max y noté que sólo quería sumergirse en una de sus novelas de zombis, y Ada seguía hirviendo por dentro. Entonces lo tuve claro: no se arreglaría nada. Nada de nada.

—Y pensar que podría haber estado con Hugh Grant en la isla Mauricio… —balbuceé con los nervios de punta.

Entonces me eché a llorar definitivamente.