Los delirios del cura de San Baskardo

El padre Eulogio del Pesebre del Niño Jesús apartó con un dedo la cortina y su mano se derrumbó sobre el alféizar de la ventana. «Es imposible», pronunció, tragando una carga de saliva. Eran, otra vez, los doscientos hombres de la guerra atacándose como lobos contra la niebla del amanecer. El padre Eulogio pretendió echar las contraventanas que acababa de abrir y luego hizo esfuerzos por cerrar los ojos y creyó que los había cerrado hasta que se encontró contemplando con ahínco el duelo individual que sostenían un gudari y un requeté con sus bayonetas. La emoción del desenlace lo mantuvo unos segundos en el sitio, rezando entre dientes por una victoria renovada, e incluso gritó: «¡Dios, Patria y Rey!», pero sus propios sonidos le despertaron para instalarle en la penosa incertidumbre de los últimos meses. La primera visión la había tenido en un aniversario de la paz, el 1 de abril de aquel mismo año del 44. Alguien aporreó su puerta y él exclamó desde su cuarto: «Abre de una vez, Lisa», sin advertir que era demasiado temprano. Siguieron los golpes y tuvo que dejar el ensayo de su sermón para acudir. También había niebla. Un desastrado batallón de requetés esperaba delante de la casa la gestión de su jefe, en estricta formación y con las polainas hundidas en el manto de leche. El padre Eulogio vio ante sí a un hombre con galones de capitán en una guerrera embarrada, barba de tres años y la borla rubia de la boina sobre la nariz. Su mirada fanática le recordó la que le devolvía el espejo todas las mañanas cuando se podaba los pelos blancos de la barbilla. «Ave María Purísima», le dijo el capitán. «¿Por dónde han huido esos cabrones?». La tensión del momento impidió al padre Eulogio controlar la realidad. Como creía en el infierno y que este se encontraba hacia el Sur, le marcó la dirección con el brazo. El capitán le dio las gracias persignándose y se llevó a su gente por encima de la niebla extendida por el mundo. El padre Eulogio estuvo pensando con nostalgia en la tropa hasta que de golpe recordó que se había acabado la guerra. Lanzó la vista por el paisaje dormido de todos los días y le entró la duda si no fue una prolongación del último sueño de la noche. Entró en la casa y se detuvo a la puerta de su sobrina. «Lisa». Una voz tierna le respondió dormida que enseguida le sacaba el chocolate. El padre Eulogio puso un acento grave en la pregunta: «¿Has oído algo, Lisa?». «Sólo le oigo a usted». El padre Eulogio adensó el acento: «¿No oíste unos golpes en la puerta?». «La gente ya no llama con golpes porque hemos puesto timbre, ¿no lo recuerda?». El padre Eulogio volvió al jardín y se puso a buscar huellas en la tierra y encontró muchas de botas, pero en aquellos años habían venido tantos hombres a que les extendiera un certificado de buena conducta para salvar la vida, que su casa parecía Lourdes. De manera que regresó al interior a despertar del todo de su sueño con el chocolate del desayuno.

La segunda visión la tuvo una semana después, un viernes lluvioso. Oyó un chapoteo de ganado y se asomó a la ventana que sería su atalaya en los meses que siguieron. El batallón de requetés perforaba la cortina líquida con una tozudez de carguero y los ruidos del barro emergían sordamente de la niebla aplastada. El padre Eulogio los estuvo viendo cruzar con una resignación soñolienta y al irse el último aún no había emitido ningún juicio. En el silencio total que siguió no hizo otra cosa sino prolongar su contemplación en el vacío, sin pensar y sin esperar nada. Cuando el frío lo iba a echar de la ventana apareció el otro batallón. Los gudaris marchaban a paso de carga y no había duda de que perseguían al enemigo. Sobreponiéndose a la incredulidad, el padre Eulogio se indignó: «¡Atrás, horda!», se sorprendió exclamando. En un arranque instintivo tomó de una pared el crucifijo de exorcizar y se lanzó a la puerta, mas al abrirla se encontró al otro lado a un guerrero con barba también de tres años que no lograba tapar su rostro de monaguillo. Tenía cosidas al tabardo las insignias de capitán. El cura y el gudari se miraron como si se conocieran. «Iba a llamar», dijo el gudari. «¿Para qué?», preguntó el padre Eulogio duramente. «Para preguntarle hacia dónde corrían ellos». El padre Eulogio avanzó la cara. «No corrían», estableció. Se contemplaron a diez centímetros con una expresión tan clara de propósitos que allí mismo se repusieron los dos campos de la guerra. «Adiós», dijo el capitán. «Y perdone la molestia». El padre Eulogio estuvo tentado de pedirles que se quedaran, por no afrontar la nueva incertidumbre en solitario, pero un instante después se encontraba en el mismo umbral rememorando los detalles del episodio con la fruición de los que acaban de despertar de una pesadilla. Entonces oyó la voz de su sobrina preguntándole qué miraba en la lluvia. El padre Eulogio volvió la cabeza y contempló a la muchachita blanca que quería meterse a monja. Avanzó hacia ella y le tocó la coraza negra del cráneo. «Eres tú», susurró. «¿Quién iba a ser?», dijo la sobrina. El padre Eulogio se avergonzó de no haber empleado con las apariciones un procedimiento tan elemental como el del tacto, y se juramentó para que no volviera a suceder. «¿Has oído nuestras voces?», preguntó sin ilusión. Ella ni siquiera interrumpió su gesto de cerrar la puerta. «¿Qué voces, tío?».

El padre Eulogio vivió un mes sin atreverse a pensar en los hombres de la guerra, hasta la madrugada en que le arrancó de su lecho el estruendo de conflagración bajo la ventana. Se precipitó a los cristales en ropa de dormir y lo que vio desbarató todas sus dudas y le hizo feliz. Se ventilaba un combate en toda regla entre dos batallones, enfrentados a lo largo de una línea muy definida que empezaba en la misma puerta de su jardín y desaparecía en el fondo del escenario después de cruzar la carretera y de remontar la loma por el frente de la iglesia. El padre Eulogio salió a la nebulosa oscuridad seca y echó una corta carrera, descalzo y con el brazo extendido para tocar al primer guerrero. Los choques de las bayonetas ponían un escalofrío en el amanecer y el padre Eulogio vio que los hombres se desplomaban con las tripas colgando y emitiendo un tímido sonido de dolor. No eligió para tocar a uno. A través de la ropa dura de un gudari recibió la vibración de la carne. «Ya te tengo, testimonio», musitó el padre Eulogio con la sangre candente. Quiso completar la información tocando también a uno del ejército de la Fe y eligió al requeté emparejado con el gudari, mas tuvo que demorar unos instantes, mientras aquel retiraba del tronco de su rival el hierro cuya punta había salido por el otro lado. Los dedos del padre Eulogio palparon otra realidad tan patente que el entusiasmo cegó su razón y le hizo tomar parte en la guerra. Recogió un fusil del suelo y cargó como en los tiempos de su guerra carlista, pero el aire levantado por una culata próxima le tumbó en el suelo. Al incorporarse penosamente descubrió que la batalla había concluido, que el ejército de los ángeles buenos perseguía por la carretera al de los ángeles malos y que él se encontraba gritando a todos: «¡Idiotas, la guerra terminó hace años!». Al fijarse mejor se dio cuenta de que los rezagados cargaban con sus muertos y aquello llenó su estómago de una sensación agria de fracaso, al descubrir que estaba pensando en los cuerpos destripados para utilizarlos como pruebas ante sí mismo y ante los demás. Quiso seguirlos, pero sus piernas de centenario no le respondieron. Y entonces ocurrió lo que le impulsaría a hacer de las apariciones una cuestión pública: vio cómo su vecino Ángelo arrojaba desde su balcón un balde de agua a los últimos requetés. La intromisión de aquella escena en sus delirios lo dejó sin aliento, mas cuando pudo reaccionar se había convertido en un hombre nuevo. Llegó al pie del balcón y comprobó en el suelo seco el charco de agua. Luego martilleó con la aldaba del portal.

—Baja, «Boniato», que ya sé que estás despierto —exclamó.

Se oyeron unos pasos lánguidos en la escalera de tablas, y el cerrojo. Un hombre de cuarenta años, pétreo y cobrizo, contempló al padre Eulogio desde sus ojillos de esquimal. Se llamaba Ángelo, era mestizo de vasco e india huitoto y treinta y ocho años atrás había sido traído de América por su padre, el indiano Saturnino Altube, para demostrar a su esposa y al pueblo de Getxo que él no era el culpable de la esterilidad del matrimonio. Casó con una vasca monumental y vivía de una frutería que le instaló Saturnino para aliviar su conciencia.

—También a ti te han despertado —dijo el padre Eulogio.

—Fueron sus aldabonazos, padre —dijo Boniato.

—¡Fue la tropa! —exclamó el padre Eulogio—. ¡He visto cómo baldeabas a los soldados de Dios!

Ángelo abrió los ojos el espesor de un pelo.

—Se va a enfriar en ropa de dormir, padre.

Sólo entonces el padre Eulogio sintió frío por primera vez. Un calor rojo encendió los huesos de sus mejillas y recogió los pies por debajo del camisón.

—Dentro de una hora te vienes a confesar a la iglesia —ordenó.

—Tengo que ir con el carro a llenarlo de fruta para mi negocio.

—Tú te vienes con los pecados a mi confesonario.

El padre Eulogio presionó con la mirada sobre los ojos orientales de Ángelo. Desde el cambio de Españas sufrido por Getxo, en junio del 37, el padre Eulogio del Pesebre del Niño Jesús ejercía sobre sus feligreses un dominio militar. Se negaba a casar a los hombres que habían combatido con la República y metía en la perrera municipal a las mujeres que enseñaban el brazo. El pueblo vivía pendiente de las órdenes de las campanas. Las familias que habían perdido la guerra y que nunca antes frecuentaron la iglesia, acudían a misa en formación y sus miembros se confesaban los sábados para comulgar el domingo, a fin de mitigar la posguerra.

—Bien —dijo Ángelo.

Una hora después se arrodillaba en un templo helado ante un padre Eulogio cuyo aliento olía a chocolate.

—No tengo ningún pecado que confesarle —gruñó Ángelo.

—Las mentiras también condenan a las almas —dijo el padre Eulogio—. En tu portal me dijiste una mentira. Yo te vi volcar el balde sobre las cabezas de los míos. Boniato, si no lo confiesas te quito la frutería.

—Usted puede quitarme la frutería, pero no puede traerme aquí a oírme decir lo que usted quiere, ni es religioso que me obligue a confesarme cuando yo no quiero.

El padre Eulogio se incorporó en la oscuridad.

—Yo puedo hacer eso y además meteros a todos curas, si me da la gana.

—Pues tendrá que hacerlo, porque yo no vi nada.

El padre Eulogio sintió lástima de sí mismo.

—Si no me lo dices me volveré loco.

—Y si se lo digo tendré que confesarme a continuación de una mentira.

—¡Pero yo te vi con el balde en la mano! Además, como eres rojo, no arrojaste el agua a los gudaris sino a los requetés. ¿Me negarás también que hubiera un charco debajo de tu balcón?

—¿Un charco? Sí, estuve limpiando el carro al anochecer.

El padre Eulogio agarró a Ángelo por la pechera del jersey, pero lo hizo con una mano derrotada.

—Dios no debería tratar así a un cruzado que le ha ganado la guerra.

Pasó la mañana en la soledad de la sacristía, rumiando su incertidumbre, y no respondió ni a los que le reclamaron para la misa. Al mediodía no pasó por su casa a comer, sino que se dirigió a la cercana Venta a hacer una redada entre los hombres que tomaban la copa y el café. Levantó a siete de sus asientos y los condujo en rebaño a la iglesia. Los alineó ante el confesonario y les advirtió que las mentiras pronunciadas en la casa de Dios se pagaban con la vida. Estuvo con los siete hasta la noche, sometiéndolos a repetidas confesiones interminables, hablándoles de aquellos dos batallones que se paseaban por el pueblo en una magnífica prolongación de la guerra. Todos sus esfuerzos se estrellaron contra el muro que decía no haber visto nada. El padre Eulogio echó la llave a la iglesia, dejándolos dentro, y se fue a recorrer las casas y los caseríos sin importarle la hora. Llamaba a las puertas, le pasaban al comedor y hacía desfilar por la misma silla a toda la familia en camisón, formulando la misma pregunta. Notaba tal obstinación en las respuestas que empezó a pensar seriamente en su locura. Siguió insistiendo durante todo el día siguiente, y la noche, y el nuevo día, hasta que lo encontraron desmayado de hambre en una estrada. Aquella noche, mientras su sobrina le ponía en la boca cucharadas de caldo de gallina, se presentó un guardia municipal enviado por el alcalde a recoger la llave de la iglesia, pues las familias de los presos habían ido con la denuncia a la autoridad. El padre Eulogio logró emitir un soplo de cadáver:

—No les saco de allí mientras no me digan que han visto a los soldados.

El alguacil apoyó su mano en un antebrazo de alambre.

—Señor cura, primero habrá de saber si no han muerto para poder hablar.

El padre Eulogio se conmovió y con un dedo permitió a su sobrina que metiera la mano en el bolsillo de la sotana que descansaba en una silla.

Tardó cuatro días en reponerse del exceso. Cuando el médico le anunció que se podía levantar, no quiso. No hablaba con nadie y pasaba el día con la cabeza bajo las mantas. A su sobrina le costaba un discurso cada vez que debía incorporarlo para comer. Por entonces la jerarquía pidió al coadjutor que hiciera algo. Se llamaba Pedro Sarria, y llevaba siete años postergado por su jefe. Era un hombrón de treinta y cinco años que había descubierto demasiado tarde que su vocación era la de cazador. Al oír sus pasos de elefante por el pasillo retumbando la casa, el padre Eulogio se sintió un desperdicio.

—Puede traerme también al funerario —le dijo al verle entrar en el cuarto.

El padre Sarria conocía de sobra cómo era el titular de San Baskardo, aquel cura de cien años que no casaba a las gentes de izquierdas y había prohibido bailar a lo agarrado en la plaza. Observó sus huesos traspasándole la piel, su bulto irrisorio bajo la colcha y su aire decrépito, y se aproximó sigilosamente, al tiempo que estrenaba la nueva relación con una mentira:

—Con ese aspecto usted nos entierra a todos.

La presencia de un rival puso en las tripas del padre Eulogio el miedo de la jubilación. Fue lo que le empujó a dejar la cama y afrontar la vida; incluso afrontar su propia locura. Retornó a su actividad parroquial y al control de las personas, no permitiendo al coadjutor que encendiera ni un cirio, y al término de la primera semana le comunicó que se podía marchar. El padre Sarria, que tenía orden de quedarse, dio largas al asunto. Tomó la costumbre de visitarle a la hora de la merienda, primero para ganarse su confianza y habituarlo a su presencia, y luego porque ya no pudo pasarse sin el chocolate de Lisa. Un día, el padre Eulogio se armó de valor y le preguntó si había visto a los soldados, o al menos si alguien le había hablado de ellos. El padre Sarria le contestó sencillamente que no. La mención del delirio lo puso de nuevo sobre el tapete y el padre Eulogio no supo resistirse a otro escrutinio. Para no despertar sospechas, le dio por preguntar a los niños. Todos los días compraba un bolsón de caramelos en el puesto de Marcos, lo vaciaba en los bolsillos de su sotana y aguardaba el paso de los infantes en lugares apartados, y mientras chupaban los caramelos les preguntaba si oían a sus padres hablar de los hombres de la guerra que cruzaban el pueblo en las madrugadas. Pero los niños agotaban los dulces sin proporcionarle ninguna información. El padre Sarria le empezó a decir a la hora del chocolate:

—Algo le atormenta, padre, y si no echa por la borda esa obsesión se le pudrirá en la bodega.

El padre Eulogio jamás podría explicar por qué le vino entonces la gran revelación. Se levantó de golpe de su mecedora de mimbre y exclamó torvamente:

—Lo que pasa es que todos son rojos.

El padre Sarria se pasó la lengua por sus labios manchados de chocolate.

—¿Quiénes son rojos?

—El pueblo, mi gente. Tenía que haber empezado por preguntar al alcalde.

Salió a la calle según estaba, en zapatillas y con el grueso jersey casero sobre la sotana, y salvó penosamente la distancia que le separaba de la casa del alcalde, que ya era ex alcalde, pero al cura se le había olvidado. Las personas que se cruzaban con él le preguntaban si quería ayuda para caminar, pero él rechazaba todos los brazos como si fueran añagazas del destino. El ex alcalde vivía a un kilómetro, en Algorta, en una altura al costado de la playa de Ereaga, en un palacete requisado que había pertenecido a un vasco exiliado. El padre Eulogio desbordó a una criada con cofia e invadió un salón recargado de maderas rojas y de cuadros monumentales, llamando a Benito. El ex alcalde apareció en el umbral en camisa y limpiándose las manos con un cotón.

—¿Quién le quema la iglesia, padre? —sonrió.

Era un hombre feliz. Por las mañanas arreglaba los problemas políticos y por las tardes construía en su garaje un velero a motor. Estaba convencido de que el país vivía una época de plenitud, porque todo estaba hecho, y esta seguridad le había llevado a creer en Dios y en las revoluciones de derechas. De extracción popular, los franquistas le hicieron alcalde por haberles pasado los planos del Cinturón de Hierro quince días antes de que lo hiciera su constructor, el ingeniero Goicochoa. Cuando el padre Eulogio se abalanzó hacia él, lo apaciguó poniéndole una mano en el pecho.

—Calma, calma. No pasa nada. Nunca pasa nada. Este concejal le compondrá su pleito enseguida.

Al padre Eulogio le cayó encima la tensión de la carrera y sintió que su organismo se desmoronaba. Por una escalera interior se dejó conducir de la mano como un niño hasta el garaje, en cuyo centro había el esqueleto de una embarcación revestido a medias. El concejal mostró su obra al cura con orgullo. Desde el año 39 sostenía que si todos los españoles construyeran un barco en su casa se podría invadir fácilmente la Inglaterra de Churchill. Abrió una silla de lona para el visitante y tomó un listón perfecto para seguir con su casco.

—Hable, padre.

El hundimiento de sus músculos arrastraba al padre Eulogio hacia la silla, pero la propia vibración de la pregunta lo mantuvo en pie:

—No me diga usted que tampoco ha visto a los hombres de la guerra.

El concejal no se inmutó. Su vientre abultado le hacía parecer más rechoncho de lo que era.

—¿De qué guerra me habla, padre? —preguntó, encajando el largo listón en su sitio.

—Ya sólo habrá una guerra para nosotros, y usted sabe cuál es.

—No, no sé cuál es. En el mundo siempre ha habido guerras.

El padre Eulogio se le acercó con pasos de asombro.

—Hablo de la que ha permitido que usted haga este bote. —No pudo reprimir el temblor de su barbilla—. Todavía hay dos batallones sobrantes de nuestra guerra persiguiéndose por este municipio. Uno es de requetés y el otro de gudaris. He hablado con sus capitanes. He tocado sus cuerpos. He visto cómo un vecino les echaba un balde de agua por haberle despertado. Delante de mi casa han librado una batalla más feroz que aquella del Ebro. —Su tono se resquebrajó—. Pero nadie quiere decir que los ha visto.

El concejal empezó a modelar el listón con un mazo de madera. La voz rota del padre Eulogio apenas remontó el estruendo.

—Y usted, señor Muro, ¿los ha visto?

El concejal estuvo contemplando al cura con ojos de buey mientras sus mazazos iban ahogándose en el largo silencio que siguió a la pregunta.

—Es muy delicado darle a usted esta respuesta —dijo.

—¿Los ha visto o no los ha visto?

—Sería como llamarle a usted…

—¿Los ha visto o no los ha visto?

—Es imposible ver lo que no existe.

El padre Eulogio rumió arduamente el veredicto.

—Quiere decir que no los ha visto.

—Quiero decir que no existen.

—¡No hable así a uno que le han aplastado el jardín!

El concejal suspiró.

—Le advertí que era delicado.

—También quiere decirme que estoy loco.

—No es justo que me acose así, padre.

El padre Eulogio colgó sus manos del cuello de la camisa del concejal.

—Al menos dígame que hubo una guerra.

—Le podría contestar a usted que sí hubo una guerra, pero es mejor que le conteste que no la hubo.

—Eso no es decir nada.

—Ya lo sé. Pero es que así es la vida.

Se aguantaron la mirada tanto rato que el padre Eulogio retiró sus ojos, no por derrota sino por cansancio. La figura que se hundió por fin en la lona de la silla tenía un aire acabado.

—Hubo una guerra —musitó—. Hubo una guerra. A mí me saquearon la casa los de la CNT.

El concejal tomó otra vez al cura de la mano, lo levantó de la silla y lo condujo escaleras arriba hasta el salón, depositándolo en una butaca con orejeras. Le habló mientras servía coñac en dos copas.

—¿Qué edad tiene usted, padre?

El padre Eulogio apoyó con solemnidad cada letra de la respuesta:

—Ciento siete años, creo.

—¿Y cuánto tiempo lleva en San Baskardo?

—Ochenta y dos años, creo.

—Son muchos años para vivir y son muchos años en un mismo sitio.

—Sí, son muchos años.

El concejal cerró la mano del cura sobre una copa.

—Ande, beba y olvídese de todo.

El padre Eulogio olió el coñac y lo rechazó.

—Ahora recuerdo que llevo ciento siete años sin beber. Además, no quiero olvidar nada. Hubo una guerra y quiero morir creyendo en ella. ¿Por qué todos se ponen de acuerdo para olvidarla y para no ver a los dos batallones? Es como repudiar el pasado. Y nuestra guerra fue una de las cruzadas más hermosas. ¿De quién ha sido la idea? Hubo una guerra, alcalde, hubo una guerra. Yo la vi.

—Sí, y también ve a esos soldados paseando por Getxo. Todos sabemos que cuando los hombres rebasan los cien años les falla…

El padre Eulogio se puso en pie sujetando sus huesos y tomó el camino de la puerta. El concejal lo siguió.

—Es de noche y se va a caer por los caminos. Puedo llevarle a casa en mi tren.

Franqueó la salida a un organismo mecánico y lo vio detenerse en medio de las calas del jardín. También le vio darse la vuelta.

—Hubo una guerra, alcalde, y ahora hay dos batallones matándose como los de aquel tiempo.

El concejal comprendió que se lo tenía que decir:

—A ver lo que sigue hablando, padre, no le lleven a un asilo. A nosotros no nos puso aquí una guerra, sino Dios.

El padre Eulogio del Pesebre del Niño Jesús no pudo dormir aquella noche pensando con orgullo en lo firmes que se mantenían sus convicciones a sus ciento siete años, en su triunfo sobre el concejal. A las cuatro de la madrugada había progresado tanto en sus meditaciones que se incorporó en la oscuridad de su lecho para exclamar: «Yo soy la Cruzada». Entonces se acordó de los hombres de la guerra y saltó con vigor juvenil a la ventana. Separó las maderas y las cortinas y volvió a tropezar con la niebla. Cuando los dientes le empezaron a castañetear de frío regresó al calor de las mantas, pensando: «Los veré cuando ellos quieran, no cuando yo los busque». Vivió los días siguientes instalado en una sólida felicidad, dedicando más tiempo que nunca al control de su parroquia y ordenando alargar unos centímetros las faldas de las mujeres, pero el momento más esperado de cada jornada era el de las nieblas del amanecer. Pegado a los cristales, cogiendo constipados a pesar de la manta sobre la cabeza, perseguía en el paisaje lechoso cualquier reminiscencia de la guerra y siempre tenía que acostarse sin haber visto nada. Hasta que, de pronto, a fuerza de no verlos, cobró un miedo cerval a los soldados. Llegó a preguntarse si las apariciones no fueron más que un delirio senil. «Todos los viejos son una zaborra y yo no voy a ser una excepción», se dijo. La verdad es que buscaba librarle de contaminaciones a la guerra, a fin de alejarla del mundo de las pesadillas. La última ocasión en que estuvo escarbando con los ojos en la niebla de un amanecer fue cuando le asaltó la certidumbre de que si volvía a ver a los soldados la guerra también se convertiría en un delirio.

Montó un meticuloso mecanismo de seguridad para no mirar nunca más por la ventana en la hora crítica. Puso un candado en las contraventanas, para trancarlas al acostarse; tapiaba la pared corriendo el armario, y prohibió terminantemente a su sobrina abrir la puerta al amanecer, aunque la quebraran a golpes. Al cabo de dos meses de ventura fue traicionado por algo que no había previsto: los propios gritos de la guerra. A través de todos los obstáculos le llegaron nítidamente unas órdenes calientes de maniobra: «Es la voz del capitán de gudaris», pensó con un estremecimiento. Ahogó la cara bajo las mantas y se pellizcó para despertarse, pero descubrió que estaba despierto. Frente a su casa se estaba ventilando una operación de cerco, y el padre Eulogio vivió sin quererlo toda la acción militar. Las voces más próximas y atropelladas que emitían unos «¡Dios, Patria y Rey!» desesperados, junto a los otros gritos, más distantes y con vibraciones de victoria irremediable, le informaron que los suyos estaban siendo cercados contra su propia fachada. El padre Eulogio se acercó con pavor al armario y lo descorrió. Luego sacó una llavecita del bolsillo de su camisón y abrió el candado y las contraventanas, y fue entonces cuando apartó la cortina con un dedo y cuando su mano se derrumbó sobre el alféizar y cuando exclamó: «Es imposible». Al fondo del paisaje, frente a su iglesia de San Baskardo, el gudari más avanzado y el más rezagado requeté dirimían un duelo a bayoneta. «¡Dios, Patria y Rey!», gritó el padre Eulogio con virulencia. El ruido de su propia voz le despertó del todo y se hundió en el fangal de las viejas dudas y de los miedos a la jubilación, pero su tortura fue arrollada por los inequívocos alaridos de la conflagración: «¡A la mierda el alcalde!», gritó el padre Eulogio tomando carrera hacia el exterior. Llovía a mares. Tuvo que abrirse paso a codazos por entre la masa de bultos ensopados contra la pared y la bayoneta presta, y se llegó hasta el capitán. «¡Por Dios, por la Patria y el Rey!», exclamó el padre Eulogio. El capitán le dirigió su expresión de forzado. «Déjese ahora de frases y retírese si no nos trae una ayuda». El padre Eulogio alzó la manga del camisón. «Soy cura», reveló. El jefe carlista cayó de rodillas a sus pies y el padre Eulogio lo envolvió en su bendición y enseguida le pidió que le siguiera con su gente. Los puso en el camino de los montes a través de una imperceptible corraliza lateral, y luego esperó a la puerta de su jardín, bajo el diluvio, la llegada de la Horda. A su frente marchaba el capitán perforando con sus ojos el aguacero. «¡Atrás, turcos!», les frenó el padre Eulogio. «Si no nos permite el paso daremos la vuelta», le dijo el capitán de gudaris. Mientras tomaban otra dirección, el padre Eulogio reconoció muchos rostros que viera una vez con las tripas fuera, y recordó que lo propio había advertido en sus requetés. «Las guerras que empiezan no se acaban nunca», pronunció. Arrojó al enemigo a pedradas y a gritos de su parcela, y en esta vorágine lo encontraron cinco vecinos que pasaban con faroles a pescar ranas.

El padre Eulogio del Pesebre del Niño Jesús metió en su maleta el último crucifijo de su casa y la última estampa de la Virgen, y el padre Sarria se apresuró a cerrarla al oír el claxon del coche que esperaba a la puerta del jardín. El padre Eulogio acarició la plancha de pelo de su sobrina.

—Ahora ya te dejo libre para que te metas monja —le dijo.

—Rezaré por usted, tío.

—No. Por quienes tienes que rezar es por los que se quedan en este pueblo sin poder ver más que lo que les deja el alcalde.

El padre Eulogio contempló la habitación en la que había dormido las noches de ochenta y dos años sin faltar ni una, y se preguntó por qué no se conmovía. «Debe ser porque estoy seguro de que he de volver», pensó. Su mirada acuosa se centró en el rostro de sol del padre Sarria.

—Ahí le dejo mi rebaño. A ver si me lo conserva tan bueno. Y no olvide lo que le he repetido mil veces: nuestra civilización será del enemigo cuando las mujeres se suban la falda del todo.

El concejal le abrió la puerta del coche con una sonrisa de compensación.

—Ya verá qué feliz lo pasa en la Residencia de Begoña.

—En el asilo —precisó el padre Eulogio con una serenidad que desconcertó al concejal.

Lo pusieron en el asiento de atrás, junto a un cura joven del obispado que le observó fijamente.

—¿Qué me mira? —dijo el padre Eulogio.

—Perdone. Miraba su edad de profeta.

—Para lo que me vale. Nadie cree en lo que anuncio.

El concejal se acomodó junto al chófer y cerró la puerta.

—Los tiempos cambian, padre. Ahora, las profecías hay que hacerlas después de que pasan las cosas.

El padre Eulogio era tan consciente de su condición de mártir que despreció aquellas florituras verbales. Volvió la cara para mirar la mole de San Baskardo a través del cristal.

—Últimamente había llegado a creer que yo construí esta iglesia. Nuestro orgullo es excesivo.

—En cierto modo —siguió sonriendo el concejal—, usted está en este coche por orgullo.

El padre Eulogio avanzó el cuerpo para apoyar su mano en el hombro que tenía delante.

—Alcalde, ya me lo dirá cuando caigan chuzos.

Veintidós años después, el padre Eulogio del Pesebre del Niño Jesús seguía vivo. Se había convertido en el mayor centenario del país y los curiosos viajaban a Bilbao y subían las Calzadas de Begoña con el único objeto de contemplar en la Residencia de Sacerdotes a aquella reliquia del pasado. Había perdido la movilidad de sus miembros y en postura rígida de silla lo metían y lo sacaban de la cama y lo depositaban en una butaca junto al radiador de un ventanal, adonde le llevaban el alimento en una bandeja; y había perdido aquella lucidez y aquella irreductibilidad de sus primeros años de centenario. Pero los que estaban con él juraban que los sobreviviría a todos. Al principio de su reclusión se le oía con frecuencia que había visto a los hombres de la guerra pasada bajo sus cristales. Con el tiempo, estos anuncios se hicieron cada vez más espaciados, hasta que cesaron por completo. Fue cuando el padre Eulogio del Pesebre del Niño Jesús se mordió la cola de la pescadilla de su vida, cuando regresó al origen de sí mismo.

Un día gris tuvo visita. Irrumpió en la Residencia un grupo de hombres inflamados que se llevaron por delante a todo el personal y no frenaron su carrera mientras no se vieron delante del sillón del padre Eulogio.

—Padre, padre, soy yo —emitió una voz exaltada.

El padre Eulogio, que en los últimos años sólo había oído hablar a los muertos, preguntó al dueño de aquella voz si estaba en el cielo o en el infierno.

—Padre, padre, ¿no me recuerda?

Cuando el visitante tomó al cura por los hombros para zarandearlo, lo encontró tan frágil que lo soltó por no quedarse con él entre las manos, pero hizo girar aquella carita azul de momia. Todos vieron al anciano esforzarse por distinguir la expresión que tenía delante y por encajarla en algún lugar de su pasado. El hombre le ayudó.

—Soy don Benito Muro.

La mente del padre Eulogio empezó a andar hacia atrás.

—¿Ha terminado su barco, alcalde?

—Ya no soy alcalde. Me sustituyó este caballero que tengo a mi derecha.

Benito Muro lo agobió con su proximidad. Había en su mirada la misma desesperada vocación de supervivencia que se adivinaba en los demás del grupo.

—¡Ahora yo también los veo…! Todas las noches pasan los soldados frente a mi casa… Un batallón persigue al otro… Les veo atacarse y veo sus tripas colgando de las bayonetas… Y estos señores que vienen conmigo también los ven… ¡Padre, tiene que venir con nosotros a Getxo para hablar al pueblo! ¡Quieren cambiarnos España! Usted tenía razón. Las guerras nunca deben clausurarse.

El padre Eulogio se pasó la lengua por sus encías desiertas.

—¿Qué edad tengo?

Benito Muro sacó la cuenta con los dedos.

—Ciento treinta.

—¿Años o meses?

—Años.

—¿Y adónde voy yo con ciento treinta años?

—A hablarles de aquella guerra que usted veía y que yo se la negaba. Porque sigue viendo a los soldados, ¿verdad?

—Lo que veo últimamente es que San Baskardo era ateo.

Y les contó el verídico episodio ocurrido en Getxo en el siglo IV, en que un miembro de la estirpe local de los Baskardo fue prendido por legionarios romanos cuando echaba del país al predicador cristiano que vino a introducir la nueva farsa, y crucificado por error, creyéndole seguidor de Cristo, y más tarde elevado a santo, también por error.

—De modo que mi iglesia de San Baskardo fue levantada por el enemigo —concluyó el padre Eulogio.

Aquella cala tan profunda lo dejó desmantelado. Pero don Benito Muro, el alcalde de Getxo y los otros caballeros encontraron la queja del centenario en la misma línea de la guerra, y lo levantaron de su sillón y se lo llevaron.

El padre Eulogio del Pesebre del Niño Jesús hizo el viaje de regreso a su parroquia con una sonrisa tonta en los labios. Habían metido a todo el pueblo en la iglesia y cerrado las puertas, y habían puesto en la mano de piedra de San Baskardo la espada traída urgentemente de Santiago. El padre Eulogio no recuperó la realidad ni al ser sacado del coche y recibir en sus pellejitos azules el fresco aire de la mar. Lo entraron en volandas en el templo y lo subieron al púlpito, sentándolo en una banqueta. La vejez lo había reducido tanto que no se le veía desde abajo y hubo que elevarlo con varios cojines. El párroco actual y don Benito lo sostenían por la espalda. El párroco anunció a la multitud que iba a dirigirle la palabra un antiguo párroco que, por edad, había visto más cosas que todos los presentes juntos y había que creerle. Los más ancianos reconocieron al cura que en otro tiempo les sacaba de sus camas para preguntarles por aquellos residuos de la guerra que todos veían, pero que no podían nombrar, y corrieron la voz y así supo todo el pueblo a qué lo habían traído. Don Benito Muro susurró junto a la orejita helada que tenía delante: «Desahóguese, padre. Comprenda que la vida da muchas vueltas». En la iglesia se hizo un silencio que rompía los tímpanos. Y entonces el padre Eulogio del Pesebre del Niño Jesús levantó un dedín azul y dijo:

—Teta.