En ambas ocasiones se trataba de la misma tierra y de sus mismas criaturas. Al menos, del mismo chico, ahora convertido en hombre, y de las mismas llamas que nunca debieron venir del Nuevo Mundo a denunciar tantas cosas, y de la tierra que lo contempló todo sin intervenir en nada, como desde el principio de los tiempos. Porque el chico, al cabo de diecisiete años, volvió a sentir lo mismo que la primera vez: humildad, respeto y piedad, vergüenza por aquellos hombres que infamaban el título de cazadores, dolor por aquella tierra suya irremediablemente profanada: los grandes bosques húmedos y silenciosos, los hayales y robledales con sus camas de helechos y árgomas, y los grandes hielos, y la lujuriante vegetación, porque primero fue la mar y luego los grandes lagartos y el hombre, y luego el mamut, el reno, el bisonte y el hombre, y luego el toro, el rinoceronte, el león, el lobo, el jabalí, el hombre, el caballo, el oso, el ciervo, el sarrio, a los que la vieja tierra siempre les cedió todo para sus nobles combates del hambre y del celo, para acechar, sangrar, devorar y ayuntarse; brutales, invencibles e inocentes, porque aún no se había inventado esa palabra, sin tratar de explicar nada ni caer todavía en la compasión o el amor o cualquier otra forma de esclavitud. Fue como si todo el tiempo anterior sólo hubiera transcurrido para que el chico lo descubriera en aquellas dos semanas de 1907: una despreciable tregua, casi un fallo en el proceso de las edades, y así pudo conocer el color rojo de la libertad —esa palabra— en el blanco salvaje de unos ojos acosados, y a Kume Baskardo, el viejo de ochenta y cuatro años que no tenía edad y que le mostró la elementalidad de las leyes y consignas que recibieron las especies al ser puestas en la vieja agua y en la vieja tierra, y todo resucitado por las veintiocho llamas, aquellos diablos que Saturnino Altube recibió del Perú como un convencional envío por correo. Pero todo habría quedado olvidado: las dos semanas de aquel estío, la demencial cacería a través del país por parte de unos hombres que en ningún momento estuvieron ni volverían a estar, ni ningún descendiente suyo lo estaría ya nunca, a la altura de sus presas, y, sobre todo, habrían quedado olvidadas la revelación y la esperanza, si, diecisiete años después, no hubiera aparecido aquel vestigio híbrido para instalar una nueva esperanza en el corazón del chico, ya convertido en el maestro de la escuela de Algorta, en don Manuel.
Fue al día siguiente, a las ocho de la mañana, cuando su madre le subió con el pan la noticia de la calle.
—León Esnarriaga ha encontrado un bicho de cuatro patas y no sabe qué hacer con él.
El maestro no interrumpió la lectura de El Liberal del desayuno. Llevaba cuatro años al frente de la escuela en la que se sentara de niño. Reunía lentamente una densa biblioteca de clásicos porque había descubierto que los libros le servían de refugio en un mundo que le desbordaba. Se había centrado en la tarea de verter el Quijote al euskera.
—Vaya —le respondió a la madre, como todos los días a esa hora.
Ella insistió, no por imponer nada, sino también por costumbre. Era una mujer tan menudita que casi no se la notaba en la casa.
—Dicen que nunca se ha visto un bicho semejante. Tiene de mulo casi todo menos la cabeza y las patas, y la gente que anda por la casa de León le dice que por qué no empieza a cobrar la entrada, y alguien ha llevado una máquina de fotos pa…
—¿Qué has dicho?
El maestro había soltado el periódico como si quemara. Ella repasó sus palabras, porque el hijo la sometía al mismo control del lenguaje que a sus alumnos.
—¿Un animal con una parte de mulo y el resto…?
El maestro se levantó y, un instante después, para verlo, la mujer tuvo que asomarse a la ventana de la calle.
—Te dejas la carpeta de los deberes —habló detrás de los cristales, para que la escena quedara como siempre.
Lo vio a la luz del carburo por entre las cabezas que curioseaban en aquel rincón del garaje donde León Esnarriaga guardaba su vieja camioneta para el transporte de chatarra. Estaba en el suelo, firme sobre sus patas lanudas y blancuzcas y ya excesivamente recias, dando la impresión de que despreciaba las pajas que le habían puesto. Era mayor que una cría de asno, pero menor que una de yegua, y parecía estar hecho de dispares trozos cosidos. El maestro fue el único en reconocer aquellas patas y aquel rabo, y, sobre todo, aquella cabezota indomeñable, a pesar de que ninguno de los presentes bajaba de los treinta años y por fuerza tenían que recordar el tiempo en que las llamas de Saturnino Altube asolaron la región. Medida en superficie, su parte de mulo superaba a su parte de llama, pero esta anulaba a aquella por pujanza. A un quiebro de la luz el maestro tropezó con sus ojos y entonces estuvo seguro: la misma mirada profunda, poderosa e inteligente del jefe de la manada cuando él, en su ingenuidad, intentó cerrarles la única salida del huerto de lechugas, amenazándolas con su bulto y agitando el fútil mimbre sobre su cabeza y gritando, hasta que él, el jefe, le miró y le obligó a callar y a apartarse, no para consentirles que salieran, sino para no ser atropellado por el estruendoso rebaño que se perdió en la noche siguiendo al gran macho. «De modo que lo conseguimos», pensó el maestro. «Ha permanecido allí, intacto, durante diecisiete años, y aquí está su sucesor». Recordó igualmente el rumor que circuló a los dos años de la cacería sobre un extraño ser, mezcla de mulo y de llama, y también pensó: «Nos ha estado visitando y nosotros no lo hemos sabido». Y recordó a Kume Baskardo y añadió: «Creo que sólo él estaba preparado para saberlo». Y recordó sus manos enormes, terrosas e irreductibles, que todavía seguían utilizando la madera para los instrumentos de su tierra y de su casa, y aún añadió: «Creo que ya nunca estaremos preparados para saberlo».
Entonces oyó la voz de León Esnarriaga contando al nuevo grupo cómo había sucedido. Fue la noche anterior. Los faros de su camioneta habían dejado deslumbrado al bicho en medio de una estrada, y él se acercó con cuidado y lo transportó en el asiento. Alguien le preguntó qué pensaba hacer con él.
—Si les gusta a todos tanto como a vosotros, monto aquí una feria y hago papelitos.
El maestro descubrió entonces, arrodillado junto al híbrido, a Pachín Arana, el pobre simple que León había recogido cuatro años antes, y a Perico Orejas, un sobrino. Eran los únicos que se atrevían a tocarle. Con la mandíbula fláccida y unos ojos sin expresión, Pachín Arana le pasaba una y otra vez la mano por el lomo con una cronométrica tenacidad desesperante. Sin embargo, cuando el maestro retiraba su mirada del animal, tropezó con aquellos ojos opacos y mansos, y supo que llevaban mucho tiempo mirándole.
Retrocedió tan silenciosamente como había llegado, salió de la chabola, y de pronto se sorprendió corriendo, porque Kume Baskardo tenía que saber que seguían vivas la esperanza y la promesa dadas alguna vez a aquella tierra.
Más tarde alguien le puso el nombre de Cristóbal, culpando a Colón de los destrozos de las llamas por haber descubierto América. Pero esto ocurrió cuando el pueblo comenzó a recordar, a relacionar al híbrido con aquella maldición que trajo Saturnino Altube en 1907. Entonces, el maestro, el chico, sólo tenía catorce años, y Saturnino, con sus sesenta y cuatro, dormía su siesta de indiano. Después de veintisiete años de trotar por las Américas creía que ya no le podía suceder nada nuevo. A su regreso lo habían casado con una birrocha, pero era feliz con sus paseos matando pajaritos en las higueras, con sus partidas de dominó en el casino y cobrando una vez por mes en la ventanilla del banco. Su vegetar sólo se veía perturbado por el recuerdo de aquel hijo mestizo que tuvo que traer del Perú para tapar la lengua a su mujer, que le acusaba de estéril, aunque no le sirvió de nada porque el niño era un auténtico huitoto, sin la nariz peñascosa característica de los Altube. Lo tenía en un caserío de los confines del país, porque la esposa se negó a recogerlo en el hogar pretextando que aquel indio no necesitaba de una madre sino de un misionero.
El barco con las llamas atracó en el puerto a principios de aquel verano. Procedían de la liquidación de un negocio que Saturnino Altube dejó allí, aunque el pueblo llegaría a creer que se trató de una venganza. La oficina naviera le notificó que se apresurara a recoger el envío a su nombre de las veintiocho cabezas de ganado, y los más suspicaces pensaron que la Compañía se expresó en términos tan vagos para que no cobrara miedo y no dejara de presentarse en la Aduana. Después de la derrota por introducirlas en el recinto enrejado que reservaban para las fieras, las llamas habían conquistado una parte de las instalaciones y creado allí un territorio independiente, y tenían aterrorizado al personal con sus coces, salivazos y mordiscos. Habían hecho el viaje en un sólido corral de la cubierta de un carguero y se habían llevado media mano del hombre que las alimentaba. Al descubrir sus expresiones salvajes y sus dientes de acero, a Saturnino Altube se le enfrió la ilusión por sacar algún provecho de ellas. «Mátenlas», dijo. Los de la Aduana le contestaron que aquello no era una carnicería. «Entonces déjenlas que se mueran de hambre», pidió Saturnino Altube. Los que presenciaban la escena contarían después que los de la Aduana le replicaron que, en su opinión, eran indestructibles.
Aquella misma tarde Saturnino Altube regresó con nueve soldados de Soria que militaban en Bilbao, expertos en mulos, e incluso con un mulo, que haría de cabestro. Pero ya se había extendido la noticia de la peste que pretendían desembarcar y los alcaldes prohibieron el paso por sus municipios. Entonces Saturnino Altube recurrió al transporte marítimo. Realizaría un desembarco en un paraje solitario de la costa y conduciría el rebaño por rutas deshabitadas hasta un monte. El mulo sólo cumplió su misión en el embarque, y no porque guiara a las llamas hasta la gabarra, sino porque ellas le persiguieron a él. Cuando le hicieron trocitos, levantaron la cabeza y miraron a los soldados y estos obligaron al remolcador a acercarse a una playa, donde las soltaron, y luego desaparecieron tan precipitadamente que no reclamaron un solo céntimo, ni siquiera por el mulo.
Era jueves. El viernes, por la tarde, Saturnino Altube fue arrancado de su siesta por gentes furiosas que le hacían reclamaciones en metálico. Las llamas estaban acabando con todas las cosechas tiernas de la zona. En una sola noche habían talado diez campos de borona y todas las hortalizas de una anteiglesia. Así empezó todo, aunque la gente todavía lo tomaba a broma. Así empezó lo que pudo constituir no ya un despertar, sino, al menos, una rememoración, una noticia de otros tiempos, una reminiscencia general, y que sólo lo fue para una criatura de aquella tierra prostituida, un niño: las galopadas nocturnas de aquellas patas recias e indomables y los terroríficos ladrido–rugido–relinchos que el pueblo entendió enseguida que eran órdenes de combate y que las emitía una misma garganta, que en el silencio de las noches se oían a grandes distancias y, según muchos, poseían el don de la ubicuidad, obligando a las gentes a cambiar de postura en sus lechos, expectantes, al principio por simple curiosidad y acaso temor por sus cosechas, luego por un chispazo de alarma ante algo que nunca acabaron de comprender, y finalmente por miedo, por verdadero terror, cuando se empezaron a cruzar historias infladas de sangre y los cazadores regresaban con las prendas deshechas y los huesos rotos y las carnes cosidas por aquellos dientes de cizalla, relatando hechos que ni ellos mismos podían creer del todo que hubieran vivido en aquel escenario familiar, tan sometido. Porque algunos hombres salieron ya con sus escopetas de liebres y palomas al atardecer de aquel viernes, al término de sus trabajos, sin aguardar al domingo. Pero no las vieron. Sin embargo, en la noche del viernes al sábado las llamas perpetraron un estropicio mayor, a juzgar por el número de reclamantes que acudió a Saturnino Altube. Este comprendió que a ese ritmo acabaría en la ruina. Su mujer, que siempre le llevó las cuentas, le presentaba la nueva y siempre creciente suma de las reparaciones y por las noches le urgía a la acción. Nada cambió hasta las ocho de la mañana del domingo, en que el pueblo vio a Saturnino Altube y a su sobrino Juan Altube en el carro tirado por un caballo del carnicero Braulio Apraiz, los tres con escopetas y bandas encartuchadas cruzándoles el pecho y sentados sobre mantas y cestas con alimentos. La gente pensó que, por fin, se lo tomaba en serio. En realidad, lucía una expresión de fiesta en su cara de astro, llevaba una gran bota de vino sobre sus rodillas y saludaba a todo el mundo como si marchara a la guerra. Era fácil adivinar la razón: le esperaban unos días lejos de su mujer. Empuñando las riendas del caballo, Braulio Apraiz participaba de aquella gloria con una sonrisa, y Juan Altube trataba de complacer a su tío poniendo en sus ojos un falso fuego de cazador.
La atmósfera de junio, azul, soleada y reverberante, flotando sobre el paisaje cotidiano, hizo pensar que las cosas serían igual aquel domingo. Pero, antes de que el carro se detuviera delante de la iglesia de San Baskardo, llegó por la carretera el grupo que traía en andas al descalabrado Pedro Murua, primera víctima de las llamas, y el cadáver de una de estas, primer trofeo de la gran cacería. Venía con la cadera rota, pero gritaba con denuedo: «¡Esos diablos me han cagado el traje para el bautizo!». Fue la primera vez que se pronunció el término «diablos» para calificarlas. Todo el mundo concentró su atención en el animal arrojado sobre el polvo de la carretera y varios se adelantaron para descargar contra su cuerpo peludo patadas coléricas. Entonces salieron de la iglesia los parientes del bautizo, pues, al parecer, Pedro Murua se fue a dar una vuelta para hacer tiempo y así encontró a las llamas, o estas lo encontraron, pues resultó que él no la mató, sino que había sido Efrén. Efrén era hijo de Ella y carecía de apellido paterno, aunque todos sabían con cuál había que rellenar el espacio en blanco que la madre obligó a dejar a don Eulogio del Pesebre en el libro parroquial. Llegó el último, armado, enjuto y solo, como siempre, y la explicación que les dio fue escueta:
—Estaban en los altos de la playa, disparé y corrieron hacia el borde del monte. Pedro estaba en su camino y se tiró por el acantilado.
Miró a los del carro y añadió:
—Si cruzan por los terrenos de Kume Baskardo les cortarán el paso.
Todos vieron la boca abierta de asombro de Saturnino Altube y oyeron las furiosas órdenes de Braulio Apraiz al caballo, por las que aquel se encontró metido de verdad en el asunto de las llamas. Cuando el carro cortó por los campos hacia la izquierda, la gente vio que Efrén ya iba montado en él. La mayoría corrió detrás y así pudo asistir a la última parte de la conversación con el viejo Kume Baskardo. Los había detenido en el límite de sus tierras, si es que podía llamarse así a la línea imaginaria que él nunca señalaba con muros o estacas y de la que extraía los mojones que cada nuevo alcalde hacía colocar, lo que dejaba una salida airosa a la oficina de contribuciones, pues los Baskardo de Sugarkea, desde que la gente podía recordar, rompían los recibos ante las narices de todos los cobradores e incluso de los guardias, y los hombres de los despachos acababan por ceder a una tradición que no sólo estaba en los campos, sino también en sus propios libros de registro, y agradecían la desaparición de aquellos mojones y declaraban el dominio inexistente. Si Kume Baskardo los detuvo en aquella frontera fue porque aquel año había labrado hasta allí la tierra para el mijo. En su frase no metió las palabras «mis tierras». Simplemente les dijo: «No me piséis la cosecha». Lo vieron muy tieso y vigoroso, a pesar de sus ochenta y cuatro años, en el centro de su inmensa heredad, y detrás, muy al fondo, la inútil presencia de su hijo Gain; no retador, sino apacible y casi paternal, como quien recomienda a unos niños dónde no deben pisar para que no se hagan daño; con una solidez que no emanaba de su expresión granítica o de sus manazas potentes o de la posición categórica de sus piernas, sino del conjunto. Braulio Apraiz abrió la boca, pero finalmente no habló. Todos supieron lo que no se atrevió a pronunciar: «Usted mismo dice que no son sus tierras». Medio pueblo los esperaba delante de la iglesia. Habían cargado a Pedro Murua en un carro de lechero para trasladarlo al hospital, pero él se negó a partir hasta no saber si habían matado a todos sus asesinos. Le rodeaban sus parientes, con el niño recién bautizado en brazos de la madre, y el padre, Sabas Jauregui, y don Estanis, el coadjutor que había oficiado la ceremonia. Cuando se lo llevaban, Pedro Murua escupió a la llama del suelo. Luego apareció don Eulogio del Pesebre mirando de un modo terrible al coadjutor y la gente advirtió cómo don Estanis pedía ayuda con los ojos a Saturnino Altube, y entonces descubrieron todos a qué había ido el carro hasta la iglesia.
—Don Estanis debe legalizar con su presencia una ceremonia —dijo Saturnino Altube.
—No conozco a ese don Estanis —dijo don Eulogio del Pesebre.
—Don Estanislao —rectificó Saturnino Altube—. Se trata de la ceremonia de la sangre. Estamos en la mejor cacería que se ha visto por aquí, ¿no?
Don Eulogio del Pesebre se cruzó de brazos y esperó. Saturnino Altube tosió varias veces y bajó del carro y volvió a toser y por fin tomó al niño de brazos de Josefa, mirando a Sabas Jauregui: «Con tu permiso». Lo sostuvo largo rato, como preguntándose qué haría con él, y don Eulogio del Pesebre dijo: «Bien», y entonces Saturnino Altube dijo: «Kume Baskardo sabe de estas cosas más que nosotros», y envió a un chiquillo a llamarlo. Regresó con la negativa del Baskardo. Ahora fue Saturnino Altube el que dijo: «Bien», y se desplazó con el niño hasta la llama y se embadurnó los dedos de la mano derecha con la sangre aún caliente y regresó, y cuando iba a untar de rojo la mano de la criatura, don Estanis le guio los dedos hasta la pequeña frente y marcó sobre ella una recia cruz roja, diciendo: «Cosme Jauregui, ya te hemos metido en el cuerpo el veneno de la caza».
—Los curas son necesarios en todas partes —dijo Saturnino Altube.
Don Eulogio del Pesebre les dio la espalda y se alejó, ordenando:
—Vamos a nuestra misa.
Más tarde contarían los presentes que se hizo un silencio tenso en la explanada, aguardando la reacción de don Estanis, hasta que le oyeron exclamar: «¡Al diablo la misa!», y le vieron entrar en la sacristía por la puerta de atrás y reaparecer con su escopeta de dos cañones, sus cartucheras y su chaquetón, cosas que siempre tenía a mano en el armario de las casullas, y arrojarlo todo al carro, y luego, antes de subir a él, levantarse los faldones y fijárselos a la cintura con una cuerda.
Todo esto fue lo que oyó el chico a lo largo de aquel domingo, un fragmento aquí y otro allá, incluso de su madre, la viuda pequeñita y transparente que se comunicaba con el cosmos a través de la calle. Él también había oído las galopadas nocturnas y los ladrido—rugido—relinchos, y había deseado que transcurriera la noche y llegara con el día el milagro de aquella escopeta que su madre le tenía prometida para sus dieciséis años y de la que aún le separaban dos. Porque ahora se tenía que conformar con la caza con tiragomas o con liga o volcando pequeñas redes sobre un bebedero, y con ver a los hombres partir hacia los montes a tirar sobre todo lo que se moviera, siempre que no fueran burros, perros, hombres o vacas. Entonces no podía imaginar otra clase de caza que aquella doméstica, casi de patio, de la que los que se llamaban cazadores volvían con pajaritos colgados por los cuellos de sus ostentosos cinturones, un par de palomas, una liebre o una comadreja, y, en los mejores días, un gavilán o un zorro. También había oído hablar de los grandes montes y de los grandes bosques, y en una ocasión había visto regresar de ellos, o lo había soñado, a unos semidioses con barba de días, rudos, cubiertos con formidables ropas como de hierro, y los había visto fotografiarse, espléndidos y soberbios, apoyando sus botazas de clavos sobre un jabalí, un lobo o un oso. Su desesperación era mayor cuando se recordaba sin padre que le iniciara en aquellas glorias, aunque ni esa falta hubiera evitado que, con el tiempo, se convirtiera en un matarife inocente, en un eslabón más de aquella milenaria cadena de violaciones y perjurios, de hombres vertiendo su propia sangre cuando desgarraban con sus hierros las pieles peludas o lanudas o simplemente a franjas o terrosas, movidos por unas nuevas leyes que necesitaron inventarse para no enloquecer en la vieja incomprensión de las antiguas, no por incapacidad, sino por esa orgullosa frente alta, despejada, noble y demás; abstracta, divina y en marcha hacia el Gran Encuentro en el cosmos, pero negada para entender el lenguaje elemental de sus orígenes. Fue salvado, al menos por algún tiempo más, por la insólita aparición de aquellas veintiocho criaturas indómitas e insultantes que llegaron hablando la vieja lengua de los mares y luego de las selvas, bosques, desiertos y sabanas, instalando en aquel feudo de humanos la vieja perturbación ante lo incomprensible, el eterno reto, y recibiendo el mismo pago, pues los hierros —o las postas o las balas— ya habían matado un veintiochavo de la Libertad.
Incluso había corrido a ver la pieza cobrada, el primer despojo en aquella cacería también anacrónica y por ello más ruidosa y ostensible, pero que ni aún así pudo enmendar nada. Se puso en la fila de gentes que en la plaza de Algorta desfiló ante el diablo que había querido matar a Pedro Murua, y lo tuvo al alcance de la mano: la criatura nueva que parecía dormida con los ojos abiertos allí sobre la mesa que se sacó de la taberna del padre de Braulio, sin garras ni colmillos ni la menor traza de carnicero, casi inocente, si sobre ella no flotaran la pasión y el viejo conflicto recrudecido. Sin embargo, aún había sonrisas en el pueblo, como si nadie consintiera que el incidente perturbara el plácido mediodía de aquel domingo soleado. Durante los breves momentos en que la presión de la fila le permitió permanecer ante la mesa, el chico incluso la tocó, recibiendo de aquella pelambrera oscura una respuesta áspera, sobre todo de la carne oculta, que también llegó a rozar, aunque no más que la de cualquier asno de la región. Entonces se acordó de la Geografía que le enseñaban en la escuela y creyó entenderlo: el rebaño que Saturnino Altube había recibido de América y que llevaba tres días convirtiéndose en leyenda, aquellas llamas —¿así era el nombre?— cuya presencia en el pueblo nadie se explicaba del todo, ni el propio Saturnino, y creyó entenderlo: se trataba de la distancia y de lo desconocido, más que de las plantaciones devoradas o de la cadera rota de Pedro Murua, pues todos sabían que se cayó de miedo; en esos miles de kilómetros que hubo de recorrer Colón para ir y luego las llamas para volver, y el propio nombre de América, donde, según contaban, podían suceder todas las cosas y hasta se moría de modo diferente y de la que se regresaba convertido en un hombre distinto y contando todo eso. El chico intuyó que las llamas no sólo constituían la caza, sino también el misterio, y pensó nebulosamente que, habiendo sido arrancadas de su suelo y puestas en otro en el que tenían que hacer lo que siempre habían hecho, en realidad eran inocentes. Pero todavía prevaleció su avidez por disparar su escopeta para incorporarse a los semidioses cazadores.
Su madre tuvo que ir a la plaza a recogerlo para la comida, aunque para entonces el chico ya sabía lo que sucedió entre Saturnino Altube y Efrén. Cuando Braulio Apraiz bajó la báscula del carro para pesar al animal, Efrén le preguntó qué hacía. «Antes de pagarle tengo que saber lo que pesa», le contestó el carnicero. «Sí, si fuera suya, pero yo la he cazado», expuso Efrén. Contaron que se expresó sin ninguna estridencia, casi en un tono indiferente de comentario. Pero allí quedó su frase, que Saturnino hubo de ingerir y asimilar y luego reponerse de la sorpresa y empezar a buscar la razón que demostrara lo que pareció obvio hasta entonces. «Esto no es una caza, sino una recuperación», dijo. «Sólo pasa que se me habían perdido los bichos». Entonces comprendieron todos que el animal muerto, en realidad, pertenecía a Efrén, y así hubiera sido con algo de insistencia por su parte, según la ley de pérdidas que el propio Saturnino Altube había mencionado. Allí estaba Efrén: enigmático, con esa mirada de hielo que nunca reveló nada al pueblo, pero en aquella ocasión levemente risueño, como si sólo hubiera buscado alarmar a Saturnino Altube. Además, en esos momentos, ya pertenecía a su carro, al menos desde el aspecto de la caza. La llama fue pesada en la báscula, Braulio y Saturnino elaboraron meticulosamente una trabajosa multiplicación y el carnicero hizo el pago allí mismo, en monedas que extrajo de una bolsa de cuero de vaca pendiente de su cinto.
Luego llegó la noche y la revelación. De pronto, el chico se encontró en el huerto familiar de detrás de su casa, tan asombrado como si acabara de despertarse y oyera entonces por primera vez la frase de su madre pidiéndole que subiera dos lechugas. Y al pronto le asaltó el convencimiento de que algo le había arrancado de sus llamas y de su escopeta. Miró y allí estaban y así supo qué fue: el sordo rumor de aquellos dientes cortando y triturando vegetales. Al principio el chico no pudo creer que estuviera sucediendo. Las tenía a diez pasos en la oscuridad blanca de la noche de Luna, todo el rebaño cubriendo el huerto, las cabezas bajas, con la misma tranquilidad que si se les hubiera concedido una tregua en aquella guerra, cuando el chico estaba seguro de que tenían que haber oído sus pasos en el camino de piedras, hasta que vio al macho; era el único que no comía; mantenía la cabeza levantada, vigilante y tenso, mirándole fijamente, aunque no observando cada uno de sus movimientos para huir si llegaba el caso, sino más bien anunciándole su presencia, imponiéndosela, y el chico advirtió esto con una lucidez que lo paralizó, e incluso la misma potencia serena que emanaba de aquel cuerpo le obligó a sentarse en el suelo y permanecer quieto, sin casi respirar, y entonces el macho empezó a inclinar el cuello en un movimiento que era una simple prolongación de la inmovilidad, y comió. El chico nunca supo cuánto tiempo estuvo soportando aquel dominio, incluso desprecio, porque ahora todo el rebaño cortaba, masticaba y deglutía sin preocuparse de él, como si no existiera en el mundo, ni siquiera en aquel huerto que él siempre consideró de su propiedad, porque entraba en el alquiler de la casa y porque lo trabajaba, pero en el que ahora se sentía extraño. «Él también me dirá cuándo debo levantarme», llegó a pensar. «O preferirá que continúe así cuando acaben con todas las lechugas y decida irse con los suyos a buscar comida en otra parte». Le fascinaba la transparente comunicación que se había establecido entre ellos, hasta que se preguntó cómo explicaría a su madre el desmantelamiento del huerto ante sus mismas narices y cómo le mirarían los cazadores. Se levantó. Fue como si coincidiera con la última dentellada a la última lechuga. Entre el bosque de patas sólo quedaban tallos cercenados a ras de tierra. El huerto era una especie de patio en las traseras de dos casas haciendo ángulo y con los otros dos lados cerrados por vallas para impedir el paso a los cerdos. El chico apoyó la mano en la puerta de bisagras de cuero, para cerrarlas y entonces sucedió: el macho se desplazó en la noche y en una fracción de segundo el chico le tuvo casi encima, recibiendo de lleno el fulgor de la Luna, palpitante, con los músculos electrizados bajo el pelo enhiesto, el cuello tieso y vibrante, y en la cabezota de hierro aquellos ojos rojos con la mirada nueva; el chico vivió unos instantes interminables recogiendo aquel mensaje remoto, sin tratar de entenderlo todavía, pero presintiendo, descubriendo que le completaba algo: el brillo salvaje de las pupilas atravesándole desde un conocimiento total, esclavizándolo a ellas, humillándolo en su pequeñez hasta el límite justo del ensañamiento, rozándole simplemente con su potencia y superioridad, como si entendiera que ya era demasiado para la primera vez, y todo en medio de los ladridos–órdenes, en los que el chico también se sintió incluido al ver las dos filas de dientes de acero a un palmo de su rostro, diciéndole, ordenándole: «Apártate, no quiero hacerte daño. Sólo tienes que dejarnos libres». Primero fue el rumor de los veintisiete cascos contra la tierra, como cuando se calienta un motor, y luego el último trueno de la garganta del macho y la estampida por la pequeña puerta de la que él ya se había retirado.
Se encontró corriendo por los campos en plena noche, golpeándole en las sienes la frase que movía sus piernas: «Eran veintiocho y sólo quedan veintisiete», y llegó sin aliento a la borda que pisaba por primera vez, y cuando se disponía a retirar el ramaje que hacía de puerta, se volvió, todavía con la misma inercia de la carrera, y lo descubrió a su espalda.
—¡Las he visto! —exclamó—. ¡También vengo a decirte que ya han matado a una!
Kume Baskardo se movió y el chico comenzó a desmoronarse, buscando con angustia saber por qué estaba allí. Lo fue extrayendo, como un goteo, de sus últimas emociones: la negativa del viejo a realizar aquella forzada ceremonia de iniciación con la sangre de la llama, su otra negativa a permitir a los cazadores pasar por sus tierras a sorprender el rebaño, y, sobre todo, la leyenda sobre él mismo, el viejo residuo de una edad olvidada viviendo un anacronismo que le hacía parecer loco y alejado de personas y cosas y rebelándose contra todas las leyes y principios actuales, rechazando no sólo la comida que no procediera de la tierra o de la caza o de la pesca, sino también la que no había obtenido con sus manos; el viejo oso que había obligado a los Ayuntamientos a olvidarlo, así como a las tierras que nunca cercó ni llamaba suyas, a dejarlo fuera de empadronamientos y de impuestos, hasta el punto de que nadie había visto jamás el nombre de Kume Baskardo ni los de otros Baskardo de Sugarkea en ningún papel; que jamás fue a una guerra ni permitió que fueran sus hijos, ni trataba con médicos ni con curas, a pesar de vivir a un tiro de piedra de la iglesia; ni hablaba otra lengua que un euskera tan antiguo que no le entendían ni los vascos viejos.
—Y me miró —dijo el chico—. El jefe, el macho. Me pidió que le dejara libre, aunque yo sabía que podía destruirme si lo deseaba. Me miró como nunca nadie me había mirado antes.
Y recordó sus cacerías: el viejo era el único que todavía podía volver de los bosques con un venado, cuando ni los más ancianos de la región habían logrado siquiera ver uno en su vida, y empleando armas de las que ya sólo se sabía por la Biblia o los cuentos para niños: la honda y la maza de madera y piedra y el venablo y las trampas en el suelo, y a mediados del pasado siglo se le vio perseguir a uno de esos venados hasta despeñarlo por La Galea.
—Me miró y me habló —dijo el chico. Se detuvo porque no encontraba las palabras, y recordó que Kume Baskardo no había hablado y se preguntó cómo sabía él que le estaba entendiendo. Había dado aquel paso para distinguirle el rostro al visitante, pero el chico supo también que si no dio el segundo fue porque él ya había empezado a hablar y Kume Baskardo a entenderle y a saber que sólo era un muchacho y a bastarle todo ello. Entonces habló el viejo; era la primera vez que el chico oía su voz.
—Entra —le dijo.
Era la misma palabra que se utilizaba en el pueblo, pero sonaba distinta, y era por aquella voz, no vieja ni enferma ni gastada, sino todo lo contrario: poco usada, casi virgen. Le rebasó, retiró el ramaje y el chico le siguió. Un fuego de leños ardía en un hogar en el suelo y el chico no pudo apartar la mirada de él, recordando igualmente: los más viejos de Getxo aseguraban haberlo oído de sus abuelos, y que estos lo oyeron de los suyos, que los Baskardo de Sugarkea jamás usaron piedras de chispas ni mixtos para encender el fuego de su hogar, porque siempre lo tenían encendido y nadie sabía cómo lo encendieron la primera vez; y también recordó la historia sobre el grupo de sabios extranjeros que, a finales del pasado siglo, permaneció una semana en aquella misma choza —aprovechando que Kume Baskardo y su hijo Gain andaban de caza por regiones más remotas que de costumbre, porque a Kume le había llegado el olor a reno—, examinándolo todo, hasta las piedras más enterradas, y lanzando exclamaciones de asombro mientras tomaban medidas y sacaban planos y dibujos, y un año después el médico de Getxo mostró al pueblo un libro y leyó lo que habían escrito aquellos sabios: que Sugarkea poseía los fragmentos de muro más viejos en la historia de la humanidad. Kume Baskardo removió el fuego y el chico siguió con la mirada la columna de humo que buscaba el orificio entre la hojarasca del techo. Había huecos en los muros para la vajilla de barro, y un arcón—armario y una ruda mesa y unas banquetas de leños. Kume Baskardo acercó dos al fuego.
—Siéntate —le dijo.
El chico obedeció, temblando. Oyó un roce de tela al otro extremo de la estancia y vio un grupo de figuras corpulentas que ya había rebasado la cortina verde de comunicación. Adivinó quiénes eran: la etxekoandre de Sugarkea y Gain Baskardo y su mujer Lucasia y sus hijos. Kume Baskardo los devolvió a sus lechos con un gesto de la mano. El chico lo vio sentarse ante él: un rostro de facciones grandes y alargadas, joven para su edad pero lo bastante viejo para que le pareciera el de un anciano, en el que las llamas ponían grietas de arcilla; unas manos que parecían artefactos de labranza y tenían color de huerta, y un pelo todavía grisáceo, largo y olvidado, tapándole el cuello por detrás y las orejas, y cayéndole como una zarza sobre la frente.
—Sí, las bestias nuevas —pronunció.
«Sabía que yo necesitaba su frase», pensó el chico, atreviéndose entonces a sostener la mirada del mejor cazador del territorio, a pesar de sus ochenta años, tras del que iban los otros cazadores cuando se internaba en los bosques armado de honda y venablo, para descubrir sus secretos y sorprenderle sobre las pistas de los animales, que podía seguir sin la ayuda de los perros, pero perdiéndolo siempre, para volverlo a ver, de regreso, cargado con piezas a las que ya todos creían desaparecidas del país; incluso, una vez, con aquel reno, casi horas antes del siglo XX; y trataban de seguirlo porque todos sabían que los conduciría a los mejores parajes en cada estación, sitios jamás hollados por plantas humanas, pero desistían, y luego contaban que el bosque era su aliado, de modo que sólo les quedaba sentarse a esperar su regreso, y lo veían, a veces horas y a veces días después, con un jabalí o un venado a la espalda, aunque pesara cien kilos, y podían calcular casi con exactitud cuándo saldría de nuevo, es decir, cuándo se acabaría en Sugarkea aquella carne que salaban y de la que aprovechaban hasta el último tendón; no, en realidad, el mejor cazador de entre todos ellos, porque rebasaba las medidas aplicables a los cazadores deportivos de escopeta y perros y metro y peso portátil para medir y pesar los lobos y los jabalíes o simplemente las liebres domingueras, sino el fantasma de sí mismo, una reminiscencia de lo que todos suponían fue el pasado, una pesadilla de autoridades y una perturbación para la comunidad, aunque nadie tenía el valor de tomarlo en serio: el viejo cazador partiendo hacia los grandes montes y los grandes bosques en los días y horas más insólitos y sólo cuando en Sugarkea se acababa la carne, despreciando los domingos y fiestas del calendario y los ayunos y abstinencias del cura, el cuerpo cubierto con un forro de pieles ceñidas a la cintura con un intestino, y aquellas armas primitivas que en sus manos eran más eficaces que las modernas de fuego, y adivinando sin duda el comentario que levantaba a su paso, siempre que se estuviera a suficiente distancia de él: «Ahí va el fósil».
—Estaban allí, las veintisiete, comiéndose mis lechugas —dijo el chico—. Pero sólo en eso se parecían…
—¿Qué años tienes?
—Catorce.
—Lo has sabido a los catorce años.
—No sé de ningún animal que mire como ellos.
—Ni ningún hombre.
Aquella vez al chico le resultó más arduo resistir su mirada, pero endureció sus músculos y lo consiguió.
—Ninguna vaca, ningún perro, ningún gato, ninguna cabra, ningún cerdo, ningún pato, ninguna gallina, ningún conejo. A su lado, todos miran como los bueyes.
—Ningún hombre.
—Ningún hombre —repitió el chico, por fin, asomándose estremecido a un abismo no pensado hasta entonces.
Kume Baskardo emitía las frases con diáfana lentitud como si cada una fuera a ser la última que se pronunciara en el mundo. Y el siguiente gran descubrimiento del chico fue que sobraban las palabras, las de él y las del viejo, y que si el viejo recurría a ellas era por una concesión a su incapacidad.
—Sí, ya sé que sólo quedan estas —dijo Kume Baskardo expresándolo con un despliegue de dedos.
—Veintisiete —grabó el chico en el aire.
Entonces, por primera vez, le descifró la pregunta que había en las grietas de su expresión.
—Tú las guías y yo te ayudo —contestó el chico—, o al menos voy contigo y me detengo cuando tú me digas: «Espérame aquí», y nunca revelaré a nadie desde dónde has seguido solo con ellas, obligándolas de algún modo a esconderse en ese lugar que tú sólo conoces…
Kume Baskardo movió la cabeza.
—… Pero al menos habrá un rincón al que no puedan llegar sus escopetas.
El chico empezó a ver el rostro del viejo a través de sus lágrimas. Nunca supo si le habló o también le adivinó el pensamiento:
—Lo has sabido a los catorce años.
Lo citó —y esta vez, sí, con auténticas palabras— para el día siguiente a la salida del sol. Regresó a Algorta poco antes de las doce de la noche y se puso a andar detrás de un grupo de gente que marchaba por su misma calle, y de pronto se encontró ante su casa. La voz de su madre lo arrancó del viejo y lo colocó entero en la realidad.
—¿Lo habéis encontrado?
—Ni rastro de él, Agustina.
—Se lo han comido con las lechugas. ¡Mi pobre Manuel!
La sostuvieron entre cuatro vecinas. Todas las voces se callaron y la tragedia quedó vibrando sobre la calle.
—¡Ay, Virgen mía! Era el mejor hijo del mundo. ¿Dónde está Saturnino Altube? El cielo le pedirá cuentas de lo que ha echado sobre nosotros.
La gente estalló en un clamor de cólera y los que llevaban armas las esgrimieron sobre sus cabezas. El chico se conmovió con su madre, sobre todo al ver que se desprendía de los brazos de las mujeres y se arrodillaba en el suelo de piedra del portal y se ponía a rezar con las manos juntas y las lágrimas cayendo por sus mejillas. Se abrió camino entre la masa de gente hasta que la tuvo a sus pies, encogida como una pasita.
—Madre —le dijo.
Aquella noche fue obligado a cenar el doble, sin una razón lógica, mientras ella lo examinaba como a un resucitado. Primero le había abrazado con sus bracines de alambre y luego le había pegado como cuando era niño, en tanto los presentes registraban fuertemente en sus cerebros el nuevo crimen de las llamas. Partieron para formar grupos de caza y el chico quiso gritar: «¿No veis que no me ha pasado nada?», pero su madre ya lo había metido en el hogar.
—Te robaron cuando estabas en el huerto, ¿verdad?
—Madre.
—Come —impuso ella.
—Madre. Si mañana o cuando sea no me encuentras en casa, no te apures, es que estoy en algo importante.
—Lo único importante es que acabes la tortilla y te metas en la cama.
—Bueno, yo ya te lo digo.
Ella lo miró profundamente.
—¿Es que te ha gustado que te roben los bichos?
—Nadie me ha robado, he estado por ahí. Pero he vuelto, ¿no? Yo no digo que mañana, por ejemplo, vaya a pasar lo mismo, sino que puede pasar, y que entonces debes estar tranquila, porque a lo mejor tengo algo importante entre manos y no lo puedo dejar, pero sólo lo digo por si se repite una cosa así y para que sepas que a mi vuelta me comeré, si quieres, cuatro cenas.
Se despreció. Ella movió la cabeza como una niña.
—¡Qué ocurrencias! Andar por ahí, estando esos monstruos matando chiquillos.
Aquella noche se despidió con un beso, costumbre perdida en la vorágine del crecimiento, y la madre lloró. El chico se durmió despreciándose más que nunca.
Pisó la calle cuando el Sol salía por detrás de la torre de los Trinitarios. No hubo problemas con su madre: cuando oía algún ruido nocturno se levantaba por la mañana diciendo que habían andado los angelitos. Llevaba un viejo chaquetón de grumete, la boina de los domingos y las abarcas de cuero de la huerta. Se cruzó con los primeros cazadores en las proximidades del Molino.
La niebla se fue espesando según avanzaba por La Galea y, de pronto, se encontró caminando entre los dos Baskardo. Los vio cuando ya los tenía a sus costados, idénticos, incluso aparentando la misma edad, proyectando sus zancadas de campo silenciosa y eficazmente, y ellos mismos sin pronunciar una palabra; Kume Baskardo y su hijo Gain, de los que el chico había oído tantas cosas que ahora no podía creer que los tuviera tan cerca, noticias que ya se confundían con las leyendas y el folklore del país: el clan de los Baskardo de Sugarkea, tan vasco que hasta los mismos vascos habían olvidado lo que encarnaba, con patriarcas que todos llegaban a centenarios y heredaban, practicaban y transmitían las costumbres que aprendieron en el tiempo en que el Paraíso Terrenal estuvo en Basconia; sólidos e invulnerables, demasiado sólidos y demasiado invulnerables, resistiendo sin apenas derrotas el aluvión de generaciones, pero cada vez más arrinconados e incomprendidos, ya que sólo ellos llegaron al año de las llamas de Saturnino Altube en condiciones de comprender lo que un muchacho de catorce años vio en ellas; iguales los hijos a los padres, todos Baskardo y todos primigenios, como aquel Gain que el chico tenía a su derecha, un Kume Baskardo de cuarenta y cinco años, no demasiado alto ni ostensiblemente fuerte, sino fibroso, duro y seco, con manos monumentales y la mirada perdida característica de la estirpe; el chico también había oído que tomaban su pareja por la primavera, que bajaban a procrear a la mar y que todos los hijos les nacían en febrero y se morían a la hora de la bajamar; otra leyenda que nadie creía tampoco era la del Baskardo que se unió a una sirena, de la que tuvo hijos humanos, al menos Baskardo, y que así se explicaba el que nadie les aventajase en las pescas; desbordantes, intemporales, excesivos para aquella época de enanos, pero humildes y desentendidos, encerrados en su mundo de Sugarkea, no despreciando lo que no conocían ni aceptaban, sino simplemente ignorándolo, enterrando sus muertos en el piso de tierra de sus aposentos y no en el cementerio, y celebrando sus fiestas no cuando lo marcaba el calendario cristiano sino en el plenilunio.
Luego entraron en una región nueva para el chico, después de avanzar por la costa por puntos cada vez menos familiares. Y entonces recibió las pruebas de que seguían la buena pista: primero fue un grupo de tres cazadores de Plentzia que regresaba con un perro con el hocico colgando de la base de los ojos, y habían dejado a cuatro enterrados en el bosque; venían con las expresiones desencajadas y a paso de auténtica huida, y aunque los Baskardo no les preguntaron nada, contaron una historia fantástica: las llamas habían dejado acercarse a los perros para envolverlos en una tenaza de estrategia militar, rechinando los dientes; los cazadores se habían acercado disparando a ciegas, sin dar en ninguno de los veintisiete blancos, sólo para salvar a un perro. Una hora después se cruzaron con el segundo grupo, que traía a un compañero sobre una camilla de ramas, con el pecho hundido por una coz; se les advertía felices de poder contar con una excusa para dejar la cacería. Y, más tarde, encontraron a tres hombres sentados y comiendo chorizo, y a un cuarto, de pie y en ronda de guardia, que les dio el alto como en la guerra; no hicieron el menor ademán de seguirlos, no obstante haber reconocido a los Baskardo y saber que podían conducirlos indefectiblemente a la única presa que perseguía toda la región.
A mediodía el viejo se detuvo a la salida de un bosque y miró al valle que se extendía a sus pies. El chico se detuvo también, a seis pasos, que fue la distancia de marcha en las últimas horas. No oyó acercarse al hijo por la espalda, y su voz, escueta y desconocida, sonó en su oreja como un cañonazo:
—El cañaveral.
—¿Qué? —exclamó el chico.
—Las bestias —dijo Gain Baskardo.
—¿Quiere decir que están escondidas en ese cañaveral?
Pero ya el Baskardo se había puesto sólo a mirar, como si nunca hubiera hablado. En el centro del valle una selva de cañas cubría un gran trozo del curso de un riachuelo; tenían color de reptil, la altura de un segundo piso y componían una formación tan tupida que la vista quedaba cortada en la periferia.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el chico.
Gain Baskardo tardó casi un minuto en responder.
—Lo sabe.
Por fin, el viejo desanduvo los seis pasos y comieron allí mismo lo que Gain Baskardo sacó de un morral de cuero de vaca: talo de mijo, carne de jabalí ahumada y castañas. El chico devoró la ración que partió y le entregó Kume Baskardo, y aunque, excepto las castañas, eran sabores nuevos para él, los masticó sin siquiera asombro, y le agradó que así fuera, porque desde hacía unas horas sentía que estaba incorporándose con inaudita sencillez a otro mundo. Después, el propio Kume Baskardo se alejó con un cancarro de barro y localizó un manantial y regresó con agua. Bebió, luego pasó el cancarro al hijo, que bebió también y se lo pasó al chico, que hizo lo mismo. Y el chico volvió a alegrarse, esta vez por aquel orden jerárquico establecido sin consideración al novato, al visitante de aquella mansión de los Baskardo que eran los bosques; le asignaron el último puesto, el del aprendizaje y la humildad, y él lo aceptó y se enorgulleció de que ellos lo estimaran hasta ese extremo. Finalmente el viejo y el hijo construyeron un chamizo de ramas y follaje y el viejo hizo al chico una seña para que entrara y ellos le siguieron. Pero no les dio tiempo a cerrar el segundo ojo: el viejo irguió su cabeza de león y escuchó, y se puso en pie con movimientos de joven y siguió escuchando, hasta que emitió un sonido que no llegó a palabra y el chico supo que se había dirigido al hijo cuando vio a este levantarse. Ambos desaparecieron en el bosque. Sólo entonces empezó a oír a los perros. Al principio, pareció una simple sonoridad de la luz vibrante del mediodía; luego, sin un verdadero comienzo, surgieron los ladridos, como una escandalosa transformación de esa luz; cuando se hicieron más terminantes, el chico miró hacia el camino del bosque, pensando: «¡Malditos, estáis sobre la misma pista!». Un instante después descubría sus cabezas diminutas entre el follaje que desgarraban y exclamó antes de estar seguro de ello: «Son los perros de Efrén». Las copas de los robles aplastaban los ladridos contra el suelo y los hacían sólidos. De un salto el chico se interpuso entre la jauría y el cañaveral, con una estaca en la mano, pero en ese momento algo pequeño cruzó a cien metros y se deslizó raudo por los bajos del bosque. Los perros no pasaron de aquella raya que pareció dejar la cosa en su desplazamiento; giraron la cabeza noventa grados y luego el cuerpo, y se precipitaron en la nueva dirección redoblando su furioso concierto. El chico no se movió, de manera que los tres hombres hubieran podido sorprenderle en la misma postura, pero no le vieron. Efrén corría delante de don Estanis y de Saturnino Altube, todos armados y el cura arrancando a cada paso de la maleza sus levantados faldones. El chico vio a Efrén detenerse una fracción de segundo y volver la cabeza como lo habían hecho los perros y en el mismo punto, y tirar por la desviación, y luego a don Estanis y a Saturnino Altube realizar el mismo gesto durante idéntica fracción de segundo y en el mismo sitio, y precipitarse tras él.
Los Baskardo regresaron cuando el bosque aún no había recobrado su silencio. Volvieron al refugio silvestre y, aun estando de espaldas, el chico se asombró percibiendo noticias de los dos cuerpos a través del aire estancado. Al principio lo vivió sin convicción, pero en el momento en que pensaba: «Ahora están recordando la jugada que les han hecho a los perros y a Efrén y a don Estanis y a Saturnino Altube», sonó la carcajada de Gain Baskardo, potente, estruendosa, sin limitaciones, estremeciendo la penumbra de las cuatro de la tarde; estuvo riéndose como un niño hasta que se durmió, pero desde mucho antes el chico ya le acompañaba, pensando al mismo tiempo: «Me volveré y me sentaré enseguida, en cuanto empiece el viejo», y sucedió, oyó un rechinar de dientes provocado por una risa hacia dentro, y entonces se sentó, mirándolos, y Gain Baskardo también se sentó y el chico comprendió que Kume Baskardo saltaba por encima de su presencia y convertía su risa reprimida en juvenil, y lo vio sentarse, y entonces los tres rieron a gusto, mirándose, compenetrados, sin intentar estropearlo con palabras.
El chico despertó cuando anochecía. El viejo y el hijo estaban ante un fuego, asando castañas, y el chico se acercó y comió con ellos. Después empezaron el acoso. Descendieron al valle y el chico no necesitó ninguna indicación para ocupar el puesto debido, de manera que al aproximarse al cañaveral ya estaban abiertos en abanico, dejando a las llamas una única salida. Desde el centro el viejo emitió un «¡Eh!» rupestre y levantó los brazos, y su hijo prorrumpió en otro «¡Eh!» y levantó los brazos, y el chico hizo también las dos cosas, y entonces se oyó el sordo tamborileo precursor de la carrera, ya familiar para el chico. Se arrancaron de pronto. El cañaveral se estremeció, se resquebrajó y se abrió como en un parto, y a la luz mortecina del anochecer no surgieron veintisiete animales, sino una masa única y compacta, que enfiló hacia el extremo opuesto del valle retumbando el mundo.
Durante toda la noche se llevó a cabo lo que el chico pudo calificar de acoso pulcro, una especie de juego de salón cuyas leyes todos parecían aceptar, pues las llamas se dejaban conducir por unos hombres que sólo se mostraban fugazmente, aunque en el momento preciso, para lanzar sus gritos y agitar sus brazos, marcando el rumbo. La marcha hacia el gran monte sólo se interrumpía cuando las llamas elegían un sembrado y se detenían a devorarlo, y los hombres respetaban su necesidad y también se detenían. Al amanecer, ellas mismas parecieron acatar la última norma, refugiándose en un bosquecillo de pinos.
En la segunda ocasión, los perros de Efrén llegaron sin estridencias. Les vieron al otro lado de los pinos, casi como fragmentos de algodón desprendidos de la niebla y reprimidos por las correas que controlaba el propio Efrén con su mano derecha, ayudado por Juan Altube. Eran cuatro, tres foxhound con los que él mismo había cazado zorros en Inglaterra aquel invierno, y un setter inglés, regalo de su madre a su regreso del curso de Oxford y adquirido por Ella (en secreto, a través de un intermediario) de Camilo Baskardo, el padre de Efrén. Los perros se habían aproximado tanto a las llamas que las olían directamente. Mantenían su silencio, pero las correas ya no les podían contener. Efrén y Juan Altube abrieron los cierres, y Efrén les dio una orden seca, mientras preparaban sus armas, y entonces el chico recordó que no vio a Juan Altube corriendo tras los perros el día anterior. El único perro que avanzó unos pasos fue el setter, hasta componer la figura de piedra señalando con todos los tensos centímetros de su cuerpo en una dirección: el bosquecillo. Entonces, inesperadamente y por su propia voluntad, salieron las llamas, no huyendo, sino atacando. El setter mantuvo su postura hasta que lo arrollaron, desquiciando todas las leyes y toda la lógica de la caza, y los tres foxhound iniciaron unos pasos de ofensiva, en tanto creyeron que aquel muro de pezuñas como cuchillas, dientes de carnicero y ojos candentes podía ser vencido, o al menos detenido, o al menos desviado. Dos de ellos volvieron grupas al ser destripado el tercero y Efrén y Juan Altube tuvieron que arrojarse a una zanja con sus escopetas sin disparar. Primero les pasaron por encima los dos foxhound, luego las llamas y finalmente el setter, que gozó de una gloria efímera hasta que su delirio le llevó a colgarse del anca de la última llama; se oyó un berrido–aullido, seguido a una fracción de segundo del ladrido tajante del macho y el rebaño realizó sobre sí mismo un giro de ballet de ciento ochenta grados; el setter quedó paralizado, mientras olvidaba su valor o temeridad y los reemplazaba por la suficiente dosis de miedo para que su huida no resultara humillante. Luego Efrén y Juan Altube salieron de la zanja y Efrén llamó a los dos foxhound y empezó a sacudirse la ropa y volvió a gritar:
—¡Eh, ustedes, Baskardo padre e hijo, ya pueden abandonar su tribuna!
Kume Baskardo, Gain Baskardo y el chico alcanzaron la explanada donde se había desarrollado todo cuando llegaban don Estanis y Saturnino Altube con la lengua fuera y arrastrando las escopetas por el suelo. El cura era un hombrón de treinta años, macizo y agreste, que se las componía para concluir todos sus sermones hablando de caza y que admitía la blasfemia cuando se fallaba un tiro. El pueblo le llamaba «Escopeta».
—El Señor nos ha enviado esta plaga para ponernos a prueba —resopló, secándose con un pañuelo su cuello de toro.
En su último sermón, el del domingo en misa de siete, se había referido a las llamas denominándolas el Enemigo. Era imposible precisar la frontera entre su morbo de cazador y su misión de pastor de almas. Viéndolo deshecho y desgarrado, abierto frescamente de piernas y mostrando por entero los secretos pantalones de los curas, y recordando que siempre lo había visto conversando como un patriarca en el pórtico de la iglesia y lo había imaginado merendando chocolate en la mansión de Camilo Baskardo, el chico llegó a pensar que aquel no era don Estanis.
Entonces oyó la voz de Saturnino Altube:
—Supongo que no me estarás pidiendo que abone también eso.
Efrén había traído el cadáver del foxhound y lo sostenía en brazos ante Saturnino Altube. Se había vaciado de sangre por el vientre, del que colgaba una cinta plomiza de intestinos, y tenía los ojos abiertos. Efrén se volvió a Kume Baskardo.
—Y esto, ¿también entra en vuestras leyes naturales?
A pesar de sus dieciocho años, su rostro siempre producía una irremediable sensación de frío. Nunca se le vio bajar la mirada ante nadie, aunque se decía que en realidad jamás miraba a las personas, por más que estas sintieran sus ojos sobre ellas. Con los años se supo que era cierto, pues a la mayoría de la gente de Getxo no la llegó a conocer por sus rostros sino por sus nombres, y no por sus verdaderos nombres, es decir, por sus apodos, sino por aquellos que podían pasar del libro parroquial a los contratos comerciales. Sin embargo, por el tiempo de aquella cacería sólo era un muchacho tieso y reservado, quizá demasiado hermético y todavía sin ningún apellido, ni paterno ni materno, aunque en el día del bautizo Ella obligó a don Eulogio del Pesebre a dejar en blanco la línea correspondiente, en la que años después, en 1919, habría de registrar dos apellidos en el mismo día: BASKARDO y PUERTA, fruto el primero de una despiadada manipulación de largos años por parte de Ella, y el segundo, sencillamente, porque en la sacristía había una puerta y la madre la descubrió cuando su mirada buscaba en el recinto un sonido para el segundo apellido de su hijo. Sólo aparecía por Getxo los veranos, pues su madre le tenía los inviernos haciéndose caballero en Oxford, Inglaterra. Esto empezó a sus dieciséis años por prescripción de aquella mujer sin nombre que surgió, brotó o cayó en Getxo hacía veinte años en compañía de una niña de ocho, Madia, que no podía ser su hija, ambas escuálidas y enlutadas, la de diecisiete años no mucho más desarrollada que la de ocho, a traer sobre aquella tierra una especie de maldición. Jamás reveló a nadie su verdadero nombre, si es que alguna vez tuvo uno, ni siquiera al cura cuando le hizo la pregunta y la pluma de don Eulogio del Pesebre permaneció a la espera sobre el libro parroquial. «Ponga cualquier cosa», le dijo Ella. Era una historia que el chico había oído contar muchas veces. Todo se desarrolló como si le animara un ansia de venganza o desquite contra la humanidad por algo sufrido en su lugar de origen, allá en el sur, pues ambas tenían un aire agitanado y cantaban cuando estaban tristes. Lo malo para Getxo fue que, en su huida, Ella eligiera la casona de Camilo Baskardo para colocarse a servir. La arrojaron a la calle dos años después, al verla preñada. Por entonces, Camilo ya estaba casado y tenía a sus tres hijos. Nadie supo cómo se las arregló Ella para quedarse con La Venta en la subasta municipal de aquel mes de junio de 1889. Efrén nació en setiembre y, catorce meses después, Ella se casaba con Santiago Altube, en la más impecable seducción por la cocina. Santiago Altube era un hombre de ciento cuarenta kilos de peso a sus treinta y ocho años, y que teniendo dieciséis ya se mandó construir una mecedora reforzada para contemplar la vida desde su portal. El único que trabajaba en Altubena era su hermano Zenón, quien se había comprometido a cebarlo hasta su muerte a cambio de la primogenitura, que Santiago, a su vez, había recibido de Saturnino, el hermano mayor, el indiano, el que trajo la peste de las llamas. Ella se valió de sus guisos árabes no sólo para arrancar a Santiago Altube de su mecedora y llevarlo al altar, sino también para apropiarse de las tierras de Altubena, que vendió, profanó, y así pudo proseguir con su proceso de aniquilación, preparar a Efrén para gran caballero de todos los poderes económicos y levantar a pocos metros de la casa solariega de Camilo Baskardo, al otro lado de la misma carretera que la trajo a Getxo, el horrible palacio que pasó a habitar en 1895 y desde cuya terraza, en los aniversarios de la procreación de su único hijo, arrojaba piedras al tejado de la familia del padre.
Efrén no estuvo arriba de diez segundos con el foxhound en brazos delante de Kume Baskardo, pero al chico le parecieron diez años, mientras Saturnino Altube gruñía: «¡Malditos bichos! ¡Malditos bichos!».
—¿Cómo le llama a esto? ¿En defensa propia? —murmuró Efrén con esa dureza de cuchilla que ya se le había empezado a advertir en los veranos.
—A tu perro le ha pasado que estos no eran zorros —dijo Juan Altube riendo sin ruido. Era hijo de Zenón y sobrino de Saturnino y, al menos en los registros de don Eulogio, algún día sería primo de Efrén. Le llamaban el «Rubio» y estaba en aquella cacería por amor—. Vamos, déjale al viejo —añadió.
Efrén se alejó cuatro pasos y depositó al perro sobre la yerba.
—Que alguien lo entierre —dijo. Y sólo el chico reparó en la emoción de su segunda frase—: Se llamaba Sulby.
Siempre le conocieron con perros hasta el día en que uno provocó el accidente con una lámpara y abrasó a su hijo de un año en el incendio de la habitación. Los dos foxhound se acercaron a oler al compañero y el chico también se acercó y buscó a su alrededor algo para abrir la tierra y entonces vio a Kume Baskardo tendiéndole su cuchillo de hoja de madera.
—Ahora nos van a decir con quién están ustedes —dijo Efrén.
—¿De qué hablas? —exclamó don Estanis.
—Déjeme hablar, cura —dijo Efrén—. Y empiece a levantarse, que tenemos que seguir.
—Un momento —dijo don Estanis—. Que alguien abra una ventana para que entre el aire.
—¿Es que no lo ven claro? —prosiguió Efrén, contenido, sin apenas mover los labios—. Mírenlos, lejos de su casa y queriendo convencernos de que están cazando sin armas. Y siempre los encontramos cerca de los bichos.
Saturnino Altube, interesado, se puso en pie con un estruendo de huesos.
—El domingo no nos dejaron pasar por sus tierras para atraparlos —añadió Efrén—. De modo que pregúntenles si están contra ellos o contra nosotros.
El chico miraba por encima de su hombro sin dejar de escarbar con el cuchillo y vio al enorme Saturnino Altube detenerse delante del viejo y del hijo, sentados en el suelo.
—Pregúntenles quién levantó la liebre a un palmo de las narices de los perros, ayer —dijo Efrén.
Saturnino Altube permaneció metiendo aire en sus pulmones durante un minuto.
—Este es un asunto serio —dijo a los Baskardo.
—Para todos —silbó Juan Altube con ojos chispeantes.
—Y también para el pueblo —reforzó Saturnino Altube—. Es como una guerra. Esos diablos han vertido sangre. Quizá para ahora hayan matado a alguien.
—Son una transfiguración de Satanás —dijo don Estanis con su mejor tono de púlpito.
—No diga tonterías —exclamó Efrén—. Claro, que si necesita creérselo para poder seguir cazando…
El cura se levantó con la cara candente.
—¡Son una transfiguración de Satanás! —repitió.
Efrén le volvió la espalda y se dirigió a los Baskardo.
—¿Qué tienen que decirnos?
Kume Baskardo se puso en pie y depositó en Efrén la mirada lejana de su estirpe.
—Vosotros las queréis. Nosotros también.
Don Estanis hizo la traducción del euskera y hasta el propio Efrén comprendió que los Baskardo les habían concedido demasiado en palabras. Juan Altube ayudó al chico a enterrar al perro y, camino de la carretera, don Estanis comentó: «No es fácil entenderse con herejes». Encontraron a Braulio Apraiz dormido en el fondo del carro, con la cabeza apoyada en la báscula. A sus veintiocho años parecía un hombrón de cuarenta. Tenía unos brazos como morcillas descomunales, todo el año arremangados, y un estómago de barril. Estaba en aquello por puro negocio de carnicero: Saturnino Altube le iría vendiendo las llamas a medida que se cobraran y él se las abonaría a precio de ganado en vivo, y por eso llevaba la báscula. Se enderezó, miró si traían alguna res para pesar y preguntó: «¿Hacia dónde, ahora?». Se entendieron con las miradas. Todos sabían a quién había comprado Ella aquel setter que perseguían las llamas; es decir, sabían que, al verse en peligro de muerte, volaría hacia la casa donde nació y vivió a cuerpo de rey hasta el pasado mes. De modo que subieron al carro y emprendieron el regreso a Getxo por la carretera, el chico sentado entre Kume Baskardo y Efrén y con un foxhound sobre sus rodillas; entre el hombre cubierto de pieles y el muchacho impecablemente vestido con el rojo uniforme inglés de cazador de zorros, y que si no montaba su caballo era porque a la madre se le había muerto una semana antes del regreso del hijo y por ello propuso a Camilo Baskardo comprarle el mejor que tenía en sus cuadras y él se negó a venderle incluso uno de tiro porque sabía para quién era, y entonces Ella recurrió al intermediario para adquirir el setter y poder ofrecer al hijo un presente de bienvenida y de consolación.
Fue como estar viendo la carrera del setter contra las llamas, pues en todos los pueblos del trayecto no les hablaban de otra cosa. El setter cruzaba y recruzaba la carretera en su huida en línea recta hacia Getxo, sin conseguir despegarse de sus perseguidoras, aquel rebaño ciego que parecía haber perdido su instinto de conservación, aunque todo ocurrió demasiado rápido para que a los hombres les diera tiempo a sacar sus escopetas de los armarios. Sin embargo, dos llamas quedaron en la ruta. El chico vio a la primera aún cosida al suelo por la sarda que el hombre manejaba en la huerta cuando la manada pasó por encima de su hija de seis años y luego él la esperó y cuando le rebasaba pudo atravesar el vientre de un diablo y perforarlo una y otra vez con ensañamiento, mientras la gente le hacía corro; y a la segunda, decapitada y colgada de un árbol de la plaza, sobre un lago de sangre, después de ser extraída de los escombros del gran andamio y del muro a medio hacer del frontón que derribaron en su carrera y después de que los albañiles que no tuvieron que ir al hospital le cercenaran el cuello a golpes de hachuela. El carro se detuvo en los dos sitios el tiempo justo para bajar la báscula, pesar los despojos y cargarlos, y para que Braulio Apraiz y Saturnino Altube sacaran la cuenta y aquel abriera la bolsa y pagara. Saturnino Altube mantuvo el primer precio sencillamente porque aún desconocía que la llama muerta por Efrén el domingo tuvo el lunes en la carnicería una aceptación inusitada. El carro reanudó su marcha con los cazadores sentados sobre los cadáveres aún calientes, excepto el chico y los Baskardo, que viajaron de pie, el chico sostenido por la mirada inquebrantable del viejo y conteniendo sus lágrimas y preguntándose: «¿Habrá restado con los dedos y sabrá que sólo quedan veinticinco?».
Llegaron al cruce de Laparkobaso a las diez y encontraron la mansión de Camilo Baskardo conquistada por las llamas y a medio pueblo encaramado en los muros de la finca contemplando el espectáculo. Les contaron que el setter llegó a San Baskardo con los ojos blancos de pánico y entró en la casa por la gran puerta principal y no paró hasta alcanzar el desván y el tejado, con las llamas siempre detrás, y que en el mismo instante empezaron a brotar de todos los huecos miembros de la familia y de la servidumbre dando gritos y buscando refugio en el jardín. Cuando el carro se detuvo ante la puerta de rejas abierta y Saturnino Altube vio las cabezas de las llamas asomando por ventanas y balcones, se le cayó el color de la cara. El chico oyó el murmullo jocoso de Juan Altube:
—Les pones una casa nueva con otros veintisiete años en América.
De la muchedumbre salió un grito: «¡Aquí está el padre de los diablos!», y luego el chico vio avanzar a un marqués por la calle del jardín hacia la puerta. Lo conocía, pero nunca lo había tenido tan cerca. Era Camilo Baskardo, un hombre de expresión franciscana y manos de cristal, que se cambiaba al día doce veces de ropa y jamás comió carne, pero que había levantado en la Ría cuatro hornos de fundición, pasaría a la historia como el creador de la industria pesada y hacía safaris al África para asesinar fieras. Era un hombre del hierro. Procedía de una estirpe de dueños de ferrerías que él finalmente glorificó enriqueciéndose aún más con el comercio de Indias, casándose con una marquesa y recibiendo de las grandes instituciones el título de Padre de la Provincia. Era el único de la casa a quien la invasión había sorprendido vestido, pues estaba a punto de salir a realizar la inspección diaria por todas las oficinas de su poder.
—Buenos días —pronunció sin abrir los labios—. De modo que usted es Saturnino Altube, el dueño de estos cervatillos. ¡Buena la ha armado!
Camilo Baskardo constituía una de las leyendas vivas de Getxo y Saturnino Altube recordó entonces que era la primera vez que oía su voz. Quiso saltar para ofrecerle un saludo de disculpa, pero en ese momento el marqués hizo una señal al carro para que pasara. Un tenso silencio se extendió por la muchedumbre. El chico volvió la cabeza y vio a Efrén bajar con los dos foxhound, cruzar la carretera y desaparecer tras el murallón de la otra finca. Y entonces descubrió a Ella en la terraza oriental, enlutada y desayunando con su familia ante una mesita de hierro pintada de blanco, controlando la fiesta como desde una tribuna.
La gente reanudó el bullicio y el carro traspasó la frontera entre los dos mundos y el chico holló por primera vez el recinto mítico. La mansión de los marqueses era un enorme cajón acastillado construido en el siglo XV por un Oiaindia para que su estirpe sobreviviera a las guerras banderizas cuando se alió con los Jaunsolo contra los Garzea. En aquel tiempo el territorio apenas si había rebasado todavía los cuarenta y ocho caseríos de los Fundadores, y entre la casona y la iglesia sólo se veía la vieja Venta como una isla cercada de jaros y bosques. Con los años, los Oiaindia se fueron desmoronando con su edificio, pero nunca lo quisieron abandonar, por no despojarse del último recuerdo de su grandeza, hasta que en 1879 Cristina Oiaindia casó con Camilo Baskardo, fundiendo nobleza con ferrones, para estrenar la nueva era. Desde el primer momento el marido intentó arrancar a la esposa del caserón, para vivir en el palacio que había levantado en el Abra, junto a la aristocracia de la provincia, e incluso le prometió trasladar el escudo solariego de una fachada a la otra, pero ella siempre se negó, ante el temor de que la piedra se desmigase. Así, pues, a Camilo Baskardo no le quedó más que recomponer las ruinas por dentro y por fuera hasta convertirlas en una sede digna de su imperio.
El chico asistió con los hombres a aquella especie de consejo de guerra que tuvo lugar entre las calas.
—Sólo esperen mi orden —dijo Camilo Baskardo, metiendo un cambio de tono para concluir—: Mi permiso, para abrir fuego.
El chico siguió el gesto de su brazo y vio el denso frente de armas de caza que coronaba el muro de limitación de la propiedad. Se oyó un grito de mujer, procedente de una zona arbustada, y luego a la misma voz pronunciar el nombre de Camilo. Camilo Baskardo murmuró: «Perdonen», y se alejó. Minutos después estaba de vuelta.
—Es mi esposa. No quiere que las postas toquen el escudo de la fachada. Pero nosotros sabremos resolver el problema de ese rebaño a nuestro modo.
Se refería al hombre que había regresado con él. Lo presentó:
—Mi yerno, el coronel Román Pérez de Angulema.
El chico observó sus terribles bigotes y la sólida cabeza emergiendo del camisón azul que le llegaba hasta los pies descalzos. La presentación era vana: por un lado, todos sabían quién era, y, por otro, en el futuro jamás habría nuevas llamas que les proporcionasen ocasión para un segundo saludo. Era un militar de las campañas de Cuba retirado del servicio por herida de guerra. Nadie supo dónde nació el rumor de que la metralla lo había castrado. Desde hacía dos años el pueblo aguardaba los frutos de su matrimonio con Fabiola Baskardo para prenderle de una vez el mote que ya flotaba sobre la comunidad: «el Roto».
Mientras Saturnino Altube, su sobrino Juan y Braulio Apraiz no encontraban postura, don Estanis ni siquiera se preocupaba de guardar las formas, después de tantas meriendas de chocolate con aquella gran familia.
—He vivido creyendo que al cielo se le habían acabado las plagas —dijo, entre profundo y socarrón—. Pero Dios nunca abandona a su pueblo y ha metido a esos diablos en una trampa.
Al chico se le reprodujo la angustia y lanzó una mirada a la mansión, de la que no había cesado de brotar el estruendo de pezuñas destrozando entarimados y escaleras, muebles y cristalería, y en cuyos huecos de la fachada las llamas aparecían y se esfumaban con el vértigo de una representación de títeres, buscando al setter. Las siguientes palabras de Camilo Baskardo le perforaron el alma:
—Nuestros rifles africanos están en la casa, pero he mandado traer otros de mi fábrica. Luego jugaremos al blanco como en las casetas de feria.
Eran los rifles procedentes de aquella fábrica de Eibar que se aseguraba la fundó para disponer de armas especiales para sus safaris. Entonces el chico se acordó del viejo y de su hijo y miró hacia atrás y los vio en el carro. Eran los únicos que seguían en él. Permanecían en pie, contemplando la mansión con expresiones graníticas, ajenos a la fiesta. Salvó la breve distancia y se agarró a las maderas del carro y les transmitió con los ojos la nueva amenaza.
La voz de Camilo Baskardo sonó a su espalda:
—¿Quiénes son?
Transcurrió medio minuto sin ninguna respuesta. El chico miró hacia el grupo. Saturnino Altube, su sobrino y Braulio Apraiz cruzaban sus miradas y tosían, e incluso don Estanis había perdido su desparpajo y no hacía más que soplarle el polvo a su escopeta. Y, de pronto, el chico recordó que Camilo era Baskardo, como el viejo y su hijo.
—¿Quiénes son? —repitió Camilo Baskardo.
Don Estanis vació sus pulmones en un suspiro interminable.
—Los Baskardo de Sugarkea —dijo trabajosamente.
Camilo Baskardo se quedó un tiempo con su última expresión. Eran corrientes encuentros así en una comunidad milenaria donde las pistas de los apellidos viejos se perdían en vericuetos de sangre imposibles de rastrear. Aunque siguieran escribiéndose del mismo modo, carecían ya de toda relación. Era como una inútil persistencia de los sonidos del lenguaje primigenio sobreviviendo a enlaces, combinaciones, deserciones y repudios, al odio y al amor: el viejo sonido marcando a fuego a cada hombre en un desesperado intento de vincularlo por siempre a sus Orígenes, al sentido y a la razón por la que cada sonido fue aplicado a cada hombre, incorporándolo a la armonía cósmica, para acabar en impersonales artificios para folios de juzgado y libros parroquiales. De los cuarenta y ocho sonidos–nombres que los cuarenta y ocho Fundadores se aplicaron entre sí en aquel remoto Principio de la vida sobre la tierra, sólo el de Baskardo traspasó incólume las edades y alcanzó así el tiempo de las llamas. Incluso prevaleció a las defecciones en la propia estirpe de quienes a lo largo de la historia del hombre buscaron las cosas nuevas, pues hasta ellos se siguieron llamando Baskardo en su prostitución. Como aquel eslabón final, aquel marqués Camilo, descendiente del Baskardo que cuatro siglos antes abandonó Sugarkea y se metió de ferrón, incorporándose a la raza que otro Baskardo de Sugarkea, en la Edad de los Metales, llamó, para simplificar, de los «hombres del hierro».
Avanzó hacia el carro como si no pudiera hacer otra cosa y se les quedó mirando, incrédulo.
—¿Ustedes también se apellidan Baskardo? —preguntó roncamente.
Don Estanis vertió la frase al euskera y el viejo contestó desde lo alto y don Estanis volvió a traducir:
—Dice que no, que eres tú el que también te llamas Baskardo.
Camilo Baskardo parpadeó y no encontró las siguientes palabras.
—¿Cómo…? ¿Cómo…? No debe… No puede ser… —Se volvió a don Estanis—. El tiempo no existe.
—Sobre todo para algunos —dijo el cura.
—Se trabaja, se crea riqueza, uno llega a pensar que ha transformado el mundo, hasta que descubre que todo sigue igual, que el tiempo no existe.
—No es verdad —dijo el cura—. Ayer no había un rebaño de diablos en su casa.
—Creo que tampoco existe el tiempo para Dios —prosiguió Camilo Baskardo—. Creo que no existe el tiempo para nadie. Creo que tienen razón los que dicen que no existe Dios.
Don Estanis se le acercó para cogerle del brazo.
—No me salga ahora poniéndome a los herejes de acuerdo con Dios —dijo con viveza.
Camilo Baskardo lanzó a lo alto del carro una mirada verde.
—Escucha, Baskardo: te compro Sugarkea.
El chico observó que el viejo dirigía a la figura rechoncha una mirada indescifrable.
—Vamos, nombra una cantidad —insistió Camilo Baskardo—. Todas las cosas tienen un precio.
Lo que vino después le parecieron al chico los revoloteos de una avispa por perforar una piel dura. Durante varios minutos Camilo Baskardo estuvo forcejeando con una terquedad basada no tanto en la confianza en su fuerza como en una especie de orgullosa desesperación, haciendo ofertas cada vez más elevadas, escupiéndolas, mientras el cura las traducía y el chico pensaba que cualquiera de ellas bastaría para comprar todo Getxo y el viejo le miraba como lo haría una peña desde una dimensión en la que ni siquiera cabía el desprecio, hasta que habló, clausurando el episodio. Esta vez fue el chico el que se anticipó al cura para poner la traducción:
—Pregunta que a cómo sale cada muerto, los tuyos y los de él.
Porque el chico había recordado que bajo los tabucos de Sugarkea estaba enterrada toda la estirpe de los Baskardo y desde tiempos tan remotos que Camilo también se tenía que sentir de ella. Quedó con los brazos largos y fláccidos, sosteniendo arduamente la mirada que quería transportarlo a otra realidad. Para arrancarse a ella tuvo que recurrir a los músculos de la cintura.
—¿Para qué deseaba Sugarkea? —le preguntó don Estanis en su retirada.
—Para borrarlo del mundo.
A las dos de la tarde regresó de Eibar la berlina de Camilo Baskardo con ocho rifles africanos de precisión. Cristina Oiaindia, su mujer, puso el grito en el cielo. Salió del refugio de los arbustos, donde había permanecido toda la mañana con sus hijos Josafat y Fabiola y siete criadas aterrorizadas, y se mostró al mundo en camisón para defender el escudo de la familia. Se oyeron risas contenidas en lo alto de los muros y una carcajada mefítica procedente de la terraza de Ella, pero la marquesa avanzó como una valkiria blanca hasta su marido. Él la paró con unas frases que recusaban todas sus promesas anteriores.
—Hemos sido echados de nuestra propia casa —le dijo—. Hay que ser hombre para comprender estas cosas.
—Prefiero quedarme sin casa a perder mi escudo —exclamó Cristina.
Era una mujer demasiado alta para Camilo, de rasgos viriles, fortaleza de leona y nacida en cuna de Parientes Mayores, pero que jamás regateó hijos al esposo ni trató de arrebatarle el mando del hogar, excepto en lo tocante al escudo. Este ocupaba en el frontispicio todo el espacio entre dos balcones y representaba un jabalí destripando un oso, bajo el siguiente lema: CUÍDESE EL ENEMIGO DE LOS CUCHILLOS DE LOS OIAINDIA. La hija, Fabiola, secundó a la madre, y el hijo, Josafat, al padre. El coronel Pérez de Angulema emitió su veredicto de militar:
—Es simple estrategia. Todos los problemas se resuelven a tiros.
Él y Camilo Baskardo tomaron sendos rifles y entregaron otro a Josafat, un muchacho de veinticinco años con la expresión franciscana del padre y la estatura de la madre, a quien ella había rescatado en el último momento de seguir al hermano mayor, Moisés, a las selvas de Ceilán como misionero. Tras un año de encono, durante el cual no dirigió a nadie la palabra, una carta del ausente vino a cambiar su concepto del mundo. Moisés le contaba que en aquella tierra se mataban tigres como moscas y que él mismo llevaba cobrados diez. Se le derrumbó de golpe la adoración por el hermano místico y empezó a acompañar a su padre a los safaris africanos, no por afición sino por despecho. Fabiola, que tenía con él más confianza que con su esposo, apoyó una mano en su brazo.
—Suelta esa arma. No hagas sufrir a nuestra madre.
Tenía veintiún años, los cabellos rubios y en la mirada el romanticismo que dos años antes la había llevado a contraer matrimonio con el gallardo coronel que acababa de desembarcar en Bilbao con la aureola de su herida cubana.
Josafat Baskardo, también en ropa de cama, tuvo un arranque de humor:
—Tú verás cómo me pongo hoy mis pantalones si no puedo cogerlos del armario.
El chico, que respiraba colgado de aquella escena, vio las fuerzas en equilibrio. Fue entonces cuando el jardinero anunció al marqués que un grupo de gente quería hablarle de las llamas. Eran siete muchachos de Getxo, que aguardaban el permiso a la puerta de la finca. Andaban en la caza–juerga desde el domingo, durmiendo fuera de casa y sin sufrir un solo encuentro con los diablos. Habían oído desde las tapias la disputa familiar y traían una táctica: irrumpirían en la mansión por sorpresa, y a tiros y a gritos desalojarían a los animales para que los acribillaran en el jardín. Al coronel Pérez de Angulema le indignó la sencillez de la estrategia.
—Es un plan demasiado primitivo —declaró—. Las guerras no son tan simples.
Camilo Baskardo tampoco se adhirió a la propuesta. Estaba encandilado con la novedad cinegética de abatir fieras a través de las ventanas. Pero su esposa no quiso desperdiciar la ocasión de salvar su escudo de los tiros sin lesionar ningún orgullo, y ella pronunció la última palabra. El coronel Pérez de Angulema adoptó medidas de combate: refugió a la población civil en los arbustos y señaló puestos para los tiradores. Los siete jóvenes bebieron los últimos tragos del garrafón de vino que traían y avanzaron hacia la casa en medio de la expectación general. Algunas voces los embromaron y ellos replicaron con chanzas, pero cuando alcanzaban la escalinata del adusto portalón la atmósfera del jardín quedó cristalizada. Sólo se oían las percusiones del metal de las armas al ser amartilladas. Sufrieron un latigazo de indecisión al descubrir que también se había hecho el silencio en el interior de la casa, como cuando se espera una visita. Un mocetón rubio, que hacía de jefe, emitió un susurro de atención y, de pronto, el jardín reventó en un trueno de alaridos y disparos de escopeta, y el grupo de héroes fue tragado por el edificio. Se siguió oyendo el estruendo de tiros y gritos, mezclado a los mazazos de las botas contra el entarimado, pero sólo por diez segundos, hasta que la onda sonora se estancó en el silencio de la casa. En el jardín y en las tapias la gente se olvidó de respirar. Luego ocurrió como si el silencio que se había tragado la invasión la empezara a digerir. Primero fue un rumor de desperezamiento, luego un ajuste de incorporación a un ritmo fugazmente perdido y finalmente la renovada apoteosis de ladrido—rugido—relinchos destinada a perdurar durante años en el recuerdo de los habitantes de la región y que las madres llegaron a utilizar en sustitución del coco de los niños. La casa se despedazó por dentro. Las llamas ya no perseguían a un perro invisible sino a siete enemigos palpables y que ofrecían un blanco mayor. Las ventanas volvieron a mostrar un renovado espectáculo de títeres. Cruzaban los jóvenes ante ellas huyendo de aquellos demonios de erguida cabezota, dientes castañeteantes y mirada feroz, lanzando gritos de espanto tan humanos que resultaban identificables en el fragor animal y que ponían los pelos de punta. La mansión los vomitó cuando en el jardín ya se había empezado a rezar por sus almas. Saltaron desde balcones, ventanas, troneras y rejillas con las ropas desgarradas y sangrantes y los ojos cegados por el pánico y cruzaron a trompicones el jardín y desaparecieron. A uno le habían cercenado una mano y la sangre salía a chorro del muñón, y la cabeza de otro, sin cuero cabelludo, parecía un campo de amapolas. La gente logró contarlos: faltaba uno, el rubio. Se oyó el clamor de que se lo estaban comiendo. Sin embargo, apareció, cuando dos llamas lo arrastraron hasta el portón y, después de zarandearlo salvajemente, se retiraron, en lo que pareció la más ultrajante y despectiva manifestación de su poder. Nadie reparó en la posibilidad de que los dientes de las llamas se hubieran trabado en las ropas del hombre cuando lo atacaron y de que sólo pretendían soltarse. El mocetón rubio se retiró por el jardín llamando a gritos a su madre, y el pueblo, espantado por lo que había visto, prorrumpió en un alarido feroz.
Al otro lado de las tapias la muchedumbre se adensó en un movimiento colectivo de represalia inspirado en su propio miedo, pero Camilo Baskardo se adelantó hasta la puerta de su posesión para manifestar que aquello era cosa de profesionales. Él y el coronel Pérez de Angulema tomaron posiciones con sus rifles, prescindiendo incluso de Josafat. Don Estanis y Saturnino Altube dieron un paso suplicando con las miradas un rifle de aquellos, pero Camilo Baskardo los calificó de aficionados y también los rechazó. Cristina Oiaindia no pudo oponerse a la voluntad de todo un pueblo. Se limitó a despachar a un criado para que pronunciara al oído de su esposo una sola palabra: «Escudo». Camilo le dibujó en el aire con los dedos una señal de confianza.
—Usted, tranquila —le dijo don Estanis a la marquesa—. Dios está con nosotros.
Los dos tiradores iniciaron su exhibición fulminando a dos llamas. Las cabezas de los animales desaparecieron por el borde inferior de las ventanas con un agujero entre los ojos, justamente cuando el chico lanzaba un grito —que pudo parecer el de «¡Premio!» del barraquero—, pero que fue ahogado por el estallido exultante del pueblo. Luego se precipitó al carro y miró a través de sus lágrimas a los Baskardo de Sugarkea: el joven permanecía en pie, contemplando sombríamente el espectáculo, y el viejo, ahora sentado y con la espalda apoyada en las tablas, tenía los ojos cerrados y había imprimido a sus mandíbulas un movimiento de rumia. Fue a hacerle una pregunta inútil, pero la visión de los dos cadáveres fríos que aún seguían en el fondo del carro le acabó de desmoronar las piernas. Estuvo el resto de la tarde acurrucado entre las dos ruedas, apretando las manos contra las orejas para no oír los estampidos de los rifles ni el sangriento clamor de la muchedumbre subrayando cada blanco, aunque sin poder evitar que cuando la falta de luz cortó la carnicería supiera exactamente qué nueva fracción habían perdido todos: TRECE partido por VEINTIOCHO.
Pero en aquella ocasión Braulio Apraiz no pudo proceder al pesaje en su báscula. Saturnino Altube le consoló y se consoló a sí mismo: «Mañana, con todas muertas, entramos a sacar carne para el pueblo». El ayudante del carnicero, que se presentó al anochecer con un carro de burro, ni siquiera pudo retirar los dos cadáveres de la mañana: la muchedumbre los adquirió para comérselos en el mismo campo de batalla. Hicieron la petición con los ojos rojos de odio y se apoderaron de los cuerpos con brutalidad de vándalos y los abonaron a un precio superior al de la carne de primera, pues el ayudante acababa de comunicar a Braulio Apraiz que la llama puesta a la venta se la habían quitado de las manos sin apenas darle tiempo a desollarla. El pueblo se instaló en la carretera con bullicio de acampada, asó a los diablos en hogueras y los devoró entre canciones bárbaras.
Los despojados habitantes de la casa también se dispusieron a pasar la noche a la intemperie. Camilo Baskardo había ordenado traer de Bilbao un cargamento de ropa, comida y tiendas de lona, y cenaron entre los arbustos las truchas, las perdices y el caviar que les aliñó el cocinero en una cocina de campaña. También convocó a la gente del carro. El chico, que contemplaba todo aquello por encima de la costra de sus lágrimas, buscó al viejo y al hijo, y no los encontró. Tampoco estaba Juan Altube. Su tío lo llamó varias veces, gruñendo: «Todos los días se me escapa el maldito a esta hora». Y entonces sonó una voz nueva, procedente del mundo anterior a aquel delirio.
—Buenas noches. ¿Anda por aquí el padre Estanislao?
Era don Eulogio del Pesebre. Don Estanis no se levantó; rodó al suelo desde la silla de lona, con la boca llena de perdiz y sin soltar la copa de champán, suplicando: «Díganle que estoy asistiendo a un muerto», y añadió sordamente: «Los curas siempre se acercan a lo bueno». Don Eulogio del Pesebre escuchó con escepticismo la mentira del marqués y se retiró sin aceptar una copa. Y fue en ese momento cuando el chico, más que recordar, supo que alguien también lo estaría buscando a él. Dirigió una última mirada a la negra mole del caserón, ahora tan silencioso como si las llamas vivas velaran a las muertas, y huyó del jardín y de aquel trozo de carretera donde la gente masticaba carne con estrépito de fábrica.
Su madre lo esperaba en la cocina como en un día corriente, pues era una mujer que confiaba de modo incondicional en la providencia. Además, el circo que vivía su comunidad le había trastocado el calendario. Recibió al hijo con una frase rutinaria: «Traes cara de sueño». Cuando le puso el plato en la mesa recordó que no había hecho guisos aquel día.
—Hoy he comido tu cena de ayer y luego me quedé dormida junto al horno, esperándote —le dijo sin aspereza—. Me gusta saber dónde está mi hijo por las noches.
—Ya lo sabes —respondió el chico.
—Sí, pero yo no crío hijos para pasto de fieras.
De pronto recordó algo y añadió:
—Me han dicho que andas con esos paganos de Sugarkea.
Por primera vez en catorce años el chico se sintió por encima de su madre. Le invadió una ola de compasión y se encontró hablándole de lo que sabía que no podía expresar con palabras. «Queremos que no las maten, ¿no lo comprendes?». Y ella: «¿Por qué no? Están haciendo daño y dicen que su carne es rica». Y él, soltando el cubierto, levantándose, pisando las baldosas de la cocina con un temblor desesperado: «¿Por qué lo habéis olvidado todos? ¿Cómo se puede olvidar una cosa así? ¿Qué le ha pasado a este pueblo?». Y la madre: «Olvidar, ¿qué?». Y el chico, deteniéndose ante ella, agarrándola por los hombros, mirándola a través de sus lágrimas renovadas, traspasado por aquella expresión de niña: «Las encontré en nuestro huerto y me enseñaron que sólo matándolas dejarían de ser lo que eran. Les corté el paso, ¿comprendes?, quise encerrarlas allí y el macho y todas ellas pudieron destrozarme, pero se contentaron con salir, llevándose lo único que necesitaban, ¿comprendes?». Y la madre: «Sí, nuestras lechugas». Y él, zarandeándola una vez más: «¿Es que ni con ellas entre nosotros lo podéis ya recordar? Sólo me has hablado, me habéis hablado, de perros, gatos, bueyes, vacas, corderos, gallinas, cerdos y conejos, pero estos no nos pueden enseñar ya nada. Y, a veces, de osos y de jabalíes, que siempre llegan muertos. ¡Dios! Tenías que haberme hablado de ello alguna vez y no dejarlo a la casualidad de que a Saturnino Altube le enviaran de América el rebaño para… para…».
Su madre lo condujo a la cama y él se dejó, e incluso empezó a desnudarlo, cosa que tampoco hacía en cuatro años.
—Se ve que las has tomado cariño. Ahora duerme y mañana la Virgen lo habrá arreglado todo.
Hasta ella advirtió que la emoción le hacía volver al lenguaje que utilizaba para acostar al hijo en otro tiempo.
—Escucha, Manu —exclamó—. Yo no las he visto, aunque no dudo de que sean muy bonitas. También el demonio se disfraza de príncipe para engatusarnos. Tu madre no se mueve de su sitio, pero se entera de todo. Hacen destrozos, rompen huesos, vierten sangre de prójimos, matan a los perros de los cazadores y los persiguen hasta los tejados…
El chico se enderezó con el último sollozo.
—¡El setter! —exclamó.
—… Si continúan vivas, cualquiera sabe… ¿Qué setter?
El dócil cuerpo se convirtió de pronto entre las manos de la mujer en un organismo escurridizo y precipitado: le azotó en la cara el viento de las prendas, oyó su propia voz llamando a la armonía anterior y sintió un fugaz beso en su frente y, dentro de la misma fracción de segundo, una polvareda huyó de la estancia.
A la luz de las antorchas el chico vio a la multitud acampada en la carretera en su sueño—digestión, recobrando fuerzas para la siguiente carnicería, y en el jardín un poblado de tiendas de lona, todavía con las marcas de los dobleces del almacén, dentro de un cerco de fogatas contra las fieras y bajo una guardia armada de criados con polainas rojas. El carro de Braulio Apraiz estaba junto al muro de piedra, con su caballo suelto, y los perros del marqués habían sido sacados de su alojamiento y atados a las puertas de todas las carpas. Para evitar su alarma, el chico tiró por el lado contrario y alcanzó la casa atravesando una vegetación chorreante de rocío. Seguía muerta. Rastreó las fachadas hasta encontrar un canalón y empezó a trepar, buscando a tientas los salientes. Al palpar la curva en el alero miró por primera vez hacia abajo. «Ahora no tengo tiempo de acordarme del vértigo», pensó. Se dobló para vencer el escollo y se sentó sobre los lomos de las tejas. Contempló la noche desde otra dimensión. Fue situando de memoria todos los objetos en la oscuridad hasta componer el mapa de un mundo más pequeño que el que conoció hasta entonces, y de nuevo le invadió la misma sensación de superioridad que experimentara delante de su madre. Empezó a gatear por el tejado, llamando al setter, sin recibir un solo indicio de su presencia, aunque sabía que no podía estar en otro sitio. Tropezó con sus ojos en la base de la chimenea: eran dos terrores blancos perforando la oscuridad, inmóviles, tan muertos que ni siquiera parecían ver nada, y realmente no vieron al chico cuando se aproximó y le acarició la cabeza. El cuerpo se estremeció bajo su mano, sin abandonar su postura de ovillo. Todavía respiraba abruptamente, como si acabara de concluir la gran carrera, y su hocico aterrado seguía oliendo al enemigo. Empleó una sola mano para descender con él por el canalón, susurrando una y otra vez que le perdonase, y en la última ventana lo sostuvo unos instantes en el vano, como en un escaparate, y le pidió otra vez perdón. Luego lo soltó desde tres metros. Por unos instantes más la noche continuó paralizada, con el setter en la misma postura de caída, sin mover un solo músculo, ni siquiera respirar, oliendo, presintiendo a sus espaldas la amenaza que le clavaba al guijo del sendero, hasta que empezó a brotar de la casa el traqueo del nuevo despertar y al punto las recias afirmaciones de las pezuñas contra el maderamen y el escalofriante ladrido–rugido–relincho del macho y el astillamiento de la noche. El chico vio las primeras cabezas lanosas irrumpiendo en el jardín antes de que el setter hubiese arrancado, de modo que su segunda huida no pareció estar provocada por el miedo o la proximidad del rebaño, sino por el simple golpe de aire aventado por los testuces de hierro.
Cuando el chico saltó, sus pies aún percibieron la trepidación del jardín. Se lanzó tras los aullidos de terror del setter y del vibrante alud que había despertado a la noche, y fue como atravesar un túnel de rostros sacados del sueño que las antorchas despellejaban en una danza roja de pavor, de carreras despavoridas y gritos demenciales, de ladridos furiosos de los perros del marqués y finalmente de disparos solitarios y vergonzosos, ejecutados por el pánico, y que sólo sirvieron para dejar constancia de que aquellos instantes habían existido.
Luego vino para el chico el naufragio en una noche amplia y uniforme, en cuyos confines abovedados rebotaba el remoto estruendo de la carrera, componiendo un entramado de ecos imposible de clarificar, hasta que al amanecer las piernas se le desquiciaron en un campo de chiribitas y con sus últimas fuerzas se refugió bajo un roble caído, sin poder pensar siquiera en lo que sentía: «Ellas también tendrán que descansar alguna vez».
Le despertaron unos ladridos lejanos y al abrir los ojos descubrió a Gain Baskardo recortado en la luminosidad de un sol ya muy alto. Estaba de pie, afilando una estaquilla con su instrumento cortante de madera, y al advertir la expresión fija del chico se le quedó mirando.
—¿Cómo pasó?
El chico se lo dijo. Gain Baskardo construyó con los tendones de su rostro una fragosa sonrisa y prosiguió sacando chirloras. El chico sólo sabía de él lo que sabía todo el pueblo, es decir, no mucho, como les sucedía con todos los Baskardo de Sugarkea. Eran difíciles de ver entre los demás hombres, pues sólo salían de las que no llamaban sus tierras para cazar o tomar mujer, y el chico recordó haber oído cómo ganó Gain Baskardo a la suya: acosándola día tras día a su paso por la misma estrada, con una delicadeza animal que arrollaba todas las negativas del idioma, hasta que Lucasia Zaldubi se fue con él a Sugarkea. El chico permaneció un tiempo fascinado por el gusto con que ejecutaba cortes, mordiéndose incluso la lengua. Luego, de pronto, habló otra vez, como para sí mismo:
—Bien, bien.
—¿Cómo lo supisteis? —preguntó el chico.
—Por los perros.
—¿Dónde está él?
Gain Baskardo cubrió con la mano del cuchillo un gran trozo de paisaje. El chico se incorporó, pero siguió sin saber dónde se encontraba. Su mirada buscó la del Baskardo y este se la descifró.
—Están lejos, escondidas. Y nosotros, lejos de ellas, porque alguien nos seguirá.
Entonces el chico se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo oyendo a los perros, y después llegó Kume Baskardo con una liebre que llevaba entre las orejas el golpe de una piedra de honda y que el hijo desolló y ensartó en la estaquilla y asó al fuego que encendió con pedernales. Volvió a vivir entre ellos y fue como reanudar algo interrumpido. En las noches del miércoles, del jueves y del viernes dirigieron a las llamas hacia el gran monte, igual que el lunes, y no ocurrió nada, excepto la visita del macho y aquel ladrido insistente y solitario y tan blando que casi no era ladrido, y que al chico le puso en la garganta un hecho olvidado.
—¿Qué le pasó al setter? —preguntó a Gain Baskardo en una pausa del acoso.
En los ojos del Baskardo brilló una chispa infantil.
—Ahora las defiende de los otros perros.
—¿A las llamas? ¿Él?
De manera que los ladridos pertenecían al setter. Las llamas lo habían devuelto al estado salvaje. Al parecer, la intimidad en que vivieron las últimas horas había puesto en marcha un proceso de integración en el que el elemento más potente absorbió al otro. El caso es que hacía vida común con ellas, e incluso el chico llegaría a ver las pistas falsas que desperdigaba por un amplio territorio, y también supo que colaboraba con ellas por las noches, marcando la buena ruta con aquellos ladridos acolchados y su incansable correteo de pastor. No ocurrió nada, excepto, también, que se avanzaba con desesperante lentitud, como si las llamas se negaran a conceder tanto a los hombres y sus correrías colaterales para alimentarse sólo fueran anuncios de que se consideraban tan libres como antes y de que si después de horas de saqueo regresaban a la ruta era por su irreductible albedrío. Sin embargo, en la última hora de la noche del jueves el chico temió por la rotura definitiva del frágil vínculo. Se oyó al rebaño detenerse en la boca de la cañada que los hombres le habían asignado para el día, dudando, las inquietas pezuñas golpeando sordamente la tierra en el mismo sitio, y el chico oyó por primera vez la voz del viejo al cabo de casi cuarenta y ocho horas de convivencia, de tomar comida de un mismo fuego y de dormir cuerpo contra cuerpo bajo el mismo follaje: «Nos sienten demasiado». El chico palpó en la frase la evidente conexión con el macho. Hubo un momento de incertidumbre, cuando se recrudecieron los ladridos del setter y el macho no tomaba una decisión, hasta que el rebaño clausuró con una corta carrera hacia la cañada su historia de aquella noche.
Al amanecer, el chico recibió su visita. Ya habían tomado carne fría con torta de mijo y se habían tendido en la cama vegetal de turno, cuando se estremeció bajo un aliento vibrante. Sabía lo que iba a ver antes de abrir los ojos: el oscuro hocico olisqueándole el cabello y luego el rostro y todo el cuerpo hasta los pies y subiendo para detenerse otra vez en su cabeza, en esta ocasión mirándole, y así el macho pudo saber que él también le estaba mirando: el encuentro de aquellos dos pares de ojos, tan distantes que su simple proximidad física resultaba absurda; aquellos cristales pertenecientes a dos universos, a pesar de estar construidos de la misma materia, pero acaso anhelando en aquella cita insólita borrar el abismo insalvable y establecer una comunicación, al menos dar noticia de que también había algo más detrás de las absortas miradas, al menos solicitar un nuevo plazo de millones de años para dar lugar a que una concurrencia de las mismas circunstancias provocara otro encuentro, cuando el hombre poseyera la suficiente humildad para aceptar el mensaje: un indiano con unos socios en América que le enviasen una prodigiosa liquidación de su negocio, un rebaño salvaje depositado en medio de una genuina comunidad de humanos, un chico de catorce años conmovido por la revelación y un viejo anacrónico capaz de entender y recoger su ruego; en un esfuerzo por cargar sus ojos de significado, al chico se le volvieron a inundar de lágrimas, mientras se impregnaba de aquel olor demasiado vivo y demasiado animal, de la alerta de aquella carne agreste y de la promesa de insumisión patente en cada extremo recio de su pelambrera. Luego giró y se alejó a un trote justo, ni rápido ni lento, el cuello erguido, sin volver una sola vez la cabeza, como si ya hubiera olvidado a los hombres a los que buscó momentos antes, y desapareció tras una loma roja de sol.
El chico se levantó, pero no pudo dar ni el primer paso.
—¿Adónde vas?
Los dos Baskardo le miraban desde el suelo.
—Ha estado aquí —exclamó el chico, las piernas temblorosas, el pecho desbocado. Y en ese instante descubrió que ya lo sabían—. Quizá hasta ahora no se sintió seguido, o creyó que no eran hombres los que le guiaban por las noches…
—Te ha reconocido.
—¿Reconocido?
—Confía en ti. Y nos ha visto sin armas.
En cuanto anocheció se dirigieron a la cañada y el rebaño se puso en marcha delante de ellos. Aquel día también realizaron el trabajo sin intromisiones. Continuó habiendo un silencio de disparos. La carnicería que causaran el martes Camilo Baskardo y el coronel Pérez de Angulema y el furibundo banquete que siguió, habían sofocado las pasiones. Aunque no fue más que una tregua, las cosas no volvieron a ser como antes. Al término de aquella primera semana ya se había instaurado la leyenda de sangre de los diablos y no todos la pudieron soportar. Concluyeron para siempre el tono de bufa con que se inició la guerra y los cazadores ocasionales, quedando sólo los que se sentían fuertemente implicados —por negocio, orgullo o destino— y los que se sobrepusieron al miedo para vengar a parientes o amigos. Pero en el transcurso de la segunda semana también estos lo fueron delegando en aquellos, de modo que el pueblo siguió ansiando la aniquilación de los diablos sin arriesgar nada, limitándose a alentar a los dos grupos que finalmente se erigieron en vengadores, a ofrecerles a su paso por los pueblos comida y alojamiento, que ellos siempre rechazaban; convirtiéndolos en símbolos y en mitos, menos por miedo que por estupefacción, o por otra clase de miedo: no el de enfrentarse a unos dientes de acero, sino al tenaz mensaje que traían, ese misterio, esa situación sin precedentes contra la que ya los hombres no podían luchar desde simples posiciones desnudas con meras armas o mero odio, aunque aguardando la entrega final de la carniza para devorarla. De modo que fue una tregua de tres días y tres noches que el chico vivió en continua avidez, descubriendo el mundo nuevo a través de los Baskardo. Llegó a no reconocer los días, las noches y las cosas, y con frecuencia tenía que librarse del encanto de las pistas falsas que sembraba el setter o del lenguaje de sonidos que ya le descifraba al macho o del de oír a los Baskardo abandonar su euskera primigenio y dialogar a gruñidos cuando resolvían algo fundamental, para mirar dentro de sí mismo y preguntarse quién era.
Desde las primeras horas del sábado empezó a recibir noticias de que tendría que compartir los grandes bosques con el enemigo. Primero, como siempre, fueron los ladridos, y después, en la quietud quebradiza de la noche, las voces de los hombres, todo muy lejano y en continuo eclipse y rebrotamiento. El último cobertizo lo construyeron ya sobre un suelo de raíces nervudas y bajo un cerrado techo de copas, cerca de un sendero para el transporte de helechos. El chico se durmió contemplando el jaro en el valle donde se habían refugiado las llamas.
Fue un día tenso. Comieron por inercia, con el oído pendiente de los progresos de la amenaza, y una hora antes de oscurecer los vieron llegar por la ruta del bosque. Parecían un ejército. Primero surgió la jauría del marqués, los catorce deerhound escoceses a los que ejercitaba en la caza de jabalíes a fin de tenerlos a punto para su cita anual con África. Camilo Baskardo, su hijo Josafat y el coronel Pérez de Angulema componían un desproporcionado frente de combate, con sus impecables uniformes africanos, polainas y salacots, y sus poderosos rifles. Montaban caballos y dirigían al paisaje miradas de dominio. El chico recordó haber oído que el marqués era dueño de la mitad de los bosques del país. Les seguían ocho mulos con pertrechos conducidos por ocho criados con polainas rojas. Luego venía el carro de un solo caballo, con Braulio Apraiz, don Estanis, Saturnino Altube, su sobrino Juan y Efrén; los perros de este, los dos foxhound, marchaban silenciosos bajo las ruedas. Cerraba la comitiva una figura enteca con boina roja sobre un percherón de mina; el chico lo reconoció con un estremecimiento: era el alguacil del Ayuntamiento de Getxo, Antón Basurto, «Pellejo», un muchacho de veinte años que en toda su vida rebasó los cuarenta y cinco kilos de peso.
Los Baskardo los recibieron sentados. El marqués detuvo su caballo a un metro de ellos y los miró desde su cumbre.
—Lo que vosotros hacéis no sé cómo llamarlo —les dijo.
—Creo que tiene un nombre —gruñó Josafat—: Traición.
—Éramos un pueblo feliz hasta que llegaron esos bichos a verter sangre. ¡Y vosotros los defendéis! —exclamó Camilo Baskardo—. He hablado a las autoridades para que no envíen al ejército. El honor lo ha de defender cada uno. Y vosotros…
Estaba furioso y era verdad que había convencido a las autoridades para que no interviniera en la caza un solo guardia. Las llamas habían invadido su hogar, destrozándolo y lanzando a los suyos al ridículo y a la vergüenza en el jardín, y a los hombres de la familia les correspondía lavar la afrenta. Siguió dirigiéndose a los dos hombres que no habían retirado sus miradas del horizonte.
—¿Dónde las escondéis? Desde el principio las habéis mimado como a perritos de lujo. ¿Por qué? ¿Por qué? El pueblo vivía en paz hasta ahora. Si buscáis reses para el mercado, yo os pago ahora mismo el precio que pidáis por unas que no os pertenecen. Pero… ¡hablad! ¡Decid dónde las tenéis escondidas!
Su figura oronda se había dilatado unos centímetros para contener su cólera y su rostro mofletudo temblaba a cada golpe de palabra. Entonces habló Kume Baskardo, estrechando el cerco de arrugas de sus ojos: «No te canses. No te entendemos», y don Estanis bajó del carro para hacer la traducción, y allí se rompió la escena. El alguacil Antón aprovechó el instante para dirigir su orden al chico:
—Ven conmigo a casa, chaval. Ya está bien de fiesta.
Acababa de ingresar en el cuerpo, aquel era su primer servicio serio y la dureza que se le advertía sólo era temor a no dar la talla. Arrinconó al preso contra un árbol para cortarle toda fuga y le comunicó que su madre lo había denunciado. Pretendió partir en ese momento y hubo que convencerle para que cenara y autorizase a cenar al chico. Fue una acampada abrupta. Los criados de polainas rojas del marqués armaron cuatro tiendas y una cocina de campaña y el cocinero preparó una cena suculenta, que no fue compartida por todos a pesar de la invitación general de Camilo Baskardo. El chico observó que Efrén se apartaba desde el primer momento y se sentaba junto a una rueda del carro, marcando la segunda grey. Enseguida se le unió Juan Altube. Braulio Apraiz sostuvo un arduo combate contra los guisos humeantes de la cocina, pero acabó siendo leal a su carro. Saturnino Altube, que llevaba tres días sin resolver aquel problema de vecindaje, cenó con los suyos y tomó café con los otros. Don Estanis repitió lo de los días precedentes: ocupó limpiamente una silla plegable en la mesa portátil del marqués. Antón Basurto cenó en los dos sitios. Apenas se habló en aquella sentada y las palabras en ningún caso traspasaron la frontera de los grupos. El chico se sentó con los Baskardo de Sugarkea a tomar carne de jabalí, pues al viejo y al hijo les repugnaban los alimentos artificiales. Palpó la tensión mucho antes de recordar lo que constituía una de las leyendas contemporáneas de Getxo, aquel hijo de Ella tenido de Camilo Baskardo, aquel Efrén sin apellidos pero con la correspondiente línea en blanco en los libros parroquiales aguardando ser rellenada algún día, pues los más perspicaces ya por entonces pensaban que era la gran obsesión de la madre, por la que llevó a cabo su tremendo plan, casarse con Santiago Altube y vender, profanar, las tierras de uno de los cuarenta y ocho Fundadores de —sólo el último Baskardo de la última generación de Sugarkea llegaría a saber que la Fundación entrañó mucho más— Getxo, casar a Magda con Roque Altube, en una culminación del despojo, y levantar aquel horrible palacio oriental frente a la casona del padre, como un entomólogo se sitúa ante el insecto a estudiar y dirigir, desde donde llevó a cabo el programa más tortuoso e implacable de destrucción, controlando a distancia bodas, vocaciones y destinos, con el propósito de que el único nieto naciera de Efrén; engrosando la maldición creciente sobre todas las tierras, convirtiendo a su hijo en un «hombre de hierro», ganando para él aquel imperio y aquella tradición de poder que ya llevaba siglos destruyendo la tierra: el santo hierro del primer rudimento de ferrería y el glorioso acero de la época suprema; pariéndolo tan igual al padre que se pasó la vida regalándole las mejores armas de caza y los mejores perros para que recorriera los cada vez más escasos bosques y cobrara las cada vez más escasas piezas, como si su odio y su venganza rebasaran los estrechos límites de una reyerta de sangres y cubrieran por entero aquella tierra sentenciada, como si hubiera sabido ya entonces que un día aparecerían las veintiocho llamas delatoras y no hubiera querido dejar a Camilo Baskardo y a su gente toda la gloria de su exterminio. «Sólo la necesidad que tienen del viejo y de su hijo para que les guíen ha puesto a unos tan cerca de los otros en este bosque», pensó el chico, porque también recordó la amenaza de muerte que Josafat dirigiera a Efrén tres años antes, gritándosela de casa a casa, durante la crisis que le produjo aquella carta de su hermano misionero; aquel estallido causado principalmente por la tenaz e insultante proximidad del hermano bastardo, cuando las recomendaciones a la indiferencia y al desdén por parte del padre común dejaron de hacer efecto, y cuando Ella se paseaba por la terraza bajo una sombrilla y cantando la leyenda del rey de Cachemira que tenía cuatro hijos. El chico, con la simplicidad de los catorce años, pensó que ninguna ocasión mejor que aquella para ventilar el duelo que todo Getxo esperaba desde hacía tiempo, pues habían coincidido en el monte con armas y con don Estanis para administrar una o dos absoluciones. Sin embargo, ni siquiera se miraban: durante toda la cena el chico estuvo cerciorándose de ello. No le extrañó de Efrén, tan frío e impenetrable, al que el pueblo siempre consideró por encima de las manifestaciones convencionales, pero sí de Josafat, el místico frustrado, el hombre perplejo y quebradizo que de viejo aún seguiría sonrojándose ante una mujer. Sí, allí estaban los dos, en el mismo bosque y casi en la misma partida y persiguiendo una presa idéntica, como si la presencia de las llamas hubiera conjurado venganzas, odios e intolerancias para englobarlos en un odio único y común, y con ellos a los demás rifles y escopetas, ensayando una convivencia tan increíble como forzada, que se disolvería cuando la última presa fuera desollada por el ayudante del carnicero. Y el chico disfrutó por segunda vez de unos instantes lúcidos: aquellos hombres, su propio pueblo, los nombres de los que siempre vivió rodeado: los Andre, Basurto, Murua, Jaunsolo, Egurra, Garzea, Altube, Goiburu, Jauregui, Lurra, Baskardo, Satrulegui, Apraiz, Inchauspe, Sarria, Indarra, Selaya, y todos, muchos sin origen, pero todos poseyendo una tierra que heredaban y legaban a través de papeles de posesión en los que se aludía a ella en una clave convencional que hacía que pudiera ser poseída por quien nunca la pisara ni viera ni siquiera pensara una sola vez en sus montes, ríos, bosques y animales, porque a un hombre no se le puede exigir que se sienta de un papel que sólo habla de mojones y límites y puntos cardinales y una cifra de superficie que en cualquier momento puede ser convertida en dinero; la propia tierra del chico, la que creyó suya hasta los ocho años, hasta que aquel hombre entró en su cocina y exigió a su madre el pago del alquiler en dinero y no en cosechas, como hasta entonces, y la madre: «Nosotros nunca hemos vivido con dinero y mi marido acaba de morir». Y el hombre: «Todo cambia». Y luego la madre le dijo al chico que dejaban el caserío. «¿Por qué? ¿Por qué?», preguntó él. «No es nuestro», le explicó la madre. Y él: «Siempre hemos vivido en esta tierra. Yo nací en ella y el padre también nació en ella. ¿Por qué? ¿Por qué?». Y un mes después regresó el hombre con el viejo papel amarillento cosido con hilos por algunas partes y con él en la mano se puso a comprobar los límites de las heredades con un ayudante al que iba leyendo datos y nombres, y el chico comprendió que la tierra había dejado de ser suya porque estaba metida en aquel papel que poseía el hombre, y se lo arrancó de las manos y huyó y lo quemó en el monte y regresó a comunicar al hombre que la tierra ya no era suya y lo encontró despidiéndose de su madre sin un rastro de cólera o dolor en su expresión levemente melancólica, y cuando lo descubrió a su lado acarició su pelo revuelto y le entregó un pañuelo para sus lágrimas y dijo: «El mundo sería mejor si mandaran los niños»; pero tuvieron que abandonar la tierra porque el chico llegó a saber que el hombre poseía ya otro papel nuevo e idéntico al anterior, y así supo también que en las oficinas de Bilbao entregaban papeles más persistentes e invulnerables que la propia tierra; que heredaban, pues, no un lugar donde nacer, trabajar y morir, sino una riqueza, una tentación de poseer y acumular, porque ya los protagonistas y delimitadores habían dejado de ser los brazos para manejar instrumentos de labranza, hechos de simple carne humana vulnerable al cansancio y a la enfermedad, que ahora eran sustituidos por la capacidad insondable de los archivadores de escrituras; que heredaban, pues, una tradición de profanaciones que ellos conllevarían, reforzarían e incrementarían, inmolando ciegamente las básicas esencias y la libertad, el orgullo y la libertad, la nobleza y la libertad, el honor y la libertad, de manera que lo que finalmente llegaban a poseer eran los certificados indestructibles de su prostitución.
Luego el chico se encontró con que ya había concluido su ración de jabalí y que el viejo y el hijo asumían una actitud soñolienta, como si ya hubieran olvidado que las llamas estaban a punto de abandonar su refugio en el valle. Observó que Efrén se había levantado y lanzaba por el paisaje oscurecido una mirada de halcón. El alguacil se ataba los cordones de las botas para emprender el regreso con su prisionero. Impulsado por una repentina inspiración, el chico se dirigió al lugar de los caballos, soltó el de Antón Basurto y cuando se alejaba con él descubrió que no se lo llevaba solo.
—Vaya, hemos tenido la misma idea.
Era Juan Altube. El chico vio sus parpadeantes ojos azules brillar al otro lado de la cabeza del percherón. Era un tipo de veinticinco años, alto y musculoso, de cuya expresión nunca acabaron de desaparecer las huellas de la infancia.
—Te conviene que sea yo quien me lo lleve —añadió—. Tú sólo querías espantarlo, pero si se va conmigo puedes tener la certeza de que no lo verás en cuatro horas. Y en cuatro horas de noche negra ocurren muchas cosas, incluso que un alguacil se despeñe buscando su caballo.
Hablaba con aparente desenfado, pero el chico le adivinó comido por los nervios.
—Ya sé adónde vas —le dijo.
—Ah —silbó Juan Altube.
—A ver a tu novia. Saturnino dice que desapareces todas las noches y que luego no hay quien te levante para seguir la caza.
El caballo fue detenido bruscamente y el chico también se paró.
—Supongo que no correrás a contárselo.
El chico tuvo otra prueba en pocos días de la fragilidad de los adultos.
—Seis horas.
—¿Cómo? —exclamó Juan Altube.
—Seis horas.
Juan Altube reanudó la marcha.
—Habrá amanecido.
—Así tendrás más tiempo de hablar con tu novia.
—Mari Benita siempre cierra la ventana a la misma hora.
Al chico le entraron tentaciones de preguntarle de qué hablaban, pero de pronto descubrió que en aquellos momentos no le interesaba la respuesta.
—Tú no has venido a cazar —le dijo.
—Ya es bastante con uno como mi tío en la familia —respondió Juan Altube.
—Y él ya lo tiene que saber.
—Creo que me lleva para que Braulio no le engañe en las cuentas.
El chico lo vio montar en el percherón y desaparecer en la noche silbando por lo bajo una canción de romería. Al regresar al campamento no encontró ni a Efrén ni a sus perros. Miró al viejo y al hijo y los vio en la misma postura, sentados, hombro contra hombro, dirigiendo a la noche sus miradas blancas. Saturnino Altube y Braulio Apraiz estaban echados en el fondo del carro, bajo la lona que tendían para dormir. En sendas tiendas se alojaban Camilo Baskardo, su hijo y el coronel Pérez de Angulema, y de la cuarta habían sido desalojados los criados de polainas rojas para instalar en ella a don Estanis.
—¿Has visto a Juan? —preguntó Saturnino Altube al chico—. ¡Demonio de sobrino! En cuanto lo pierdo de vista se me va a pelar la pava con esa moza. No he montado este carnaval para servirle de alcahuete…
Siguió hablando, pero el chico ya estaba pendiente del terremoto de pezuñas que debería estallar de un momento a otro, como sucediera en las tres noches precedentes. Ni siquiera prestó atención a las maldiciones de Antón Basurto cuando descubrió el robo de su caballo. «Tardan en salir porque saben que no estamos solos», pensó el chico. «Pero, saldrán. Tienen hambre. Dios mío, saldrán». Aguardó una hora más bajo una tensión que casi le quebraba las rodillas, agachado, doblado de piernas, asistiendo sin querer al paulatino derrumbe del campamento en el sueño.
Esta vez no se inició con un incremento: el principio ya constituyó la apoteosis. La noche se abrió por la mitad con un estampido de pisadas y relinchos y ladridos de los foxhound, a los que se sumó en el mismo segundo la algarabía de los catorce perros del marqués al extremo de las correas que los retenían a los árboles. El chico se puso en pie y miró al viejo y al hijo, y ahora ellos también le miraban, pero lo que le enviaron paralizó sus movimientos. Entonces sonaron tres disparos y el chico volvió a sentir la humedad ardiente de las lágrimas y pensó que aunque el valle hubiera estado lleno de cazadores, aquellos disparos secos y duros sólo podían haber partido de Efrén.
Después, el trueno de las pisadas fue desdibujándose en la distancia y la noche se empantanó en una falsa calma y regresó Efrén. El campamento lo recibió con una expectación hosca. Traía un color azul en la línea recta de sus labios y un aire meditabundo, y sus perros avanzaban pegados a sus talones.
—La caza es para todos —barbotó don Estanis desde la boca de su tienda.
Todas las cabezas asomaron por los bordes de las lonas. Josafat Baskardo emitió una maldición sorda. Efrén se sentó sobre una peña en el centro del claro.
—No me marché en secreto. Cualquiera me pudo acompañar.
—Si venimos en grupo es para disparar en grupo —dijo abruptamente don Estanis metiéndose la camisa en el pantalón. Pero hasta él mismo desprendió de la expresión de Efrén que había algo más, aunque no pudo dejar de formular la pregunta que le quemaba la lengua—: ¿Cuántas?
—Tres.
El chico efectuó la resta sobre el descalabro de sus tripas y pronunció el resultado en voz alta: NUEVE.
—Bueno, la cosa va adelante —dijo Saturnino Altube con un bostezo.
A la hora del tránsito de una luz a otra, Juan Altube encontró un campamento silencioso, pero alerta. Llegaba en el percherón, con la sonrisa inigualable de los enamorados, que persistió incluso cuando el alguacil se le colgó de las bridas. «Te has llevado el caballo de un agente de la autoridad en servicio», le gritó Antón Basurto. Juan Altube descabalgó. «Dile al alcalde que necesito uno para sacarlo de paseo por las noches y que se lo compro».
El chico persiguió con angustia cada uno de los movimientos del alguacil, pidiendo que se olvidara de él, hasta que lo vio acercarse con una soga. Lo levantó, se la enrolló a la cintura y tirando del cabo suelto lo llevó hasta el percherón y lo montó detrás.
Se alejaron a un trote pesado y el chico estuvo mirando por encima del hombro hasta que la niebla del amanecer se tragó al campamento. Fue una vuelta, un verdadero regreso, una pérdida de la antesala de los grandes bosques y una recuperación de los dóciles escenarios cotidianos, los Arbolados de transición, los caseríos solitarios, los viejos pueblos y los viejos campanarios, y, en todo momento, aquella cuerda fijándole al caballo y aquella espalda estrecha y odiosa, demasiado frágil para hombre, pero suficiente para erigirse con la cuerda en todo lo que no representaban las llamas; una pérdida de la esperanza recién descubierta y un enterramiento en el humillado mundo también recién descubierto, aguardando un descuido de la espalda y un aflojamiento de la cuerda para saltar y huir, y sin cruzarse entre ellos ni una sola palabra en todo el viaje, adivinando que la espalda sólo podía pensar en el tesoro y que por ello había confiado la vigilancia a la soga.
Era domingo. En la vieja Venta de Getxo —el ágora de mil generaciones, el establecimiento que en 1895, cuando inauguró su palacio, todavía era regentado por Ella, la madre de Efrén— se vivían preparativos de fiesta. Se habían sacado grandes mesas debajo de la parra y se montaban enormes parrillas sobre pilas de leños. El chico oyó que veinte sociedades gastronómicas de la región habían adquirido casi todas las llamas muertas en la casa del marqués para devorarlas aquel domingo, invitando a todo el pueblo, y que habría música y romería, pruebas de bueyes y bertsolaris. El chico no supo en qué momento empezó a recordar el banquete de los dos jabalíes celebrado dos años antes en el mismo sitio y sobre las mismas mesas, y el canto interminable de aquel bertsolaris medio loco que murió con la última estrofa. Él, el chico, se encontraba detrás de los arbustos, atisbando con los de su edad aquella espléndida manifestación de los adultos, prolongación natural de la gran cacería de la víspera, a cuyo regreso el grupo de semidioses barbudos extendió las fieras ante el pueblo y se fotografió sobre ellas. Al término de la comilona, una pareja de bertsolaris subió al tablado para enfrentarse en un duelo de trovas improvisadas. Uno de ellos se llamaba Deogracias y había nacido de una muerta. Su madre había expirado en manos del médico y con el disgusto todos se olvidaron de que estaba preñada de seis meses. Medio año después del entierro, una mujer encontró en un cajón la chaquetita de lana que estuvo tejiendo la difunta y la familia se acordó de la criatura. Abrieron la fosa y allí estaba Deogracias, fuera de su madre, jugando a chupar sangre y aire del cordón umbilical que él mismo había partido con los dientes. Nunca le pudieron lavar su color de muerto. Cogió todas las enfermedades de la especie y sobrevivió a todas de milagro, y sacó tal hambre de leche que hasta los veinte años no probó otro alimento. Su debilidad le había impedido dedicarse a algo, pero a esa edad empezó a mostrar un don especial para las narraciones versificadas. Los motivos más insulsos le daban pie para cantar durante días y noches viejas historias que nadie entendía, porque se empeñaban en buscarles un aire contemporáneo. La familia aprovechó la habilidad y lo convirtió en bertsolaris, aunque hubieron de tenerle dos años disciplinándole a los temas que le imponían. Triunfó en todos los enfrentamientos. En las ocasiones de mayor inspiración sumergía paulatinamente el tema hacia atrás en el tiempo hasta situarlo en épocas tan remotas que sus rivales no lo podían seguir. La gente empezó a decir que estaba loco, que sabía tantas cosas de los tiempos viejos porque había nacido de la muerte. Se le miró con miedo, aunque nunca dejó de llenar las plazas. El día de su muerte, en pleno recital, se desvió del tema del certamen, que era el del agua y el vino, y buceó en la historia del pueblo hasta profundidades de delirio. De entre todos sus oyentes sólo uno llegaría a entenderle, y eso cuando cumpliera los catorce años, pues entonces tenía doce y aún no estaba viviendo la revelación de las llamas.
Sucedió cuando Kume Baskardo pasaba ante La Venta con un venado al hombro, de regreso de los bosques y camino de su casa, saliendo de las huertas de enfrente e internándose en las del otro lado, pues siempre siguió sus propias rutas y no las marcadas por el progreso. No miró a nadie ni pareció oír nada. El súbito silencio que se hizo en la fiesta persistió mientras lo tuvieron delante, y cuando el otro bertsolari prosiguió con las excelencias del vino sobre los peligros del agua, todos vieron cómo Deogracias adquiría su color más intenso de muerto, cómo su cuerpo cobraba una dureza de trance y cómo se arrancaba en tono monocorde con la última tonada de su vida. El chico no la recordó ahora con palabras, sino con sensaciones atrasadas, aquellas que dos años antes carecieron de interpretación y que, de pronto, brotaban de la sangre con una clave resuelta. Deogracias les cantó que una nieta de Baskardo, llamada Sabel, inventó el fuego y que su abuelo la descalabró con una peña por haber puesto en la tribu aquella novedad. Que el viejo era descendiente directo de aquel otro Baskardo que ya cortara de un mordisco la lengua de uno de los 48 Fundadores por haber pronunciado la primera palabra de dos sílabas. Y les cantó que cuando llegó la lluvia que persistió a lo largo de cien años y que fue apagando todos los fuegos, la tribu recordó la leyenda de los Baskardo que iban de cueva en cueva meando a escondidas sobre las lumbres y pensaron que el Baskardo contemporáneo —que todavía andaba por los concheros apagando las últimas fogatas— tenía a los cielos sometidos a su control, y lo convirtieron en dios. Lo sacaban a la fuerza de su gruta y lo llevaban en procesión bajo la lluvia, sin que les desanimaran los continuos fracasos de ver cada vez más lejos la sequía. Para honrarlo mejor lo alzaron en una cumbre atado a dos troncos en cruz. Murió reblandecido por la humedad. Y la cruz se desprendió y rodó de canto por la ladera y un chiquillo grabó en sus huesos la imagen de aquel rodamiento para que, en un tiempo posterior, un descendiente suyo realizara el gran invento de la rueda. Cuando el Baskardo se pudrió con la madera, hicieron reproducciones en piedra del conjunto y las colgaron en sus hogares para que siguiera protegiéndolos de la lluvia, aunque todavía no las pudieron llamar lauburu porque sólo sabían contar hasta dos. Y les cantó que otra noche sorprendieron a otro Baskardo arrancando de los umbrales los emblemas del dios y lo arrojaron por el acantilado que un día se llamaría de La Galea. «Regreso a mi sitio», dijo a sus verdugos. Sólo otro Baskardo supo a qué se refería. Cuando todos las habían olvidado, ellos seguían creyendo en la vieja leyenda que hablaba de 48 criaturas verdes saliendo de la mar, y que era ya la propia tribu. Y les cantó que como las aguas habían anegado la mayor parte de las tierras y los hombres esperaban de brazos cruzados el día del escampe, el Baskardo que contemplaba el diluvio con sentido común empezó a construir una plataforma de troncos desmesurada. Al morir de viejo, la continuó su hijo. Y cuando las aguas de la mar rebasaron los bordes del acantilado, el nuevo Baskardo embarcó a toda la tribu, diciéndole: «Creed siempre en la madera». En un descuido, dejó abierta la puerta de la valla que levantó para que no se cayeran los niños, y se le colaron los animales del mundo. Y les cantó que cuando se retiraron las aguas, al cabo de doscientos años, el Baskardo del nuevo tiempo ancló la embarcación en el mismo punto de partida, en medio de un paisaje calcinado por el fango. Hasta entonces la tribu había vivido feliz en promiscuidad, pero el hacinamiento en la plataforma concluyó en un empalago de carne de prójimo. Fueron doscientos años de procrear, nacer y morir los unos sobre los otros, sin saber quién procreaba con quién, ni quién nacía de quién. Durante la siguiente generación no se realizó un solo ayuntamiento. Al cabo, un Baskardo convocó al pueblo y procedió a la liquidación de una era rastreando a los 48 troncos primigenios en el inextricable laberinto de sangres y estableciéndolos como cabezas de estirpe. Se formaron parejas escuetas y se buscaron los 48 asentamientos de los Fundadores y les dieron nombres. Y les cantó que una mañana la hembra de Baskardo se despertó medio dormida y dijo que se le había apagado el fuego. Había transcurrido tanto tiempo desde que se apagó el último que ya nadie se acordaba de él. La mujer siguió la idea que se le había metido entre los ojos y encendió con una sencillez doméstica el fuego que ni ella ni sus contemporáneos habían visto nunca. Baskardo la contempló con emoción ante las llamas y le quitó el nombre que tenía y le puso el de la otra matriarca que hizo el primer fuego: Sabel. Y como le pareciera pobre para denominar algo tan profundo, lo enriqueció: Emasabel. Las gentes de la tribu se acercaban a la choza vegetal de Baskardo a admirar el invento y a aprenderlo, y como la localizaban de lejos por el humo y las llamas, la nombraron Sugarkea. Y les cantó que durante milenios los Baskardo siguieron cambiando el nombre a sus mujeres para que todas fueran Emasabel, pero llegó una que se empeñó en conservar el suyo: Amai. El hombre no pudo resistir el quebranto de la tradición y le hizo la vida imposible. Ella huyó al monte con un invento que acababa de inventar: la agricultura. A veces, regresaba para entregar a las mujeres aquel secreto de la tierra. La tribu forjó su leyenda en las veladas ante el fuego y la pintó en las cavernas que habían empezado a habitar por el frío. «No seáis tontos», les decía Baskardo. «Sólo es mi mujer y todavía la visito por las noches». Era verdad. Ella se lo permitió hasta tener a la hija que habría de sucedería en las montañas. Por su conexión con la diosa su pueblo lo hizo jefe, no para que los mandara sino para podérselo comer y heredar sus privilegios. Baskardo no se resistió por no pasar por cobarde. El afortunado que devoró su corazón murió pronto al no poder soportar el peso de tanto recuerdo del pasado y tanto presentimiento del futuro, el dolor de tanta derrota, diciendo que sabía a madera. Y les cantó que, cuando el hielo empujó a la tribu a las grutas, el único que se quedó fue Baskardo. Durante aquella edad, Sugarkea fue un iglú. Con los deshielos, la tribu regresó a la costa, pero Baskardo estuvo tres siglos sin dirigirle la palabra. Y cuando los vio liar sus petates para emigrar, creyó que él era el culpable. Sólo se trataba de seguir a los renos en su éxodo. Esta vez, con Baskardo se quedaron los otros 47 Fundadores con sus proles. Los vieron partir a poblar el mundo con el dolor natural de los que se separan después de una larga convivencia. «Agur», los despidió Baskardo. «A ver si nos hacéis una visita». Y les cantó que cierta noche de plenilunio sorprendió a su gente danzando alrededor de un ídolo de piedra. Era un lauburu. Apareció al laborar en una huerta de limo del Diluvio. Baskardo pulverizó a mazazos la imagen de su abuelo crucificado, pero sospechó que todavía quedaban muchos lauburus por el mundo. Y les cantó que un hombre que llevaba tanto tiempo sin salir de su vivienda que todos lo creían muerto, al dejarse ver mostró un artefacto de piedra con forma de sol. Era una rueda. Hizo a la tribu una demostración de su invento: le puso un eje, saltó encima y se precipitó por una ladera lanzando irrintzis de triunfo. Se estrelló contra una roca. Pero un nieto suyo inventó el carro. Durante centurias los Baskardo se dedicaron a descalabrar ruedas por todo el país, temiendo que la velocidad del invento hiciera creer a los suyos que vivían en muchos sitios a la vez y los volviera locos. Pero siempre quedaba una rueda para seguir viviendo la locura. Y les cantó que una tarde de verano llegaron los primeros forasteros. Eran los tártaros, que trajeron al dios Urtzi, que vivía en las nubes, y contra el que nada pudo tampoco el sentido común de los Baskardo. Por ello, cuando empezaron a llegar caminantes extraviados hablando de la venida de un nuevo dios para salvar a los hombres, Baskardo cerró a cal y canto las fronteras. Y tanto pensaba en ese dios que hasta le puso un nombre: Kixmi. Aunque nunca lo pronunció, por no caer en la vieja pejiguera de las cosas que existen por su nombre. Y les cantó que a un miembro de la tribu se le ocurrió estacar los campos que su familia labraba desde siempre. Era un hecho tan insólito que la gente se acercaba a ver cómo no se podía pasar. Baskardo le preguntó por qué hacía aquello. «Para que el ganado del vecino no me pise las plantas», le respondió el hombre. Baskardo no durmió en muchas noches buscándole la malicia al nuevo invento. En la siguiente generación un hijo de aquel hombre hundió piedras con la marca de su clan en el perímetro de varios montes y dijo que eran suyos. «Son de todos y no son de nadie», le gritó Baskardo. Pero seguía sin encontrar la malicia. Abrió los ojos cuando quiso recoger una carretada de helechos de un monte señalado y lo arrojaron a palos. Llamó a Junta para tratar con la tribu el problema y recibió una respuesta unánime: «Todo está bien. Nada hay que arreglar». Baskardo observó que no había casi nadie bajo el Roble. «¿Dónde están los otros?», preguntó. «Nosotros somos la voz de los que faltan», le respondieron. «Cada hombre viene al mundo con una lengua», exclamó Baskardo. «Eso era antes», le explicaron. «Ahora, Urtzi nos ha elegido para mandar a los demás». Baskardo se precipitó de casa en casa a conocer qué era aquello y en todas le dieron la misma respuesta: «Urtzi exige poseer tres montes, dos valles, nueve fuegos y cincuenta ganados para sentarse en la Junta». Baskardo comprendió que había estado demasiado tiempo enterrado en los trabajos de Sugarkea mientras su pueblo se transformaba en una cueva de piratas. Convocó a los Fundadores en un lugar clandestino y los vio con el aire cansado de los que aceptan el veredicto de los tiempos. «Ved adonde hemos llegado», les dijo. «Ya ni siquiera podemos usar nuestro Roble». Ninguno de los 47 le supo dar una solución. Inspirado por la intransigencia natural de la familia, Baskardo los puso en pie con una arenga candente, restituyendo a sus pechos las esencias primigenias de la tribu. Irrumpieron en la Junta al frente de sus familias y dispersaron a los bandoleros a golpes de maza, y aquella misma noche hicieron sonar los cuernos desde las cumbres, llamando a Junta total, que tendría el espíritu abierto de las antiguas. Pero casi estuvieron solos. El mundo había cambiado mucho más de lo que creía Baskardo. Los descendientes de los 48 Fundadores, incluso los descendientes del mismo Baskardo, que en un principio abandonaban los hogares matrices porque no había cuartos para todos y levantaban los propios en las inmediaciones, se habían multiplicado de tal modo que ya ocupaban medio mundo y los más lejanos se habían convertido en razas sin el menor parecido con la original. Pero los que permanecieron dentro de sus montañas, a pocos tiros de piedra de aquella playa en la que empezó Todo, seguían estancados en su largura de huesos, su lengua original y su nariz peñascosa, aunque ni para ellos representara ya nada el grupito de Fundadores de la costa. Estos descubrieron que la tribu ya no se reducía a ellos, sino que había crecido sin avisar y tenía otro roble. Baskardo presintió que en los últimos tiempos había presidido unas Juntas de chirigota y que había perdido el control de su tribu. «No volveremos a estar tan bien como cuando estábamos pocos», pensó. Rechazó todas las disposiciones que le llegaban de aquel Roble del interior y durante siglos logró mantener a los Fundadores en el espíritu de rebeldía. Pero, uno ahora, otro a la siguiente generación, todos le fueron traicionando. Una noche, desgajó el Roble que había sobrevivido al Diluvio y lo precipitó por el acantilado de La Galea, que era por donde tiraba todo lo que no servía. No podía salir de casa sin tropezar a cada paso con pedruscos de limitación y con pregoneros que anunciaban lo que habían dicho las Juntas que había que hacer. Baskardo sólo abandonaba Sugarkea para cazar en los grandes bosques. Los alcanzaba por las rutas rectas de toda la vida, saltando muros y fronteras de propiedades y sin dirigir la mirada a sus semejantes. Y les cantó que una noche apareció en el cielo una estrella nunca vista, y Baskardo, que ya tenía ciento cuarenta años y permanecía en cama corroído por el reúma, llevado de un fulminante presentimiento pidió que lo sacaran a la puerta. Al ver la luz en forma de coma se le cayó la expresión. «Sólo nos faltaba esto», murmuró. «Ha llegado Kixmi». Ordenó a sus hijos que tiraran a su padre a las peñas para acabar antes, y tanto insistió y tanto envejecía cada vez que se lo negaban, que no tuvieron corazón para privarle de aquel último capricho y lo arrojaron por el mismo sitio por donde él arrojara el Roble. Y les cantó que una madrugada recaló en aquella playa pedregosa que llamaban de Arrigunaga un chinchorro con un hombre quebradizo que, al dejar los remos, se apoyó en un báculo. Baskardo lo divisó desde su campo de mijo y, empujado por uno de esos barruntos que siempre distinguieron a la estirpe, bajó a la playa y detuvo el avance del intruso. «Ave María Purísima», le saludó este con una mirada dulce. «No queremos forasteros», le dijo Baskardo. Vio que el hombre era un anciano de barba blanca, sin una arruga en su rostro de niño. «Yo no vengo a robar sino a dar», le oyó decir. «Precisamente es lo que no nos gusta de los forasteros, que nos traigan cosas», exclamó Baskardo. «Yo no traigo cosas. Traigo todo», dijo profundamente el anciano, sacando de una grieta de su túnica un pequeño muñeco cosido a una cruz. «Kixmi», murmuró Baskardo sin vacilar. Entonces al anciano se le doblaron las rodillas de debilidad y Baskardo lo subió a casa sobre su hombro, lo acostó en su propio colchón de yerbas y lo fortaleció con pan de encina. Al despertar de un sueño de cuarenta y ocho horas, el visitante le habló de Dios. Baskardo le cortó para decirle que ya tenían a Urtzi. Entonces el anciano habló de la Virgen, y Baskardo le nombró a Amai. Finalmente el anciano habló de Jesucristo y de su cruz, y Baskardo, que le estaba tomando gusto al debate, abrió un arcón y le mostró el lauburu. «Todo eso ya lo teníamos nosotros», le dijo. El anciano empezó a misionar por el país, convocando a las gentes en las encrucijadas de los caminos y reteniendo a los niños con bolitas de azúcar. Baskardo tardó demasiado en saber que los fascinaba con el relato de una paloma blanca que todos los hombres tienen en el pecho y que echa a volar en el mismo instante de la muerte para reunirse con Dios en el cielo. El cuento encajaba limpiamente en la lógica infantil de los niños, pues todos habían visto morir a abuelos podridos en cama por el reúma, de los que resultaba difícil creer que de pronto echaran a andar hacia la nube de Urtzi. Cuando Baskardo descubrió que había dado cobijo a un cuervo, se lo llevó en brazos hacia la costa, resuelto a botarlo en el chinchorro, pero fueron presos de un piquete de legionarios romanos que buscaban al apóstol de la religión prohibida. Ambos murieron en la cruz, pues Baskardo no quiso alegar que no ayudaba al cristiano, para que no lo tomaran por cobarde. «No se os ocurra creer en lo que estáis viendo», gritaba a su gente desde la cruz. Pero no pudo evitar pasar a la Historia como el primer mártir del cristianismo en aquella parte del mundo, y tres siglos después subía a los altares. Y les cantó que cuando el señor de Goitsu mandó construir una iglesia y buscó un nombre para ella, eligió el del santo del lugar. Baskardo, que llevaba años saliendo por las noches para demoler el muro que por el día levantaban los canteros, amenazó con lanzarse a una guerra al frente de los Fundadores si mezclaban su nombre con la farsa que se traían. Como todo su linaje, vivía fuera del tiempo. La tierna fábula de la paloma del apóstol había encandilado en unos siglos a aquel pueblo rupestre y hasta los Fundadores abrían ya la ventana del cuarto del difunto para que saliera volando su alma. De modo que cuando Baskardo recorrió las 47 viviendas, como sus antepasados lo hicieran tantas veces, no halló ninguna adhesión, y, como tantas veces también, se dispuso a luchar solo. El señor de Goitsu cercó con gente armada las obras de su iglesia, pero Baskardo siempre encontraba un resquicio en la oscuridad para derribar algunas piedras. Sólo consiguió demorar en sesenta años la inauguración. En el gran día solemne irrumpió en el templo y, ante los ojos atónitos de los fieles y del obispo de Calahorra, la emprendió a garrotazos con la gran estatua de su abuelo, gritando: «Los Baskardo nunca hemos tenido cara de sapo». De entre los golpes con el plano de las espadas descargados por la gente del señor de Goitsu, uno falló y abrió la cabeza del loco. Desde su pedestal, San Baskardo contempló la escena con la misma cara de sapo con que presidiría las ceremonias religiosas de los futuros siglos y con las mismas cinco mellas en la expresión que le había causado su pariente. Y les cantó que un día, al descubrir Baskardo que su mujer Emasabel, presionada por el cura, había sacado a los muertos de Sugarkea para ponerlos en el yarleku que la familia tenía reservado en la iglesia, salió con su carro de bueyes, forzó la puerta del templo y vació el agujero ante la mirada mustia del de negro. Y les cantó que un día los Baskardo sintieron que el mundo estaba podrido sin remedio. Habían proliferado de tal manera los «hombres del hierro», habían llenado el mundo de tantos inventos y de tanta costumbre nueva, que ya no se parecía en nada al de siempre. Las órdenes para vivir procedían cada vez de más lejos. Una de las cosas que más le encrespaba a Baskardo era aquel contubernio del cristianismo con los metales para romperle la siesta a campanadas. En los últimos tiempos, aburrido de la poca colaboración y de la mucha ceguera, sintiendo que luchaba solo, Baskardo se había parapetado a defender su escueto mundo de Sugarkea. Pero, cierta mañana, en una de las pocas salidas que realizaba para proveer de carne a la familia, sorprendió a medio pueblo en el pórtico de la iglesia fascinado por un objeto que pasaba de mano en mano y que tenían que sostener entre cuatro. Era un libro parroquial, un armatoste acorazado con tapas de hierro sujetas con remaches. El cura lo había traído en mulo de esa ciudad de comerciantes llamada Bilbao, por la que se estaban colando los últimos inventos que quedaban por el mundo. Baskardo se acercó a mirar y alguien le abrió el libro: estaba lleno de láminas semejantes a cuero tenso de res, aunque al tacto no les sacó el mismo pálpito de vida. Al otro lado del libro sonó la voz del cura: «A ver cuándo metemos aquí tu nombre». Baskardo levantó los ojos y tropezó con otros que le miraban desde un instante de gloria. El cura puso una uña sobre un reguero de palitroques pintado en la primera lámina, explicando: «Aquí está el bautizo de Arzco Bulcua Larreko, hijo de Bastián y de Otxandra, nieto de…». Cuando concluyó de leer los nombres y apellidos de abuelos paternos y maternos y de padrinos, a Baskardo se le fueron los dedos hacia aquellos garabatos. «¿Qué es?», preguntó. «La escritura», le respondió el cura en tono profundo. «Y lo que está debajo es el papel». Era la primera vez que Baskardo oía hablar de tales cosas. Pidió al cura que repitiera toda la filiación y estuvo colgado de los labios que la iban extrayendo, sonido a sonido, de los palitroques. «Ha entrado la cultura en este pueblo», añadió el cura. «Ya nadie nacerá ni casará ni morirá como las bestias, porque en este libro quedará escrito para siempre». Tras un arduo proceso de comprensión, siempre con los dedos sobre la escritura intangible, Baskardo pensó que ninguno de los inventos del pasado encerraba tanta peste como aquel. Con un tosco movimiento de huerta, arrancó aquella primera hoja, sobreponiéndose al contacto del nuevo material, hizo con ella una bola y se la entregó a Bastián, el padre de la criatura bautizada. «Toma», le dijo. «Las cosas de la familia no deben ponerse en manos de cualquiera». El rostro del cura reflejó el dolor por el desgarramiento. «El papel es el progreso», exclamó, «la comunicación entre los hombres». «Aquí nunca nos han gustado los correveidiles», dijo Baskardo. «El euskera es para hablarlo, y poco». Se alejó con el libro parroquial bajo el brazo y lo arrojó por La Galea, que es por donde arrojaba todo lo que no servía. Desde entonces vivió pendiente de que el cura no trajera de la ciudad otro armatoste para encerrar en él a las personas. Vigilaba desde la puerta que sólo se pronunciaran palabras en las ceremonias, pero el cura logró pasar de contrabando un nuevo libro parroquial bajo una capa de velas para san Baskardo, que ocultó en el yarleku vacío, y cuando concluía el apunte bueno en el libro, hacía un duplicado en una hoja sin valor, que era la que dejaba en la sacristía para que Baskardo la robara al término del acto…
—¡Es otra trampa de Efrén! —gritó el chico, arrancándose de los recuerdos.
Antón Basurto se volvió con celeridad para taparle la boca y así bajaron los dos del percherón y entraron en la casa. La madre recibió al hijo con la sencillez de siempre.
—Llegas a tiempo para el desayuno —le dijo, cerrando la puerta para que no escapara el alguacil—. Y usted también puede tomar un café con leche.
—Yo he cumplido y tengo que volver a mi trabajo —dijo Antón Basurto—. A los nuevos nos controlan más.
Agarró de nuevo al chico cuando se lanzaba a la puerta.
—Habrá un cuarto con llave.
—En el Ayuntamiento nunca controlan a nadie —dijo la mujer recogiendo otra frase.
El pataleo del chico la obligó a volverse de sus cacharros.
—¿Acaban de traerte y ya te quieres ir?
—¿Con qué lo alimenta? ¿Con ortigas?
El chico libraba un combate sordo con el alguacil, al que llevaba camino de derrotar. Pero cayeron los dos al fondo de un cuarto y el hombre se levantó el primero y cerró la puerta por fuera, sosteniendo el picaporte. Pidió la llave. La mujer revolvió toda la cocina y al fin se la entregó. «¿Y el café con leche?», preguntó. Con la última sílaba de la frase abandonó la casa el alguacil. Ella comprendió entonces el problema en que la había dejado.
—Escucha, hijo: no puedo pasarte el tazón por debajo de la puerta. ¿Me prometes no escaparte si abro?
El chico le gritó que no se lo prometía. Estaba en el pequeño cuarto de los trastos, el del ventanuco que daba al huerto de lechugas, y mientras elaboraba la fuga todavía recordó la muerte del bertsolari loco, su derrumbe sobre el tablado nada más concluir su historia, donde quedó hecho un ovillo, con su color de muerto redondeado y unos ojos tan abiertos que ni el médico se los pudo cerrar al ser puesto en la caja. Su verso había sido tan urgente que al otro bertsolari no le dejó meter sonido, y tan largo y arrebatador que se echó la noche sin que nadie se enterara. La muchedumbre quedó petrificada, sin saber qué había sido aquello. Estuvo sin atreverse a creerlo hasta que el propio nombre de Baskardo, tan presente en todo el relato, les puso este a la altura de su comprensión. Fascinada por aquella locura, naufragando en un pasado alucinante, sin saber lo que hacía, la gente corrió en masa a la iglesia a realizar la comprobación con la única prueba que tenían de aquel tiempo. Obligaron a don Eulogio del Pesebre a sacarles todos los libros y durante tres días los examinaron línea por línea. Y allí, en la primera de la primera página del mamotreto más antiguo, que llevaba siglos sin abrirse y casi se les desmigó entre los dedos, estaba el bautizo de «Arzco Bulcua Larreko, hijo de Bastián y de Otxandra, nieto de…», y en parte alguna encontraron a un Baskardo de Sugarkea. Así hubieran podido saber que también era cierto todo lo demás que les había contado Deogracias, pero la tribu estaba tan prostituida que eligió seguir sin saber nada.
El chico concluyó sus recuerdos cuando golpeaba con un hierro el pasador del ventanuco subido a un cajón, acertando malamente a causa de los charcos de lágrimas de sus ojos. Oyó la voz de su madre al otro lado de la puerta y gritó:
—¿Por qué nadie lo quiere ver, ni tú tampoco?
—Hijo, tienes que tomarte el café con leche.
—¿Qué le ha pasado a este pueblo? ¿Ni siquiera cuando se lo cuentan lo quieren recordar?
Abandonó los golpes con las manos ensangrentadas para concentrarse en la voz de su madre, que le instaba a la disciplina. Bajó del cajón y se acercó a la puerta.
—Ama.
—Qué.
—No te pongas de su parte.
Hubo un silencio.
—¿De parte de quién, hijo?
—No quiero que mi propia madre… No quiero tener que luchar contra ti.
—Llevo días preguntándome qué te han dado esos Baskardo y esas llamas. Vamos, abro la puerta y no eches a correr, pues no querrás pasar por encima del cadáver de tu madre.
El chico le gritó que no la abriera y en el nuevo silencio palpó la confusión de ella.
—La abrirás cuando te convenza de que debo marcharme a tratar de salvar algo que el pueblo está destruyendo.
—Muy bien. Lo que quieras. Pero empieza tomando el café con leche.
—¡Olvídate del maldito café con leche y escúchame…! ¿Cuál es tu apellido?
—¿No ves, hijo, como a ti te pasa algo?
—Etxabarri. Quizá perteneció a uno de los cuarenta y ocho Fundadores. Al principio, esta tierra no era como hoy. Recuerda, ama, recuerda. No existía nada. Sólo estaban los bosques y los hombres no recibían órdenes de nadie.
—Los hombres siempre han recibido órdenes de Dios.
—Tampoco había Dios.
—Dios ha existido siempre.
—Tampoco había reyes, ni dueños de tierras y de casas, ni Ayuntamientos y contribuciones…
—Los Ayuntamientos y las contribuciones también han existido siempre.
—¿Por qué perdimos nuestro viejo caserío, en el que vivió toda nuestra sangre? ¿Por qué nos quitaron nuestra tierra? Porque en unos papeles del Ayuntamiento decía que no era nuestra. Por eso Baskardo tiró por La Galea el primer libro parroquial, que estaba hecho de papeles. Pero lo engañaron, como habían hecho tantas veces… Recuerda, ama, recuerda… Los Baskardo fueron los únicos que siempre supieron que todas las cosas nuevas que traían los «hombres del hierro» acabarían en reyes, Ayuntamientos, alguaciles, Dios, alambradas, la pérdida de nuestro caserío y este asesinato de llamas…
En el descanso de su chorro de palabras agónicas el chico descubrió que no tenía a su madre al otro lado de la puerta. Volvió la mirada hacia el ventanuco, sabiendo que lo podría abrir al siguiente intento, pero sólo se llegó al cajón para sentarse. Lloró con estoicismo hasta que se le secaron los ojos, acumulando penosamente un minuto sobre otro para dar aquella oportunidad a la mujer. Oyó el roce de sus pasos. Oyó el giro de la llave en la cerradura. Sólo cuando la vio en el umbral supo que la casa vivía la penumbra del atardecer. Regresaba con una expresión maltrecha, después de media jornada de llanto, y estrenó una mirada para el hijo.
—Me he sentado a recordar y no he recordado nada. Pero he pensado en eso que me has dicho de que la tierra que trabajamos era nuestra. Y si ahora resulta que los herejes y las llamas van a tener razón, anda, hijo, y a ver si arregláis algo. Desde pequeñita tengo la impresión de que hay muchas cosas que nunca me han contado.
El chico no la reconoció. Lo dejó marchar sin obligarle a comer algo y sin mencionar el café con leche. El chico cruzó el pueblo por otra ruta para evitar La Venta y la orgía canibalesca, cuyo estrépito asolaba la atmósfera. Corrió sin apenas descansos hasta la medianoche y entonces se sentó y le golpeó un mareo de hambre. Recordó que llevaba un día entero sin comer. La densa oscuridad le impidió localizar algún árbol con fruta, pero sus pasos a ciegas le pusieron en un patatal. Desenterró una planta, desprendió de su raíz las patatas más pequeñas y las masticó a trocitos, después de pelarlas con los dientes. Con la primera claridad alcanzó un punto que creyó reconocer de la cabalgada con Antón Basurto, y allí se tomó el segundo descanso. Era un manantial de sendero, en el que había bebido el percherón, pero el chico no acertó a descifrar si el pulpo caliente que le reventaba el pecho era sed u otra cosa, y reanudó su viaje sin tocar el agua helada, que le repelió. Ya podía ver la tierra que en las horas precedentes sólo había sentido. Ya estaba otra vez en la antesala de los grandes bosques, últimos vestigios de la vieja edad, lejanos, desconocidos y enigmáticos hasta entonces, pero ahora repletos del gran mensaje transferible, pero no heredado sino poseído desde el primer Origen, del que serían depositarías todas las especies, incluso una, no la más grande ni la más vigorosa ni la más ágil, ni siquiera la más noble, que se cargaría de orgullo sobre dos pies y emprendería un largo, tenaz y demoledor proceso evolutivo, y no el más largo, tenaz y demoledor, sino el único, porque algo tan largo, tenaz y demoledor sólo lo podía ejecutar una especie como aquella; ahora, para el chico, repletos de significado, esperándolo para transmitirle lo que siempre guardaron, confiando en que se acercara a ellos con la debida humildad y comprensión y pureza, o al menos creyendo el chico que era el elegido, pues acaso no debían profanarse ni tan siquiera con esas palabras, y acaso tampoco los Baskardo eran lo que creía el chico sólo porque al cabo de dos años había recordado la interminable canción del bertsolari loco y dándole la debida interpretación gracias a lo que acababan de desencadenar las llamas, o, al menos, tampoco había que acercarse a ellos pensando con palabras, ni siquiera pensando, sólo sintiendo, con la misma pulcritud con que se desarrolló su encuentro con el macho en el huerto de lechugas, de manera que la cautelosa canción de Deogracias sólo era un lastre para la recepción del gran mensaje, y el chico se preguntó cómo olvidarla, cómo saber si los Baskardo la recordaban o cómo llegaban a olvidarla si nacían recordándola, hasta que se dijo: «Ellos no han necesitado recibir nada, ni recordarlo ni olvidarlo, porque siguen estando en el Origen, son las mismas criaturas verdes que empezaron a vivir en la tierra». Y, un momento después: «¿Y yo? ¿Y yo?», mientras avanzaba por el húmedo y algodonoso manto de ramas y hojas podridas y gérmenes milenarios, sintiéndose un intruso entre las moles vegetales que lo recibían con su silencio despectivo, y buscando amparo en la mirada indomable con que el macho lo elevó a su altura en aquel primer encuentro, y recordándolo también en la visita de comprobación que le hizo mientras dormía, y exclamando con las nuevas lágrimas: «¡Sin embargo, lo haré! ¡No pertenezco a su mundo, pero él sabe que puede contar conmigo! ¡No dejaré que maten la última esperanza!».
Llegó al campamento a las dos horas de sol. Estaba vacío, sólo con las huellas y los restos de los hombres y las bestias que lo habitaron. El chico los buscó durante tres días y tres noches, guiándose por las informaciones que le daban en los pueblos, corriendo hacia los puntos donde aparecían las llamas. Descubrió que no seguían la ruta anterior, hacia el gran monte nevado, la que les marcaron él y los Baskardo. Recorrían la región en zigzag, como un rebaño loco, y el chico, en el tercer día, pensó: «El viejo les larga estacha. Espera que los hombres se aburran y lo dejen. Sólo hace mantenerlos a distancia y las llamas secundan su juego». No había otros cazadores. No se trataba de simple miedo, pues todavía en aquella tierra se cobraban jabalíes y lobos, auténticos mitos de la caza y criaturas más temibles que aquellos rumiantes del tamaño de un asno. En dos semanas de sangre y violencia las llamas habían dejado de ser piezas de caza para convertirse en enemigos de la comunidad, pues su conducta parecía rebasar los simples dictados del instinto. Habían invadido el terreno de los hombres no sólo con sus insolentes correrías por el país y sus despojos en sembrados a despecho de todas las persecuciones, sino con el ostensible reto que lanzaban. Había un propósito en sus movimientos en grupo, una armonía en sus acciones de ataque y defensa, una implacable determinación de rebeldía en sus estruendosos ladrido—rugido–relinchos. Fue algo nuevo en la vida de las gentes de Getxo, habituadas a duelos con liebres, palomas o pajarillos, criaturas ya vencidas de antemano e incluso conocedoras del cupo que de ellas mismas deberían entregar cada domingo a los cazadores, por no hablar del humillado ganado de las cuadras, de los perros y de los gatos, que alimentaban el orgullo del hombre, y hasta aquellos jabalíes y lobos entraban en el juego, pues ya le habían cedido al expoliador no sólo cuanto espacio geográfico les quiso tomar, sino el sentenciado futuro. Algo nuevo y perturbador, el nunca admitido presentimiento de una gloriosa época clausurada y perdida, de un paulatino e irreversible proceso de degradación y de un final lógico y desahuciado, aquella contemporaneidad esclavizada por pernos no sentidos. Allí seguían las llamas, en el campo de los hombres, explicando también el gran mensaje. De modo que el reguero de sangre y de violencia constituyó una excelente excusa para que los cazadores atendieran al sentido común de las mujeres y dejaran la palestra, reservándose para la deglución final, permitiendo, como siempre había sucedido, que actuaran los profesionales.
Los pueblos veían llegar a un muchacho con las ropas deshechas y la expresión desolada, preguntando a gritos por las llamas, y con la primera información desaparecía sin apenas dar tiempo a introducirle algunos alimentos en los bolsillos. Ya sabía a medias rastrear, y a veces podía seguir las huellas del carro de Saturnino Altube y las de los caballos del marqués, superpuestas siempre a las de las llamas. Los encontró una madrugada, al término de uno de los breves sueños que le atrapaban. Ellos lo encontraron a él. Sintió su presencia silenciosa, el inconfundible olor agreste de sus ropas, un segundo antes de abrir los ojos. Allí estaban, arrodillados, mirándole, igual que dos fantasmas extraídos de cualquier edad anterior, y el chico tuvo que hacer un esfuerzo no sólo para despertar del todo sino para emerger de ese pasado repleto de Baskardos y asegurarse de que Kume y Gain estaban tan vivos como él y de que la Historia aún no había avanzado tanto como para haber rebasado la ocasión de salvar a las últimas NUEVE llamas.
Una rápida carrera los llevó a los altos de una garganta, en los que ya estaban apostados los cazadores. En un breve prado del fondo las llamas dormitaban en rebaño, y, un momento antes de lanzar su alarido, el chico sintió en su carne los dardos fríos de la mirada de Efrén, adivinando su propósito, y lo vio abandonar su puesto y correr a su encuentro saltando de peña en peña, con el arma en la mano y pronunciando con apagado sonido metálico: «¡Maldito crío! ¡Maldito crío!».
—¡Corred! ¡Salvaos! —gritó el chico con todas sus fuerzas, asomándose al barranco. Se oyó un trueno incipiente de despertar, multiplicado en mil ecos, un ladrido salvaje, esta vez del perro, y la inequívoca crepitación de las pezuñas volvió a adueñarse del paisaje. El chico se dispuso a esquivar a Efrén, e incluso a defenderse de su ataque, pero el bulto le rebasó sin siquiera un alboroto de pulmones que le hiciera más humano: tieso, contenido, avanzando las piernas con una dureza mecánica, en la mirada aquella inexorabilidad que alcanzó para Getxo su auténtica justificación cuando se le vio encumbrado en los primeros puestos del poder. Gritó sin interrumpir su carrera:
—¡Seguidme! ¡Ya son nuestras!
—¡Cómo! —exclamó Saturnino Altube.
Braulio Apraiz y don Estanis se lanzaron tras sus pasos, trotando y cayendo sobre las peñas blancas y descarnadas de la cumbre, los tres armados y el cura sosteniendo con una mano los faldones que acababan de romper su cuerda de sujeción a la cintura. La irrupción del chico había abortado la estrategia de caza de Efrén, quien ahora se precipitaba a la boca de la garganta a cortarle el paso al rebaño. De pronto empezó a disparar sus rifles el grupo del marqués y, a media altura de la pendiente, Efrén se volvió para gritar:
—¡Esperad, malditos, esperad!
De las alturas brotó el alarido rabioso de Josafat Baskardo:
—¡Fuego! ¡Hasta acabar con todas las llamas y con todos los hijos de su madre!
—¡Esperad a que cubramos la salida! —volvió a gritar Efrén—. ¡Esperad! ¡Esperad! ¡Os digo que…!
Las descargas sonaron como si dispararan con ametralladora y a Efrén no le quedó más que seguir bajando, aunque sólo fuera para no ser arrollado por las tres moles resoplantes que le llegaban por la espalda. Todo sucedió ante el chico como en uno de esos sueños que uno piensa que ya lo ha soñado anteriormente, o al menos vivido, y del que si no se conoce el final se debe a un fallo de concentración. Encastillados en las peñas, Camilo Baskardo, Josafat y el coronel Pérez de Angulema perseguían con las miras de sus rifles a los animales que pasaban y repasaban la garganta buscando una salida, y habían acertado a tres, porque el grupo de Efrén ya cerraba la boca y también disparaba. El chico vio a Antón Basurto junto al coronel; estaba en pie, sosteniendo su rifle como un trasto inútil y la boca abierta por el asombro, tratando de asimilar el cambio de programa. Le sorprendería el final de todo sin hacer un solo disparo. Entonces, en la cumbre se recortaron los Baskardo. Con acciones contundentes arrebataron los rifles a Camilo Baskardo y al coronel y los quebraron contra las peñas, y Josafat Baskardo salió huyendo, aunque pudo parecer que sólo se desplazaba para elegir mejor posición, pues se detuvo a cien metros y volvió a disparar, mientras Kume Baskardo encendía fuego con sus pedernales y Gain bajaba hasta el grupo de hayas donde estaba el carro y descinchaba al caballo y se ponía a tirar de él pendiente arriba hasta alcanzar el borde y con un último empujón arrojarlo al abismo con todos los pertrechos, la báscula y las tres llamas que matara Efrén cuatro días antes y a las que Saturnino Altube tenía olvidadas por causa del tesoro, y el carro reventó al primer choque y su contenido voló por los aires y por unos momentos pareció que los cadáveres duros, la báscula y todo lo demás quedaría flotando para siempre en el aire sólido de la garganta, mientras los criados de polainas rojas se limitaban a contemplar el atentado junto al resto de las monturas y los catorce deerhound escoceses del marqués. El chico llegó a no saber qué episodio estaba ocurriendo antes que otro, porque, abajo, Efrén, Saturnino Altube, don Estanis y Braulio Apraiz disparaban sin tregua sus escopetas, y Kume Baskardo ya había empezado a lanzar al fondo matorrales ardiendo, que pronto crearon una blanca humareda protectora. Al tercer salto en su carrera el chico pasó sobre un cuerpo empotrado en una grieta soleada: era Juan Altube, durmiendo su último viaje a la novia. Bajó, casi rodó por la pendiente, preguntándose qué haría al llegar, y encontró a los cuatro cazadores arrancándose el humo de los ojos. A Braulio Apraiz se le estaban partiendo a toses los pulmones, pero pronunciaba sordos juramentos sin dejar de meter nuevos cartuchos en su arma. La maleza de la hondonada ardía con una crepitación sangrante y Efrén dio unos pasos para tratar de ver al otro lado del humo. El chico pensó que el fin del incendio marcaría también el de las últimas llamas. Se oía el fragor de sus pisadas a lo largo de toda la garganta, buscando un resquicio.
—¡Eh, tú, como te llames, quédate atrás!
El chico se estremeció bajo el ladrido seco de Efrén, pero no detuvo su avance hacia la nube blanca.
—¿Qué quiere hacernos ahora?
Oyó sus pasos, siguiéndole, y en ese instante se rompió la efímera tregua. El chico descubrió al setter a sus pies, olfateando la salida, y luego regresar al rebaño dando ladridos. Ni siquiera se le ocurrió moverse, y cuando las llamas le pasaban por los lados vio a Efrén apuntando al setter con una frialdad y una calma inhumanas y el fogonazo y el humo negro destacándose sobre el blanco y al perrillo dar una cabriola en el aire y caer a plomo, aunque no se oyó el ruido, porque el macho lanzó sus ladrido—rugido—relinchos de mando una fracción de segundo antes de que las cuatro escopetas abrieran fuego y el rebaño, intacto, volvió grupas. Las piernas del chico se movieron por puro instinto llevándolo a través de la nube y del barranco hasta un punto que nunca soñó alcanzar, hasta el mismo corazón del rebaño. Oyó un resoplido contra su hombro, se volvió y allí estaba el macho, las patas de hierro en tensión, tan vibrantes como si quemara el suelo, fijándolo con su mirada roja. El chico le sostuvo los ojos y de pronto se encontró comunicándose con él con una pulcritud como nunca lo hiciera con sus semejantes. Se vio instalado en una atmósfera sin peso donde las sensaciones hablaban por sí mismas y donde tocaba la raíz de las cosas. Se abandonó a un delirio de autenticidad, inerme, sumergido por primera vez en la humildad. Ni en el primer golpe de confusión recurrió a las palabras, ni siquiera para pensar o al menos sentir con ellas. Comprendió que se hallaba en el centro presentido y que el macho no le estaba pidiendo ayuda, no le estaba pidiendo nada, ni siquiera conocer el porqué de aquella saña. Por el contrario, le entregaba algo: su yo, salvaje, incontaminado, simple y puro, con una tradición de invulnerabilidad a través de todas las edades, tratando de exponer al pequeño ejemplar de la especie maldita —como en el huerto de lechugas, en aquel tiempo en que el chico era demasiado ignorante— que lo haría por encima de él y de cualquiera, y aquí el chico también entendió, principalmente aquí entendió que sobraban las palabras, pues aquello nunca podría ser razonado ni transmitido con ellas, que lo único que podía suceder era que se perdiera para siempre, incluso su recuerdo, si en la última fase de la corrupción no ocurría el milagro de que veintiocho llamas salvajes fueran trasplantadas a una tierra perdida y un muchacho de catorce años —todavía virgen, en cierto modo— recogiera su mensaje olvidado. Sintió que su propia mirada se cargaba de una potencia desconocida, que el humo dejaba de herir sus ojos y que el macho y él ocupaban la misma dimensión. Lanzó un grito con una garganta que no le pareció la suya y ocupó el lugar del setter y se lanzó hacia la salida, oyendo a sus espaldas el galope del rebaño. Cruzó el humo y le llegó la voz de Efrén: «¡No disparéis, que es el mocoso!», y un instante después los estampidos furiosos de las armas, y de nuevo la voz de Efrén: «¡Maldito hijo de perra! ¡Me está tirando a mí!», y entonces el chico descifró los secos y lejanos disparos que ya estaba oyendo. Todo ocurría superpuesto: la carrera en rebaño, el plomo golpeando sordamente cuerpos de llamas, las maldiciones de Efrén y su rostro estupefacto desplazándose a través del humo clareado, huyendo de las balas de rifle que sacaban esquirlas de peña a centímetros de su cabeza, las carcajadas demenciales de Josafat Baskardo desde la cumbre, y el descubrimiento de que a su lado sólo estaba el macho, al que, de pronto, vio regresar al pasillo en el que seguían disparando Saturnino Altube, don Estanis y Braulio Apraiz, y al fuego y al humo y al olor a carne quemada, y enseguida aparecer de nuevo con dos llamas rescatadas, y todo esto mientras veía a Efrén trepar la ladera al resguardo de una grieta vertical y sorprender a su hermanastro e iniciar, por fin, el duelo de sangres que, allí en lo alto, parecía interpretado por dos figuritas de guiñol.
Luego buscó a las llamas. Ya podía caminar sobre un rastro, se sentía inmerso en el medio natural y emitía un sonido agreste de llamada, una voz insólita, creada en aquel momento y para aquella ocasión, pero justa, y sucedió como si todo el paisaje, los montes y los valles, los bosques y los ríos, incluso las llamas, la hubieran estado esperando, porque las encontró bebiendo de un manantial y aceptaron su presencia, y cuando, sin apenas detenerse, emprendió la marcha hacia el gran monte, le siguieron.
Viajaron con los organismos aplanados, sin urgencias, y el chico pensaba: «Ya no puede suceder nada más». Por eso, cuando hacia el mediodía oyó el galope del caballo, no lo creyó, y siguió sin creerlo incluso cuando sonó la primera detonación. Empezó a emitir alaridos antes de volverse, y allí estaba Efrén, rodilla en tierra, todavía con el humo del disparo sobre su cabeza, apuntando otra vez. Vio a sus espaldas, debatiéndose en el suelo con las patas en alto, a una de las dos compañeras del macho, y se precipitó vociferando hacia la boca del arma, sordo y ciego, sintiéndose en plena animalidad devastadora, pero sin frenarse ni desear hacerlo, gritando no frases ni palabras ni siquiera sonidos esperables de una garganta humana, hasta que Efrén subió de nuevo a su caballo y se desplazó en arco, buscando ángulo de tiro, y el chico le pudo ver entonces el rostro desfigurado por las tarascadas de la pelea y la sangre que le chorreaba de una ceja, de modo que el chico sólo pudo ser testigo de lo que siguió: Efrén se acercó al galope a las dos llamas y disparó sobre la marcha en el momento en que el macho se arrancaba contra el caballo, y el plomo a él destinado abatió a la última hembra. El caballo dio un brinco de pavor ante aquella mirada roja y aquella boca extraordinariamente abierta y armada, y Efrén cayó al suelo y el macho lo eligió. El chico aún se encontraba a mitad de la distancia cuando Efrén empezó a rodar como un cilindro para escapar de los ataques, de las coces y de los mordiscos y del desgarro de sus ropas, sin que el hombre ni la bestia profirieran un solo sonido, como si representaran uno de los muchos finales ensayados que pudieron tener aquellas dos semanas. Ni siquiera se le oyó a Efrén un gemido cuando el macho le arrancó de un solo bocado la media libra de carne del hombro derecho, en el que ostentaría hasta su muerte aquella depresión que los sastres tenían que disimular con guata. El chico no cortó aquella venganza ni al advertir la sangre. Fue el macho quien, al retirarse para escupir la carne, ya no persistió, sino que se puso a olisquear los dos cadáveres. El chico se detuvo ante el trozo sanguinolento y lo pateó como enloquecido, ahora gimiendo y llorando, hasta que una mano se posó en su hombro.
—Te espera —oyó a Kume Baskardo.
El chico normalizó penosamente su respiración.
—¿Yo solo?
—Él sabe que tienes catorce años. Te espera.
«No, ahora ya no puede suceder nada más», pensó el chico, contemplando por primera vez el escenario de la batalla y sus propias botas teñidas de sangre humana, y a Efrén, desmayado en el suelo y con Gain Baskardo aplicándole en la herida un emplasto húmedo de barro y yerbas. Y contemplando al macho que, en efecto, parecía esperarlo, todavía junto a las dos últimas ruinas de lo que fue su rebaño.
—Pero deben traer a uno de los animales muertos en el barranco y dejarlo con estos. Un macho. Que no tenga rastro de fuego. Y que haya sido muerto con posta y no con bala.
Los dos Baskardo se miraron.
—El carnicero ha de encontrar aquí tres animales —prosiguió el chico—, para que luego se lo diga a Efrén y este crea la historia que yo le cuente de que maté con su escopeta la última llama para que no lo matara a él.
Tomó el arma del suelo y se arrodilló con ella junto a Efrén, al que sacó dos cartuchos de su cinto, cargó con ellos la escopeta y, retirándose unos pasos, hizo un disparo al aire.
Los Baskardo siguieron sin moverse y sin hablar cuando el chico se internó en los bosques con la llama. Habían de transcurrir diecisiete años antes de que se le presentara otra ocasión de estar con ellos, y aun entonces sería con Kume Baskardo muerto. Se ocultaron en la espesura hasta la noche, tendidos, casi tocándose, el chico sin tener ya que esforzarse en ser humilde, sin intentar ninguna forma de comunicación, ni siquiera buscando un cruce de miradas, sólo sintiéndose cerca de él y sabiendo que era sentido por el macho, hasta que se encontró en la larga marcha nocturna por los grandes bosques y al amanecer descubrió la alta cumbre nevada y supo que siguió la buena ruta. Vivieron otro día agazapados y con las siguientes tinieblas ganaron las faldas del Gorbea, esquivando algún perdido caserío, y el chico acompañó al macho durante dos horas de ascensión, hasta que se detuvo y dejó que le rebasara y siguiera solo. Ni en aquel último momento se miraron. El chico permaneció allí hasta mucho después de que la llama se hundiera en la oscuridad y de que dejaran de oírse sus pisadas, llorando mansamente, iniciando la zozobra de diecisiete años por su suerte, por saber si seguiría viva y derramando esperanza en la gran cumbre nevada desde la que los antiguos hombres de aquella tierra eran convocados con cuernos a la Libertad. Eso fue todo.
Luego, pues, vinieron esos diecisiete años, en los que, en realidad, la zozobra no se mantuvo a la misma tensión. De una virulencia casi insoportable en los primeros pasó a una explicable languidez en los últimos, cuando el chico dejó de ser chico y tenía treinta años y era el maestro don Manuel. Aunque el único culpable no fue el natural proceso de prostitución a que se vio sometido como miembro de aquella comunidad —incluso él, el chico de las llamas—, pues en el arranque de ese largo período hubo nuevos hechos que le ayudaron a seguir en el recuerdo y la zozobra, hechos que no se dieron en la continuación. Primero fue la historia de Braulio Apraiz llegando con una báscula nueva al lugar de la última matanza y pesando también aquel ridículo trozo de carne sin saber que era de Efrén, que dio la media libra y que abonó a Saturnino Altube a precio de res. Y la inolvidable cena que su madre le sirvió con una sonrisa feliz: «Ea, a ver si te vuelven las grasas que has perdido estos días». El chico, que acababa de salir de un sueño casi ininterrumpido de cuarenta y ocho horas, saboreó la chuleta con hambre de lobo. Sólo al final oyó el comentario desde la cocina: «Teniendo en cuenta que no es de buey ni de ternera, ese Braulio debería venderla más barata». Al chico se le cayeron los cubiertos de la mano. Con un grito obligó a su madre a confesar la palabra LLAMA. «¿Por qué? ¿Por qué?», le siguió gritando. «¡Tú misma lo comprendiste!». Permaneció dos días encerrado en su habitación, con la boca abrasada por el envilecimiento y la vergüenza, sin probar alimento, llorando y vomitando, primero materias sólidas y después líquidos verdes. Aunque estos hechos, por su proximidad en el tiempo, bien pudieron incluirse en la propia odisea de las llamas. No así otros, aquellas insistencias de Efrén para arrebatarle su secreto. Lo buscó antes de que se cumpliera el mes, siendo el primer paso que dio al salir de la clínica. «Bien, ¿en dónde la habéis metido esta vez?». No hubo palabras preliminares, ni siquiera un saludo, después de todo lo vivido. La palidez del rostro acentuaba la frialdad de su mirada, y del tapón de vendas del hombro que reventaba su camisa colgaba un brazo de piedra. El chico le contó la versión que tenía preparada. Efrén le dejó hablar. «Bueno», le dijo después. «Ahora responde a mi pregunta». Esta escena se repitió a lo largo de esos diecisiete años, al principio todas las semanas, para ir espaciándose a medida que cambiaban las circunstancias, como la transformación del chico en don Manuel y el olvido del tuteo. Pero siempre era abordado por un Efrén obseso por vengar la media libra de carne de su hombro, un muchacho que iba madurando y convirtiéndose en hombre —suponiendo que alguna vez no lo fuera— y sustituyendo las juveniles prendas deportivas británicas por otras más graves pero igualmente inglesas, incluido el bombín, y concluyendo su aprendizaje —como un día empezó a denominar a aquello don Manuel— en Inglaterra e iniciando sus primeras operaciones en la banca y en la industria de la provincia, apoyado en la inspiración, la tutela y las negras maniobras de Ella con los hijos legales de Camilo Baskardo, y alcanzando las más altas cotas de poder cuando aún se le podía considerar joven para tales glorias, pero sin que nada de ello le hiciera olvidar lo que llevaba tan dentro y se manifestaba en su irreductible pregunta: «¿Dónde está escondido el último diablo?», hasta que transcurrió tanto tiempo que el maestro no lo pudo comprender y le preguntó: «¿Por qué?». Y Efrén: «Siempre acabo todo lo que empiezo». Y fue entonces, al comienzo de esa segunda mitad de esos diecisiete años, cuando don Manuel experimentó un reverdecimiento de la lucha que sostuvo a sus catorce años, y pensó: «No se trata sólo del trozo de carne de su hombro». Y, por un plazo más, volvió a vivir la zozobra en su forma más punzante. Ni tampoco el hecho de los duelos que Efrén y Josafat ventilaron anualmente a partir de aquel primero en el tiempo de la gran cacería y que el pueblo esperaba con interés para cruzar sus apuestas. Con todo, a la aparición de Cristóbal, el híbrido, diecisiete años después, el maestro solía pensar en las llamas en términos de fábula, y era el que empleaba al hablar de ellas a sus alumnos. Pero cuando su madre mencionó al extraño animal que León Esnarriaga tenía en el desvencijado garaje de su camioneta, desanduvo de golpe el montón de años demoledores y volvió a sentir el viejo ímpetu animal y la misma inquietud por la última esperanza. Le vio: la indómita mirada roja del macho, la fibrosa carne invulnerable marcada con la consigna de prevalecer, la misma sensación de envilecimiento que experimentara a su lado, y pensó: «De modo que no sólo fue verdad sino que sigue vivo entre nosotros o al menos ha vivido hasta bajar a procrear con una de nuestras bestias este hijo suyo que proseguirá…». Luego descubrió a Pachín Arana y a Perico Orejas junto al animal, acariciándolo, cuando nadie del grupo de curiosos se había atrevido ni siquiera a tocarle uno de sus pelos hirsutos. El maestro soportó la mirada del pobre simple con una pesadumbre en la que no se atrevió a profundizar.
Kume Baskardo tenía que saberlo. Llegó a Sugarkea con el alma en la boca. Seguía tan igual y él acababa de recuperar con tanta perfección el tiempo de las llamas, que hubo de violentarse para no creer que vivía su primera y última visita, diecisiete años atrás. Avanzó por las tierras que no constaban en ningún Registro de la Propiedad y que tampoco los Baskardo consideraban suyas, y a la luz plomiza de las diez de la mañana descubrió en la entrada una figura grande. El maestro se identificó y salvó la distancia convencido de que era Kume Baskardo.
—Ha muerto en la bajamar.
Era su misma voz. Además, el maestro supo quién era el muerto. De modo que fue como si Kume Baskardo hubiera anunciado su propia muerte ya consumada. El maestro se acercó más. Gain Baskardo lo contemplaba desde su mundo remoto.
—Lo último que dijo fue que lo echásemos a la mar. Pero está más caliente debajo de la cocina.
Al maestro le estremeció la sencillez del informe. Estuvo contemplándolo para obligarse a no ver a Kume Baskardo en aquel hombre de sesenta años. Luego siguió su mirada y descubrió a las personas que no había visto a su llegada. Aquí o allá, sentados o de pie, ocupando una amplia zona del paisaje, se hallaban desperdigados todos los miembros de la familia, los nueve hijos de Gain y su mujer, Lucasia, atentos a lo que realizaba la etxekoandre, la vieja compañera de Kume Baskardo —y el maestro logró sobreponerse a la emoción para recordar el nombre único: Emasabel—. Hablaba a una colmena. La costumbre se había perdido, pero el maestro la sabía por los libros. Emasabel comunicaba a las abejas la muerte del etxekojaun y el nombre del que lo sería en adelante en la casa, para que difundieran la nueva por la Naturaleza. Fue entonces cuando el maestro tuvo la bochornosa sensación de estar profanando Sugarkea. Sin embargo, esperó. Concluida la escueta comunicación, Emasabel regresó por el borde de las huertas distribuyendo trabajos a la familia, y al llegar ante la mujer de Gain, le dijo: «Desde hoy ya no eres Lucasia sino Emasabel, porque ellos lo quieren así. Y yo empezaré a abrir mi agujero». Pero cuando Gain Baskardo lo pasó a la cocina, el maestro encontró a la anciana ante el hogar, trabajando arduamente en la comida demorada. El piso era una costra callosa de tierra sobre tierra. La voz de la vieja etxekoandre se anticipó a su pregunta:
—Por ahí lo hemos puesto.
Gain desplazó una banqueta de cierta zona de tierra removida y el maestro se arrodilló y la tocó con los dedos. Se sintió aplastado por todos los milenios del mundo.
—Venía a decirle que el macho sigue vivo en el Gorbea, que acabo de ver un hijo de su sangre.
—Pues díselo —murmuró Gain Baskardo.
—Pero vosotros no creéis en el alma.
—Pero creemos en los huesos.
El maestro estaba allí para hablar a un vivo y trató de levantarse por no caer en la sensiblería, pero fue vencido por la carga del momento, aquella tierra inmemorial acogiendo el cuerpo del viejo cazador, la misma tierra de los Orígenes al mismo cuerpo de los Orígenes, en una gloriosa anulación de las inútiles edades, en un repetido regreso al punto cero del que nunca se debió partir, o en todo caso allí estaba la única justificación: aquel coraje para sobrevivir por encima de todo y de nada, aquella cae vencida de antemano y para siempre e irrevocablemente, pero sobreponiéndose a su destino, cumpliendo sus consignas elementales no con resignación sino con orgullo, no por sometimiento a poderes artificiosos creados sobre la marcha por quienes no soportaban ese árido destino, sino por haber sabido extraer del exiguo patrimonio de huesos, sangre y carne la única razón de la continuidad y prevalecimiento sobre la tierra, la chispa capaz de ennoblecer tanta desesperación y tanto combate, tanto esfuerzo y tanta lágrima, tanta procreación y tanta muerte, esa furiosa determinación de no ceder, de no claudicar, de no aceptar componendas ni segundas leyes ni cadenas, de no capitular, esa rabiosa necesidad de independencia y de rebelión que sufrió la primera derrota cuando los hombres la fijaron en una palabra; tan invulnerable que había logrado sobrevivir en aquel olvidado mundo de Sugarkea a toda la historia de execraciones del gran antropomorfo. Esto, al menos, es lo que pensó el maestro mientras apenas se atrevía a rozar con sus dedos aquella tierra intemporal que estaba hecha de Baskardos y en la que no se podía pensar sin caer en el delirio, y mientras oía el trajinar de la vieja Emasabel en su barro prehistórico y sentía a Gain a su espalda. Se levantó y dijo:
—Él ya lo sabe. Siempre lo ha sabido.
Gain Baskardo lo miró por un resquicio de los pliegues de sus ojos desde una lejanía insondable.
—Y, ahora, tú —añadió el maestro—. Ahora, a ti te corresponde…
—¿Eh? —exclamó Gain Baskardo.
El maestro se avergonzó de haber cedido a la fascinación de las palabras, allí, precisamente. Pero tenía que saber algo más.
—Según una leyenda, los cementerios costeros se vacían por el fondo.
—Sí, yo he despedido desde el monte a muertos conocidos que se alejaban con la corriente.
—No puede ser —arrastró el maestro.
—Sí —apuntaló Gain Baskardo—. Abren un túnel por debajo para salir a la mar.
—No.
Y, un momento después:
—Entonces, él también…
—Él, no. Está entre su gente. Eso queda para los que son abandonados en los cementerios.
—Sin embargo, pidió…
—Todos los Baskardo lo piden al morir, pero luego no salen de Sugarkea.
El maestro descubrió con más fuerza que nunca que sobraba en aquella cocina. «No es lo mismo que hace diecisiete años», pensó, sintiendo al Baskardo mucho más lejos.
—Lo hicieron sólo por mí —dijo sin voz—. Se lo pidió un niño y Kume Baskardo y tú perdisteis dos semanas para… —Gain lo seguía mirando con muda solidez desde su mundo—. Lo hicisteis por aquel niño. —Y añadió, abrumado—: ¡Está bien! ¡Está bien! Ahora yo tampoco sé qué fue de él.
Veinticuatro horas después su madre le subió de la calle la noticia que ya estaba esperando:
—El hijo de Ella ha visitado a León Esnarriaga y le ha comprado el bicho.
También supo que la venta se efectuó en medio de una escena borrascosa, con Pachín Arana y Perico Orejas convertidos en ciclones inofensivos cuando Efrén entregó a León Esnarriaga las dos mil pesetas y su chófer se apoderó del híbrido. Efrén tuvo que jurarles que no lo iba a matar. El maestro no durmió aquella noche. Deambuló por el pasillo fraguando planes para rescatar al animal del palacio, pero todos se estrellaban contra un mundo que no tenía la simplicidad que a sus catorce años. Incluso se encerró en el cuarto del ventanuco por ver de recobrar la vieja y magnífica determinación. A la hora salió porque se sintió ridículo. Sólo cuando le llegaron las noticias de los intentos que realizaba Efrén para que el híbrido le condujera hasta el macho, logró zanjar a medias el abismo de los diecisiete años. Porque pareció que volvía el tiempo de las llamas, que se instalaba una situación idéntica a la de 1907, con una nueva convocatoria de cazadores y un reverdecido ardor por cobrar la misma presa. Porque el maestro supo que el pueblo volvió a recordar y volvió a tomar sus escopetas, y que volvieron a formar partida Saturnino Altube, Braulio Apraiz y don Estanis, armados y con diecisiete años más sobre sus espaldas, a pesar de que Saturnino Altube ya no podía sentirse dueño de ninguna llama, a pesar de que Braulio Apraiz había dejado el oficio de carnicero y regentaba la taberna de su padre, y a pesar de que don Estanis había perdido el ojo derecho en un lance de caza. Juan Altube había muerto sobre su heredad cuatro años antes, reventado por el esfuerzo a que le obligaba el pago de Altubena a su hermano Roque, es decir, a Magda, es decir, a Ella. Y Camilo Baskardo y el coronel Pérez de Angulema —no Josafat, excluido para entonces por Ella de toda actividad mundana— merodearon con sus perros por las inmediaciones cuando Efrén situó al híbrido en diversos emplazamientos a lo largo de aquellos días, esperando tomara una dirección para seguirle. Durante una semana estuvo repitiendo en vano la experiencia, pues el animal sólo se preocupaba de morderse la larga cadena, de modo que le acabó poniendo en una jaula en los jardines del gran palacio que ya poseía en el Abra, para diversión de su hijo Cándido, entonces de cinco años, al que ya llamaban de Don. Pero también aquello fracasó, pues el niño cobró tal terror al híbrido que las pesadillas lo traspasaban por las noches. Por todo ello, Efrén no movió un dedo cuando Pachín Arana le robó cierta noche a Cristóbal. Sólo envió una notificación judicial a León Esnarriaga advirtiéndole que se reservaba el derecho sobre el animal.
El maestro, que durante aquella semana vivió la vieja zozobra, comprendió que las circunstancias le hacían el trabajo. Efrén marcó la pauta a seguir y Getxo y los cazadores se olvidaron de la llama, del macho superviviente, en el que en realidad nunca creyeron. Sólo quedó Cristóbal, el pequeño monstruo, la anécdota a que finalmente pareció quedar reducido el inolvidable episodio de 1907, el espectáculo de feria con el que León Esnarriaga obtuvo ingresos durante diez años, sin contar aquellas dos mil pesetas de Efrén. Construyó una caseta y cobraba la entrada a real. En el primer mes desfiló todo el pueblo. Más tarde llegaron gentes de Bilbao y de más lejos, y los periódicos enviaban sus fotógrafos y los colegios organizaban viajes de estudio, y algunos profesores ateos llevaron a sus alumnos a contemplar los errores de Dios.
Al comienzo de este período, el gran Cadillac negro se detuvo ante la escuela y el maestro pensó: «Ha tardado más de lo que supuse, pero aquí está». Efrén se abrió paso entre los chiquillos del recreo y llamó con los nudillos sobre la puerta abierta. El maestro tardó en levantarse. Por primera vez, al cabo de diecisiete años de visitas suyas, temía el encuentro. No se trataba del inminente reproche bajo su mirada de hielo, sino de la denuncia de su propia prostitución.
—¿Y bien?
Fue una pregunta casi apacible. El maestro le respondió con otra pregunta:
—¿Por qué, después de media vida?
Efrén se tocó el bombín con el bastón y dirigió una mirada lenta a toda la escuela.
—He venido a decirle que ya no le molestaré más. Ahora sé que nunca me lo dirá.
El maestro sintió que algo se le enderezaba por dentro.
—Pero es un consuelo averiguar que yo no me había equivocado —añadió Efrén.
—Todos nos venimos equivocando desde hace demasiado tiempo —exclamó el maestro con una ingravidez que lo reconstruyó—. A pesar de todo, usted persistirá.
—Buenos días.
Efrén giró y se alejó del umbral.
—Confiese que lo hace porque es la única criatura de esta tierra que le ha vencido —exclamó el maestro dirigiéndose a la espalda.
—No lo repita tantas veces —dijo Efrén sin volverse.
—Sólo lo he dicho una vez.
—No, se lo viene diciendo desde el día en que ocultó a la maldita bestia.
El maestro avanzó un paso. Gritó:
—Y confiese también que el macho nos mostró algo que usted no puede soportar, que no puede ver instalado aquí.
Hubo de esperar a que se metiera en el coche, el chófer le cerrara la puerta, bajase el cristal de la ventanilla y avanzara su expresión estricta.
—Su frase me recuerda las miradas de agonía de aquel niño que tanto revolvió ante nuestros puntos de mira… ¿Cuántos años tenía usted entonces? Sólo que ahora es el maestro y sabe que no debe asustar a estos otros niños hablándoles de las llamas como de algo real.
Pero aquello no fue todavía el final. Nunca supo el maestro qué esperó Efrén en los diez años que siguieron. El pueblo fue olvidándose de Cristóbal hasta el punto de constituir una sorpresa su aparición en 1934 convertido en un ser más horripilante que las viejas llamas, por su tamaño mayor, su condición diabólica de injerto y la redoblada fiereza en sus ojos y en sus dientes, en aquella aventura policial en que lo metieron Asier Altube, el hijo inválido del difunto Juan, Pachín Arana y Perico Orejas, aunque fue un dócil instrumento en manos de los dos chicos y del pobre simple. Al final de aquella aventura, Efrén reclamó notarialmente a Cristóbal. Cuando se lo contó su madre, el maestro no lo pudo creer. «Para él no pasa el tiempo», pensó. Durante todo aquel día sus alumnos tuvieron delante un maestro que no intervino en la marcha de la clase. «Le ha visto y le ha recordado al macho y con un último crimen quiere acabar con los dos, porque el macho ya habrá muerto, ya no está en la montaña, y su única herencia es este animal, ahora con la suficiente carga de músculos, de coraje y de rebeldía para erigirse en un contrincante digno de ese odio y de ese temor…». Aquella noche se deslizó hasta la vivienda de León Esnarriaga, en los altos de Algorta, y por el angosto callejón lateral alcanzó la cuadra de Cristóbal. Sólo la presencia de Pachín Arana y de Perico Orejas había conseguido que el híbrido permaneciera allí diez años. Ninguna otra persona o animal se le podía acercar a menos de tres metros, y desde que fue adulto los vecinos oían por las noches sus coces contra las paredes de su encierro y los ladrido–rugido–relinchos inolvidables. Hasta sus jóvenes cuidadores comprendían que la situación tenía que estallar. Así, pues, Efrén no erraba al precipitar un final, aunque su final no era el único posible. El maestro encontró la escena que esperaba, porque también se lo había advertido su madre: a Pachín Arana y a Perico Orejas, armados de sardas, cortando el acceso a la cuadra.
—Eso no evitará que os lo lleven mañana, y vosotros lo sabéis —les dijo. Siguió palpando enfrente la misma tensión—. Supongo que alguien os habrá hablado de las llamas de Saturnino Altube. Cristóbal desciende de ellas, del macho que yo salvé guiándole hasta el Gorbea, porque entonces yo también fui un chico…
En los siguientes minutos de su discurso la dura atmósfera del callejón se fue desmoronando. A la luz de la Luna el maestro observó que las puntas de las sardas se desplazaban hasta el suelo.
—¿Ha dicho el Gorbea?
Aquella noche la pasó en la ventana, convenciéndose de que oía las pisadas de los viajeros por la misma ruta de aquel tiempo y atormentado por la idea de que ni Pachín Arana ni Perico Orejas le invitaran a la marcha, invitación que él habría rechazado. «Pero ni por un momento lo pensaron. Lo saben. Incluso les habrá costado creer que yo haya tenido alguna vez catorce años». Permaneció allí hasta que las campanas de los Trinitarios lo metieron dentro, y se sentó a su mesita de trabajo a corregir los deberes de sus alumnos, los embriones de códigos históricos, políticos, religiosos y de costumbres, y a las nueve en punto, después de tomar el café con leche que le sacó su madre, se incorporó a la vida del pueblo, preguntándose: «¿Hasta cuándo será fértil su semen?». Y esto, sí, fue todo.