Gernika

Las edades nunca vieron ni volverán a ver nada semejante. El mundo se partió por la mitad, los fenómenos naturales se paralizaron y todo lo vivo del Universo vivió sin aliento la subida de aquellos once euskaros del Gernika F. C. hacia el palco presidencial del estadio del Madrid donde les aguardaba un Franco estremecido de pavor y blindado por su Guardia Mora y ofreciendo a gritos mil millones de dólares y el brazo incorrupto de Santa Teresa al valiente que le sustituyera en la entrega de la Copa al equipo campeón de aquel año de 1943.

Seis años antes, una mañana de abril, Apo Baskardo saltó de su lecho de yerbas bajo la inspiración de que una amenaza se cernía sobre aquel Árbol del interior. Vivían los Baskardo de Sugarkea tan fuera del mundo que ignoraban que el país estaba en guerra. Así, Apo Baskardo no supo descifrar el carácter de la amenaza. Pero era tan fuerte el apremio que tiraba de él, que se preparó para el viaje. Tragó atropelladamente seis puñados de mijo crudo, cogió su honda para defenderse en la ruta y abandonó Sugarkea sin despedirse de la familia. Nunca lo volverían a ver vivo. Sólo al dejar de pisar tierra de Getxo se preguntó Apo Baskardo qué coño hacía él preocupándose por aquel Árbol del interior. En pasados tiempos, la tribu había tenido otro Árbol en la costa, justo encima del acantilado de aquella playa en donde empezara Todo, y alrededor de su tronco se sentaban los 48 Fundadores a deliberar, primero por señas, cuando aún no se había inventado la palabra, y luego con gruñidos, y luego con palabras de una sílaba, y luego con palabras de dos sílabas, y luego de tres, de cuatro, según la tribu iba inventando las cosas a espaldas de los Baskardo, los cuales, desde que los 48 especímenes salieron de la mar a inaugurar la Vida sobre la tierra, siempre rechazaron las modas nuevas. Un día, Baskardo descubrió que su Árbol de la costa presidía unas Juntas de juguete, que su tribu proliferada se regía por otro Árbol y otras Juntas sin el carácter abierto de las antiguas, y que unos pocos mandaban sobre otros muchos y los desvalijaban. Los milenios siguientes contemplaron el combate de Baskardo por restituir la vida comunal bajo los 48 Fundadores, donde todos eran iguales, pero acabó por arrancar el Árbol viejo y tirarlo por el acantilado, que era por donde tiraba todo lo que no servía. Era por ello que ahora, en el año 37 del siglo XX de los «hombres del hierro», Baskardo se preguntaba qué coño hacía él preocupándose por aquel Árbol del interior, por qué cruzaba macizos y valles hacia aquella población que nunca había visto y que nunca esperó ver, sin sospechar que estaba poniendo en marcha el episodio que culminaría con la entrega al Gernika F. C. campeón de la Copaza del Generalísimo por el propio Generalísimo de las Fuerzas de Tierra, Mar y Aire, en aquel momento que tuvo la carga suficiente para petrificar al Universo.

Era lunes y había feria en Gernika. Las gentes vieron llegar a aquel vasco anacrónico al que enseguida identificaron con la leyenda que se sobreponía a las demás leyendas de Euskadi porque era la única leyenda viva: los Baskardo de Sugarkea, el último residuo de una edad perdida, solitarios, impermeables y estancados, que seguían celebrando la fiesta del plenilunio y se ayuntaban sólo por la primavera. Lo vieron llegar con su atavío de pieles, con la honda en la mano y una mirada tan terrible de denuncia que obligaba a todos a bajar las suyas. Cruzó por entre los grupos a zancadas de monte y buscó el emplazamiento del Árbol y lo encontró sin preguntar a nadie. Al primer golpe de vista comprendió que no era un buen Roble para los vascos, porque bajo su paraguas no cabían las voces de todo el pueblo. Era un remedo, un Árbol menor, un pobre símbolo sin convicción, y Apo Baskardo también percibió el inconfundible aroma de amapolas que desprenden los reyes, y el presentimiento de las aparatosas ceremonias de jura que se celebraron allí hasta antes de ayer le puso un sabor triste en la boca. «Nunca habrá otro Árbol como aquel», pensó. «Los visitantes que vienen a dar también vienen a quitar». Con todo, Apo Baskardo permaneció en el sitio, para que el tronco le explicara la razón de su viaje. Y, de pronto, a las cinco de la tarde, la guerra estrenó en el burgo de Gernika su última fórmula. Con ese instinto para prevenirse de las cosas nuevas que siempre caracterizó a su estirpe, Apo Baskardo miró a su alrededor comprendiendo que los inventos del mundo le habían tendido otra trampa a la familia. Empuñó su honda con fuerza, dispuesto a arremeter contra el destino, como en tantas ocasiones lo habían hecho los suyos a lo largo de las edades, pero descubrió que aquel era un invento tan nuevo que incluso les resultaba nuevo a sus hermanos de raza prostituidos. Atrapado en el asombro y el horror, el pueblo ni siquiera podía elevar sus ojos al cielo buscando amparo, porque era precisamente del cielo de donde le caía el hierro. Ignorante de la guerra que asolaba al país desde hacía nueve meses, Apo Baskardo era el único en aquel escenario que no entendía la verdadera razón de aquella saña, y pensó que en algo así hubo de concluir la interminable cadena de inventos que venía desquiciando a los hombres desde el principio del mundo. Asistió al derrumbe de las casas, a los alaridos de las gargantas, al descuartizamiento de los niños, a los manantiales de sangre que manaban de las colinas de escombros, a los incendios que lo abrasaron todo, al intento de aniquilación de un pueblo. Apo Baskardo contempló sin asombro el poder de destrucción de aquel invento, porque la familia siempre esperaba lo peor de todas las novedades. Al verse rodeado de tanto horror y tanta sangre, llegó a pensar en algo que su estirpe venía rechazando porque procedía de aquel dios que sólo llevaba nueve siglos en el país: que había llegado el fin del mundo. Pero apartó la sospecha al descubrir cómo uno de los grandes pájaros perseguía a ras del camino a las personas que huían y con sus chorros de fuego las mataba con una ferocidad absolutamente humana. Entonces, Apo Baskardo se fijó mejor en los pájaros. Eran tan grandes como a los que en otro tiempo había que espantar del enorme Árbol de la costa para que no hicieran en él su nido y lo rompieran, aunque observó que en vez de las entrañables escamas verdes y el lomo de dragón, tenían una coraza desértica y sobre ella, pintado, un lauburu áspero y sin gracia. Esto impulsó a Apo Baskardo a forzar su mirada y así descubrió volando con el pájaro a un hombre dentro de un bloque de hielo transparente. Formado por largo hábito a no asombrarse de ningún invento, Apo Baskardo se dio una explicación elemental: «Resulta que ahora los “hombres del hierro” han inventado el cubrir a los pájaros». El desprecio que sintió por aquel amancebamiento no le impidió ver que el hombre había clavado sus ojos en el Árbol. En aquel momento el pájaro volaba al frente de un bando de cincuenta más, en medio de un ruido atronador, todos soltando aquellas cacas que derrumbaban las viviendas y marcando a su paso un cauce de ruinas cuya línea tendría que pasar sobre el Árbol. Viendo cómo se le echaban encima, Apo Baskardo tomó un canto del suelo y volteó su honda con el proyectil, al tiempo que se preguntó por qué coño defendía a aquel Árbol del interior. Por unos instantes el pueblo de Gernika se olvidó del horror y volvió la cabeza hacia el Baskardo de Sugarkea: los moribundos se incorporaron, los sepultados abrieron un resquicio en los escombros para mirar y los muertos se olvidaron de su tránsito reciente y también miraron, todo el mundo prendido de aquel duelo entre el Baskardo y las cincuenta fieras del cielo. La piedra salió de la honda con una orden tajante, trazó en el aire de horno un surco recto y profundo hacia lo alto, partió el cristal de la cabina y se alojó en el orificio de siete centímetros que abrió en el centro de la frente del teutón, cuyas ametralladoras siguieron funcionando solas y cuyo cuerpo sin vida acababa de ser sentenciado a vagar eternamente con su avión por el aire de Euskadi. Apo Baskardo vio el cambio de rumbo del pájaro justo cuando empezó a sentir un calor húmedo descendente en la piel del vientre y en la del culo. Aún permaneció varios minutos de pie, ajeno a su triunfo y a la conmoción que había levantado en Gernika la salvación del Árbol, sólo preguntándose quién coño le había puesto a él allí a tirarle piedras al nuevo invento. Luego se desplomó como una montaña con siete perforaciones matemáticas en el pecho y otras siete de salida en la espalda, sin haber encontrado la respuesta. Cuando, seis años después, su hijo Arri Baskardo pisaba con sus botas de tacos las gradas del estadio que llevaban al palco presidencial donde estaba Franco, ya tenía esa respuesta. Por eso estaba allí, como capitán del equipo del Gernika F. C., buscando la mirada del General y sin encontrarla en ninguno de los eternos instantes de aquel momento que electrizó al Universo, ni siquiera cuando las temblorosas manitas de porcelana le entregaron la Copaza y él siguió persiguiendo esa mirada a izquierda y a derecha, por encima y por debajo del trofeo monumental, sin poder atraparla.

El cuerpo de Apo Baskardo estuvo expuesto tres días en la Casa de Juntas de Gernika y ante él desfilaron todos los supervivientes del magnicidio. Después, en un automóvil funerario escoltado por veinte gudaris motorizados fue trasladado a Sugarkea. Arri Baskardo, que entonces sólo tenía catorce años, detuvo a la comitiva en el límite de sus labranzas y preguntó con la mirada qué querían. Ellos se lo dijeron. Arri Baskardo avanzó derribando motocicletas, desgajó de un tirón la puerta del automóvil y luego la tapa de la caja de muerto y se llevó en brazos el cadáver de su padre. Los visitantes, que no se habían atrevido a moverse, lo vieron marchar hacia la que sabían era la vivienda más antigua no sólo del país sino del mundo (según lo certificaron aquellos sabios europeos que años antes pasaron por allí) con aquella carga de más de cien kilos que parecía no pesarle nada, y uno de ellos no pudo callar el gritarle: «¡Vuestro etxekojaun ha muerto por salvar nuestro Árbol!». También vieron al resto de los Baskardo de Sugarkea componiendo un duro grupo familiar bajo la parra y cómo recibían a Arri Baskardo con su muerto y cómo penetraban todos en el caserío y cerraban la puerta. Los gudaris se miraron: sabían que el cadáver no saldría ya de Sugarkea, que no sería enterrado en el cementerio, como se hacía con la gente civilizada; que aquellos Baskardo practicarían el olvidado rito vasco de alojar al familiar bajo el piso de tierra de algún cuarto, ni siquiera en el yarleku de la iglesia. Los gudaris viajaron de regreso a Gernika con sus organismos macerados por la certidumbre de que aquello sí que era tradición; corroídos por las dudas de a ver qué clase de vascos eran ellos, qué estaban defendiendo entonces con las armas y preguntándose por qué no se les ocurrió a sus políticos convocar a Baskardo para elaborar el Estatuto del año anterior, aprobado por los fulleros de Madrid. Y, sí: tras la puerta cerrada de Sugarkea los Baskardo procedieron estoicamente con su muerto. Como sólo creían en lo que les decían sus ojos, nunca se dejaron embaucar por los hechizos celestes de las religiones, aunque si para ellos no había alma, querían tanto a los cuerpos de los suyos que los enterraban muy cerca, bajo el mismo piso donde vivían, para seguir oyendo el tablilleo de sus huesos cuando danzaran en el plenilunio. La etxekoandre señaló a su clan dónde lo habían de meter: debajo del lecho de yerbas donde había procreado veintisiete hijos. Luego salió a comunicar la muerte del etxekojaun a las abejas para que estas la propagaran por el mundo, y finalmente se sentó a pelar castañas. Desde aquel día, Arri Baskardo empezó a no poder dormir. Le daban las madrugadas preguntándose por qué coño viajó su padre a dar su vida por aquel árbol tan reciente y tan engañabobos. Durante un mes la familia lo vio dormir con la madre, sobre la tierra de la última tumba, pidiendo al padre una respuesta. Los Baskardo solían hablar después de muertos en las grandes necesidades, pero entonces Apo Baskardo no podía transmitir ningún mensaje porque seguía sin conocer la respuesta. Un día, con uno de esos golpes de sangre que atacaban a los miembros de la estirpe, Arri Baskardo se levantó de la comida y emitió: «Voy a ver cómo están las cosas por ahí» y se dirigió hacia la puerta. Habían transcurrido milenios sin que los Baskardo se interesaran por lo que ocurría más allá de la frontera de sus labranzas, así que la etxekoandre no pudo reprimir su preocupación. «Ya ves lo que le pasó a tu padre por salir al mundo», le dijo. «Yo soy de piedra», le contestó Arri Baskardo con una blandura inhabitual. Sin embargo, partió con armas de guerra. La gente de Gernika lo tomó por una reencarnación del salvador del Árbol. Volvieron a asombrarse del ropón de pieles, de la honda y del aire cavernario de aquellos Baskardo, así como del lanzón de madera y del arco de flechas, y le hicieron corro. Arri Baskardo se encontró entre caras sufrientes, entre hombres que aún conservaban en la mirada charcos de horror, entre viudas, huérfanos y desaparecidos, y se compadeció de aquellos hermanos de raza, a pesar del abismo que le separaba de ellos y de que ignoraban que acababan de perder una guerra. Comprobó que la población seguía tan deteriorada como al dejarla su padre y se abrió paso para buscar el Árbol. Le produjo la misma penosa impresión que al difunto. Cuando preguntó dónde cayó su padre, no le entendieron, porque hablaba un euskera demasiado antiguo para ellos. Fue preciso traer a un viejo de 183 años, y aún así sólo pudo descifrar a medias la pregunta. «Donde pisas», le contestaron. Arri Baskardo empuñó con firmeza sus armas cuando preguntó quién fue el asesino. El pueblo dejó de respirar. En medio de un silencio pavoroso, que duró varios minutos, se alzó la voz de una mujer desesperada porque le habían matado al padre, al marido, a siete hermanos, a cinco tíos, a veinte primos y cuyos dos niños que llevaba de la mano acabarían siendo de ETA.

—Franco —pronunció.

Arri Baskardo preguntó dónde lo podía encontrar. «Nadie lo puede encontrar», le respondieron. «No sale». Entonces Arri Baskardo preguntó dónde vivía, para sacarlo de su casa y plantearle un duelo. Sobreponiéndose a un ataque de histeria, una mujer le susurró que estaba en una parte pero que estaba en todas. Recordando al dios Urtzi que trajeron los tártaros y al dios Señor que trajeron los cristianos, Arri Baskardo quiso saber si era un dios. Esta vez no hubo lugar para respuesta porque llegó una ronda de hombres armados de los que habían ganado la guerra y el pueblo se disolvió en silencio. Eran tres, vestidos de verde, con gorros negros atrabiliarios y caras de pedernal. Con sus armas apuntaron al pecho del forastero, porque lo tomaron por un maqui rojo bajado de las montañas. Arri Baskardo no les prestó atención y siguió contemplando el Árbol, por ver si le daba a él la respuesta que no le dio a su padre. Los tres hombres que habían ganado la guerra le dirigieron varias órdenes, pero su lengua no era el euskera, ni siquiera el euskera contemporáneo, y Arri Baskardo ni los miró. Los tres hombres amartillaron sus armas. El nuevo asesinato quedó truncado por la aparición de una figura que se acercó a pasitos de baile. Era un hombre bajo y carnoso, con cara de sol de agosto, corbata y ademanes de saltimbanqui. Desde su puesto de concejal del Ayuntamiento de Gernika había desvalijado a los que perdieron la guerra, tenía un comercio de trastos eléctricos y compraba mando sobre prójimos con el dinero que entregaba al equipo de fútbol local. Retiró a los hombres armados y se acercó a Arri Baskardo. «Yo también soy Baskardo», le dijo. Arri Baskardo lo miró desde su cumbre de dos metros, pues el hombre había hablado con el euskera que se hablaba allí. Con esa clarividencia natural para las cosas de la sangre, heredada de sus muertos, Arri Baskardo comprendió que estaba ante un miembro podrido de la estirpe originaria, un sobrante de los «hombres del hierro», según denominó un Baskardo de Sugarkea de un tiempo viejo a los Baskardo que, fascinados por los nuevos inventos, desertaban de la familia y fundaban otros hogares y estirpes. Arri Baskardo no pudo soportar su proximidad y emprendió el regreso, porque, además, tampoco le llegaba nada del Árbol. Para sostener su paso, el hombre gordo tuvo que ponerse a correr. «Te contrato, pariente. Tú harías un buen delantero centro para mi equipo de fútbol. El país se reorganiza y el fútbol será uno de los pilares de la nueva sociedad. Te doy cinco duros por gol». Arri Baskardo lo frenó con su mirada de troglodita y regresó a su mundo. Sin embargo, dos años después habría de acudir a aquel tipo, cuando entablara la relación más insólita en la historia de la estirpe con aquel grupo de gente medio loca que se presentaba cada domingo en la meseta de La Galea a hablar de política de la oposición, a cantar canciones vascas, a beber vino peleón y a comer tortilla de patatas, mientras regaban, abonaban y azadonaban el vastaguillo de Roble que también plantaron en el punto exacto donde estuviera el primitivo y auténtico Árbol de los vascos, aquel que el Baskardo de otro tiempo arrancara de raíz y arrojara por el acantilado porque su pueblo ya no lo usaba. Con la entrada de Arri Baskardo en el fútbol siguió cumpliéndose lo que venían escribiendo en el aire las puntas de las llamas desde que la matriarca Emasabel inventó el primer fuego; lo que otra matriarca, Amai, enseñó a las otras mujeres que estaba escrito en las semillas; lo que dejaron pintado los artistas vascos de la caverna del monte Serantes en los cojones del cuarto bisonte a mano derecha; lo que se grabó en los lauburus; lo que la tribu difundió por el mundo cuando partió en pos de los renos; lo que aparecía en clave en los mensajes del dios Urtzi que trajeron los tártaros; lo que obligaba a los 48 Fundadores a hacer una pausa en la Junta bajo el Roble de la costa para comentarlo en tono de profecía; lo que revelaron los apóstoles de la última religión mezclado con la revelación de Cristo; lo que pronunció en su último susurro aquel Baskardo ateo que murió en la cruz por error y al que luego hicieron mártir del cristianismo; lo que apareció escrito en la primera de las páginas en blanco del primer libro parroquial que llevó el cura a la parroquia de San Baskardo; lo que vino estallando con colores de sangre en los más recónditos vericuetos de la historia de los vascos a fin de que en todas y cada una de sus edades tuvieran noticia de lo que sobrevendría en un tiempo futuro después de aquella guerra homicida que exterminó las últimas libertades que les quedaban: el tremendo episodio–duelo que enfrentó a Baskardo con el Militar, no a cualquier Baskardo sino al Baskardo de Sugarkea, y no a cualquier militar sino a Franco, el predestinado aun antes de la existencia de cualquier dios a ser Caudillo de los pueblos de España y azote del Comunismo por imperativo genético. La irremediable y profetizada colisión se produjo en junio de 1943 y dejó al Universo sin aliento, y el gran estadio de fútbol del Madrid apenas pudo soportar la consumación de los sinarios y no acertó a encontrar postura cuando se vio a Arri Baskardo ascender las gradas hacia la Cita, apartando a la tropa del Militar que le cerraba el paso, y luego detenerse ante Él y mirar hacia abajo sin encontrar nunca su mirada, pero mirándolo y remirándolo con una ferocidad dulce, al tiempo que buscaba sus armas sin acordarse que había prometido no llevarlas al Encuentro, aunque suplantándolas con creces con la revelación que arrebató al General sus últimas linfas, aquella frase escueta y vibrante en la que muchos historiadores creyeron ver la clausura de una era en Euskadi y la inauguración de otra, cuando no hizo más que anunciar, al cabo de milenios, su propósito de reinstaurar la olvidada tradición de la comuna.

Arri Baskardo los vio por primera vez un domingo soleado de febrero, al oír unos cantos fogosos y levantar la cabeza de su arado de madera. En los años cuarenta aquella costa ofrecía en invierno un aspecto de páramo, de modo que la presencia de los siete hombres sentados en corro, cantando, comiendo y bebiendo, resultaba insólita. Pero Arri Baskardo no les prestó más atención que la que prestaba a las cosas que ocurrían más allá de las fronteras de su vivienda. Los oyó y los vigiló de reojo en los domingos siguientes, y un día se sorprendió escuchando tiernamente sus canciones; tenían un aire contemporáneo y no recordaban a las que profería la familia en los plenilunios, pero emanaba de ellas un remoto sonsonete nostálgico de vinculación. Aunque Arri Baskardo se sentía atraído por los visitantes, la intransigencia natural de la estirpe hacia las cosas del mundo ahogó sus impulsos de aproximación. Hasta que descubrió el Arbolillo alrededor del cual se sentaban. Era un Roble de seis palmos recién plantado en el punto exacto donde estuviera el primer Árbol de los vascos. Arri Baskardo se conmovió. Dudando de lo que había visto, examinó de lunes a sábado el emplazamiento: sus manos removieron con amor aquella tierra buscando los vestigios del hueco dejado por el gran Roble cuando su pariente lo arrancó, y allí estaba, y comprobó que ahora lo ocupaba el cogollo; se llevó los dedos sucios a la lengua y recogió de aquella tierra el mismo sabor profundo y único que se les metía en la boca abierta a los Fundadores que se quedaban dormidos contra el tronco cuando la asamblea bajo el Roble se prolongaba demasiado; y mantuvo la concentración de sus sentidos al oler también las hilachas de madera que encontró dispersas y que olían como las pieles del culo de los Fundadores que se sentaban sobre las raíces y que luego habían de limpiar las etxekoandres. Al término de la semana de comprobación, Arri Baskardo no supo qué pensar. No reveló nada a los suyos, por no confundirlos con su propia confusión, y rompió el milenario aislamiento de la estirpe y se mezcló con los otros humanos. Aquel domingo de mayo los visitantes lo encontraron de pie ante el Arbolillo y señalándolo con su rotundo brazo con vello de oso. Arri Baskardo estaba tan impaciente por hacerles la pregunta que no esperó a que se sentaran: «¿Quién os dijo?». Los siete hombres cortaron la canción que venían cantando a coro, pero no sus expresiones de fiesta, ni siquiera ante aquella figura paleolítica. Le dirigieron un «¡hola!» caliente, también a coro, y le invitaron a sentarse con ellos. Arri Baskardo repitió la pregunta sin moverse. Sólo cuatro de los siete hombres sabían euskera, aunque ni siquiera ellos le entendieron. Arri Baskardo formuló de nuevo la pregunta, esta vez arrastrando las letras, al tiempo que avanzaba la mano para tocar el Arbolillo con amor. Observó bien a los visitantes: no eran hombres, sino muchachos de diecisiete años. Se levantó uno de ellos, rubio, sólido, con bigote de oro y aire de colonial inglés. «¿Quién nos dijo qué?», gruñó con voz membruda. Arri Baskardo recibió una mirada tan recia que lamentó no haber traído su honda. Entonces se levantó otro muchacho, también rubio, de cara blanca, con gafas y movimientos abemolados, y desbravó a su compañero con un taco emitido en un tono blando de seminarista. Luego se dirigió al Baskardo en euskera y así empezaron a entenderse. El muchacho de gafas quiso saber qué quería saber Arri Baskardo y este aclaró su pregunta a través de un esmerilado de sus sonidos, con una pronunciación lenta y desesperante y broncos babeles y vueltas atrás. «A nosotros nadie nos advirtió que en este hueco hubiera algo antes», dijo el muchacho de gafas. «¿Qué cosa hubo?». Arri Baskardo reunió en su garganta toda la emoción repartida por su organismo. «El Árbol», pronunció. Le convencieron de que nunca habían oído hablar de ese Árbol y Arri Baskardo los miró con un fulgor de incredulidad. El del bigote rubio le juró estrepitosamente que habían metido su Arbolillo en el sitio que les pareció mejor. «Mejor, ¿para qué?», exigió saber Arri Baskardo. «Para poder reunimos bajo una sombra cuando crezca». Esta vez Arri Baskardo se estremeció. Analizó una por una las caras de los siete muchachos y vio que decían la verdad y entonces empezó a sudar hielo. «¿Quiénes sois y de dónde venís?». Se lo dijeron. Los dos rubios eran de Bilbao, y de los cinco restantes uno era labrador de Gernika, otro pescador de Ondárroa, otro hornero en Altos Hornos, otro minero en Gallaría y el último seminarista. Arri Baskardo también quiso saber si todos eran de raza vasca: lo eran los dos rubios, el labrador y el pescador, mientras que el minero, el ferrón y el seminarista procedían de fuera del país. El primer impulso de Arri Baskardo fue el de pedir que los tres últimos se marchasen a su tierra, porque desde el principio de los tiempos sólo vascos se habían sentado bajo el Árbol de los vascos, pero los vio atender la plantita con tal amor que se le desmoronaron los prejuicios. Regresaba una y otra vez al tema del Arbolillo plantado en el punto exacto del Árbol, pues no acababa de entrarle aquella casualidad. Se repitieron preguntas y se repitieron respuestas, pero Arri Baskardo, al cabo de tantos milenios sin Árbol y sin pensamiento de tenerlo, no sabía dónde poner sus ideas. Cuando los del grupo le pidieron su filiación, no puso reparos: dijo que era Arri Baskardo de Sugarkea y que era un «hombre de la madera». Y cuando le invitaron por segunda vez a sentarse, aceptó, y lo hizo pegado al Arbolillo, por si le arrancaba alguna revelación a la madera. Los siete muchachos le miraron con una fijeza de cristal. «Habíamos oído hablar de los Baskardo de Sugarkea, pero creíamos que era otra leyenda». Se pusieron a hacerle preguntas profundas sobre su vida, tanto por auténtica curiosidad como por desenmascarar a un posible policía de Franco disfrazado, pero sus respuestas eran tan genuinas que diluyeron todas sus sospechas. Siguieron unos minutos de tensión a la hora de iniciar su coloquio dominguero y no atreverse a hacerlo ante uno que no era de la cuerda. «¿Con quién luchaste en la guerra, Baskardo?», quiso saber el muchacho del bigote rubio. Arri Baskardo preguntó en qué guerra y esto les confirmó que vivía fuera de la historia. Primero le abrieron sus pechos y luego el gran paquete con el vino y las tortillas. «Somos comunistas», le confesó el muchacho de gafas después de mirar a todos lados. Arri Baskardo recogió el sonido de la palabra, lo examinó por arriba y por debajo, lo sumergió hacia atrás en el tiempo hasta tropezar con otro sonido casi igual perdido en los Orígenes de la raza y lo devolvió con un irreprimible aire de suficiencia. «Eso ya lo fuimos nosotros», dijo. Los muchachos no entendieron. «¿Quiénes lo fueron?». «Nosotros», repitió Arri Baskardo aplastando con su manaza los cabellos de los cinco vascos. Entonces el seminarista cayó en la cuenta. «Creo que se refiere al régimen de comuna que regía en las tribus primitivas». «¡Pero cómo coño lo puede saber él!», gritó el muchacho del bigote rubio. Los siete comunistas contemplaron al Baskardo con reverencia y la tortilla de patatas acabó de cerrar los lazos de hermandad. Arri Baskardo la devoró con fruición después de asegurarse de que estaba hecha de productos naturales. En cambio, rechazó el vino por serle extraño, e hizo un viaje a Sugarkea para regresar con un odre de chacolí. Al término de aquel domingo Arri Baskardo sintió que lo habían situado sobre la tierra. Supo de la guerra de tres años concluida tres años antes, de quién la empezó contra quién, de cómo la ganó el ganador y qué estaba haciendo entonces contra el vencido. «Yo creí que esas cosas sólo ocurrían cuando las fieras cubrían el mundo», comentó Arri Baskardo. Le asombraba el propio fervor con que acogía la lluvia de informes procedentes del mundo, de aquel espacio averiado que la estirpe llevaba milenios sin mentar. Los siete muchachos le revelaron que intentaban organizar en el país a los comunistas, especie perseguida con tanta saña por Franco que entre muertos en los combates, asesinados en las cunetas, fusilados en las cárceles y escapados al exilio sólo quedaban ellos siete. Le hablaron de la nueva sociedad que querían traer, la sociedad socialista, donde todos los hombres serían iguales, la luz del sol se repartiría equitativamente, al pueblo se le entregarían realidades y no artificios y las grandes cerraduras no tendrían una llave sino muchas. Le nombraron tantas veces el nombre de Franco que al final del día Arri Baskardo se acordó de su padre y preguntó dónde podía ver al General y recibió la misma respuesta que le dieran en Gernika: que nadie le podía ver porque no salía. A partir de aquel domingo Arri Baskardo dejó de ser el que era, no por las palabras que oyó y siguió oyendo un domingo tras otro, sino fascinado por el alevín de roble. Aquella estirpe recta de los Baskardo, los últimos «hombres de la madera» que quedaban en el mundo, jamás se dejó guiar por promesas sino por hechos consumados. Si Arri Baskardo acudía domingo tras domingo a los cursos de marxismo que le apostolaban pedregosamente los cuatro muchachos que sabían euskera, entre vino, canciones y tortillas de patatas, era por la seducción que ejercía sobre él la plantación del Arbolillo en el centro exacto de la libertad de los vascos. Aquellos tipos tan cachondos habían realizado algo que no se le ocurrió a ningún vasco hasta entonces, ni siquiera a los vascos de Sugarkea, no obstante haber vivido durante milenios a un tiro de piedra del Sitio y haber llorado a todas horas por el retorno a la primera tradición de la raza. La magia que le encandilaba irrumpía no de un propósito de aquellos comunistas de recuperar el Árbol sino del azar que los llevó a elegir aquel punto de La Galea para sus reuniones, cuando sólo trataban de evitar a la policía de Franco, y de la orden que les llegó de alguna región misteriosa de hacer la plantación donde debían. Para Arri Baskardo, esa orden no podía haber partido más que del cogollo de la raza. Durante meses sólo vivió para aquellos domingos. Cuando habló a sus amigos del verdadero significado del Árbol, estos lo asumieron con un entusiasmo de niños. Enriquecía las lecciones comunistas con recuerdos de las experiencias comunales vividas por la tribu antes del Diluvio; le conmovían los símbolos de la hoz y el martillo porque eran herramientas tan antiguas que ya las conocieron los 48 Fundadores; y controlaba el crecimiento del Roble con muescas que practicaba semanalmente en su venablo. El convencimiento de que asistía al estreno de una nueva era para los vascos le instalaba en una felicidad tensa. Su único prejuicio arrancaba de que entre los siete muchachos había dos «hombres del hierro», aquel minero y aquel ferrón que producían material para nuevos inventos. Cuando manifestó que bajo el Árbol sólo podrían sentarse «hombres de la madera», como en los mejores tiempos de la tribu, el muchacho de gafas levantó el rostro y le miró por el centro de sus cristales. «Los tiempos cambian», silbó entre dientes. Arri Baskardo se parapetó detrás de sus pieles. «Los tiempos nunca cambian», roncó. El muchacho se tocó las gafas para pesar el potencial que tenía enfrente, y cuando iba a dejar el debate para mejor ocasión, sus ojos se avivaron. «También hay hierro en la hoz y en el martillo de los comunistas», dijo. Los ojos de Arri Baskardo se dilataron por el asombro. «No», dijo. «Sí», dijo el muchacho de gafas. Se aguantaron la mirada y Arri Baskardo supo que era verdad. Se arrepintió por haberse dejado engatusar por aquellos comunistas del hierro y durante el resto de la jornada permaneció enterrado en un mutismo duro, mientras los muchachos proseguían su vida. Un episodio metió una pausa en la crisis: el pescador de Ondárroa extendió el periódico del día y leyó que el Barcelona había ganado la Copa del Generalísimo. Lo aparatoso del atributo hizo que Arri Baskardo volviera la cabeza y el muchacho de gafas le explicó cómo Franco también se había apropiado del fútbol. Arri Baskardo chapoteó durante toda la semana con aquella información y el domingo siguiente esperó a los muchachos con una pregunta: «El hombre que coge la Copa ve a Franco». Le contestaron que sí y ahí empezó todo. Arri Baskardo, que no había tomado asiento, se despidió de ellos con la mano y partió hacia las tierras del interior. Su propósito era muy simple: meterse en el equipo del Gernika y ganar aquella Copa para poder ver a Franco y, siguiendo el código de la tribu, retarle a duelo por haberle matado un familiar. Buscó el sitio en que le hablara el hombre con aire de saltimbanqui y se arrodilló para oler el suelo y lo rastreó por las calles hasta su casa. «Quiero ganar la Copa de Franco para verle», le dijo. El hombre se rio de su ingenuidad, pero lo fichó allí mismo con alborozo. En los entrenamientos, Arri Baskardo asombró a todos corriendo más que las liebres y dando saltos por encima de las porterías. Cuando pretendieron calzarle botas de tacos, fue preciso fabricar unas nuevas para sus pies descomunales. Era una criatura demasiado natural y demasiado excesiva. El entrenador tardó semanas en doblegar el ímpetu que le llevaba a coger el balón con las manos y meterse con él en la portería contraria derribando enemigos, despreciando los reglamentos. Partía al amanecer de Sugarkea para asistir diariamente a los entrenamientos en el campo de fútbol del Gernika y regresaba a su casa al oscurecer, porque la familia siempre se acostó a la hora de los animales. Cuando la etxekoandre, intrigada por aquellas ausencias, le preguntó qué se traía entre manos, Arri Baskardo le respondió que andaba mirando si los tiempos habían cambiado. No era una excusa. Arri Baskardo estaba empezando a pensar que los tiempos podían haber cambiado. A principios de aquel otoño se encontró arropado por un pueblo que ponía tanta pasión como él en el duelo con el General. La evidencia le conmovió, porque hacía demasiado tiempo que los Baskardo de Sugarkea habían perdido el sentimiento de tribu. Era preciso remontarse a la época de los 48 Fundadores para volver a disfrutar de las decisiones en grupo bajo el Roble, de los plenilunios celebrados bailando en una sola masa, de aquellas tertulias multitudinarias alrededor de un solo fuego que asaba las castañas de todos. Arri Baskardo no podía creer lo que estaba ocurriendo. Como desde el primer momento se difundió la noticia de que el nuevo fichaje del Gernika era el hijo del Baskardo que salvara el Roble, las gradas del campo se llenaban en los entrenamientos como en un partido oficial. El público se vaciaba en exclamaciones de asombro viendo las desmedidas exhibiciones atléticas de Arri Baskardo, su potencia de búfalo en la disputa de los balones, sus disparos desde la otra portería que acababan en gol, sus gritos guturales convocando a los suyos para atacar en tromba. Empezó el Campeonato de Liga y aquel fútbol rupestre no perdió un solo partido y el Gernika se proclamó campeón de su Tercera División con el máximo de puntos y un número tan copioso de goles que las reseñas periodísticas parecían el relato de alguna plaga. Sin embargo, aquella proeza deportiva y, sobre todo, la que vino después —la que culminó con la increíble conquista por el humilde Gernika de la Copaza del Generalísimo del año 1943—, fueron borradas de la historia del fútbol por decisión del propio Franco, con la anulación de toda la temporada en aquel fantástico juego de magia a que se entregaron los trapaceros órganos de propaganda del Poder a fin de arrancar de todo un país la culminación de aquel delirio futbolístico: el tremendo duelo entre Arri Baskardo y Franco en el palco presidencial del estadio del Madrid cuando el Militar no supo dónde meterse ante el avance del vasco, mientras el Universo se paralizaba, logrando lo que parecía imposible: borrarlo, proscribirlo, estigmatizarlo, anatematizarlo, inquisitoriarlo, hacer que 25 millones de ilotas dejaran de ver lo que habían visto sus ojos y vieran lo que pregonaban de día y de noche —incluso a través de los altavoces que se instalaron por decreto en los retretes— los periódicos, los partes de la radio que aún sonaban a partes de guerra, los discursos de alcaldes y gobernadores, las encíclicas de los obispos, los manifiestos de las instituciones domeñadas, los balances de los Bancos, el No–Do, las fotonovelas, el Frente de Juventudes y el SEU, el santo y seña de la guardia de las mil cárceles, la orden de fuego que daba el jefe del pelotón de ejecución y el mensaje de Franco de fin de año.

De pronto, Arri Baskardo se sorprendió admitiendo que los tiempos habían cambiado y pareciéndole que Sugarkea era un agujero de locos. Traspasaba sus huesos una brisa nueva al escuchar los clamores de su pueblo cuando metía un gol, al ser llevado en triunfo al chiquiteo en las tabernas por una masa enfebrecida y cuando el hombre con aire de saltimbanqui le ponía en la mano el montón de duros por todas las dianas, que él repartía entre los niños para que comprasen caramelos. Nunca supo en cuál de sus noches de zozobra se despertó abruptamente llamando a aquella gente su pueblo. La lengua común, algunas costumbres residuales, el corte de sus cuerpos, la manía de apostar por cualquier cosa y, sobre todo, la comunidad de propósito contra un mismo enemigo, establecían unos vínculos tan cálidos que despertaban en él nostalgias de otras edades. Luego, estaba el Árbol ante la Casa de Juntas; Arri Baskardo lo visitaba con frecuencia y lo tocaba, por ver qué clase de pálpito recibía de su madera; sabía que no era el verdadero Árbol de los vascos, que había sido levantado por aquella facción de la tribu que desertó del verdadero Roble, el de la costa, el de los 48 Fundadores, para estrenar en el mundo el sistema de gente de arriba y gente de abajo, y que ya llevaban dentro el espíritu de los «hombres del hierro». Pero cuando Arri Baskardo instalaba sus pies sobre las huellas que dejara su padre en aquel mismo sitio del suelo seis años antes y miraba el Roble como él lo miró y evocaba su martirologio por defenderlo de Franco, la emoción lo asolaba, y en uno de esos momentos le llegó la revelación: «Él luchó por este Árbol porque los vascos no teníamos otro», se dijo. Siguió acudiendo a él en todos los momentos libres, hasta que supo que no veía el Árbol que creía mirar sino otro, y lo supo el día en que se oyó a sí mismo pronunciar una protesta: «¡Qué lugar tan grande para una planta tan pequeña!». Pensaba en el Árbol que habían plantado en La Galea aquellos siete comunistas tan cachondos. Combatió durante semanas por desterrar la nueva imagen, pero esta se le imponía con una persistencia que lo rindió. «Sí, parece que han llegado otros tiempos», se dijo Arri Baskardo. «Cualquier día habrá que tronchar este Árbol y hacer sonar de nuevo los cuernos para convocar bajo el otro una Junta abierta de comuna». La extensión del delirio futbolístico a capas cada vez más alejadas del país acabó de reconciliarle con su tribu, aunque la vorágine de aquellos momentos le impidiera ver que su gesto quebraba el exilio milenario de su estirpe. Flotaba sobre Euskadi una atmósfera de júbilo que nadie se preocupaba de justificar; los sociólogos la habrían calificado de contagio irracional, pero los historiadores, a la vista de lo que vino después, dejaron escrito —en textos que la censura oficial quemaba en sus patios a medida que los iba requisando— que constituyó un presentimiento multitudinario. En efecto, no otra cosa fue el vértigo pasional que ya recorrió Euskadi durante la primera fase de aquella temporada 1942—1943, cuando el Gernika se paseó como rey por la Tercera División de la Liga. No hubo un incremento de la emoción en las dos primeras eliminatorias de la Copaza, a pesar de que el Gernika se desembarazó del Osasuna y del Santander por tanteos de escándalo y de que Arri Baskardo rompiera tres porterías… La primera alarma en las altas esferas se produjo cuando aplastó a un equipo de Segunda División, el Burgos. Fue, también, el primer escalofrío que sintió Franco al escuchar aquel domingo los resultados de fútbol en la Radio Nacional que él controlaba, pero que dejó filtrar aquel principio de subversión. Después de arrollar a otros clubs de Segunda División y cuando el sorteo le puso frente al Sevilla, de Primera, el país contuvo el aliento. El primer partido se jugó fuera y los 17 goles de Arri Baskardo sentenciaron la eliminatoria. Si, el domingo siguiente, los andaluces viajaron a Gernika no fue para jugar al fútbol sino para cantar soleares ante el Árbol de los vascos, pues en los últimos días ya habían empezado a correr por las provincias ventarrones de rebeldía y el sentimiento de lo que se avecinaba era tan firme que los jugadores vascos repartidos por toda la península empezaron a desertar de sus clubs para aspirar a un puesto en el equipo de la libertad. Llegaban en caravanas, con el aire estremecido del que regresa al hogar, y hasta los más punteros se ponían humildemente a la cola. El desquiciamiento de todas las presas del delirio llegó con las eliminaciones sucesivas del Valladolid y del Barcelona, partidos que el árbitro hubo de cortar media hora antes del final para que Arri Baskardo no siguiera humillando a los vencidos con su chorro de goles. Aquel domingo, frente a su Radio Nacional, perforado por los presentimientos, Franco empezó a pensar en una nueva Cruzada contra el comunismo internacional y los masones, pero la crisis le había cogido tan de sorpresa que se encontró sin tiempo para montar otro cirio. Pretendió suspender allí mismo el Campeonato, pero sus ayudantes le recordaron que el pueblo necesitaba fútbol para seguir aguantando la posguerra. Cuando las bolitas del sorteo emparejaron al Atlético de Madrid y al Gernika, los próximos al General le vieron los huesos a través de la piel. Al término de una noche de angustia resolvió introducir en el fútbol procedimientos militares. Al amanecer convocó a la plana mayor del Deporte Nacional y la recibió en uniforme de guerra. De un golpe de decreto invalidó todas las fichas futbolísticas en vigor, abriéndose para el Atlético de Madrid un coto de caza que comprendía todo el país. En 12 horas se formó una auténtica Selección Nacional con camisolas a rayas blancas y rojas y Franco se sentó frente a su Radio Nacional resuelto a conocer cómo concluía la pesadilla. A los 10 minutos de partido, cuando el Gernika vencía ya por 5 a 0, el ministro de Información ordenó cortar todos los cables de las comunicaciones del territorio nacional para que el Jefe no oyera el resto. Entonces, el General recurrió a sí mismo, a la información que emanaba de modo natural de su persona —que fue la única voz que siempre escuchó— y así supo del nuevo triunfo del Gernika. «¿Dónde está el fútbol español más distante?», preguntó a sus cirineos. «En las Islas Canarias». «Pues mando que jueguen allí esos vascos». «No puede ser», le respondieron. «Están eliminados todos los equipos menos el Madrid». Al sobreponerse al nuevo estremecimiento, Franco envió toneladas de naranjas y de braceros a todos los clubs de fútbol de los cinco continentes para que sangraran ambos productos a cambio de los mejores jugadores del mundo, y así, en menos de una semana, se hizo con la mejor Selección Mundial de todos los tiempos, a la que fichó para el Madrid y vistió de blanco. Además, emitió un decreto de palabra —que en él resultaban más escalofriantes que los escritos— por el que el equipo de fútbol de la capital de la Hispania podría en adelante formar con 15 jugadores. El pueblo vasco se tragó la nueva humillación y se dispuso a asistir en bloque a la final de Madrid. Fue lo nunca visto, el preciso prólogo a la escena en el palco presidencial que remataría todo y que paralizaría al Universo. Euskadi se vació. La gente se puso en movimiento la misma noche del domingo y agotó trenes, automóviles, motos, bicicletas, camiones, burros, mulos, caballos y carretas de bueyes, por lo que el contingente mayor de viajeros hubo de desplazarse a pie. Fue un éxodo triste, como siempre que los vascos dejan su tierra. Iban viudas, huérfanos, padres sin hijos, inválidos, desahuciados, ofendidos, humillados, torturados y todos los muertos, que habían arrancado a la Muerte un breve permiso para engrosar la peregrinación. Todos de luto, de negro, con las bocas prietas y ni un solo parpadeo del millón de ojos, en la denuncia más multitudinaria y precisa que contempló la Historia. Las interminables columnas cubriendo las carreteras marchaban espesas y en silencio, con esa densidad que embarga a los pueblos serios cuando salen de visita. La circulación en el país se paralizó a lo largo de esa semana y los habitantes de los lugares perdían los días y las noches contemplando la inaudita caravana y asombrándose de las ciclópeas canciones neolíticas que cantaban a coro los viajeros, canciones que estos mismos desconocían al ponerse en camino, pero que ahora se les metían en las gargantas sin saber cómo. Callaron al llegar a la meta. Los porteros del estadio de Madrid no se atrevieron a pedir la papela a aquel ejército y la marea vasca fue cubriendo las localidades con la inapelabilidad de un desbordamiento y al quedar colmadas se formó en el exterior un cerco compacto. No hubo jamás un duelo de fútbol más silencioso. Los partidarios del Madrid que habían logrado entrar sumergidos en la marea, se contagiaron de la tensión del momento y también enmudecieron. Cuando el General hizo su aparición en el palco y su claque se arrancó con la longaniza de la repetición histérica de su nombre, el ruido sonó tan tonto que nadie lo secundó. El General fue cercado por un silencio tan nuevo que sintió que le quitaban el suelo de los pies. Extendió su mirada pequeñita por aquel pantano de boinas negras y ordenó casi sin voz que su Guardia Mora le cubriera sin fisuras. Los 15 jugadores del Madrid saltaron a la arena verde con el entusiasmo natural de todos los comienzos, pero al llegar al centro de la cancha fueron vencidos por la atmósfera dramática del escenario. Los 11 vascos del Gernika aparecieron en línea de combate, con expresiones abruptas y lazos de luto en el brazo, y ya desde el primer momento todos pudieron ver a Arri Baskardo con la cara vuelta hacia el palco y al General esquivando aquella mirada que le perseguía sin poder darle alcance. Algunos historiadores llegarían a escribir que allí empezó a labrarse el prometido lance que paralizaría al Universo. Esta vez, Arri Baskardo no quiso meter más goles que sus compañeros, por no erigirse sobre nadie, lo que revela que ya estaba practicando el marxismo. Con su potencia natural desbarataba los complicados malabarismos de sus 15 adversarios, y antes de llegar al descanso el chorro de goles ya había agotado los números del marcador, pero los espectadores contemplaron el exceso sin emitir un solo sonido. Tampoco los jugadores del Gernika manifestaban nada a cada nuevo gol, como si estuvieran ejecutando un trabajo de rutina. Franco percibía con pavor el silencio y la tristeza recriminatorios que atenazaban el estadio. Él, que tantas órdenes monumentales había dado, no pudo ordenar que sus tropas aplastaran aquel espectáculo, pues los escalofríos no le daban tregua. Sólo pudo ejercer su poder al final de todo, a la consumación de la cita, y fue entonces cuando puso en marcha el mecanismo que borraría de la faz de la Historia el episodio que paralizó al Universo, suplantándolo por otro que no existió. Los siervos y los aparatos de propaganda a su servicio ejecutaron la auténtica obra de arte de crear un año futbolístico inexistente, que enterró al otro, el que fue visto por los ojos de todo el país. Fue un gran engaño, a la altura de los mayores en su haber. Una completa temporada futbolística escamoteada a la vista de todo un pueblo en el más perfecto juego de magia. Así, que, pobres españoles de la posguerra, rechazad los recuerdos de los viejos y la letra impresa que os siguen diciendo que en el año 43 la Copaza fue conquistada por el Athlétic de Bilbao, pues es otro de los grandes fraudes de la posguerra. La verdad es tal como yo os la cuento ahora. Si los cerebros del Gran Engaño eligieron al Athlétic vasco no fue por descuido sino por astucia, porque este equipo, en aquel tiempo, era un especialista en ganar Copas y a todos parecería normal su nuevo triunfo. Buscad debajo de esa letra impresa y encontraréis la otra, la ahogada, como tantas cosas, por el Poder omnímodo de un hombre; presionad el recuerdo de los viejos hasta obligarles a contar aquello de que fueron testigos y les fue borrado por la propaganda y sustituido por la versión oficial que nadie había visto. Vosotros, jóvenes de hoy, salvad otra de las verdades condenadas en aquel pobre tiempo; creedme que, después de haber derrotado al equipo de los 15 genios mundiales, creado también por Franco para intentar torcer el destino, los 11 hombres del Gernika se acercaron al palco presidencial y Arri Baskardo se destacó y subió las gradas apartando muros de moros de la Guardia y, por fin, estuvo ante el General, no ante su mirada, que no pudo encontrarla por ninguna parte. Franco seguía ofreciendo a gritos mil millones de dólares y el brazo incorrupto de Santa Teresa al valiente que le sustituyera en la entrega de la Copaza. Lo dejaron solo. Aquel Baskardo tan excesivo había sembrado un pavor irracional entre los Grandes de España y los Infanzones, los Reyes de la Banca, los Presidentes de Consejo, los Magnates de la Industria y los Navieros, los Obispos y los Altos Militares que hasta entonces cortejaban al General, y ninguno movió un dedo por su Benefactor. La masa vasca de las gradas y el cerco exterior masticó con Baskardo aquella cita que ya llevaba un largo minuto paralizando al Universo. Arri Baskardo extendió sus brazos de árbol reclamando lo suyo y el General retrocedió. En el estadio y en el resto del mundo podía oírse el crecimiento de la yerba. Arri Baskardo esperó en la misma postura hasta que el General, recordando que acababa de ganar una guerra, se recompuso y tomó la Copaza con sus manitas de porcelana y la levantó, y Arri Baskardo cerró sus tenazas sobre ellas, impidiendo que las retirara, y entonces incluso la yerba dejó de crecer en el mundo. Arri Baskardo dio un mordisco al trofeo y le arrancó un bocado con sus dientes de pedernal y lo soltó en su coico, y siguió cizallando el metal hasta obtener siete trozos y luego impulsó la Copaza contra el pecho del General, despreciándola. «Esto, para ti, que ya te lo quitarán otros», le lanzó, y entonces metió las manos en su colco y las sacó portando los siete bocados brillantes, que entregó a sus compañeros de equipo y estos los pasaron con reverencia a la masa del pueblo vasco, que los recogió con unción, mientras el General, ahora, utilizaba la Copaza como parapeto contra la mirada que no acababa de atrapar la suya, hasta que Arri Baskardo dejó de perseguirla, porque de pronto descubrió allí a los Grandes de España, a los Infanzones, a los Reyes de la Banca, a los Presidentes de Consejos, a los Magnates de la Industria y a los Navieros, a los Obispos y a los Altos Militares, todos con sus pingos de oropel y sin poder ocultar bajo el terror del momento que se sentían los dueños de los hombres, y Arri Baskardo hizo una pregunta a su propia sangre y esta le contestó que esa gente no tenía Árbol, ni siquiera uno prostituido, ni siquiera lo añoraba ni permitía que lo tuvieran los demás, y fue entonces cuando Arri Baskardo recordó con qué tierno instinto de etxekoandre cuidaban del roblecito de La Galea aquellos siete comunistas tan cachondos y avanzó su cara hacia el General y le pronunció la tremenda frase que rebasó el duelo que lo llevó hasta allí y dejó marcado a fuego en la frente encastillada una hoz y un martillo diminutos que ya nadie pudo borrar y que Franco luciría en todos los actos públicos de la posguerra hasta su muerte:

—Yo, Arri Baskardo de Sugarkea, comunista.