Mamá estaba tan cabreada con nosotros que circuló por Berlín conduciendo a todo trapo con un estilo que recordaba el Grand Theft Auto. Pero nadie se quejó. Nadie se atrevió a decir nada. Incluso papá mantuvo la boca cerrada aunque su cráneo de Frankenstein no paraba de chocar contra el techo de la carrocería. Sólo respirábamos lo necesario para no ahogarnos. Era un silencio similar al del Salvaje Oeste antes de un tiroteo. Una cosa estaba clara: si alguno de nosotros decía algo, lloverían balas dentro del coche.
Mientras continuaba evitando respirar innecesariamente, eché un vistazo al móvil. Tenía un sms de Jannis: «Me gustas». Lo había leído unas 287 veces. Y pensaba febrilmente qué le contestaba. «Tú a mí también» habría bastado. Pero mi corazón daba tales saltos de alegría que le habría escrito de inmediato: «Te quiero». Aunque, si hubiera contestado algo tan ofensivo, estaría igual de loca que la mujer que había obligado a su familia a hacer el ridículo con unos disfraces de monstruo.
Sin embargo, soñé un poco con qué pasaría si le mandaba a Jannis un sms diciéndole «Te quiero» y él me contestaba lo mismo y, de esa manera, aquel día se convertía en el mejor de mi vida a pesar de haber suspendido y de la terrorífica noche haciendo de momia. Mis dedos teclearon medio en broma las palabras que, naturalmente, nunca enviaría. En ese momento, mamá volvió a prestar interés nulo a un semáforo en rojo y cogió una curva a tanta velocidad que casi salimos volando por las ventanillas. Vi a cámara lenta cómo mi pulgar se deslizaba sobre «Enviar». Mi «te quiero» se había enviado.
No creo en Dios, pero en ese instante recé en silencio: «Por favor, por favor, Dios, haz que la red de telefonía tenga una avería total».
Dios no me hizo ese insignificante favor: la señal de cobertura de mi móvil seguía como antes.
Unas décimas de segundo después llegó la respuesta de Jannis: «¿Qué?».
No muy ingenioso, típico de chicos. Y tampoco era la respuesta que esperaba recibir mientras soñaba despierta como una tonta, por eso le contesté enseguida: «Me he equivocado al teclear».
Confié en que se lo tragaría y con eso se acabarían los mensajes. En vano.
«¿Qué querías escribir?», preguntó por sms.
«Te cierro», contesté espantada.
«¿¿¿Me cierras???», fue la respuesta, y se notaba que habría puesto cien interrogantes más.
«Te hierro», contesté aún más espantada.
«¿Te hierro?».
«Sí».
«???».
«Té y hierro, son muy buenos para la salud», escribí.
«?????».
A esas alturas, seguro que me tenía por una pirada.
Pensé en contestarle mandándole un muñequito Android meando. Pero Jannis me sacó del apuro. No preguntó nada más y me mandó la frase más hermosa que jamás me había dicho, escrito o chateado un chico: «Yo también te cierro, Ada».
Me inundó una oleada de felicidad. Era muy, muy feliz, y habría podido abrazar a todo el mundo. Quizás incluso a mamá.
Mi madre vio por el retrovisor que yo sonreía dentro de mi disfraz de momia. Al verme tan feliz, frenó en seco enfadadísima… y se salió del camino.
Y entonces comenzaron a llover las balas.