El difunto Asier Altube habría disfrutado de sesenta años cuando las obras del superpuerto obligaron a levantar el cementerio y se descubrió que las tumbas estaban vacías. Exactamente, todas excepto dos. Dos tumbas que en su tiempo fueron abiertas demasiado próximas, contraviniendo las ordenanzas municipales. Así lo exigió el grupo de mujeres románticas que en aquel lejano día de julio se personó muy de mañana en el cementerio a obligar al sepulturero a cavar donde ellas le indicaron. Y no se metieron los féretros en el mismo hoyo porque el padre Eulogio del Pesebre lo prohibió: los cadáveres no estaban casados. Entonces se comprobó que era cierta la increíble leyenda de los cementerios costeros que se vacían por el fondo, en un desplazamiento natural de los muertos por reintegrarse a la mar. Cientos de féretros fueron hallados vacíos, con las tablas del fondo abiertas, de donde arrancaba un conducto que se perdía en las profundidades de la plataforma terrestre y por el que subía un olor a marisco.
El difunto Asier no habría necesitado leer las lápidas para saber a quiénes marcaban: OLIMPIA SATRULEGUI GANGOITI, 1900–1937 y VICENTE SAEZ GALLARDO, 1902–1937. Habría mirado a las gentes que habían ido a llevarse a sus muertos y le habría lacerado como nunca el tormento del que esconde un secreto a su comunidad. Hacía más de cuarenta años que cargaba con él. Los dos féretros aparecieron sobre un fondo de peña y cosidos uno al otro a través del terreno por un entramado de cordeles de cabrabedarra. Viendo aquel encadenamiento natural, el viejo Asier se habría preguntado por qué nadie caía en la cuenta del modo absorbente en que la «Chipinita» había actuado siempre con el forastero, hasta llevarla a la posesión en la muerte. Las almas sentimentales manifestaron que aquel abrazo tenaz bajo la tierra era el que evitó la fuga por el fondo y el que demostraba el triunfo del amor sobre la muerte. El sepulturero dijo escuetamente que ni siquiera un falangista vivo hubiera sido capaz de perforar aquel lecho de roca. Muchos de los que entonces recorrían el cementerio asombrándose de encontrarlo vacío, no estaban en el mundo por el tiempo en que se formó la leyenda de los amantes. Asier Altube siempre pensó que nada habría ocurrido si la guerra no hubiera puesto la ocasión.
En junio del 37 las tropas de Franco entraron en Getxo y los quince años de Asier se desgarraron con la derrota. Apenas había dormido la noche precedente oyendo los partes del Gobierno en la radio que el abuelo nunca quiso meter en casa. Dejó la cama a las ocho de la mañana y se asomó al cristal cuando el locutor decía que en el Norte estaba triunfando la contraofensiva del ejército de Euskadi, y allí vio los uniformes extraños calentando café bajo las higueras, como en una acampada de domingo. Asier estuvo llorando hasta el anochecer en el duelo de un hogar con la radio enmudecida. A esa hora llegó a Altubena una visita insólita. Asier oyó la voz de la madre llamándolo, y en la salita encontró al abuelo, a la abuela y a la madre ante dos figuras que le parecieron escapadas de otro tiempo. Aquello acabó de convencerle de que desde la mañana estaba viviendo una agonía y de que él estaba muerto. Los recibió sólo con su bulto. La felicidad que asomaba al rostro de Olimpia Satrulegui la hacía parecer aún más ridícula que en la aventura de dos años antes. La odió como nunca. Del cuello de la guerrera del forastero asomaban las vueltas de una camisa azul.
Vicente se acercó a él —llevaba un brazo en cabestrillo— y le estrechó densamente la mano, como lo haría con un hombre. Asier alzó los ojos para tropezarse con la inolvidable mirada que antes le decía tantas cosas pero que ahora le pareció vacía. Y cuando Vicente pronunció: «Gracias por todo», todavía se sintió más lejos de aquel tiempo. Luego le tomó las muletas y lo sentó en una de las tremendas sillas labradas por el abuelo.
—Veo que mejoras —le dijo, poniendo las muletas en manos de la madre.
Asier lo miró a través de sus lágrimas.
—La señorita Satrulegui me escribió contándomelo todo —dijo Vicente.
De pronto, Asier lo observó aplastado por la atmósfera dura del aposento. Miró a Olimpia Satrulegui, que no hacía sino sonreír como una tonta. «No le habrá contado todo», pensó Asier, pero rechazó el recuerdo de la historia por no tener que reconocer que tenía delante a su protagonista. Le subió de las tripas una amargura ácida al comprobar que metía a Vicente en su odio.
—Te escribí, agradeciendo tu gesto. Pero en persona ha resultado mejor. Al menos, la guerra ha servido para algo.
Vicente no sabía cómo poner los brazos. Asier cerró los ojos para llorar a placer y se sorprendió preguntándose por qué repudiaba al amigo por el que arriesgó tanto para demostrar al pueblo que no mató al hombre que apareció muerto en las peñas de Azkorri. Tuvo la impresión de que aquello había sucedido en otro mundo. Antes de levantar los párpados ya había puesto su mirada en el abuelo. Su expresión se lo explicó todo. Tenía la boca cerrada en un gesto crispado y los ojos prendidos del cuello de la camisa azul de Vicente. Este había dejado de hablar. Lo intentó, pero sus palabras fueron sofocadas por los rasgos de tierra del abuelo. Suspiró penosamente y buscó la salida llevándose a la señorita Satrulegui.
—No lo tome a mal —dijo el abuelo dirigiéndose a su espalda—. Es que es demasiado pronto.
La madre los acompañó hasta la puerta pronunciando algunas frases con la garganta astillada.
Aquella noche, con los nervios en punta, la madre la emprendió con la conflagración por no atreverse a atacar directamente al abuelo.
—Sólo nos faltaba una guerra para acabar siendo más brutos que los burros —dijo—. Ya recibimos a palos a las visitas.
Asier siempre viviría con la desolación original el descubrimiento de que a Vicente ya no le llamaba Vicente sino «el forastero». Así se refería a él el pueblo y así lo sintió desde el primero de aquellos once días de 1934 en que se alojó en el hogar fosilizado de los Satrulegui. Procedía de Valladolid, donde lo conoció Martín Satrulegui, que había pasado la carrera de Medicina falsificando las papeletas porque su verdadera afición era la pintura. Se hicieron amigos de parranda. Un día, Olimpia y su madre, con motivo de una consulta fútil a la Universidad, descubrieron el fraude. El rector les informó que el nombre de Martín Satrulegui sólo figuraba en la lista de ingreso de cinco años atrás, a cuyo examen ni siquiera se presentó. Ellas aplazaron la decepción, aguardando la versión de su pariente. Regresó en junio, con aires triunfales y esgrimiendo un diploma donde doctor aparecía escrito con z. Hallándose la madre enferma de pálpitos, fue Olimpia la que soportó el peso del descalabro. Ella gobernaba la casa desde hacía años. La última cuenta de la pensión de estudiantes, el pergamino del título y el viaje de retorno se llevaron los últimos despojos del patrimonio familiar: con tal escrupulosidad había sacado Olimpia las cuentas. La madre murió seis meses después. Torturado por los remordimientos, Martín resucitó su olvidada vocación de pintor y le juró a la hermana que la resarciría hasta la muerte. «Tu única vocación es la de rico», le replicó ella con una dureza que la deshizo por dentro. Pero lo perdonó allí mismo. Aquella sangre era la única que le quedaba sobre la tierra. Había rebasado la edad que el pueblo fijaba para colgar el sambenito de birrocha. Era una mujercita de cristal que apenas si salía de casa a otra cosa que a misa, y a horas tan exactas que la gente ponía con ella los relojes. Producía la impresión de vivir parapetada tras el almidón de sus prendas. Siempre vistió con dos generaciones de retraso, desbrozando trajes de madres y abuelas que forzosamente tenía que achicar para su cuerpo. Comía de la venta de bordados que de niña le enseñaron las Trinitarias, aunque ella aseguraba que sólo perseguía distraer la soledad. En los setenta y cuatro tiestos del inmenso mirador plantaba lechugas comestibles en vez de geranios y durante el verano mantenía el hogar cerrado en penumbra para que el sol no gastara las superficies. Con estas medidas logró mantenerse a flote sobre una economía marchita, pues nunca accedió a vender un solo trasto heredado, que, sin una gota de polvo, atiborraban los dos pisos de la casona hasta convertirla casi en un museo inhabitable. A pesar de vivir al borde de la anemia jamás entregó al pueblo una prueba palpable de su ruina. Antes de convertirse en chica vieja ya le empezaron a llamar la «Chipinita», un mote elegido sin ninguna mala intención, simplemente por la resonancia de la palabra, que evocaba a la exigua figurita de porcelana que se deslizaba por las aceras con un reto trágico en la tiesura de su cuello indomable.
Se le conocieron dos pretendientes: un ingeniero inglés al que nunca le entendió una sola palabra, y un capitán mercante que, por reacción, acabó casándose con una mulata de noventa kilos. Con el último desengaño se encerró en una viudez prematura. Afrontó al pueblo con un desafío mudo en los labios y pisó más tiesa que nunca la Avenida de Larragoiti, pero siempre llevaba en un bolso cromitos de flores para las niñas de la calle. Cuando todos creían que en esa postura entraría en la tumba, la Chipinita los sorprendió metiendo a un hombre en su casa.
El pueblo no supo los años que ella le llevaba a Vicente Sáez Gallardo hasta no leerlo en las lápidas. El forastero apareció en Algorta con un volumen de adulto sosteniendo una mirada de niño. Tenía el encanto natural de las criaturas que no toman en serio la vida. Había acordado con Martín emprender la aventura de América, y como se anticipó en once días a la salida del barco, Martín lo sentó a su mesa y lo acostó en una cama arzobispal que hizo pertrechar a su hermana. A Olimpia se le instaló en el espinazo un burbujeo que le desprendía los objetos de las manos. Se resistió cuanto pudo a admitir lo que le pasaba. «A mi edad», se repetía nebulosamente. Pero al cuarto día se rindió a la frase que la tenía despierta por las noches: «Es el destino». Por la mañana le dirigió al huésped una mirada precisa por encima de la vajilla del desayuno. Creyendo que le pedía la mermelada, Vicente le pasó el platillo. Olimpia endureció las rodillas bajo la mesa antes de pronunciar: «Usted se parece al príncipe de la película que vi la semana pasada». Él no interrumpió la operación de cubrir de mantequilla el riche, pero sus labios compusieron una sonrisa soñolienta: «Yo no soy monárquico, sino de Benito», dijo mortecinamente. Olimpia confrontó esta reacción con las miradas que le sorprendía dirigiendo a las muchachas de veinte años que ella siempre había considerado sus iguales, y dio cerrojazo a la ilusión. No sufrió nada; estaba habituada a cosas así. Por el contrario, se sintió más acorazada que nunca contra un mundo que no estaba hecho para ella. Siguió requiriendo la compañía del huésped para que le llevara la bolsa de la compra por las mañanas y para lucirlo en el paseo de la tarde. Fue feliz por cuatro días. Al derrumbe de sus sueños, lo siguió haciendo para demostrarse que no estaba ofendida; luego, por pura inercia, porque no podía hacer otra cosa; y finalmente, por desesperación, para no arrojar al pueblo más carnaza. Descubrió de pronto que no soportaría volver a ser la Chipinita. El mote se le vino encima con toda su carga tragicómica. Chapaleó en una desolación sin orillas al comprender que ni siquiera le permitían luchar contra algo concreto, pues la palabra no significaba nada. Le espantó un futuro que sólo le ofrecía el papel de birrocha de una comunidad. De modo que la gran razón de la mentira que ofreció no fue engañar a nadie, sino hacer soportable su paso por las calles en los cincuenta años siguientes.
El forastero se dejó manipular para indemnizarla de algún modo por el alimento y la cama arzobispal, y porque se compadeció de ella. El hermano, después de arruinarla, iba a abandonarla a sus recursos en aquella casona interminable en la que alguna vez amanecería asesinada por los fantasmas. Pero, especialmente, se compadeció de sus labios marchitos y de los esfuerzos que hacía con los ojos para ponerlos más grandes. Procedía de una familia de Valladolid empeñada en hacer feliz a su hijo no diciéndole nunca que no. Creció silvestre. Hizo analfabeto la primera comunión y sólo la tradición cultural de la ciudad obligó a los padres a meterle a los diez años en el primer colegio. El hijo lo aceptó como una curiosidad y los padres se preguntaron si tendrían que desterrar la idea de que era diferente de los otros niños. Se les escapó de aquel colegio y de otros dos, hasta que le encontraron uno con un patio en el que se jugaba al fútbol. Era su pasión. A los trece años ya actuaba en equipos de hombres, pero nunca en su vida logró meter un penalti. Concluyó el bachiller a los veinte años, con tantos suspensos que desbordaban las hojas de la cartilla. «Ahora me dedicaré a lo mío», dijo a sus padres, fulminándolos con una mirada por el retraso ocasionado por su traición. La verdad era que en esos diez años nunca había abandonado el fútbol, pero como carecía de aptitudes le resultaba muy cómodo echar la culpa a los padres de su estancamiento en la categoría regional. Entonces la madre enviudó y tuvo que cargar con toda la responsabilidad. Transcurrió un año sin atreverse a tomar ninguna decisión. Para el hijo fue un año de desastre. Había empezado a filtrársele la sospecha de su inutilidad. Cambió su modo de juego; actuó en el campo como un vándalo. En su puesto de delantero centro metía goles por puro terror de los defensas contrarios. Lo fichó un club de tercera división. Pero como en su desesperada furia inocente se rompía sus propios huesos, sólo jugó tres partidos en toda la temporada. Aquel verano lo eliminaron del equipo y hubo de regresar al de regional. La madre se arrancó la venda de los ojos.
El hijo tenía por hábito retirarse a las tantas de la madrugada. Abría la radio y se ponía a devorar el cerdo frío que ella le dejaba antes de acostarse. No sabía una letra de solfeo, pero las sinfonías de los grandes clásicos le ponían el alma transparente. A aquella hora las notas salían tan puras como si procedieran de un mundo perfecto. El muchacho solía llorar sobre su cena. Pero aquella noche la madre invadió en camisón la cocina y cerró la música haciendo girar el mando. El estupor sacó al hijo del estado de trance y la vio volver a la cama con la espalda recta. Creyendo que lo había hecho en un momento de sonambulismo, devolvió a la habitación el estrépito de Wagner. Ella regresó y destripó la radio de un silletazo. Madre e hijo se miraron hasta el fondo de los ojos y él descubrió que los de ella le estaban marcando el fin de una época. No durmió en toda la noche. A las cinco de la mañana le asaltó una esperanza y arrancó a su madre de un sueño de madero. «No te gusta la música», le preguntó. «La amo», le replicó ella, volviéndole la espalda. Dos horas después el hogar se estremecía con un sonido nuevo: el del timbre de un despertador. La madre lo había puesto a la hora de los trabajadores. El hijo, que diez minutos antes había sucumbido al sueño feliz de las mañanas, fue despertado por una voz que no reconoció: «Al tajo». Sentado en la cama, estudió el rostro de su madre. Pensó que sus veintiún años sólo fueron un prólogo para traer aquel instante. «Ya sabes que los entrenamientos son por la tarde», dijo eligiendo las palabras con pinzas, consciente de que se estaba jugando los próximos veintiún años. La madre habló con unos labios de hielo: «A tu edad, otros ya son internacionales y tú vas hacia atrás». Él nunca había pretendido engañarla, porque siempre sostuvo la íntima convicción de que sólo se podía vivir haciendo fútbol. La actitud de la madre desquició su mundo por la base. Le echó en cara sus bondades de veintiún años. «Siempre fuiste una mala madre conmigo», le dijo. Ella salió apaciblemente del cuarto diciendo: «Te saco el café».
Por pura rabieta, aquel mismo día encontró trabajo en un taller de reparación; tenía que aflojar tuercas debajo de los coches y cerrar la boca para que no se le colara el aceite. Sólo resistió una semana. El sábado le entregó a su madre un sobrecito azul con un contenido minúsculo y ella le miró a los ojos (no lo había hecho en toda la semana) y se compadeció de él. «Estudia», le dijo. «Qué». «Cualquier cosa menos Farmacia, que empieza con f de fútbol». El hijo aprovechó aquel momento de humor de su madre y le sacó un mes de plazo para pensar.
Visitó a los presidentes y entrenadores de todos los clubs de tercera división de la provincia, ofreciéndoles sus servicios. Nadie le quiso. Pensó seriamente en el suicidio. Era por el mes de setiembre y entonces conoció a Martín Satrulegui, que estaba en Valladolid para matricularse en la Universidad. Congeniaron con esa recíproca atracción que experimentan las almas desplazadas. En cuatro noches de francachela se vaciaron el uno en el otro. Martín confesó que no pensaba hacer otra cosa en Valladolid. La mente pueblerina de Vicente tardó bastante en penetrar la sutileza encerrada en aquellos planes. Iba a representar una farsa de carrera, sin pisar la Facultad de Medicina, sin abrir un solo libro, ni siquiera comprarlos. Vicente no pudo creer en tanta felicidad. Sólo le quedó un punto en el aire. «¿Y las notas?», preguntó. Martín Satrulegui lo tenía todo previsto: «Tengo amigos allá dentro. Robarán impresos y luego tú escribes mis notas y yo las tuyas. Es tan sencillo que casi deja de ser emocionante».
De modo que Vicente corrió a decir a su madre que ya había elegido carrera y ella le creyó. Vivieron como adanes cinco cursos, y Vicente siguió jugando en su equipo regional. En el cuarto de la pensión donde se alojaba, Martín había montado un escueto estudio de pintor, y allí, un día de aburrimiento, inició a Vicente en los rudimentos del arte. Vicente tardó en comprender cómo existiendo las cosas hechas había que molestarse en copiarlas. Hasta que Martín le empezó a hablar de las ideas. «¿Con qué sueñas tú?», le preguntó. «Con el fútbol». Martín elaboró ante sus mismos ojos varios apuntes de jugadas inverosímiles. Vicente se los llevó a casa y se pasó la noche contemplándolos. Así le nació la idea de plasmar en tela el penalti perfecto y en ese empeño de meses la pintura se le metió en la sangre. Al término del quinto año, al componer para Martín el diploma que remataba la farsa, le salió una caligrafía primorosa, pero escribió doctor con z.
Se lo tuvo que confesar a la madre cuando esta, días después, arrastró al hijo médico al parto de una vecina. Esta lo arrojó de casa. Empezó a vivir de los cuadros con temas de fútbol que vendía a la entrada de los partidos, cambiando los colores de las camisetas según los equipos de turno, y se alojó en el cuarto que dejó Martín al regresar a Algorta. Siempre que le sobraba un duro enviaba a la madre una caja de bombones, pero ella se las devolvía sin abrir.
En el transcurso de aquellos dos años empezó a sospechar que ya sólo practicaba el fútbol para buscar inspiración para sus cuadros. Un sábado le dijeron: «Tú no juegas mañana», y apenas lo sintió. Pintaba con la misma furia vandálica con que antes desquiciaba a los defensas. Un día hizo un rollo con varias telas y se las envió a Martín, escribiéndole que si las encontraba buenas para exponer les pusiera marcos a cuenta de los primeros cobros. Viajó a Algorta para la apertura de la exposición. Era el año 30 y él tenía 28. Aquella visita no habría sido incluida en la historia menuda del pueblo de no haberse producido la de 1935, que fue la que metió ruido, la que obligó a la gente a atar cabos, a relacionar la afición a la pintura del forastero con aquellas telas que enmarcaba Juan Bautista; la cosa trascendió cuando el cristalero cayó en la cuenta de que él tenía que ser el primer interesado en el éxito de aquella exposición. Al parecer, no fue grande, pues transcurrieron cinco años antes de que el forastero volviera por Algorta, aunque esta vez por razón de su viaje a América. Sin embargo, siempre se pensó que Juan Bautista cobró lo suyo.
A su regreso a Valladolid, en el año 30, el hijo encontró el cuarto de la pensión vacío de cosas suyas. Se las había llevado la madre a casa. Lo perdonó con un abrazo doliente. Pero el hijo no claudicó, y la madre hubo de quedar admirada de aquel furioso combate de cinco años por la supervivencia que mantuvo con unos simples pinceles. Logró ingresar en el equipo reserva del Valladolid, en realidad con la pobre misión de lanzar balones a los porteros en los entrenamientos. Además, por aquellos años se hizo falangista. Cuando mencionó a Olimpia Satrulegui lo de Benito se refería a Mussolini. Funcionaba por conceptos superficiales. Le entusiasmaba el ímpetu de aquellas juventudes que no se detenían en barras, y el saludo con la mano abierta le pareció más generoso que el cerrado de los marxistas.
Él también quería arreglar el mundo. Más que eso: lo necesitaba. Era imposible vivir en un mundo que le recriminaba a todas horas a través de los ojos de una madre silenciosa y sufriente. La veía envejecer diez años cada semana. Y como era de los hombres que exigen el remedio a plazo fijo y la revolución se demoraba, envió una carta a Martín Satrulegui proponiéndole marchar a América. Cerró la maleta en cuanto tuvieron arreglados los papeles. La madre necesitó apelar a todo su amor para no sonreír en el último minuto. Se despidieron como extraños. El hijo siempre habría de recordar con un estremecimiento el rostro de cobre de una mujer convertida en horas en anciana.
De modo que Asier lo pudo conocer ante la verja de la casa de la Chipinita en aquel caluroso mayo inolvidable. No le produjo ninguna sensación especial —con su aire cándido, su sonrisa de algodón y su pantalón gastado— hasta que no le descifró la mirada. Entonces fue cuando se le incendiaron las orejas. Comprendió para qué el presidente y el entrenador del Getxo F. C. le habían llevado en su silla de inválido ante el forastero: para tocarle el alma. Necesitaban un delantero centro para el partido final contra el Portugalete y aquel hombre que lo miraba con ojos mansos llevaba siete días rechazándoles la invitación. La mayoría del pueblo estaba en contra de esa idea, por no romper con un malceto el viejo y nunca traicionado criterio de alinear sólo a gente de la región. Pero el gran partido se echaba encima y los responsables del Getxo F. C. estaban desesperados.
Nadie sabe cómo empezó a correr por el pueblo el rumor de que era jugador, o lo había sido, junto con la extraña apreciación de don Manuel, el maestro: «Parece sentir un odio místico por el fútbol», nacida cuando él y el forastero coincidieron en la peluquería y no sólo le vio saltarse la página deportiva de todos los periódicos que curioseó mientras esperaba y luego mientras lo afeitaban, sino que se levantó bruscamente del sillón y salió limpiándose con su pañuelo los bordes de jabón nada más iniciar uno de los presentes el tema del fútbol.
Pero acabó prestándose. Transcurrido ese instante de descubrimiento y de bochorno, Asier consideró al forastero como una creación personal. Vivió cuatro jornadas intensas. A las nueve de la mañana del día siguiente los directivos del Getxo F. C. irrumpieron en Altubena pidiendo a Mari Benita que les siguiera prestando al chico «para mantener caliente al forastero». Lo condujeron como una reliquia viva al campo de Fadura, donde ya había siete hombres entrenándose. Uno de ellos saludó a Asier con el brazo. Era Vicente. Se movía con una habilidad retardada, la camisola se hinchaba bajo la presión de su vientre rudimentario, pero se lanzaba sobre la portería con una furia selvática que ponía los pelos de punta. Asier lo vio destrozar dos botas contra el suelo, lesionar a cuatro guardametas con sus cargas de rinoceronte y ejecutar cincuenta penaltis y no meter ninguno, sin que se le cayera el ídolo. Entonces, en un giro de cabeza, el mundo se le estropeó al descubrir a la señorita Satrulegui.
Estaba perdida en la soledad de las gradas de madera, rígida como una ramita seca, forzando la expresión radiante de una dama medieval admirando a su Templario. Asier se preguntó qué hacía allí colada entre los hombres y qué tenía ella que ver con «su» delantero centro. Impávida, con un sombrerito de flores y en la boca el eterno reto tenso, su mirada era un trazo recto discriminador para quedarse sola con su caballero. Su presencia impidió que los entrenamientos de aquellos cuatro días se hicieran como Dios manda, pues los chicos no podían soltar a gusto sus tacos. Al término de la primera sesión, el forastero se retiró a las duchas pasando junto a Asier.
—Tú, tranquilo, chaval —le dijo—. Los de Getxo nos comemos a todos los feos.
Cruzaron una mirada que para Asier resultó un aconchabamiento. Fue feliz.
La señorita Satrulegui se puso detrás de la silla irradiando oleadas de almidón justo cuando regresó el forastero de vestirse, con el pelo mojado pegado a la frente y aquel rostro de hombre–dios siempre prometiendo cosas. Asier nunca la había tenido tan cerca; su única relación con ella se redujo en trece años a intercambiar el sonido Chipinita en alguna velada de Altubena. Tenía compuesta la imagen de una mujer chocholita y casi inexistente, pero tan imprescindible al paisaje del pueblo como la torre de los Trinitarios, y hasta entonces inofensiva. Le rompió los cuatro días. No sólo eso: lo utilizó, exhibiéndolo por calles y estradas como la primera responsabilidad que compartía con el forastero. Su lengua se destapó al cabo de años de silencio y controló las conversaciones, y Asier no pudo entenderse con su amigo sino a través de los resquicios que ella dejaba abiertos por descuido.
La tarde de aquel domingo, cuando faltaban cinco minutos para que el Getxo F. C. perdiera el campeonato, el forastero metió un gol desmesurado. Embistió desde medio campo con la cabeza baja y en el área disputó el balón con la frente a diez botas enemigas. Se despidió de Asier en las mismas localidades, pues el barco zarpaba el lunes. Llegó —con la Chipinita, claro— al rincón donde el chico lo estaba esperando en su silla de ruedas. Asier le oyó decir (al menos, así lo creyó al cabo en los años posteriores): «El gol es tuyo y la copa también», y sintió en el hombro la presión de su mano de hombre. Durante largos segundos tuvo la palabra en la garganta, sin acertar a darle curso. Allí estaba su amigo, haciéndole entrega del gol con una expresión de Angelote y una sonrisa de clandestinidad, y por siempre conservaría el mismo sabor negro en el paladar por no haber podido emitir el vocablo.
Un mes después, en junio, el verano se estremeció con el muerto que apareció en las peñas de Azkorri. Se le identificó por la medallita del cuello: «Virgen de Begoña, protege a tu siervo Ambrosio Menchaca Legorburu». El médico dijo que los carramarros llevaban cuatro días alimentándose de él. Como si el hecho sólo sirviera para reintegrar las cosas a su sitio, el pueblo se acordó del maketo al que debía una copa de fútbol y le achacó el crimen. Hasta los más moderados admitieron que Ambrosio pudo haber sido precipitado desde el monte aquella noche de pesca. El forastero no sólo figuró en el grupo que bajó a las peñas con faroles de carburo a capturar animales deslumbrados, sino que días antes, en una taberna, había tenido que callar a Ambrosio de un tortazo por mal hablar de Olimpia Satrulegui.
Así, pues, y para que nada faltara a la leyenda de los amantes, Olimpia tuvo incluso su paladín. Sólo un borracho podía llamar escándalo a que un amigo del hermano durmiera bajo el mismo techo. Al parecer, aquella noche trágica también se bebió y hubo testigos de que Ambrosio se metió con la madre del forastero. Bien, el caso es que, al cabo de un mes, Asier Altube se enfrentó a toda la comunidad para defender a su amigo. Él fue el único en creer en la inocencia del forastero, aunque no volvió a llamarlo así desde que palpó el desdén con que se pronunciaba la palabra.
En realidad, hubo una persona que le secundó: la Chipinita. También en aquello se entrometió. De modo que durante varios días el insólito dueto formado por una solterona empujando aquella destartalada silla rodante de fabricación casera, con su inválido, llegó a hacerse familiar al pueblo. Las pesquisas condujeron a Asier hacia un sobre cerrado, un presupuesto para el concurso organizado por el Ayuntamiento para abrir una lonja de huevos. Porque en aquel asunto jugaron un papel importante las gallinas. Ambrosio Menchaca había convertido su viejo caserío Pilotena en una granja industrial con miles de ellas, una seria competencia para quien tuviera el propósito de instalar otro negocio de huevos en Getxo y Algorta. Según Asier, aquel sobre guardaba el nombre del asesino. Lo que vino después sólo se lo contó a don Manuel: la Chipinita se hizo cargo de la carta y la destruyó. Y entonces, Asier, en medio de una borrascosa escena con ella —llegó a llamarla «vieja»—, comprendió que en los días precedentes no hizo más que teatro, no hizo más que lo que el pueblo podía esperar de una auténtica novia, pero que, en realidad, nunca deseó demostrar la inocencia del forastero, por la sencilla razón de que no deseaba que volviera y desenmascarara de una vez la farsa de su noviazgo ante el pueblo.
En adelante, Asier luchó solo. Hizo correr la mentira de que él guardaba aquella carta —que el asesino trató de destruir anteriormente incendiando el Ayuntamiento— en lugar secreto y puso de cebo su propio cuerpo en la playa de Azkorri: solo, en el inmenso paisaje de arena y peñas, a merced del criminal, el cual se presentó para eliminarlo y hubo de sostener con él un combate de ingenio, hasta conseguir lanzar su camisa con una piedra a un arbusto que brotaba a diez metros de altura en el acantilado y obligar al hombre a subir a recoger la prenda colocada en un sitio que levantaría sospechas; pero en lo alto le entró el vértigo y quedó como una figurilla aterrorizada, y así lo encontraron el hermano de Asier, don Manuel y el abuelo, que llegó el último por las peñas empuñando su viejo fusil de la guerra carlista.
Dos años después, en junio del 37, fue cuando Olimpia Satrulegui se presentó en Altubena acompañando al forastero, como si nada hubiese ocurrido, con esa expresión desdibujada que la ponía a cubierto de tantas cosas. Así, pues, Vicente ya estaba participando en aquella guerra, cruzada o revolución, cuyo retraso había sido el culpable de su viaje a América. Regresó al recibir la primera noticia, pero Martín Satrulegui no lo acompañó. Entró en Algorta con las vanguardias de Falange, a pesar del casco de metralla que traía en el antebrazo. Después de la primera cura de urgencia, le vieron afeitarse su barba de guerra, darse un baño con jabón en la playa y llamar a la puerta de Olimpia. Esto ocurría a las siete horas de la llegada de su batallón al pueblo.
De esta manera se fue componiendo la leyenda de los amantes. Asier notó a su alrededor el crecimiento incontenible de aquella novela rosa cuya falsedad sólo él conocía, pues don Manuel estaba preso en la cárcel y no contaba. Le habría gustado tenerlo a mano para pedirle consejo. Dos años antes, a raíz de la destrucción de aquella carta, el maestro le pidió que la perdonase, aunque no entendiera sus razones, y ahora le seguiría pidiendo lo mismo. Pero él —Asier— lo único que necesitaba era una especie de permiso, no para contar la verdad a todo el pueblo, sino sólo al forastero (de pronto, lo empezó a llamar así otra vez y pensó: «Es ese cuello azul que se le ve»). Con esa facilidad que tiene la naturaleza humana para entender las cosas nimias en medio de un cataclismo, la gente le volvió a tomar gusto al tema de la Chipinita y el forastero, sobre todo al saberse que ella lo visitaba diariamente en el hospital de Bilbao. Porque Vicente no prosiguió con su batallón el avance hacia Santander, debido a la infección de su herida; fue hospitalizado y así Olimpia Satrulegui pudo seguir cebando la leyenda. La veían tomar, indefectiblemente, el tren de las cuatro, con el vestido de flores apagadas y falda por debajo de las rodillas —confeccionado por ella misma—, su bolso, sus zapatos de tacón alto (siempre los usó, incluso para bajar a la playa) y la cajita de pastelería llevada con mimo para no aplastar los bollos de la merienda del forastero. Al segundo día alguien descubrió la razón de que pareciera más joven: iba sin su ridículo sombrerito. Llevaba, simplemente, el pelo recogido y fijado con agujas de acero. Era un pelo cobrizo y tierno, una de esas materias que uno no desea ver dos veces. Sin embargo, del cuerpecito exiguo sostenido por aquellas canillitas que se veían por debajo de la falda, se desprendía una recobrada brisa juvenil, como si le sentase bien la guerra. Llegaba a la estación quince minutos antes de la hora y allí permanecía, más retadora y más tiesa que de costumbre, falsamente desentendida de tanta mirada curiosa, con la cajita blanca con adornos dorados bien visible. Luego regresaba, también matemáticamente a las diez. De modo —se calculó— que cada tarde podía estar sentada a la cabecera del forastero no menos de cuatro horas.
Asier sufrió en aquellos trece días de visitas dictatoriales. Porque en ningún momento supuso que al forastero le hacían feliz, ni siquiera que las necesitase. Lo compadeció hasta donde podía compadecer entonces a un enemigo; exactamente, a «ese» enemigo. Pasaba las noches enfrentando la vieja amistad y el entrañable agradecimiento con la dura realidad de la guerra, con aquel cuello de camisa azul asomando por encima de la guerrera. «Esto de ahora pertenece a aquel tiempo, es una continuación de él», pensaba, en un desesperado intento de saltarse la guerra. Buscaba una fórmula que le permitiera salvarle con la verdad sin traicionar los once meses precedentes pasados con el abuelo ante la radio escuchando los partes. En esa zozobra le sorprendió la segunda fase, también creación de Olimpia.
Sí, porque una noche vieron llegar a los dos en ese tren de las diez y dirigirse a la casa de ella. Naturalmente, quienes lo contaron tuvieron que repetir dos y tres veces lo de que ambos entraron a aquella hora por la puerta que se cerró a sus espaldas, y que él no volvió a salir. En muchos hogares de Algorta y de todo Getxo aquella noche no se habló de la guerra. Al día siguiente, a la hora de los primeros desayunos, muchas mujeres desviaron sus rutas habituales para ponerse a las colas de la leche y el pan, a fin de pasar ante el número veintinueve de la Avenida de Larragoiti. Pero a eso de las diez se abrió la puerta y apareció Mauricia Elizondo con la bolsa de la plaza y las mujeres de la calle vieron a Olimpia abrir las contraventanas. Ni el cura don Eulogio del Pesebre tuvo motivo para escandalizarse demasiado. El pueblo vio bastante natural el que un amigo de la familia durmiera en la casa que habitaba, sola, la Chipinita, cuando se había tenido el buen tacto —no sólo el bueno sino el imprescindible— de llamar a Mauricia; por no hablar del compromiso matrimonial que ya existiría entre ellos.
Era Mauricia una mujer que se contrataba por horas como interina, y Olimpia supo elegir bien, pues el tiempo que tenía libre lo ocupaba en comerse los santos. Sí, el pueblo suspiró, tranquilizado. Por añadidura, aquel hombre era algo más que un simple amigo de la familia e incluso un prometido: un héroe, un soldado victorioso moviéndose en un mundo trastocado por una conflagración que amenazaba con desbaratar las viejas leyes de la hermandad, la dignidad y la moralidad en esta parte del planeta. En general, no se tuvo que recurrir a la guerra para dar la aquiescencia: allí estaba Mauricia. Pero el núcleo más irreductible siguió fiel a los eternos valores espirituales de la raza y lanzó su repudio, especialmente cuando se les empezó a ver a todas horas y en todas partes, solos, sin Mauricia. «¿Por qué van a llevar carabina si las demás parejas no la llevan?», decían los progresistas. Y los del núcleo replicaban: «No les pedimos carabina, sino que se les vea de vez en cuando separados en la calle, para no dar escándalo a los niños». En realidad, si alguien recibía escándalo no eran los niños: nunca se vio en los paseos pareja de hombre y mujer más escrupulosa; había que ser adulto y no olvidar que vivían en la misma casa, para sospechar que aquellas interminables tardes en La Galea podían tener por las noches una natural prolongación en alguno de los dormitorios, a escondidas de Mauricia. Pero sólo pensaron así los afortunados a quienes apenas había rozado la guerra.
Era verdad: aquel mes parecieron vivir para ellos solos, como un hombre y una mujer en un avanzado estado de intimidad. Olimpia salía a media mañana a relevar a Mauricia en las colas de los huevos o de la carne, a comprar alguna medicina para el brazo del forastero, y por la tarde, a las cuatro, salían los dos, hasta las diez o las once de la noche (era julio y aquel fue un buen verano). Siempre solos. Cuando se hablaba de ello en Altubena, Asier no podía dejar de pensar en una trampa. Cada vez sentía más lástima del forastero, pero seguía sin encontrar la fórmula para ayudarle. En sus peores momentos se repetía lo que le aconsejaría el ausente don Manuel: «Tiene que hacerlo. Compréndela. Al menos, perdónala. No puede luchar de otro modo contra la mala suerte». Eso fue: demasiada mala suerte; nada menos que una guerra intentando ponerla en evidencia ante el pueblo, adelantando acaso en veinte años el regreso de aquel hombre destinado por ella al papel de novio de las Américas. Asier se imaginó su asombro al verle en su puerta, traído por aquella vorágine de muerte y metralla, cuando lo suponía a cinco mil kilómetros. Sin duda, el forastero se creyó en el deber de saludar a la mujercita que tan bien se portara con él dos años antes. Quizá tuviera que entregarle algún objeto de su hermano, una carta, o simplemente darle un recado de palabra, o un saludo, que así a Martín no le costaría ni los sellos del Correo.
De modo que Olimpia tuvo que improvisar sobre la marcha otra comedia. Asier le dio muchas vueltas a aquel asunto antes de agarrar sus muletas y salir a espiarles a La Galea. Ahora, la Chipinita no contaba con un niño inválido en una silla de ruedas, pero sí con una herida de combate, y la utilizó igualmente. Durante aquella primera etapa Asier se despertaba por las noches imaginándose al forastero imposibilitado para huir del hospital cuando ella llegaba sin su sombrerito trasnochado y con la cajita blanca de bollos, y sabiendo que a la siguiente tarde sucedería lo mismo, y así durante quince días. Cuando le dieron de alta, ella se las ingenió para llevárselo a su casa. Fue la segunda etapa, que duró hasta el trágico final. Un mes glorioso para la Chipinita, de cuyas rentas podría vivir hasta los cien años sosteniendo con firmeza su mirada frente a las de todo el pueblo, gritándoles en silencio: «He sido una mujer amada. Si luego la vida me lo llevó por otro lado, es algo que a cualquier mujer le puede ocurrir». Pues se trataba de eso: de demostrar a las gentes —principalmente a las mujeres— que ella no era una excepción de mujer en el mundo de las mujeres. A sus dieciséis años, esto lo comprendía muy bien Asier. Lo contrario de lo que le sucedía con la desesperante pasividad del forastero. Lo metió en la trampa de una casa y él se plegó a sus planes. Asier se preguntaba si era tan difícil decirle: «Perdone, me esperan en otro lado», e incluso si en el fondo de todo no había algo tan sencillo y sorprendente como un compromiso formal, una inminente boda. Este pensamiento le desquiciaba aún más, recordando lo que la Chipinita había hecho con aquella carta. De modo que cogió sus muletas y se llegó hasta La Galea.
Eran las cuatro de la tarde del quinto día. Se sentó detrás del viejo Molino y los esperó. Llevaba un año desplazándose por sí mismo con aquellas muletas, obra también de su hermano Marcos, como la silla de ruedas ya abandonada. (Decía el médico que el tractor había dejado de aplastar los huesos precisos de los pies para no perder toda esperanza). Los descubrió al fondo de la carretera y, según se acercaban, fue girando pegado al muro circular de piedra. La Chipinita llevaba un bolso de paja y sus eternos zapatos de tacón alto, y no cesaba de hablar. Del brazo derecho del forastero colgaban unos extraños artilugios; iba en camisa de Falange y no prestaba ninguna atención a la cháchara de ella. Después de rebasar el Molino, dejaron la carretera y se instalaron en una calva del manto de argomas, a dos metros del acantilado, y entonces el forastero montó su caballete de pintor. «De modo que esta es la razón de sus largas horas en La Galea», pensó Asier. Nadie había nombrado la pintura y sin embargo era la que ponía la lógica. En la tela se veía una panorámica casi acabada del puerto. «Es el trabajo de estos cuatro días. No se ha ocupado nada de la Chipinita». Sí, ahora todo poseía un sentido. Cuando el brazo se lo permitiera, la mandaría al infierno y seguiría con su guerra.
En los diez días siguientes acudió a contemplarlos en tres ocasiones y comprobó la elaboración de dos nuevas pinturas, una del monte Serantes y otra de la playa de Arrigunaga. En ocasiones, el forastero, metido en su lienzo, pasaba tres horas sin dirigir la palabra a la figurita sentada a su lado en el suelo, con las piernas recogidas y bien tapadas con la falda. Nunca los sorprendió en una efusión de novios —como de las que alguna vez le habló Perico Orejas que solía ver cuando bajaba con la pandilla a la playa a vigilar parejas—; nunca los adivinó embebidos en un tema común; nunca los vio mirarse a los ojos. Eran como dos criaturas de distinta especie refugiadas en un mismo árbol durante una inundación. Pensó Asier que la actitud del forastero no era candidez sino generosidad; pagaba el albergue y las atenciones de aquella cargante mujer con el valioso precio de su tiempo de hombre joven y triunfador en una guerra.
Pero, al cabo de esos quince días de la segunda fase, algo perturbó la corta paz de Asier. Una vecina de huerta contó a la madre que el novio de la Chipinita había sido nombrado jefe del Frente de Juventudes de Algorta, y la madre lo contó en la cocina. Asier presintió que aquello significaba algo y dejó de cenar y miró al abuelo, a la abuela y a la madre.
—Me alegro por Olimpia Satrulegui —dijo la madre.
—¿Por qué? —preguntó Asier.
—El novio se le queda y ahora se casarán.
—Casarse es lo que tienen que hacer de una vez —dijo la abuela.
—Dejéis que hagan lo que quieran —gruñó el abuelo.
Asier tragó una bola de saliva.
—Eso no puede ser —dijo—. La Chipinita lo ha…
—La señorita Satrulegui —rectificó la madre.
—… Olimpia Satrulegui lo ha preparado todo para que el forastero se marche. No le pueden hacer eso. No puede tener tan mala suerte tantas veces.
La madre no interrumpió su quehacer en la chapa.
—¿Qué dice este chiquillo?
Es lo que corría por el pueblo desde hacía cuarenta y ocho horas, y todos pensaron que aquello iba a arreglar las cosas. Era como si para el forastero ya hubiera terminado la guerra. Y el rumor resultó cierto, pues pronto se le vio desfilar por las calles al frente de los primeros Flechas y Pelayos que se organizaron, todos con camisas azules y correajes negros y aquellos exactos fusiles de madera que servían para habituarse a los de verdad; el forastero marcando el paso delante de las banderas, con su brazo en cabestrillo tapado por la única manga bajada de la formación. Aquella misma semana le vieron sacar sus cosas de casa de la Chipinita y alojarse en una pensión. El pueblo se dijo que se trataba de una juiciosa medida, pues no resultaría elegante que el día de la boda los novios salieran de la misma casa en que ya vivían juntos. De manera que Mauricia Elizondo quedó cesante como carabina.
Aquello cayó en el pueblo como un rocío celestial: era consolador ver que algo iba bien en aquellos tiempos. Así, pues, el forastero no se marchaba. Se dijo que, a causa de su brazo, lo dejaban en la retaguardia, en aquella organización juvenil que en ningún caso justificaba su viaje desde América. Pero aceptó las cosas con su habitual expresión bonachona, dejó para siempre sus estancias provisionales en casa de la Chipinita y se dispuso a iniciar una nueva vida con algo definitivo bajo los pies. Así, pues, no se marchaba. Le volvieron los insomnios a Asier y se sorprendió compadeciendo a la Chipinita. «No le pueden hacer esto. No lo resistirá», pensó. Vivió tres días de angustiosa expectación, mientras el pueblo aguardaba la primera amonestación del cura. No se les vio juntos en esos tres días, sino cada uno por su lado: ella, a su misa, a sus compras y a su paseo por la Avenida de Larragoiti; y él, a su Frente de Juventudes y a engrosar los grupos de chiquiteros al anochecer; todo el mundo pensó que deseaba saborear por última vez la libertad. Pero al cuarto día se les volvió a ver juntos, en un automóvil que circulaba por la carretera de La Galea haciendo muchas eses. Al parecer, el forastero estaba enseñando a conducir a la Chipinita. «Se van a la luna de miel en ese trasto y él tiene el brazo inútil», pensaron los avispados.
Asier no dejó pasar un día más. Volvió a coger sus muletas y los esperó en el mismo sitio, detrás del Molino. Oyó el estruendo del motor mucho antes de que abandonaran el Paseo del Ángel y tomaran la desviación. Luego descubrió la polvareda blanca envolviendo al vehículo como un denso enjambre de abejas enloquecidas. Era un viejo Fiat descapotable, un objeto traqueteante y antipático con los bajos embarrados como si marcaran una línea de flotación. Cuando concluyó todo, supo Asier que perteneció a un coronel italiano muerto por una de las cinco bombas que arrojó en el Norte la aviación republicana. Los vio pasar frente al viejo Molino y aquel paisaje ya nunca volvió a ser el mismo. Iba al volante la Chipinita, sujetándolo con los dedos crispados, y la mano útil del forastero se encargaba de los mandos e incluso de corregir constantemente la dirección. Ella llevaba su anticuado sombrero aplastado, y cayendo de él, como una cascada y rodeando su cuello, un largo tejido transparente y vaporoso cuyas puntas aleteaban al viento. Asier no se atrevió a pensar nada; sólo quería interpretar la agónica distensión de los músculos del rostro de aquella mujer que había envejecido de golpe treinta años. Se alejaron alborotadamente por la recta ruta, se hundieron al otro lado de la leve colina, y cuando sintió que se acercaban calculó que habían dado la vuelta en el Faro. Cruzaron por segunda vez ante el Molino con la gloria de los mecanismos conscientes de estar derrotando a las medidas de los hombres. Asier ya sólo podía mirar a la Chipinita, el agrietado sudario de su rostro, aquella mirada que había dejado de ver la carretera. Giraron en el cruce e iniciaron un segundo recorrido. «Le ha pedido este nuevo favor para que los vean juntos y él tampoco se ha podido negar», pensó Asier, aunque no era eso lo que quería pensar. Estaba seguro de que había algo más. Esperó, tembloroso, esforzándose por interpretar aquellos estragos en la cara de Olimpia Satrulegui. Se asustó de nombrarla así, y sucedió cuando pasaba el Fiat. Estuvo repitiendo «Olimpia Satrulegui, Olimpia Satrulegui» hasta que asomaron por el lomo de la colina, de regreso. Un brusco giro lanzó al coche a la campa, pero el forastero lo pudo enderezar y meterlo otra vez en la carretera. Los doscientos metros siguientes fueron un manifiesto forcejeo entre los dos ocupantes. Asier abandonó el refugio del Molino gritando: «¡No, Olimpia Satrulegui! ¡No, Olimpia Satrulegui!», justamente cuando el Fiat perdía definitivamente la carretera y se precipitaba dando tumbos por encima de las argomas. Asier asistió como en un destello fugaz a los desesperados intentos de Vicente Sáez por hacerse con el coche y a su pregunta dulcificada por el asombro: «¿Qué hace usted? ¿Qué hace usted?», y vio el etéreo tejido enredado en el volante y en las cuatro manos, y el rostro blanco e impávido de Olimpia Satrulegui momentos antes de que el coche quedara colgado en el vacío —obligando a creer que allí permanecería para siempre— y se precipitara contra las peñas del fondo del acantilado.