Al tercer día de guerra el maestro se presentó en el caserío como si el mundo siguiera igual. Toda la familia salió al portalón en una actitud atónita. Asier le dio la novedad para desviarle la idea de la clase.
—Marcos se ha ido a la guerra.
El maestro asintió con la cabeza sin mirar a nadie y preguntó al abuelo por las boronas. En ese momento se puso en marcha para Asier el recuerdo de aquellos maíces del 36, que persistiría hasta su muerte. «Ya van», dijo el abuelo buscándole noticias en los ojos. El maestro era un hombre afilado y de movimientos tan pacíficos que nunca se sabía cuándo empezaban. Llevaba dos años acudiendo al caserío a las siete de la tarde a dar al pequeño de los Altube la clase que no podía darle en la escuela por el descalabro de sus pies.
—Se ha llevado la escopeta —puntualizó Asier.
El maestro volvió a asentir en silencio. Se vanagloriaba de no haber matado pájaros ni siquiera en la edad de los tiragomas. Los tres días de guerra habían puesto en su estómago una cantera de piedras. La abuela le comentó que los chicos ya tardaban demasiado en volver de los montes. A Asier su madre nunca le pareció más viuda que al formular su pregunta.
—Qué ha oído, don Manuel.
El maestro fue consciente del esfuerzo por levantar las palabras hasta su boca.
—La guerra crece como las boronas —dijo sombríamente.
—Así que ya han empezado los tiros —murmuró la madre llevándose las manos a la cara—. Seguro que el tonto de mi hijo todavía no se ha enterado. Creía que iba a matar pajaritos.
—Las cosas malas se aprenden enseguida —dijo el abuelo—. Ya tiene para contar a sus nietos.
La abuela experimentó la penosa sensación de que el mundo se movía más aprisa que ella.
—Estas cosas deberían avisarse —se lamentó—. Sólo le puse un bocadillo.
—Volverá cuando se le acaben los cartuchos, a por más —dijo Asier exaltado.
Sintió en el hombro la mano del maestro empujándole hacia la salita, y oyó su voz quieta:
—Cuando se le acaben le darán otros.
Fue así como Asier descubrió que las guerras no se hacían con independencia sino en rebaño. La revelación le enfrió el entusiasmo por la aventura del hermano. Por unos momentos lo identificó con una carita perdida en una película de Cecil B. de Mille.
Al sentarse dejó las muletas a un lado bajo la opresión de que nada era perfecto. El maestro ocupó el lado contrario de la mesa y abrió la Historia por la batalla de Maratón. Luego se quedó contemplando el libro sobre el tapete limpio con salpicaduras amarillas de viejo. La salita era de techos bajos con vigas descarnadas y cuadros de santos y grupos de familia con marcos de oropel. Las ventanas angostas dejaban entrar un sol cobrizo de última hora. El silencio tuvo que ser roto por Asier. Su tono contenía una acusación nebulosa.
—Y también le dirán cuándo debe disparar.
—Claro —contestó el maestro.
—Él está acostumbrado a cazar solo.
—Ya se acostumbrará a la guerra, como nos sucederá a todos.
Asier tuvo la impresión de que su hermano había caído en una trampa.
—Los dejará plantados y regresará con su escopeta —dijo.
—No lo hará —aseguró el maestro.
—¿Amarran a los árboles a los que se quieren marchar?
—Es que todas las guerras tienen una música que prende. Los hombres mueren cantando.
En su recorrido de cólera la mirada de Asier tropezó con las páginas del libro.
—¿También esta? —preguntó aplastando el dedo contra las letras.
El maestro giró el volumen para dejar bajo los ojos del alumno un friso de guerreros griegos.
—La música de estos hombres era la democracia y la libertad —dijo sin la menor vehemencia.
Asier se agarró al único concepto que entendió vagamente.
—Ayer me estudié que los persas querían ponerles como esclavos —dijo—. Fue en el año…
—No me cites fechas. Háblame de lo que pensaban.
—Nadie puede saber lo que pensaban —exclamó Asier con una desazón que no acertó a localizar—. Ningún libro podrá decir luego lo que piensa ahora mi hermano.
El maestro asintió taciturno. Asier le perforó hasta el fondo de las órbitas.
—Quiero saber cómo es la guerra de Marcos —exigió.
La boca del maestro compuso una sonrisa amarga.
—Tú me crees un hombre escapado de un libro —murmuró—. Mejor si te escuchas a ti mismo.
Asier se instaló sin advertirlo en su posición de privilegio. Tampoco notó la humedad que anegó sus ojos. Las palabras le salieron a chorro, con el dedo puesto en el friso.
—Los griegos no luchaban por su libertad porque estaban en ejército y a cada uno le mandaban cuándo debía soltar su flecha. Marcos no resistirá que le marquen apretar el gatillo. Siempre caza solo. Si le dejan hacer la guerra que le gusta ganará a los militares. Nunca falla un tiro.
La expresión del maestro le confirmó que sí que era un hombre arrancado de un libro. Por primera vez dejó de confiar en él y el hecho le colocó una pesa en la nuca.
Durante medio minuto el maestro permaneció con las fibras agarrotadas. Tenía las palabras de la respuesta, pero las sentía enredadas en su garganta. Cuando las emitió le sonaron como pertenecientes a otro individuo.
—Algún día se escribirá la historia de esta guerra que tiene ya tres días y tú…
Se cortó en seco al leer la censura en el ceño de su alumno. Siguió hablando por pura inercia.
—Las prensas sacarán un libro como este —dijo, apoyando la mano en el texto de Historia. Sintió que se le revolvía la cantera del estómago—. Pero tú buscarás el párrafo de Marcos y no lo encontrarás. —Incluso creyó oír el alboroto de las piedras en su interior—. Suponiendo que lo leas algún día.
Apeló a los músculos de su boca para no desatender el estrépito del estómago, como le había sucedido con avisos anteriores. La tensión acabó diluyéndose en una sensación de ingravidez.
—Tenías que venir tú a decirme lo que ya sabía —exclamó, sintiéndose desempolvado.
Cerró el libro y lo corrió hasta el centro de la mesa. Asier lo vio levantarse con una solemnidad que le pareció aparatosa. «Asistirás a una auténtica clase de Historia», le oyó decir.
El abuelo, la abuela y la madre seguían en el portalón pensando en Marcos. Cuando el maestro les anunció que salía con Asier pusieron cara de creer que también se lo llevaba a la guerra. La escena resultó una repetición de lo ocurrido dos años antes, cuando Asier andaba huyendo en su silla de ruedas de la vigilancia familiar para descubrir al asesino de Ambrosio Menchaca. En cierto momento el maestro se había puesto de su parte. Asier vio en el rostro de la madre el mismo sobresalto de entonces. El maestro le informó que se trataba de una continuación de la clase. «No llevan libros», receló la madre, envuelta desde hacía tres días en un mundo puesto al revés.
—Esta vez nos sobran —dijo el maestro.
—Volvemos a mis tiempos —suspiró la abuela en un reto sordo dirigido a su hija.
La madre fue vencida por la gravedad del maestro. Accedió a que su hijo saliera al paseo montado en el burro. Entre ella y los abuelos lo acomodaron con los pies colgando. El abuelo dirigió al maestro la única orden que le daría en su vida.
—Que no se le caiga —pronunció como un ultimátum.
Bordearon la heredad del maíz con el Sol a la altura de sus cabezas. Tras el estancamiento de tantos meses Asier creyó que se sumergían en la atmósfera de un planeta nuevo. Durante el trayecto por los vericuetos de los campos saboreó la olvidada voluptuosidad de ver el mundo desde una montura. Recuperó la espalda de las lomas y el aire que había más allá del aire, aunque no pudo entender el persistente recuerdo de sus maíces de Altubena.
El pueblo hervía en una exaltación triste. Asier vio las calles de Algorta con más gente que en las fiestas. Todos se movían con gestos medidos y hacia puntos concretos, cruzándose frases escuetas y mirándose como buscando una explicación absoluta. El maestro condujo el burro por los sitios clave del escenario, sin decir una palabra, trasladando a Asier de una a otra encrucijada como quien pasa las páginas de un libro.
El estreno del bullicio retrasó en Asier la penetración de su significado. Durante una hora permaneció absorto en el continuo hallazgo de rostros familiares y en el aire de irrealidad que daban a sus actos. Todo el mundo parecía debatirse como forzado en un juego del que aún ignorase las reglas. El fortuito disparo de un arma arrancó a Asier del artificio. Por unos instantes la gente quedó petrificada contra la reverberación de los rayos de sol a ras de suelo. Con el siguiente movimiento Asier tomó contacto con la guerra.
El maestro acababa de detener el burro en un punto estratégico del escenario. Una multitud tensa contemplaba el paso de los batallones detrás de sus banderas. Al esfumarse el eco del disparo a Asier se le puso la escena de un tono rojizo. Miró al maestro y lo descubrió al acecho de todos sus gestos, y en ese instante se le descorrió el velo de lo que pasaba en el mundo, y se encontró envuelto en expresiones fascinadas, pues el estruendo del arma reveló a todos que acababan de aceptar un reto dramático. El momento coincidió con el desfile de los voluntarios hacia la estación. La multitud reaccionó con unas voces a punto de quebrarse en su vibración extrema. Eran gritos y canciones en euskera que en poco tiempo se fundieron en la solemnidad de un «Eusko Gudariak» general. El maestro le iba detallando los protagonistas: «Esos son los socialistas, esos, nacionalistas; esos, republicanos; esos, comunistas; esos, cenetistas…». Asier fijó la mirada en el maestro por ver si la enumeración cambiaba algo las cosas, y descubrió que todo seguía igual. Dejó de sentirse encima del burro. Los pies colgantes se le iban con las pisadas categóricas de los guerreros contra la carretera. Bajo las zamarras de cuero, los kailcus, los pantalones de pana, las boinas negras —el mismo atuendo con que salían de caza los domingos— vio a los padres y a los hermanos mayores de sus amigos, o a hombres que no conocía pero cuyos rasgos procedían de aquella región de la tierra. Los fue identificando con oficios y profesiones, con la caza o con la pesca, con la pelota o el fútbol. Se sintió desposeído de muchas partes vitales de su cuerpo que se le marchaban con los batallones. Se sintió incorporado a un pueblo comprometido del que hasta entonces sólo supo que tenía sus casas en Getxo. Por delante del burro desfilaron los Azkorra, los Urkiola, los Sarria, los Ortuño, los Ugarte, los Arana, los Baskardo, los Murua, los Jauregui, los Oiaindia, los Zaldubi, los Aguirre, los Ochoa, los Asua, los Butrón, los Apraiz, como en una formación de boronas. La simple resonancia de esos nombres en su interior, como los oyera tantas veces en su cocina, puso humedad en sus ojos. «Ya van los chicos», dijo a su lado una mujer con dos hilos de agua cayéndole por su rostro viril. Algunos llevaban fusiles, pero los más, escopetas de caza. Asier se acordó de Marcos. Lo pensó más solitario que nunca y por primera vez le asaltó el temor de que no venciera a los militares. Cuando acabaron de pasar se le fijó en el vientre la aflicción que le subía de sus pies rotos.
Al día siguiente el maestro abrió la clase de Altubena sin tocar ningún libro. Se quedó observando a su alumno con la mirada apacible que solía seguir a sus preguntas profesionales, aunque entonces no había preguntado nada con palabras.
—Tienen que ganar —dijo Asier con los ojos duros. Y añadió—: Tenemos que ganar. —Y añadió, todavía, traicionado por su garganta resquebrajada—: Era un friso de guerreros vascos, ¿verdad?
El maestro llevaba veinticuatro horas estremeciéndose con las ya eternas imágenes del día anterior, con aquel exceso de vida que nunca encontraba en sus textos.