EMMA

—Hay un refrán indio que dice que, cuanto más quieres a alguien, más ganas te dan de matarlo —dijo mi empleada.

Y yo pensé: «Pues sí que quiero a mi familia».

El móvil sonó por enésima vez mientras estaba trabajando en mi pequeña librería. Primero había llamado Ada, mi hija adolescente, para prepararme anímicamente porque había suspendido (por desgracia, tenía el mismo talento para las mates que un perro labrador).

Después me llamó su hermano pequeño, Max, para decirme que no podía entrar en casa porque se había vuelto a olvidar las llaves (¿existirá algo parecido al Alzheimer infantil?).

Y, según la pantalla del móvil, esta vez era Frank, mi marido. Probablemente para comunicarme que, como cada día, llegaría tarde a casa de la oficina. (Lo cual no sólo significaba que tendría que discutir yo con Ada por su gandulitis escolar olímpica, sino también que tendría que luchar sin ningún tipo de ayuda contra el caos que reinaba en casa. Algunos días parecía que los hunos la hubieran arrasado. Acompañados por elefantes. Y ogros. Y Britney Spears).

Decidí no coger el móvil y ahorrarme una conversación que sólo habría conseguido enfadarme y que, al acabar, habría hecho que me enfadara aún más por haberme enfadado tanto.

En vez de contestar, miré apáticamente por la ventana de mi librería, que se llamaba Lemmi und die Schmöker, como el programa de televisión sobre libros infantiles de los setenta. Y pensé con tristeza que hubo un tiempo en que yo quería a mi familia incondicionalmente. Eso fue antes de que nos visitaran los monstruos habituales: estrés profesional, crisis de los cuarenta y pubertad.

Sí, los Von Kieren habíamos sido una familia feliz. Pero habíamos perdido algo en los últimos años. Lamentablemente, no tenía ni idea de qué era y, por lo tanto, aún tenía menos idea de cómo podría volver a encontrar ese algo. Aunque lo deseaba con toda mi alma.

Mientras añoraba los viejos tiempos, por delante del escaparate de mi librería pasó un chico con un trasero formidable. Me puse bien las gafas y lo observé con más detalle.

—Un buen culo, ¿eh? —comentó Cheyenne, mi vieja empleada, que en realidad se llamaba Renate, pero que no respondía a ese nombre y que, con sus flores en el pelo y sus vestidos holgados, seguramente era la hippie más vieja de todo el universo conocido.

—Ejem, yo no he visto ningún culo —mentí de manera no muy convincente. Cheyenne sonrió con picardía. Y yo me apresuré a añadir—: Además, le faltaba chicha.

—O sea que lo has visto, Emma —dijo sonriendo burlona. Y mientras yo ponía cara de «me han pillado», ella señaló—: Ese chico podría ser tu hijo.

Dios mío, Cheyenne tenía razón. Yo estaba a finales de los treinta y él, como mucho, a principios de los veinte. Y me quedaba encandilada mirando a un chico tan joven. Qué vergüenza.

—¿Cuándo hiciste el amor por última vez, Emma? —preguntó Cheyenne, y bebió un sorbito de su té-yogui, que olía como si un yogui viejo hubiera tomado un baño de pies dentro.

—Ejem… —Dudé en la respuesta porque me costaba recordarlo.

—Lo imaginaba —dijo sonriendo con guasa.

De hecho, con todo el estrés que Frank y yo teníamos en el trabajo y con los niños, practicar el sexo regularmente era ciencia ficción para nosotros.

—Yo lo hice ayer —me informó contenta.

Antes de que pudiera pedirle a Cheyenne que no entrara en detalles, continuó hablando:

—Ya te digo, Werner es un poco canijo, pero tiene una cosita enorme…

—Un momento —la interrumpí algo confusa—, ¿llamas «cosita» a…?

—Cosita o pilila.

—Prefiero «cosita» —decidí.

—Eso mismo dice Werner.

Bebió otro sorbo de té y prosiguió gozosa:

—Werner es casi tan buen amante como Carlos en otra época, durante el otoño caliente de Italia.

A Cheyenne le encantaba hablarme de sus ex amantes, de los hombres que se había cepillado a lo largo de décadas, de Yusuf, de Mumbato o de Mao… Y a mí me gustaba escuchar sus historias de países lejanos. Países que probablemente yo nunca vería, aunque de joven siempre había soñado con viajar por todo el mundo.

—Tengo que ir a casa para que mi hijo pueda entrar… —expliqué suspirando, y cogí de la percha mi chaqueta de cuero gastada.

—Ve tranquila, Emma, casi no tenemos clientes —dijo sonriendo la vieja novia hippie.

—¡Tenemos muchos clientes! —protesté.

Pero no era cierto. Esa tarde también habían entrado muy pocos: la médico que una vez a la semana me pedía consejo durante horas para luego encargar los libros en Amazon. Una familia que había comprado a sus hijos un volumen de La casa mágica del árbol, pero que me habían destrozado doce libros caros de tapa dura al hojearlos con sus manos pringadas de helado. Y Werner, el amante de Cheyenne, que, sólo por ver a su amor, había comprado el cuento Conny duerme en el jardín de infancia.

—Tendríamos que vender literatura erótica —propuso Cheyenne.

—¡Es una librería infantil!

—Pero hay títulos muy interesantes de literatura erótica —insistió—. Por ejemplo, La esclava de los cosacos

Torcí el gesto.

—O Intercambio de camas en Dinamarca

Torcí más el gesto.

—O Tres nueces para Cenicienta.

—Eso es un cuento infantil —repliqué.

—No en esa versión —dijo Cheyenne sonriendo con picardía.

—¡No quiero vender ese tipo de libros! —protesté, y añadí a toda prisa—: Y tampoco quiero saber de qué van las tres nueces.

—¡Pero la tienda se irá a pique! —insistió Cheyenne—. El sofá de lectura está hecho una pena, el rincón de los juegos es casi tan viejo como yo y el otro día, al sacar el polvo de las estanterías del almacén, vi una cucaracha.

Cheyenne pronunciaba en voz alta verdades detestables sobre mi librería. Verdades que yo no quería oír porque eran culpa mía. Si tuviera más energía y más tiempo para la tienda, todo tendría mejor aspecto y también habría más ventas. Pero ¿a quién le queda energía y tiempo cuando se tiene una familia que te deja sin fuerzas?

Cheyenne pronunció otra verdad, mucho más amarga:

—Sólo hay una posibilidad para aumentar los beneficios: tienes que despedirme.

—Eso, ni soñarlo —repliqué.

—Pero si no me necesitas —dijo Cheyenne suspirando con tristeza, y de repente pareció realmente vieja—, tú sola te bastas para vender cuatro libros.

«Eso es cierto», pensé.

—Y siempre me equivoco en las cuentas —se lamentó en voz baja.

—Eso es cierto —dije entonces en voz alta.

—Y la semana pasada atasqué el váter.

—¿Fuiste tú? —grité indignada, porque el váter atascado me había acarreado una factura de fontanería muy elevada—. ¿Cómo lo hiciste?

—Se me cayó dentro el parche para las hemorroides —confesó tímidamente.

Cheyenne tenía razón en todo: despedirla le iría bien a mi cuenta corriente y seguramente también a mi librería. Pero, sin el sueldo, la pobre tendría que dormir en su vieja furgoneta Volkswagen, ya que apenas cobraba pensión porque, en vez de trabajar, se había pasado la vida recorriendo mundo. Ella, como yo siempre pensaba con nostalgia, había visto muchas más cosas y había vivido más de lo que yo jamás haría en mi aburrida y pequeña vida.

—No te despediré nunca —declaré con determinación.

Cheyenne me sonrió profundamente agradecida y dijo:

—Eres una buena persona.

Le devolví la sonrisa. Pero estaba claro que tenía que ocurrírseme algo si quería que la librería sobreviviera. Porque, sin ese negocio, sólo sería ama de casa y madre. Y eso me parecía muy poco. Sobre todo en el estado en que se encontraba ahora mi familia.

Mandé al universo el deseo de que existiera una salvación para mi tienda, sólo para constatar de inmediato que el universo tenía un curioso sentido del humor.

Cuando me disponía a salir por la puerta, entró Lena en la librería. ¡Precisamente Lena! No la había visto desde hacía quince años, y estaba casi igual que entonces: delgada y despampanante. Sólo que ahora también llevaba ropa cara y elegante, que yo nunca había visto fuera de las revistas de famosos.

En tiempos remotos, Lena y yo habíamos trabajado juntas de editoras júnior supermotivadas en la filial alemana de la editorial Penguin. Lena era ambiciosa y tendía a dar codazos. Aun así, yo siempre le sacaba algo de ventaja. Al final, incluso me ofrecieron un puesto en Londres. Se trataba de un empleo de ensueño, con el que habría podido conquistar el mundo como había soñado desde que era niña. Cuando Lena se enteró de la oferta, se puso verde de envidia.

Sin embargo, había conocido a Frank unas pocas semanas antes en un club de recreo a orillas del Spree. Yo jugaba a voleibol con unos amigos, él llegó, explicó que era nuevo en la ciudad, que había venido a estudiar Derecho, y preguntó si podía jugar con nosotros. Lo miré a los ojos, de un azul profundo, y mi cerebro dijo adiós, adiós. Entregó a mis hormonas las llaves de mi cuerpo y se fue de vacaciones a tomarse unas caipiriñas en alguna playa del Caribe y a disfrutar bailando limbo.

Paralelamente, el cerebro de Frank también se despidió. Y cuando dos cerebros se despiden de ese modo, al cabo de nada se llega a situaciones en las que uno se echa encima del otro en un arrebato de amor y, arrastrado por la pasión, no le da mucha importancia a que el condón se salga. Con la consecuencia de que al cabo de unas semanas te sorprenden unas náuseas matutinas.

Cuando tuvimos en las manos el test de embarazo positivo, nos alegramos un montón. Y eso que yo tenía claro que, con una criatura, no podría aceptar el trabajo de ensueño en Londres. Pero amaba a Frank como nunca había amado a nadie. Y desprenderme del niño…, sólo con pensarlo aún me venían más náuseas matutinas.

La primera vez que vi en la ecografía una cosita pequeña flotando, que crecía dentro de mí, me emocioné. Animadísima, señalé la pantalla y murmuré: «Qué preciosidad». Y no me importó que el médico dijera: «Eso es la vejiga».

Me decidí en contra de Londres, a favor de la criatura y de Frank. Lena no lo comprendió y me dijo que ella habría optado por el aborto. Pero se alegró, porque así podía hacerse con mi puesto en Londres, cosa que comentó con la frase: «El fallo de tu condón me ha traído suerte».

Después, de vez en cuando, me llegaron voces de que Lena había hecho carrera en Londres. Pero no quise conocer más detalles sobre la vida que yo no había vivido. Al principio, porque era muy feliz con mi vida familiar y, en los últimos años, porque a veces me sorprendía a mí misma con pensamientos del tipo «qué habría pasado si», y no quería darles cancha. Y ahora esa vida estaba delante de mí. En mi pequeña librería.

—¿Lena…? —pregunté con incredulidad.

—La misma que viste y calza —dijo radiante.

¿Qué hacía allí? ¿Después de tantos años?

—Tú… —balbuceé—, es increíble, estás como siempre.

—¡Tú también, Emma von Kieren! —replicó, y las dos supimos que era mentira.

Yo tenía tantas canas que, en el cuarto de baño, me había quedado más de una vez dudando delante del tinte rojo de mi hija. Además, y eso era realmente mucho peor, me había quedado una buena barriga por los embarazos (Cheyenne incluso me regaló una vez una camiseta con el texto YO HE VENCIDO A LA ANOREXIA).

—¡Y vuelves a estar embarazada! —exclamó Lena contenta señalando mi barriga.

Me puse como un tomate.

Y Cheyenne se partía de risa discretamente.

Lena vio mi cara de circunstancias y comprendió:

—Ay, lo siento…

—¿Qué… qué te trae por aquí? —pregunté para desviar la conversación del tema de mi barriga.

—Estoy en Berlín por trabajo. Y cuando la gente de nuestro antiguo departamento me dijo que tenías una pequeña librería pensé en pasar a verte —dijo radiante.

—Y… ¿qué tal en Londres? —pregunté, y me arrepentí de la pregunta casi en el mismo instante en que pronuncié las palabras.

—Muy bien. Ahora dirijo el departamento de bestsellers internacionales y me ocupo de Dan Brown, John Grisham, Cornelia Funke… —explicó en un tono lo más modesto posible, pero que no ocultaba suficientemente sus ganas de presumir.

Entonces tuve claro a qué había venido: quería restregarme por las narices su fantástica vida. Mezquina. Realmente mezquina. Pero coronada por el éxito. Tuve que esforzarme de verdad por no ponerme verde de envidia.

—Se ve mucho mundo —explicó Lena sonriendo desenfadada—. La semana pasada estuve en un festival de literatura en la isla Mauricio.

Entonces sí me puse verde y pensé: «Como siga, ¡gritaré!».

—Acompañando a Hugh Grant.

—¡¡¡AHHHHH!!! —grité.

—¿Te pasa algo? —preguntó Lena preocupada.

—Ejem, no, no… —me apresuré a mentir—, me… me ha picado una cucaracha.

—¿Tienes cucarachas en la tienda? —preguntó con asco.

—Sólo una… —respondí, y deseé que me tragara la tierra.

Sin embargo, al cabo de unos segundos logré controlarme y entonces intenté convencerme de que no tenía por qué envidiar a Lena. Las mujeres con carreras exitosas no solían tener relaciones estables ni hijos y, como es de sobra conocido por las películas y las revistas femeninas, detrás de su radiante fachada se sentían infelices y vacías. Así pues, pregunté:

—¿Tienes familia?

—No —contestó.

Y yo me regocijé pensando: «Infeliz, ¡lo sabía!».

—Hasta ahora, he vivido la vida —explicó Lena—. Y he tenido muchos amantes. Tú ya sabes cómo es eso.

—No, no lo sabe —dijo Cheyenne sonriendo burlona, y yo estuve a punto de tirarle un libro a la cabeza. O veinte.

—Ah, claro —rectificó Lena—, tú tienes la gran suerte de tener al mismo hombre en la cama desde hace quince años.

Gran suerte. Suspiré para mis adentros y pensé que Frank tenía gases nocturnos desde hacía un tiempo a causa del estrés.

—Pero ahora estoy con Liam —dijo Lena radiante y, desgraciadamente, no parecía sentirse ni infeliz ni vacía—. Se dedica a la banca de inversiones y vivimos en una casita de campo monísima cerca de Londres.

Dejó tiempo para que en mi mente se formara la imagen de esa vida idílica en el campo antes de hacer la pregunta que yo más temía.

—¿Y a ti cómo te va, Emma?

No estaba dispuesta a mostrar mis puntos débiles y quería demostrarle a Lena que yo también lo había hecho todo correctamente en la vida. Por eso contesté:

—¡Tengo dos hijos maravillosos!

A Cheyenne se le escapó la risa.

—¿Qué? —le pregunté a mi vieja empleada—. ¿No hay libros para ordenar?

—No, no hay —dijo sonriendo.

La señora hippie no quería perderse el espectáculo. Me volví hacia Lena y, fingiendo una sonrisa, añadí:

—Y a Frank y a mí nos va muy bien en nuestro matrimonio desde hace quince años.

A Cheyenne volvió a escapársele la risa, y yo estuve a punto de preguntarle: ¿Qué, no hay ninguna pared contra la que tengas que estamparte?

—¿Y cómo va la librería? —se interesó Lena.

—Bastante bien —contesté.

Cheyenne se tronchaba de risa. Le lancé una mirada asesina. Comprendió y dijo:

—Tengo que ir al lavabo.

Y desapareció.

Lena miró desconcertada a la anciana y murmuró:

—Yo despediría de inmediato a una empleada tan estrambótica.

—Yo nunca lo haría —afirmé con determinación.

Lena se quedó perpleja. Por eso cambió rápidamente de tema.

—Espero tener algún día una familia tan feliz como la tuya.

Se oyeron carcajadas en el lavabo.

—¿Qué le pasa a esa mujer todo el rato? —inquirió Lena.

—Ah, las pastillas contra la incontinencia, que tienen efectos secundarios —dije.

—¡Lo he oído! —protestó Cheyenne al otro lado de la puerta del lavabo.

—Tengo una idea para tu librería —comentó Lena sin más rodeos. Se había dado perfecta cuenta de que el negocio no iba bien y saltaba a la vista que disfrutaba dándoselas de mecenas—. Stephenie Meyer estará esta noche en el Ritz-Carlton para presentar su nuevo libro, Amanecer. ¿Y a que no adivinas quién la representa?

No hacía falta adivinarlo.

—Si asistes, te la puedo presentar, y a lo mejor conseguimos que haga una lectura en tu librería…

No supe qué decir. ¡Un acto de ese estilo daría a conocer mi librería en toda la ciudad! En ese momento, estuve a punto de darle un abrazo de agradecimiento a Lena, aunque tenía claro que sólo me invitaba para que pudiera ver de cerca la carrera de ensueño que había hecho.

—La presentación del libro será un gran acontecimiento —explicó entusiasmada Lena—. Comida riquísima. Disfraces de monstruo. Sabes qué, ¡lleva también a tu familia! Así la conoceré.

—¡Lo haré! —contesté riendo.

Por un lado, me hacía ilusión por la gran oportunidad que suponía. Por otro, pensé que si Lena veía a mi familia, a lo mejor le daría envidia. Al fin y al cabo, una familia era lo único que yo tenía y ella no. Y si a Lena le daba envidia…, bueno, ella ya no me daría tanta envidia a mí.

Lena se despidió dándome dos besos que apenas me rozaron las mejillas y salió de la tienda. Cuando ya estaba fuera, oí la cadena del váter. Cheyenne volvió del lavabo y afirmó:

—Olvídalo, esa tía es más feliz que tú.

Pero yo contesté con determinación:

—¡Eso ya lo veremos!