La familia abandonó la vela del moribundo para ver llegar a los forasteros. Cuando Arto se cansó de llamarles desde su lecho de yerbas, gritó qué pasaba.
—Han venido otros —le explicaron los suyos desde la puerta.
Hasta entonces la tribu había creído que estaban solos en el mundo. Los forasteros se presentaron como tártaros. Fueron recibidos con expresiones hoscas y nadie les invitó a sentarse. Eran sólidos, de color amarillo y ojos rasgados, pero debajo de las diferencias muchos les encontraron un aire de familia. Además, hablaban una lengua muy semejante, aunque este punto no reforzó la vinculación, pues la tribu siempre pensó que sólo se podía hablar como ellos hablaban. En realidad, aquellos tártaros descendían de unos coterráneos que partieron en otra edad en pos de los renos, pero de ello hacía tanto tiempo que ni unos ni otros se acordaban.
—Que se vayan y no molesten —gruñó Arto. Al ver que nadie le hacía caso, gritó sin voz—: ¿Qué pasa ahora?
—Se están mojando en la mar —le respondieron.
Arto se estremeció de frío. Como no contempló la escena no participó de la confusa emoción que embargó a la tribu a la vista de aquel rebaño de humanos sumergiéndose en las olas con expresiones desvalidas. Así estrenaban la necesidad que los de todas las tierras del interior sentirían por siempre de emprender el peregrinaje hacia la cuna inolvidable del agua salada al menos una vez en la vida.
—¿Ya se han ahogado? —preguntó después Arto.
No obtuvo respuesta, pues la familia asistía con la tribu a la salida del agua de los tártaros.
—Os recuerdo que me estoy muriendo —les dijo Arto. Y luego, casi con sus últimas fuerzas—: ¿Por dónde anda Baskardo? Llamadle, para que eche a palos a esa gente.
Sólo le atendió su nieto más pequeño.
—Baskardo está hablando con los forasteros.
Arto fue conociendo a través de él lo que ocurría. Se habían sentado al pie del gran Roble de los consejos y la tribu descubrió que a la verborrea de los tártaros respondía mejor con hechos. Les mostró el fuego, la rueda, el hierro y otros inventos que habían inventado a espaldas de los Baskardo y a los que estos ya habían dejado por imposibles. Arto empezó a sentir nuevos dolores en el fondo de su organismo y giró sobre las yerbas, pero el nieto le sacó del aburrimiento cuando quedó mudo. Arto regresó a su posición y observó la pequeña boca abierta de la que no salían sonidos.
—Qué te pasa —gruñó.
Entonces palpó el silencio que se había hecho en el exterior.
—Qué pasa —gritó con terror, creyendo que llegaba su muerte.
Prorrumpió en tales alaridos que obligó a volverse a la familia. La vio con los rostros ajados y las miradas perdidas, y lanzó un interminable suspiro de resignación.
—Que seáis buenos —se despidió, tomando postura de muerto.
—Ponte alegre. Los tártaros nos han traído una cosa que llaman dios —le dijo uno de sus hijos—. Dicen que recoge a los muertos en las nubes.
—Baskardo dice que sólo debemos mirar a la tierra —dijo Arto—. Que sólo debemos mirar lo que vemos.
—Se llama Urtzi —añadió el hijo en tono profundo.
—Me gustaría ver al tártaro que lo ha visto —dijo Arto.
—Dicen que él los ve a ellos y que usa barba y sayo y un mimbre en la diestra.
Arto se concentró. Se puso a creer en el dios de los tártaros, sólo como prueba, y sintió que la muerte se le ablandaba.
—Qué dice Baskardo —preguntó.
—Les ha señalado a los tártaros la ruta por donde han venido —dijo la etxekoandre.
La familia le contó los detalles de la entrevista. Para ilustrar su revelación, los tártaros habían rematado de un golpe a uno de sus ancianos que se estaba muriendo y lo habían enterrado con una carga de armas y alimentos para el viaje.
«Qué viaje», preguntó Baskardo. En este punto, Arto suspendió su respiración, sintiéndose al borde del abismo. El hijo siguió narrando que entonces fue cuando el jefe de los tártaros levantó un dedo hacia lo alto y pronunció: «Urtzi espera a todos los hombres en la última nube», y cuando Baskardo recorrió con su mirada las expresiones de toda la tribu y les obligó a bajar los ojos.
—Nos descubrió el engaño —suspiró la etxekoandre.
Así conoció Baskardo lo que había detrás de los enterramientos que la tribu venía realizando desde tiempo inmemorial, detrás de las bellotas, la carne y las lanzas que ponían junto al muerto y que a él le decían que era por si volvía a la vida y necesitaba comer mientras palanqueteaba la peña que lo cubría.
—Cómo se lo tomó —preguntó Arto.
—Nos llamó txoriburus y se puso a destapar tumbas… —dijo la etxekoandre.
Arto esperó sin aliento el fin de la frase.
—… Y allí estaban todos sin salir de viaje y sin tocar la despensa. «Miradlos, igual que los dejasteis», dijo él. «Se están riendo de vosotros».
Arto quiso morderse los labios pero se encontró sin fuerzas en los dientes.
—Es que no sabían adonde ir y ahora lo saben —dijo.
—Además, antes de echar a andar tenían que descansar bien del cansancio de la vida —dijo la etxekoandre.
Arto pensó que la revelación de los tártaros redondeaba el concepto pedestre que la tribu tenía de los enterramientos. Hasta entonces, habían puesto pertrechos de viaje en las tumbas sólo porque todos los difuntos se despedían con un agur de partida tenebroso. A veces se preguntaban cuál sería la meta de aquel viaje de la muerte, pero era un pueblo que nunca se interesó demasiado por los países de los que no se podía regresar con algo útil. Arto sintió que en el dios que les traían los tártaros se encontraba el lugar que les faltaba para los muertos.
—Id por ahí para que luego me contéis en qué quedan con lo del dios —ordenó a la familia—. Necesito saberlo antes de morirme.
—Tú no te mueres si tomas estas yerbas —le dijo la etxekoandre ofreciéndole caldo verde en un cuenco.
Arto se enderezó sobre los huesos punzantes de su cadera.
—Necesito que me aclaren lo del dios antes de morirme —pronunció con el mando de otros tiempos.
La familia montó un meticuloso servicio de noticias del exterior y Arto pudo seguir puntualmente el forcejeo entre los tártaros y Baskardo sobre Urtzi. Desde el principio de los tiempos los Baskardo se venían oponiendo a todos los inventos y a todas las novedades, que la tribu tenía que ejecutar a sus espaldas. Decían que el hombre estaba bien como estaba y que los cambios sólo servían para desquiciarle. Cuando todos las habían olvidado, seguían creyendo en las viejas leyendas que hablaban de 48 criaturas verdes saliendo de la mar y viviendo en la tierra un largo y feérico tiempo de plenitud, que perviviría en los huesos de todos los Baskardo posteriores. Aquel pasado intacto los inhabilitó para aceptar las innovaciones y dependencias que trajo el futuro, y por siempre llevarían en los ojos una nube de añoranza y lucharían arduamente, incluso dando sus vidas, contra todo lo nuevo. Antes de saber de Urtzi la tribu había mostrado inclinación a venerar los rayos y los truenos, pero siempre hubo un Baskardo para poner las cosas en su sitio. Tenían los pies tan firmes sobre la tierra que nunca se dejaron fascinar por artificios.
El afán que mostraban los tártaros por dejarles a Urtzi era el deseo natural de pagar con algo los inventos que se llevaban. «¿Qué pasa?», preguntó Arto una y otra vez a lo largo de aquellas jornadas. «¿Tenemos dios o no tenemos?». Y la familia le respondía: «Los tártaros hablan y hablan de Urtzi, pero Baskardo, en lugar de dar explicaciones, sigue abriendo tumbas. Y resulta que las más viejas sí que están vacías».
Arto comprobó con la mirada si seguían en el mismo rincón del hogar las armas y alimentos que la familia le guardaba para el viaje. Comprobó a distancia la calidad y cantidad de las castañas y de la carne de tigre, y la solidez de la lanza, y empezó a maldecir a Baskardo entre dientes.
—Qué más quiere para creer que nos marchamos de las hoyas —exclamó.
—Ahora dice que no salimos hacia arriba sino hacia abajo, hacia la mar —dijo la etxekoandre.
Arto enmudeció. Todos sabían de conductos subterráneos que partían del fondo de las tumbas, por los que se iban los muertos, que luego eran vistos desde el monte alejándose con la corriente y diciendo adiós con el brazo.
—¡Ni yo ni mi familia somos peces! —gritó Arto—. Quiero vivir la muerte en sitio seco.
—No hables de morir teniendo estas yerbas a mano —le dijo la etxekoandre.
Entró uno de los hijos para comunicar que Baskardo había partido la cabeza al jefe de los tártaros. Aquello marcó la retirada de los forasteros. Baskardo los acompañó hasta la frontera de las tierras que ocupaba la tribu y permaneció en ella días y noches para asegurarse de que no regresaran con la misma peste. Luego preguntó si alguien se estaba muriendo.
Arto lo recibió con una dureza impropia de un moribundo.
—Así que no tenemos Urtzi —le dijo.
—Los dioses son un invento de la gente que se asusta de los truenos —le razonó Baskardo con aquel ardor de ojos que inmovilizaba a la tribu.
Arto sacó fuerzas de la proximidad de su muerte y pronunció la frase que tantas veces le habían oído a Baskardo:
—Existe todo lo que tiene un nombre.
—Excepto las cosas que se ven con los ojos cerrados.
Hasta el propio Baskardo comprendió la endeblez de su respuesta y maldijo la hora que habló aquella frase. La familia no se atrevió a impedirle que atrapara el cesto de comida y las armas destinadas a la tumba del etxekojaun y que saliera con todo para arrojarlo a la mar. A su regreso volvió a tropezar con la mirada cruda de Arto.
—Ay, Baskardo, cómo se ve que no eres tú el que te marchas.
Baskardo resumió en un consuelo toda su amistad y toda su filosofía:
—Tú muérete y no te preocupes.
Vigiló de cerca su muerte, pero no sorprendió el guiño confidencial que les hizo el etxekojaun a los suyos. No permitió que la familia le cerrara los ojos, para que sólo viera lo que había y no lo que quería ver. Él mismo cavó el hoyo, depositó al viejo en el fondo, le echó tierra y marcó el sitio con un menhir.
Durante algún tiempo, la familia y toda la tribu quedaron petrificadas por la sequedad de los estrictos movimientos de Baskardo, pero enseguida empezaron a ceder a la fascinación del mensaje de los tártaros y de aquella frase de que existía todo lo que tenía un nombre. Los hijos de Arto recordaron el guiño de su padre y una noche le metieron en la tumba los bastimentos de viaje por un agujero lateral. Hasta que Baskardo descubrió que todo el mundo enterraba a su gente en secreto. Abrió tumbas y encontró en ellas los alimentos y las armas de la locura. Incapaz de contener aquel alud de misticismo, atormentado por haber dicho lo que no debía en un mundo que ya no tocaba la realidad, aquel Baskardo murió tronzado por el esfuerzo de ir de puerta en puerta predicando el error de su frase.