Llegaron a la costa con las pieles secas y las expresiones estragadas de los organismos que proceden del interior, y preguntaron dónde estaban las ballenas. Invadieron las tierras de Sator Baskardo para ver de cerca la mar que nunca habían visto, y el propio Sator les salió al encuentro para saber qué querían y fue él quien recibió la pregunta. Dejó sus tareas y los guio por la costa a la desembocadura de la Ría, donde su hermano Mako Baskardo tenía las ballenas vivas en un redil acuático formado por diques de piedras y estacas, sobre los que siglos después se levantarían los morros del puerto. La marcha fue lenta porque traían una carreta de bueyes y en ella un mazacote monumental de planchas de roble embreadas y sujetas con pernos de hierro. El otro vehículo era un carro de viaje de ruedas macizas reforzadas con metal, techo de madera a dos aguas y cortinas de lona, tirado por tres caballos. Iban de comitiva ocho hombres armados y cuatro criados, todos a pie, al mando de un gigante de cara de jabalí. Sator Baskardo miró muchas veces a las cortinas de lona que aún no se habían abierto.
Luego se fijó en los cuatro carreteros. Eran de una raza diferente, oscuros y taciturnos, y avanzaban sin mirar a los lados y sin importarles que les mirasen. Se entendían con los animales con gruñidos explícitos. Sator Baskardo trató de hablar con ellos, pero le rechazaron con otro gruñido.
El grupo fue dejando el asombro a su paso, especialmente cuando Sator Baskardo reveló al pueblo que habían preguntado por las ballenas. Se detuvieron al borde de la bahía y contemplaron el medio centenar de lomos negros en el reposo de la siesta y el bote a remo que navegaba entre ellos como en un archipiélago, echándoles comida. Cuando cambiaba la brisa se les metía por las narices el olor nauseabundo de las moles abiertas y sangrantes que eran trabajadas a cuchillo en la playa. Sator Baskardo oyó un rumor a su espalda y se volvió en el momento en que se abría la cortina y asomaba la cabeza de un anciano soñoliento.
Cuando el anciano descubrió las ballenas y abrió del todo la lona con una lentitud de pasmo y sacó medio cuerpo, Sator Baskardo lo pudo ver mejor. Era un hombre muy viejo, con ojillos de zorro y vestiduras de conde. De su garganta arrasada brotó un grito de secano: «¡Uuugggrrr…!». El hombre de cara de jabalí fue arrancado de las ballenas y se precipitó a sacar de la carreta una escalera de siete peldaños y a apoyarla en el carro. El anciano se destacó en el último peldaño y desde allí siguió contemplando largo rato las ballenas, apoyado en la hirsuta pelambrera del hombre de cara de jabalí.
—Son grandes —dijo.
—No las podremos llevar —dijo el hombre de cara de jabalí.
Sator Baskardo lanzó una mirada refleja al gran catafalco de planchas de roble de la carreta y sufrió un insólito ataque de sed.
—Son grandes —repitió el anciano.
Sator Baskardo no se atrevió a decirle que debajo del agua se ocultaba una masa mayor. La sed que sentía no era urgencia de beber sino un raro torozón que le empezaba en la garganta.
—Pero le llevaremos el pez —dijo el anciano.
—¿Cómo? —preguntó el hombre de cara de jabalí.
—Cuando sea nuestro, lo sabremos.
El anciano descendió los siete peldaños y preguntó quién era el dueño de las ballenas. Sator Baskardo lo condujo a la playa, a un chamizo de ramas y pieles de oso donde había un hombre sentado con un cuerno sobre las rodillas. Cuando Sator Baskardo le habló, se lo llevó a la boca y emitió un sonido rupestre.
Mako Baskardo saltó a la playa antes de que la proa del bote tocase la arena y ascendió la pendiente escorándose como los hombres de mar que no se las manejan en tierra.
—¿Cuántas ballenas me quieres comprar? —preguntó al anciano.
—¿Cómo sabes que he venido a eso? —Y los ojillos de zorro del anciano lanzaron dos chispas.
—No empecemos como en las ferias. Cuando se comercia con bichos tan grandes hay que dejarse de trapicheos. ¿Cuántas quieres?
Era un trujamán. Un empresario, un capitán de industria nato. Un adelantado de su tiempo. Pertenecía a la raza que un Baskardo de otro siglo llamó de los «hombres del hierro». Había repudiado el caserío ancestral porque él no era una criatura de campo y había comprado la mejor trainera para dedicarse a la pesca grande. A los dos años pregonó que iba a modernizar la profesión, que traería de Terranova una piara de ballenas vivas. Muró el abra. La gente de la costa nunca olvidaría la aparición en lontananza del rebaño envuelto en olas de espuma precediendo a la lancha de diez remeros que apenas podía seguirlo y su introducción en el cercado bajo los irrintzis de pastor de Mako Baskardo. Nadie conoció jamás su secreto.
—Hemos venido a llevarnos el pez mayor —dijo el anciano.
—Todos mis peces son grandes —dijo Mako Baskardo.
—Es malo que así sea.
—Creí que te gustaban los peces grandes.
—Me gusta el mayor. Pero ignoraba que el mar fuera tan grande. Al oír hablar de tus ballenas emprendí el viaje con una pecera del largo de una carreta. —Sator Baskardo volvió a sentir el torozón en la garganta—. Pero ignoraba que el mar fuera tan grande.
Mako Baskardo echó a andar hacia el punto de la costa donde esperaba la comitiva de aquel hombre del interior. Al volver, dijo:
—Te doy mi ballena mayor por esos dos bueyes con su carreta. Ya no te sirven para nada. Y la cuba.
—Son los mejores bueyes del país. Son los bueyes de la señora doña Toda Garzea, señor de Vizcaya.
—Para eso te doy yo la mejor ballena del mundo.
Sator Baskardo los vio sostenerse mutuamente las miradas. Cerraron el trato agarrándose las manos. En el regreso, al anciano se le doblaron las rodillas y quedó hecho un ovillito en el suelo.
—Le pasa cuando se cansa —dijo el hombre de cara de jabalí.
Lo transportó en brazos como a un niño. Estaban tan embobados los doce hombres del séquito contemplando la mar y las ballenas, que no los sintieron llegar.
—Queda otra cosa —dijo el anciano. El hombre de cara de jabalí lo había puesto sobre unas pajas.
—Sí, la llevada —dijo Mako Baskardo—. Debiste pensarlo antes de cerrar el trato.
—Lo pensé, pero ahora no me queda más remedio que ir con ella.
Sator Baskardo esperó que su hermano le preguntase para qué quería la ballena, pero en esto el anciano se quedó dormido con la espalda tiesa. Mako Baskardo hizo girar su cintura de tronco.
—Has crecido —midió a su hermano.
—Será la huerta —dijo Sator Baskardo atravesándole con la mirada.
A Mako Baskardo le empezó a sudar la frente.
—¿El padre?
—Bien.
—¿La madre?
—Bien.
Mako Baskardo no sabía dónde poner los ojos.
—Las vacas también están bien —dijo Sator Baskardo.
—No me mires así. Agradece a los peces el quedarte con Sugarkea.
Tres años antes, cuando el primogénito Mako tomó otro rumbo, el padre dejó a Sator para la casa. Juró que nunca perdonaría al desertor. Los hermanos llevaban ese tiempo sin verse.
—Yo cambiaré vuestra tierra y todas las tierras —dijo Mako Baskardo con la expresión alucinada—. Yo os traeré lo nuevo. Seguís viviendo como los burros.
—Tengo trabajo —dijo Sator Baskardo dando la vuelta para irse.
Entonces tropezó con el rostro de mujer más bello del mundo asomando por un resquicio de la lona del carro. Un momento después ya no estaba.
El anciano despertó abruptamente, pero recogió la vida donde la había dejado.
—¿Y cómo? —preguntó.
—¿Eh? —exclamó Mako Baskardo.
—Te lo pregunto porque tienes que saber de ballenas más que yo.
—Muerta —dijo Mako Baskardo.
—¿Y cómo la voy a viajar si me has quitado los bueyes?
—Has traído pocos hombres.
Mako Baskardo descubrió a su hermano junto a él.
—¿No te marchabas?
—Yo creo que bastarían doscientos hombres —dijo Sator Baskardo.
—Mira, le hacéis una cama de maderos y la ponéis encima —dijo Mako Baskardo.
—¿Y qué más? —preguntó el anciano.
—Debajo, troncos —dijo Sator Baskardo.
—Buscadme a los doscientos hombres más fuertes de vuestra tierra —dijo el anciano.
—Si la troceas, el acarreo será más fácil —dijo Mako Baskardo—. A lo mejor, en seis carretas metes toda la carne. Ya ves cómo tú has salido ganando en el cambio: yo sólo he recibido una carreta por una ballena que vale seis carretas.
—He de llevarla entera —dijo el anciano.
—Bueno, todo es cuestión de rebajar otro poco más —dijo Mako Baskardo—. En un principio la querías viva.
—Es verdad. Pero si no la puedo llevar entera te la devuelvo.
Sator Baskardo pensó que era otra buena ocasión para que su hermano preguntara al forastero para qué quería la ballena.
—Por aquí no se encontraría ni medio hombre que se atreva a dejar sus trabajos dos días seguidos —rio Mako Baskardo.
—Pagaré en oro.
—Todos piensan que si las abandonan un rato les entrará la peste a sus tierras. No entiendo por qué mi hermano se atreve a dejarlas solas tanto tiempo.
—Las boronas me han dado su permiso —dijo Sator Baskardo.
—No conseguirás aquí esos hombres para un viaje tan largo —dijo Mako Baskardo.
—¿Cómo sabes que vengo de lejos? —preguntó el anciano.
—Tu cara tiene el color seco de los hombres que no ven la mar.
—Siento una sed tan nueva que es como si a mis noventa y dos años hubiera descubierto la sed.
—Vete a dormir —dijo Mako Baskardo—. Mañana seguiremos hablando de la ballena. —Palmeó la espalda de su hermano—. Dile al padre que cualquier día le llevo un abono de pez que le levantará las boronas por encima del tejado. Es también invento mío.
Se alejó con su eterna sonrisa de animal triunfante. Sator Baskardo hizo algo que había querido hacer desde el principio: se dirigió a la carreta, trepó a las cartolas y se asomó al interior del tremendo recipiente. Le dio en el rostro un golpe de humedad. Metió la mano y la sacó mojada. Se la pasó por los labios y era agua dulce. Volvió al suelo invadido por aquella desazón.
Cuando se puso a decir al anciano que había cerca una posada para dormir, lo vio con los ojos abiertos y fijos en la mar, lo mismo que el hombre de cara de jabalí y los doce de la comitiva. Sator Baskardo se dio cuenta de que él mismo llevaba mucho tiempo sin poder retirar su mirada de las cortinas de lona del carro.
—Salgo a ver si necesitan algo los forasteros.
Había cortado yerba para las vacas y rematado todos los trabajos del día, y había cenado por compromiso. Cuando el padre le preguntó quiénes eran, le respondió que era gente de doña Toda Garzea.
—Hasta los nuestros se están volviendo locos en el mundo —dijo el padre—. Ahora salen de sus montañas a comprar ballenas.
Salvó la distancia a través de una noche blanqueada por la Luna y empezó a oír las voces antes de llegar a los carromatos. Una voz caliente de mujer gritaba que tenía mucha sed y que iba a mojarse en el agua. Sator Baskardo hizo corriendo el último tramo, con aquella angustia desparramándosele desde la garganta, y se detuvo sin aliento detrás de la carreta. Su primera mirada fue para las cortinas de lona atravesadas por la voz increíblemente penosa. El anciano daba vueltas al carro contestando que el agua no estaba hecha para las mujeres. De pronto, por debajo de la lona asomó la pierna de mármol más blanca y más bella que Sator Baskardo jamás imaginó que pudiera existir en el mundo. Cerró los ojos con un estremecimiento y entonces oyó al anciano dar órdenes en un estilo nuevo. Pronunciaba las palabras como si las estuviera inventando en ese momento y venían de tan lejos que ni siquiera parecían suyas. Los doce hombres y el de la cara de jabalí le empezaron a obedecer con movimientos densos e impersonales. Desmontaron como sonámbulos el tinglado de la cortina y lo bajaron al suelo en la misma posición y con su habitante dentro, y emprendieron una marcha de procesión silenciosa hacia la playa, con el duro recinto en el centro y el anciano oscilando pesadamente a su alrededor, vigilando que no se abriera un resquicio de la lona. Sator Baskardo los siguió. Tomaron contacto con la mar con una sencillez de anfibios, introduciéndose hasta que el agua les llegó al cuello, sin dejar de sostener la tienda sumergida. Sator Baskardo oyó los chapoteos de la criatura oculta y enseguida observó que los doce hombres, el de la cara de jabalí e incluso el anciano, empezaron a desentenderse de la lona y finalmente la olvidaban. Mientras ellos se zambullían en las desconocidas aguas como si estuvieran en su elemento natural, arrancándose el estorbo de las prendas, la lona se abrió y Sator Baskardo vio cómo se estrellaba la luz blanca de la Luna contra el cuerpo desnudo de la mujer. Los alcanzó y todos compusieron un banco de criaturas acuáticas, ella con su interminable cabellera rubia flotando sobre el cuerpo de mármol.
—De modo que la leyenda era esto —murmuró Sator Baskardo.
Aguardó su reingreso a la tierra. Como a una señal, todos suspendieron sus evoluciones, recuperaron los tejidos desparramados y volvieron a la realidad. La mujer lanzó un grito de pudor sobre la arena de la playa, porque los hombres la contemplaban con la boca caída, y el anciano la cubrió desesperadamente con un golpe de lona. Sator Baskardo aún aguardó a que llegaran a sus carros. Hicieron el trayecto como antes, los hombres sosteniendo el refugio de la mujer y el anciano vigilando las aberturas, como si representaran una farsa.
Sólo al cabo de una hora las piernas le obedecieron a Sator Baskardo. Descubrió que habían levantado dos toldos para dormir y que el carro había recuperado sus cortinas. Le llegó un aroma de tocino frito y castañas asadas. Lo recibieron sin asombro y se sentó con ellos. Los cuatro carreteros cenaban aparte, en un grupito hosco. No estaba la mujer. Cuando el anciano se metió en el carro a dormir, Sator Baskardo tocó en el brazo al hombre de cara de jabalí.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
El hombre de cara de jabalí abrió la boca para pronunciar un nombre, pero al advertir la clase de mirada que Sator Baskardo dirigía a la lona, sonrió y dijo:
—Allande Garzea.
Sator Baskardo estuvo acostado tres horas en su cama, pero no durmió. Mientras el padre y él tomaban la leche con sopas de la mañana, le contó lo que había visto.
—Es lo de siempre —dijo el padre—. Por lejos que se viva de la mar, nadie muere sin viajar para mojarse los pies al menos una vez en su vida. Te hablé de eso.
—Pero ellos han venido por las ballenas.
—La otra es la verdadera razón.
—¿Tú lo has visto alguna vez?
—Todos los viejos lo han visto.
—Yo no lo creía hasta ahora.
—Así aprenderás que los padres nunca mienten.
—Había una mujer —dijo Sator Baskardo.
La madre no acabó de poner el tronco en el fuego.
—¿Una mujer?
El padre había dejado de masticar.
—¿Llegó con ellos o salió de la mar?
—No metas al chico tus tonterías —dijo la madre—. No crees en Dios y crees en las sirenas.
—Algunos las han visto. ¿Tenía pies de mujer?
—Tenía pies —respondió Sator Baskardo—. Tenía de todo.
Laboró en los campos como un energúmeno para adelantar los trabajos y al mediodía les dijo que se marchaba a ver si necesitaban algo los forasteros. Cuando el padre enderezó su cintura para lanzar su orden de patriarca, la madre se le puso delante con la expresión agrietada.
Llegó al lugar con una jarra de leche que había ordeñado al salir y se la puso en las manos al hombre de cara de jabalí.
—Para la señora —le dijo.
El anciano le oyó y volvió la cabeza.
—¿Qué señora? —exclamó—. Aquí no hay ninguna. —Miró al hombre de cara de jabalí—. ¿Viene alguna señora con nosotros?
—No —respondió el hombre de cara de jabalí mirando a Sator Baskardo.
—¿Es que la has visto? —preguntó el anciano.
—Si no hay no la he podido ver —respondió Sator Baskardo.
Entonces descubrió a su hermano. Llevaba desde el amanecer ultimando el transporte de la ballena y ahora el anciano acababa de llamar a los cuatro carreteros.
—Regresad a vuestra tierra y volved con doscientos de los vuestros.
—Trescientos —dijo Mako Baskardo—. Nunca se sabe lo que pesa una ballena hasta no sacarla del agua.
—Trescientos —dijo el anciano—. Tomad los caballos.
Los carreteros los trajeron del campo donde pastaban y los montaron a pelo, aunque sólo pudieron hacerlo tres, pues esos eran los caballos.
—Te quedas —dijo el anciano—. Pero vivirás solo en vuestra tienda.
Sator Baskardo vio que el hombre del suelo les lanzaba una mirada de pedernal y se encaramaba de un salto detrás de uno de sus compañeros. Tomaron con desdén el saco de castañas que les entregaron y partieron adustamente.
Sator Baskardo se acomodó en el suelo con su hermano y con el anciano para hablar de la plataforma, pero sus ojos no se apartaban de las cortinas de lona. A media tarde el anciano cayó en uno de sus trances de sueño y el hombre de cara de jabalí se acercó al carro y metió la jarra de leche por un resquicio del lienzo. Sator Baskardo no respiró en varios minutos. Al cabo, la jarra emergió de la misma abertura, pero como quedó pegada a la lona Sator Baskardo no pudo ver la mano. El hombre de cara de jabalí la cogió y se la devolvió. Estaba vacía.
—¿Qué gente son los carreteros? —preguntó Sator Baskardo.
—Agotes.
Durante el mes siguiente Sator Baskardo durmió tres horas para abarcar los trabajos de Sugarkea y la construcción de la plataforma. Con la solidez de su expresión la madre fue sofocando en el padre todas sus protestas. «Se nos está haciendo hombre», le pronunciaba solemnemente en la intimidad de la alcoba. «Acuérdate de ti».
Sator Baskardo se presentaba a media mañana en el campamento de los forasteros con la jarra de leche y veía cómo el hombre de cara de jabalí la introducía entre las lonas. No podía esperar la devolución porque la gente ya estaba trabajando en la playa. Al anochecer la recuperaba vacía.
Al día siguiente de la marcha de los agotes se inició la construcción de una plataforma monumental controlada por un equipo de carpinteros. Los ocho hombres de la escolta hacían de peones, pero fue preciso traer cuarenta más, espigándolos arduamente de la región. Sator Baskardo empuñó una palanca y se incorporó a la empresa como si aquello le concerniera. El anciano compró un bosque próximo y compró herramientas y aparejos, pagándolo todo con unas piezas de oro, cobre y plata que sacaba de un cofre y que procedían de tesoros romanos, godos, francos y moros desenterrados en sus posesiones. Al término de la primera semana, cuando el hombre de cara de jabalí entregó la moneda del salario a Sator Baskardo, este se la ofrendó, diciéndole:
—Allande Garzea. ¿Qué más?
—Aunque fueras el emperador de la China, sería igual —le dijo el hombre de cara de jabalí—. Está colocada.
Hablaba denso y despacio, con una placidez en la pronunciación que aventaba las urgencias. Añadió:
—La van a casar con el señor de la torre de Urrejola.
—Yo no tengo ninguna torre pero la puedo levantar —dijo Sator Baskardo.
El hombre de cara de jabalí se rio entre dientes de su ingenuidad.
—También sería inútil. Ella está encelada con otro hombre.
—Este, ¿tiene torre?
—No tiene nada. Tiene menos que nada. Tiene el alma con Satanás y la carne con lepra.
—Se ve que tú también la buscas.
—Para mí todas las hembras son iguales.
Sator Baskardo se revolvió como macho vejado.
—Es un agote —añadió el hombre de cara de jabalí.
—Como los cuatro carreteros.
—Tan maldito como ellos. Pero con más suerte. El viejo la ha traído al viaje para que no se ayunten.
Ahora Sator Baskardo lo agarró por la zamarra de pelo.
—No hables así —le dijo.
El hombre de cara de jabalí movió la cabeza.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—Dieciocho.
La mirada del hombre de cara de jabalí pareció viajar por otros tiempos.
—Vete a casa —dijo, soltando la mano de sus ropas—. Sigue viviendo como antes de llegar ella.
—De modo que su padre la tiene secuestrada en el carro por miedo a que ese agote con suerte aparezca y la robe —dijo Sator Baskardo.
—No es su padre sino su abuelo.
—Sí, recuerdo que dijo que tenía noventa y dos años.
—Eso no importa. Le acaban de matar un hijo que tuvo a los setenta y ocho. Los Garzea son así. Es lo único que me gusta de ellos.
—¿Cómo se llama?
—Ombecco. Ha tenido catorce hijos pero sólo le queda esta nieta. La madre es la que le sostiene el alma derecha.
—También será hermosa.
—No estoy hablando de la madre de la nieta sino de la madre del abuelo.
—¡Torto! —exclamó Sator Baskardo—. Entonces es la bisabuela…
El hombre de cara de jabalí sonrió al verle enrojecer.
—Haces bien en no pronunciar su nombre. Así la olvidarás mejor. A casa, a tus tierras, y no vuelvas.
—Doña Toda Garzea —murmuró Sator Baskardo—. Él mismo lo dijo.
—Era dueña de medio país, sólo que al cumplir el siglo se le empezó a pudrir el imperio. Se ha casado veinticuatro veces y ha tenido sesenta y nueve hijos, de los que sólo le queda este viejo, y de él, este único vientre joven de sangre Garzea. Por edad, podría ser su tatarabuela. Tiene ciento treinta años y lleva treinta muriéndose. Pero todas las noches sus mandados le tienen que presentar las cuentas de la sal.
—¿Y qué tienen que ver las ballenas en todo esto? —preguntó Sator Baskardo.
Todos los sábados le entregaba su moneda del salario para que le contara más cosas de la gente de aquella criatura del carro. Los Garzea y los Jaunsolo llevaban siglos matándose como fieras. Ni los más viejos de ambos clanes sabían ya por qué se inició aquella carnicería, pero se habían cortado tantas cabezas, incendiado tantas casas, abrasado tantas familias, violado tantas mujeres y despeñado tantos niños, que sufrían aquel estado de cosas como algo doméstico. A través de mil vericuetos y ramificaciones, los apellidos Garzea y Jaunsolo habían proliferado en una malla de parentescos que cubría todo el país. Si unos garzeinos del norte mataban en una emboscada a cuatro jaunsolinos del norte, otros jaunsolinos del sur destripaban en otra emboscada a ocho garzeinos del sur. Incluso había Baskardos del interior que se sentían parientes de los Garzea o de los Jaunsolo y habían tomado partido por unos u otros. El padre de Sator Baskardo nunca se mezcló en los conflictos. Un bertsolari loco, hallándose en la muerte, le había cantado historias del tiempo en que aún no había costumbres en el mundo y los hombres no sabían cómo se llamaban y caminaban a gatas y no se atrevían a alejarse de la mar de la que habían salido; del tiempo en que el primer Baskardo, velando por la raza, se convirtió en el primer patriarca de la tribu.
«Soy tan pariente de todos que no soy de ninguno», solía decir.
Así, pues, para Sator Baskardo no eran nuevas algunas cosas que le contaba el hombre de cara de jabalí. En los últimos cincuenta años los Garzea habían llevado la peor parte. Doña Toda, que pasaría a la Historia no sólo como señor de Vizcaya y Pariente Mayor, sino también como miembro de Juntas y patriarca, y por haber sobrepuesto su apellido a los de sus esposos para poner la marca al clan, había ido perdiendo, uno a uno, sus veinticuatro maridos y sesenta y ocho de sus sesenta y nueve hijos, todos muertos a fierro. Ahora, luchaba por devolver a la estirpe su vieja pujanza extrayéndola de los escombros familiares, del único vientre hábil que le quedaba: Allande, su bisnieta. Pero, a sus ciento treinta años, este deseo emergía arduamente de los sopores de su vejez.
—Ya apenas hace otra cosa que aplastar con sus carnes el sillón de troncos con tirantes de hierro que le ponen junto a la ventana, porque está casi ciega y sus ojos necesitan mucha luz para ver lo que sería mejor que no viera —dijo el hombre de cara de jabalí.
—Y entonces, ella, quiero decir, su bisnieta, bueno, y entonces aparece el agote —dijo Sator Baskardo.
—Doña Toda le ordenó al viejo: «Mátalo», y él nos llevó al monte a cazarlo. Escapó con tres hierros bailándole en la espalda. Al regresar supimos que habían sorprendido a Allande clavándose un puñal en el vientre. Ya nunca más se intentó matar al agote. El viejo puso guardia alrededor de su nieta. Luego, un día, me dijo que teníamos que ir a la costa a traer una ballena.
—¿Para qué la quiere? —preguntó Sator Baskardo.
—Creo que doña Toda y él están locos.
—¿Qué tiene que ver doña Toda con la ballena?
—El viejo no hace nada sin que ella se lo mande.
Al término de ese mes, una madrugada, Sator Baskardo, que nunca podía dormir, vio desde su ventana un ejército de hombres silenciosos marchando con la niebla hasta las rodillas. Se vistió para seguirlos y aquel día llegó más pronto que nunca al campamento. Se le olvidó llevar la leche.
—Todos son agotes —le dijo el hombre de cara de jabalí.
Permanecieron aparte, formando un grupo espeso y de pie, no obstante haber cruzado andando el país. Eran trescientos y todos agotes. Sator Baskardo se movió con disimulo para observarlos de cerca.
—No tienen una oreja más larga que la otra —dijo al hombre de cara de jabalí—. Ni pelo de oso, ni escamas de lagarto. Tampoco huelen.
—Lo mejor es no mirarlos y creer en todo eso —dijo el hombre de cara de jabalí—. Ellos son agotes y basta.
De pronto, un grito de amor estremeció el campamento. Sator Baskardo miró hacia donde se dirigían todas las miradas y vio una imagen blanca corriendo al encuentro de uno de los agotes, que también se precipitaba hacia ella. Se abrazaron a la vista de todos con un choque duro de cuerpos.
—¡Separadlos! —bramó el anciano.
Fueron precisos ocho hombres para desprenderlos. El agote fue inmovilizado a punta de espada y Allande conducida entre gritos astillados: «¡Markes! ¡Markes! ¡Markes!». Por entre los brazos de los guardianes Sator Baskardo volvió a ver el rostro más bello del mundo.
El anciano convocó a los cuatro agotes que marcharan con los caballos.
—Era el último hombre que teníais que haber traído —les amenazó con la mandíbula colgante.
—Nosotros ni entramos ni salimos —le replicaron los agotes.
—¡Malditos, fue de propósito! ¡Queréis sangre nuestra para vuestro pueblo!
—Sólo queremos brazos para llevar la ballena y cobrar las monedas.
—¡Fuera! Ya no os necesito a ninguno. ¡Regresad!
Los cuatro agotes dieron la vuelta y echaron a andar, pero fueron detenidos por otro grito del anciano.
—¿Y qué habéis hecho de mis tres caballos?
—Nos los comimos. Viajamos por tu cuenta y nos tienes que dar más caballos para comer en el regreso. ¿Pensaste que andaríamos sólo con castañas?
Sator Baskardo no podía apartar los ojos del agote que había sido abrazado por la criatura del carro. Era un hombre recio y fibroso, que miraba los objetos del mundo con la dureza de un búfalo. Ofrecía un pecho selvático a las espadas de los guardias que le rodeaban.
—Quedaos todos, menos él —dijo el anciano.
—Si se va, se van los cincuenta de su clan —dijeron los cuatro agotes.
—¡Sugaar! Espero vuestras órdenes para llevar vuestra ballena —exclamó el anciano.
La mañana transcurrió ultimando la plataforma. Era el artefacto más grande que se había visto en aquella playa. Medía cerca de cuarenta varas de largo y diez de ancho, sin ningún resquicio entre los troncos. Como era la primera vez que trabajaban en cosas de ballenas, los carpinteros la habían construido con un margen tan amplio de seguridad que tenía la solidez del granito. Las mareas vivas de aquel mes la cubrieron del todo, pero al retirarse no la habían movido.
A primera hora de la tarde Mako Baskardo se puso a matar la ballena. Con la tranquilidad que le inspiraba la anemia del animal, sometido a un ayuno previo de quince días, saltó sobre su lomo con cuatro hombres y una escalera, y gritando canciones de mar hundió por el orificio del surtidor, a golpes de maza, una cuña de hierro de a dos metros que sostenían derecha sus ayudantes. La rada se tiñó de sangre. Luego la remolcaron con botes hasta la playa, colocándola paralela a la orilla y a lo largo de la plataforma. Se necesitaron los trescientos agotes y veinte parejas de bueyes para hacerla girar a tirones de estacha. Cuando se pudo admirar todo el cuerpón en seco y aquella gente del interior no se atrevía a tocarlo, el anciano exclamó:
—No, no sabía que el mar fuera tan grande.
Antes de retirarse a su casa a Sator Baskardo lo llevaron sus pies cerca del carro. Estaba contemplando las cortinas de lona cuando le hablaron.
—Sé cómo te llamas. Te llamas Sator.
Se le paró la sangre. Estaba sentada sobre una piedra, a dos pasos de la rueda. Sator Baskardo observó que había una cadena trabada al eje, con el otro extremo atenazando el tobillo de la aparición. Comprendió por qué la guardia hacía una ronda más abierta y por qué le había dejado pasar.
—¿Cómo sabías que quería hablarte?
—No lo sabía —dijo Sator Baskardo con una garganta nueva.
Ella se puso en pie y avanzó hasta el límite de la cadena. Sator Baskardo no tuvo necesidad de retroceder.
—Quiero bañarme con él en el mar. Ayúdame.
Sator Baskardo estuvo dos minutos sin responder, abrasado por una sed repentina.
—En la mar —repitió pedregosamente.
Y se atrevió a mirarla por primera vez a la cara.
—No se lo pediría a otro —dijo ella. Esperó inútilmente—. ¿Lo has pensado ya? —Y aún tuvo que repetir—: ¿Lo has pensado ya?
—¿Qué es lo que he de pensar? —preguntó Sator Baskardo saliendo del ensueño.
—Quiero bañarme con él en el mar.
La sed recrudecida le recordó a Sator Baskardo que ya había oído esa frase.
—No puedo hacer nada —dijo.
—Los hombres de la costa lo podéis todo sobre el mar. Escucha: ha de ser esta noche. Escucha: les diré que quiero bañarme. Tú se lo dices a él. A veces, Sator, me lo recuerdas.
—Te acercas… —empezó a decir Sator Baskardo.
—Sí.
—A las peñas…
—Sí.
—Del costado…
—Sí.
—De la playa.
—¿Cuándo, Sator?
—A la medianoche.
Sator Baskardo arrancó al padre de la cama y lo llevó a la cocina, donde la madre le había estado esperando con la cena.
—Me marcho —les dijo.
—¡Huesos de antepasados! —exclamó la madre.
—Yo creí que ya te habías ido —dijo el padre—. Al menos, tu hermano nunca nos engañó.
—Pero volveré.
El padre aumentó el ritmo de su respiración. La madre se le colgó de la camisa de dormir.
—¡Acuérdate, Izur, acuérdate de ti!
—A mí también me invadieron las mujeres, pero lo sudaba sobre la tierra.
—Los tiempos cambian —dijo la madre.
—Lo que cambian son las hembras. Ahora las inventan sin olfato.
La madre quebró la pasión poniendo un plato humeante sobre la mesa.
—Come —lloró al hijo.
—Lo que tenga que oír lo oiré de pie —murmuró Sator Baskardo.
—Ya nos han traído que esa mujer se entiende con un agote —dijo el padre—. ¿No lo sabías?
—Sí —respondió Sator Baskardo.
—¿Y todavía te vas detrás de ella?
Sator Baskardo clavó en el padre una mirada profunda.
—Siéntate —le ordenó.
La cocina entró en un silencio tenso. El padre se sentó sin hacer ruido y el hijo le imitó. Sator Baskardo le miró con mirada de hombre.
—Háblame de la mar y de vosotros dos —le dijo.
—No te entiendo —mintió el padre.
—Dime si la mar ha sido alguna vez vuestro lecho —le acosó Sator Baskardo.
—¡Huesos de antepasados, salid de la tierra! —gimió la madre enterrándose en un rincón de la cocina.
El padre siguió mirando abiertamente a su hijo.
—Son cosas para hechas, no para dichas.
—Tú nos has hablado sobre ello por las noches en esta misma cocina —le recordó Sator Baskardo.
—Pero lo ponía en otro tiempo y para otras gentes.
Sator Baskardo se compadeció de su padre.
—Dime qué hacían nuestras gentes en ese tiempo.
—Se metían en la mar y cumplían con su deber entre las olas.
—¡Salid de la tierra! —gimió sordamente la madre en su rincón.
—¿Por qué lo hacían así?
—No se sabe.
—¿Quién empezó la costumbre?
—Nadie.
—¡Callaos los dos! —exclamó la madre—. Esta cocina nunca ha oído tales barbaridades.
El padre empezó a jugar con un grumo de la mesa en medio de un silencio cálido. Habló con palabras que no tenían peso.
—Uno lo siente y va. Todos los Baskardo han hecho sus hijos con el agua al cuello.
La madre abandonó su rincón para taparle la boca con una mano. El padre la apartó delicadamente.
—Es la vida, mujer —le pronunció.
La madre puso la cuchara en las manos del hijo.
—Toma la sopa, que esto también es la vida.
Sator Baskardo sorbió cucharadas con la mirada ausente. El padre cargó en la frase:
—Ahora, pregunto yo. ¿Por qué, hoy, estas preguntas?
—Esa mujer se bañará esta noche con el agote —dijo Sator Baskardo.
—¿Cómo lo sabes?
—Ella me lo dijo.
—Las hembras no pueden callar ni eso —dijo el padre.
—Delante de tus propias narices y tú detrás de esa loca —dijo la madre—. Si te lo dijo es porque quería espantarte.
—Si me lo dijo es porque quería bañarse en la mar con el agote —dijo Sator Baskardo.
—A ver si lo entiendo —dijo el padre—. Tú les preparas las pajas.
Sator Baskardo asintió sin expresión.
—Y luego te vas con los dos a llevar la ballena y a seguir oliendo a esa mujer como los perros.
—Yo sólo la miro —dijo Sator Baskardo.
—¿Qué te pasa, hijo? —preguntó la madre.
—El agote es un hombre, ¿no?, y yo soy un hombre ¿no?, y ella es una mujer. El agote es un hombre, ¿no?, y yo soy un hombre ¿no?, y ella es una mujer…
—¿Qué te pasa, hijo?
Entró en el recinto de los agotes y empezó a llamarle por encima de los cuerpos dormidos. Cuando lo encontró, le dijo:
—Ven.
—¿Adónde? —le preguntó el agote.
—Vamos a buscarla.
—¿Quién eres tú?
—Sator Baskardo.
—No eres agote. ¡Maldición! ¿Por qué…?
—Ella te espera a la medianoche en la mar.
Dieron un gran rodeo para evitar el campamento y para alcanzar las peñas del otro lado sin pasar por la playa. Sator Baskardo iba delante y a ratos soñaba que iba solo. Oía a sus espaldas una respiración desordenada. No se distinguía en la oscuridad la mole negra de la ballena, pero de la playa ascendía su presencia. Estando en las primeras peñas descubrieron la tienda de lona a un tiro de piedra. Sator Baskardo detuvo al agote con un gesto y se acercó arrastrándose por la arena. Allí vio a los ocho de guardia componiendo un cerco de guerra. Se detuvo a diez pasos y esperó, porque ya era la medianoche. Entonces sonó la voz de ella dando una orden.
Sator Baskardo la vio salir de la carpa cuando los soldados ya tenían los rostros metidos en la arena para no ver. La silueta desnuda se estampó en la noche. El cuerpo de la mujer se incorporó a los elementos naturales del escenario y flotó de una región a otra de la noche hasta llegar al borde de la mar. Sator Baskardo tuvo que cerrar los ojos. Él también se desnudó con el agote y lo tuvo que agarrar cuando intentó zambullirse con estruendo, atropellado por la gran sed de toda su vida. Lo depositó sobre las aguas como a un barquito de papel y le dijo: «Anda». Lo vio nadar con una perfección de escualo. Sator Baskardo se encaramó a las peñas que se introducían en la mar y lo siguió con la mirada. Procedentes de uno y otro lado, la mujer y el agote se juntaron en la punta del espigón. Sator Baskardo quedó paralizado al oír en la distancia unos chapoteos blancos y luego un burbujeo de plata, y entonces trató de seguir al agote con el pensamiento.
—De modo que la leyenda era esto —volvió a murmurar.
Al lanzarse al agua le pareció encontrarla con más temperatura. Se tendió a lo crucificado y dejó que la marea ascendente lo llevara a la playa como a un tronco.
A las cinco de la mañana el hombre de cara de jabalí dio la señal de partida con el cuerno que le había prestado Mako Baskardo. La luz había puesto en las cosas su otra medida. Sator Baskardo llevó al carro la última jarra de leche que guardaba desde la víspera.
Los rodillos de marcha ya estaban bajo la plataforma, pues fueron colocados antes de poner la ballena. Pero en el último momento, cuando se ordenó agarrar las sogas fijadas en toda la periferia del armatoste, los trescientos agotes iniciaron una desbandada hacia la mar. Querían darse el baño que no se dieron al llegar porque estaban muy cansados. El hombre de cara de jabalí los restituyó a latigazos a sus puestos.
Se tardó una semana en arrancar la plataforma de la playa y dos más en rebasar el primer pueblo. Los días de fiesta los vecinos estupefactos sacaban de madrugada las sillas a la puerta de sus casas y podían contemplar el paso de la ballena hasta la noche. Se compadecían de los agotes y les arrojaban baldes de agua para refrescarlos, sin acercarse mucho a ellos. Todas las mañanas Sator Baskardo salía con la jarra a comprar leche para servírsela a la criatura del carro, y si por casualidad cruzaba su mirada con la del agote recibía en el rostro una rociada del mismo odio que reservaba para la otra raza. Lo habían puesto en una de las sogas de cabeza, por ser de los más fuertes, y al término de cada jornada de sol a sol lo veía deslomado en el suelo. Mako Baskardo los acompañó hasta el límite de la anteiglesia. Deslizó su mano por el cuerpo de la ballena con el mismo orgullo que si la hubiera parido.
—Trátala bien —le dijo al anciano—. Mojadla sin descanso con agua fresca para que dure más.
El hombre de cara de jabalí ayudó al anciano a bajar del carro que marchaba detrás y al paso de la plataforma, y que también se había detenido.
—¿La carne de mar acaba oliendo como la de tierra? —preguntó el anciano.
—Como la de los reyes —contestó Mako Baskardo—. Pero cuando llegue eso oleréis pudrirse a la mayor ballena del mundo.
Sator Baskardo vio cómo su hermano clavaba en el anciano sus ojos alborotados y esperó que le hiciera la pregunta pendiente. Mako Baskardo llegó incluso a abrir la boca. Pero siempre fue muy delicado en cosas de ballenas y no se decidió.
—Agur —exclamó—. No me destrocéis demasiado el país.
Se refería a la trocha que un equipo de zapadores tenía que ir abriendo para que pasara la plataforma. Rara vez los espacios naturales correspondían a su anchura. Se talaban bosques, se derribaban casas e iglesias y se rellenaban barrancos, porque viajaban en línea recta. El anciano tenía marcado un día de la semana para abrir el cofre del tesoro y liquidar con los dueños afectados. Sobre aquella ruta habría de trazarse, cuatro siglos después, una autopista. Viendo el esmero con que Sator Baskardo atendía al suministro de la leche, el hombre de cara de jabalí le encargó del avituallamiento. Recorría los caseríos, los mercados y los comercios perdidos en los pueblos, y regresaba con carretas de comestibles para el ejército de la ballena, que cinco agotes guisaban en una cocina de campo.
En sus horas libres, Sator Baskardo mariposeaba alrededor del carro y miraba las cortinas de lona, pero seguía entregando la jarra de leche al hombre de cara de jabalí, pues nunca se atrevió a entregársela en mano a la criatura cautiva. Por las noches dormía contra una de las ruedas, junto a los ocho soldados de la guardia, y del otro lado de la lona oía unos cantos de cristal que percutían su alma. A los tres meses de viaje también oyó su propio nombre. Pero, ahora, la voz no vino de lo alto sino del fondo del carro. Se deslizó entre las dos ruedas y en el centro de un hueco entre las tablas volvió a ver el rostro más bello del mundo.
—Pasa por aquí —le dijo la voz.
Sator Baskardo se arrodilló para introducir su cuerpo por la abertura y le estalló ante los ojos un recinto femenino oliendo a perfume de paraíso y en el que Allande Garzea estaba sentada en almohadones, como él siempre imaginó que se sentarían las moras.
—Bueno, ya pasas —dijo Allande Garzea.
—Me falta la mitad —dijo Sator Baskardo sin voz.
—Por donde pasa la cabeza pasa todo…
—Había olvidado que debo encontrar agua fresca para la ballena.
—… Y por donde pasas tú pasará él.
Sólo entonces Sator Baskardo descubrió al anciano durmiendo como las culebras sobre un colchón.
—Él —repitió, desatando la tensión de su cuerpo.
—Tráemelo —dijo Allande Garzea.
—Aquí no es lo mismo.
—Los hombres de la mar lo podéis todo.
Sator Baskardo no habló.
—Estoy segura de que ya se te ha ocurrido disfrazarlo esta noche con tu ropa.
Sator Baskardo no mentía cuando le contestó que sí se le había ocurrido.
Localizó al agote dormido contra su soga, pues se derrumbaba allí donde se detenían, sin poder dar un paso más. Le costó media hora despertarlo.
—Ven —le dijo.
—Tú eres Sator Baskardo —dijo el agote agarrando su cuchillo.
—Si me matas no puedo llevarte a ella.
—¿En dónde, esta vez?
—En el carro.
La furia del agote no había logrado derrotar a su mirada mustia de cansancio.
—Dile que no puedo —gruñó—. Y que yo no te vea más rondándola.
Sacó por fin su cuchillo de la cintura, pero sólo para sentarse y ponerse a pelar una castaña. Sator Baskardo se le sentó delante.
—De modo que le digo que no vas.
—Si te acercas a ella, te mato. No, le dices que no puedo.
El agote pelaba la castaña con una lentitud que daba pena. Sator Baskardo no podía apartar los ojos de aquellas manos que habían tocado la piel de la criatura del carro.
—Que no puedes ir —dijo.
—Tengo ganas de matar a un vasco, no lo olvides. Que no puedo ir, no. Sólo que no puedo.
—Que no puedes —dijo Sator Baskardo.
El agote era un hombre denso, experimentado. Un hombre que lo debía saber todo acerca de todas las cosas y que se le notaba en la manera concienzuda de mover aquel cuchillo sobre la castaña.
—Eso. Que no puedo. Ella lo comprenderá.
—Que no puedes. ¿Y por qué no puedes? Lo querrá saber.
El agote le clavó su mirada rota.
—Dile que la culpa es de la ballena.
Sator Baskardo se fijó en sus hombros sólidos, en la oculta armonía de aquel cuerpo aplanado. Cuando el agote empezó a masticar la castaña, Sator Baskardo movió sus mandíbulas en el vacío, masticando con él.
—No le podemos hacer eso —dijo.
El agote fue a hablar, pero cayó en un profundo sueño, con la castaña semimolida dentro de la boca.
No tuvo más que rozar con los dedos la tabla del fondo de la carreta para que se deslizara la madera y se formara la abertura. Lo primero que vio al pasar la cabeza fue que no estaba el anciano. Los brazos de sepia de la mujer le rodearon el cuello en la oscuridad.
—Soy Sator Baskardo —le dijo penosamente.
Ella se apartó como si quemara.
—No viene porque no puede —añadió Sator Baskardo.
Allande Garzea se derrumbó sobre sus almohadones de mora.
—Si no viene es que lo han matado —dijo.
—Es que no puede. Él me lo dijo: «No puedo».
Sator Baskardo se había precipitado a hablar para detener el roce del cuchillo.
—Sólo si está muerto no puede —dijo Allande Garzea.
—Acabo de dejarlo dormido. Ahora me tienes que preguntar por qué no viene y yo te responderé que la culpa es de la ballena —dijo Sator Baskardo.
Vio cómo la sombra de la mujer adquiría una verticalidad de árbol. Sintió que avanzaba, que le tomaba la mano y que se la aplicaba a su vientre.
Sator Baskardo dejó de sentir su propio cuerpo.
—Yo también tengo aquí dentro mi ballena y sin embargo lo llamo —oyó a una voz maciza.
Pensó que estaba cayéndose del agujero, pero es que alguien le tiraba de las ropas.
—Ven, hijo. Vamos a charlar un rato —oyó decir al anciano.
Se sentaron fuera del círculo de los soldados, bajo unos árboles. Sator Baskardo sintió la mano del anciano sobre su rodilla.
—Me gustan los vascos discretos —le dijo—. Porque tú eres vasco, ¿verdad? Un vasco de los viejos.
—Soy vasco —dijo Sator Baskardo—. Dice el padre que nadie es más vasco que los Baskardo.
La mirada del anciano procedía de unos ojos de bordes turbios y un puntito central que brillaba como un ascua.
—Me gusta cómo la rondas —dijo el anciano—. No digo que me gusta que la rondes, sino cómo la rondas. Tendrás que matar al agote.
—Yo no ando por ahí matando a la gente —dijo Sator Baskardo.
—Los agotes no son gente —dijo el anciano con el puntito del ojo al rojo vivo—. Ese bicho es lo único que se interpone entre mi nieta y tú. Lo matas y ella es tuya. Queda el de la torre de Urrejola, pero también lo puedes matar, y así no tengo que cumplir mi palabra. No quiero que mi nieta me para un agote.
Sator Baskardo se concentró en su No para no reír.
—No —dijo, poniéndose en pie.
El anciano le imitó el movimiento.
—No me crees —suspiró arrastrando el aire—. No tienes torre, pero eres vasco. Cuando la sangre está en peligro sólo se piensa en la sangre. Mata al agote.
Sator Baskardo se quitó la mano enfebrecida que le agarraba el brazo y se alejó. El anciano lo persiguió con ahínco.
—¿Es que no deseas hacerla tuya? Los hombres de ahora no son como los de antes.
—Los Baskardo no somos criminales.
—Los Garzea tampoco.
—Y te olvidas de algo: se te irían los trescientos agotes de su clan y no podrías llevar la ballena.
El anciano apenas podía sostener el paso de Sator Baskardo. Dio un salto de conejo para ponérsele delante.
—No entiendes. No será un crimen, sino un duelo. Un juego limpio que a todos dejará contentos.
—Ella se matará.
—No, también quedará contenta. Además, te tendrá a ti.
A partir de aquella noche Sator Baskardo no durmió contra la rueda del carro.
Por Navidades la ballena empezó a oler. El carro viajó a más distancia de la plataforma y los agotes de olfato sensible trabajaron con un trapo en la cara. Un mes después todos llevaban trapos. Las duchas con el agua de los manantiales que Sator Baskardo iba localizando no hicieron más que retrasar apenas la putrefacción. Las poblaciones no se sentaban ya ante sus casas a contemplar el paso de aquella gente con su pez, sino que cerraban puertas y ventanas y entrapaban las rendijas y se enclaustraban mientras pasaba el olor. Los únicos que permanecían cerca de la ballena eran los trescientos agotes. Al principio se desmayaban, incluso con el trapo, pero acabaron por hacerse a aquel hedor que impregnó de tal modo sus pieles que por el resto de sus vidas irían desprendiendo un tufo de ballena varada. Los pueblos, parapetados tras los cristales, los veían desfilar ennegrecidos por el olor, con las expresiones rotas, tirando como egipcios de la plataforma y entonando unas sombrías canciones rusas que nadie sabía dónde habían aprendido. Cuando las Juntas quisieron cortar aquella locura se encontraron con la ballena tan metida en el país que sólo les quedó mandar que la sacaran por el otro lado.
Un anochecer, al cabo de cinco meses de marcha, Sator Baskardo oyó cómo el anciano ordenaba a sus guardias que le trajeran al agote. Este se había convertido en otro hombre. Estaba irreconocible, en los puros huesos, y se tambaleaba al andar, y a veinte pasos se percibía su olor a ballena, mas conservaba en los ojos el mismo encono por la otra raza. Lo soltaron cerca del carro y el viejo hizo salir a su nieta. Sator Baskardo pensó que no podía estar viendo aquello. Allande y el agote estaban pensando lo mismo. Al convencerse de que no soñaban, se precipitaron el uno hacia el otro con un alarido de amor y los brazos abiertos, y se juntaron con el mismo choque de cuerpos que aquella vez. El anciano los dejó hasta no convencerse de que morirían prendidos de aquel beso inacabable. Los soldados tuvieron que recurrir a la violencia para separarlos. El abuelo cogió a su nieta y la zarandeó con frenesí.
—¿Es que no te desmaya su olor? —le gritó en el mismo rostro—. ¿Es que no te da asco?
—Huele a mar —murmuró Allande con la expresión iluminada.
El viejo la devolvió al carro y el agote regresó entre guardias a su territorio.
Sator Baskardo, que ahora dormía apartado de sus semejantes, no tuvo tiempo de retirarse al lugar elegido para aquella noche, pues el anciano lo alcanzó.
—¿Lo has pensado mejor, hijo?
—Nunca he puesto mi mano sobre otro hombre —contestó Sator Baskardo.
—No le llames hombre —chilló el anciano.
Sator Baskardo levantó una esquina de las vestiduras del conde de Ombecco Garzea y se la llevó a la nariz.
—Huele al perfume de mi nieta —sonrió el anciano—. Huele al dormitorio de mi nieta. Huele a ella misma. Dime una cosa, hijo: ¿quién te invitó a venir con nosotros?
Sator Baskardo no supo qué responder.
—Bueno, el caso es que estás aquí —prosiguió el anciano—, y que de ti depende el que sigas cerca de mi nieta. De ti depende el que esa hembra sea tuya.
Sator Baskardo se puso a pisar yerbas del suelo.
—O matas a ese bicho o regresas a tu costa. En cuanto me lo dejes a los pies con las tripas fuera, traigo al cura más próximo y os casa. ¿Verdad que no te atrevías ni a soñarlo? Un pobre diablo como tú acostándose legalmente con una Garzea.
La mano de Sator Baskardo atenazó las ropas del anciano y despegó a este del suelo.
—Los Baskardo ya ocupábamos esta tierra cuando aún no habían parido al primer Garzea.
—Sea bienvenido el injerto de Baskardos en Garzeas.
—Suena mejor de Garzeas en Baskardos.
—De modo que lo matarás.
Sator Baskardo soltó al anciano, pero no habló.
—¿La has oído cantar?
—Sí —contestó Sator Baskardo.
—No como yo, desde dentro del carro. Tengo noventa años y soy su abuelo, pero te digo que me vuelve lo de antes. Llevo meses encerrado allí con ella, oyéndola dormir, viendo cómo se desnuda, oliendo su carne de diecisiete años, y nunca me he sentido tan feliz de ser hombre.
—No te canses —dijo Sator Baskardo—, porque es posible que yo la haya visto desnuda. Pero sólo busco seguir como hasta hoy.
—O le matas o te vas —dijo el anciano—. Yo le lanzaré tu reto.
Sator Baskardo se agachó para ponerse una yerba en los dientes.
—Pero sólo lo hago para poder seguir llevándole la leche.
Como pasaran tres meses sin que Ombecco Garzea montara el duelo, Sator Baskardo llegó a pensar que se le había olvidado. Para entonces, la ballena se había convertido en un despojo putrefacto cociéndose en su propia papilla burbujeante y sepultada bajo un ejército de moscas, que vaciaba los pueblos a su paso. Le mantenían su forma original apuntalándole la piel por dentro con estacas y tapando las cavernas podridas con parches de lona ennegrecida con brea para ofrecer un color uniforme. Cada vez pesaba menos. Pero como también los agotes cada vez podían menos, se marchaba al mismo paso de procesión. No hubo deserciones porque Ombecco Garzea doblaba el jornal cada semana, pero ofrecían al país un aspecto tan desgarrado que los pueblos se subían a las montañas para huirles y rezaban novenarios por sus almas. Pero un día, al término del arrastre, el hombre de cara de jabalí le dijo a Sator Baskardo que se armara.
Se convocó a todos en un llano, a cinco kilómetros de la ballena, a fin de que el hedor no perturbara a los combatientes. Se llamó incluso a los agotes, para que no se fueran después de ver morir al suyo en una batalla limpia. Se formó un amplio círculo presidido por Allande Garzea sobre una tribuna de cañas. Su abuelo la puso allí para que fuera testigo de la legalidad y luego no se clavara un cuchillo. Era la primera vez que la veían y los más ajenos al agote Markes ni siquiera sabían que estuvo viviendo en el carro. Su belleza dejó a todos sin aliento. Cuando el hombre de cara de jabalí anunció que se iba a ventilar un duelo de amor por ella, todos lo encontraron perfectamente natural. Sator Baskardo fue el único que se fijó en que estaba preñada.
El agote fue llevado al centro de la arena por cuatro miembros de su clan y sentado en una banqueta, pues no se sostenía solo. Trataron una vez más de convencerlo del suicidio que iba a cometer, pero él repetía en una especie de estertor que quería matar a un vasco. El viejo puso su propio espadón de combate en la mano de Sator Baskardo.
—Ya está avisado el cura para casaros —le alentó.
—Ahora veo por qué lo retrasaste tanto —dijo Sator Baskardo. Los ojos del anciano lanzaron dos chispas de metal—. Si esperas un poco más se muere solo.
Habló aparte con el hombre de cara de jabalí.
—Creo que me matará —le dijo—. Prométeme que ningún día le faltará a la mujer del carro la jarra de leche.
—Tú le matarás a él —afirmó el hombre de cara de jabalí.
—Promételo.
—Ya está.
Sator Baskardo dejó caer el espadón al suelo.
—Si tenemos que defender algo, los Baskardo sólo empleamos los puños.
—El te recibirá con hierros.
—Le pondré el brazo para que me lo corte. Si eso le basta, no me matará.
El hombre de cara de jabalí se rascó la barba.
—De modo que sólo te enfrentas al agote para que, por ti o por otro, a esa Garzea no le falte su jarra de leche.
—Creo que también quiero ver el final de vuestro viaje —dijo Sator Baskardo.
El paisaje recobró su silencio natural, sólo perturbado por los ruidos nasales de los agotes, que no se hacían a respirar en una atmósfera pura. Sator Baskardo seguía con los ojos los pensamientos de la criatura del palco. Estaba de pie, desentendida de su embarazo y lucía en su expresión la fe ciega de los enamorados. Sator Baskardo pensó una vez más que era la mujer más bella del mundo. De pronto, vio venir hacia él un rostro cargado de sueño. El agote avanzaba arrastrando los pies y sosteniendo su espada como si fuera un mimbre de paseo. Sator Baskardo le salió al encuentro ofreciéndole su brazo izquierdo arremangado.
—¡Idiota, coge la espada! —gritó Ombecco Garzea desde la tribuna.
El agote llegó a dos pasos de su enemigo y lo estuvo mirando con una mirada mansa que no significaba nada, hasta que se le cerraron los ojos. Se durmió de pie.
—¡Asesinos! —gritó Allande Garzea.
Con un chillido de rata, su abuelo saltó de la tribuna, levantó sus ropas de conde para correr mejor y llegó junto a Sator Baskardo después de recoger la espada del suelo.
—¡Mátalo! —le ordenó, poniéndosela en la mano.
—Yo no ataco a la gente dormida —dijo Sator Baskardo.
Entonces el anciano se volvió, alzó el hierro con ambas manos sobre su cabeza y se dispuso a partir al agote en dos desde el cráneo. Sator Baskardo lo desarmó, paralizando sus forcejeos con una verdad:
—No se debe maltratar a la familia. Ese hombre es tu yerno.
Llegaron a los dominios de los Garzea, en los confines del país, un domingo de mayo a las once de la mañana, a los nueve meses de la salida de la costa. Sator Baskardo vio un territorio selvático con caseríos semejantes a los de Getxo y en el centro del valle una colina con un gran torreón adusto. El paisaje era verde, pero se respiraba una atmósfera de cuero.
Allande Garzea parió minutos después, al pie de esa colina, un varón sólido de nariz larga. No les dio tiempo de llevarla a la casa y fue asistida por una arrendataria de los Garzea. El anciano no pudo negarse a la costumbre familiar de otorgar a la madre un favor especial en ese trance. Allande pidió que le trajeran al agote. Llegó al carro entre seis guardias y con unas ojeras tan crudas de anemia que partían el alma, pero nada pudo ocultar su asombro por el parto. Antes de entrar en el carro le echaron al cuerpo tres vueltas de cadenas. Allande lo recibió con una sonrisa feliz. Él se inclinó sobre la criatura que sostenía la madre y le bastó una reojada para lanzar su veredicto.
—No es agote —afirmó.
—No es que no sea agote, es que es vasco —exclamó el anciano empujándolo hasta el exterior.
La madre se sobrepuso a su debilidad para ponerse en pie en el lecho.
—Agote o no agote, él es su padre —gritó con sus últimas fuerzas de aquel día.
El anciano llevaba un mes sin dormir, desde que supo lo del embarazo de su nieta, atormentado por la explosión de doña Toda Garzea cuando se enterara. Pero el cielo había escuchado sus oraciones y ahora le podría presentar un tataranieto vasco. También tenía un padre de la misma raza. Hizo una seña a Sator Baskardo para que pasara al carro y lo condujo hasta el lecho.
—Este es el padre —dijo a su nieta.
—Si sabré yo quién es su padre —suspiró ella—. Pregúntaselo a él.
—Cuando no sé una cosa no tengo que preguntársela a nadie —exclamó el anciano.
Sator Baskardo asistía a la discusión pero en realidad estaba muy lejos de ella. Por un descuido de aquella gente, había contemplado el alumbramiento y le había parecido la cosa más bella del mundo. Él, que sólo había visto parir a las vacas, sintió en sus partes vitales la repulsa de aquel estallido de omnímoda feminidad de la criatura del carro, ante la cual el esclarecimiento de la paternidad quedaba reducido a una cuestión fútil. «Esta mujer seguiría virgen aunque tuviera cien hijos», pensó. Cuando Ombecco Garzea lo abrazó como a yerno diciéndole que la criatura había sacado su mismo perfil, Sator Baskardo le contestó que todos los hombres tenían la misma cara.
Allande Garzea estuvo llamando a gritos al agote, no porque se lo llevaran, sino porque se marchaba solo. Lo llamó con una voz que paulatinamente fue quedándose en nada. Al dejar el carro, Sator Baskardo adivinó su bulto bajo la manta enroscado al pingajito a que había quedado reducido su amor. El anciano dio por concluido el caso y ordenó al carretero salvar el último tramo del viaje.
Durante estos sucesos, los trescientos agotes de la ballena no habían interrumpido el ascenso de la plataforma por la suave pendiente de la colina, abriendo un cauce en el robledal, y llegaron arriba al atardecer, a una con el carro. Desde mucho antes, Sator Baskardo ya había empezado a oír la frase doliente que salía de la torre. Tardó en entender lo que decía, porque en la costa jamás había oído una frase semejante: «Quiero ver el mar». La pronunciaba una voz de niña, con intermitencias de cinco minutos, y todos la escuchaban sin asombro. El anciano, que caminaba junto a Sator Baskardo porque la inquietud no le dejaba estar en el carro, le dijo:
—Es ella. Lleva treinta años pidiendo que le traigan el mar.
La torre de los Garzea era una construcción ciclópea en cuyos muros de a dos metros se advertían las huellas de muchos asedios. Lucía sobre la entrada el gran escudo familiar, tallado en piedra, representando a un Garzea barbudo y aire místico ensartando de un solo golpe de espada a tres enemigos. El solar ofrecía un aspecto decrépito. Descorrió los cerrojos de la puerta un criado tan viejo que nunca reconocía a sus dueños. Sator Baskardo pronto pudo ver que toda la escasa servidumbre se componía de ancianitos.
Doña Toda Garzea vivía en un enorme aposento ennegrecido con cortinas de duelo. Era una mujer elefantina de ciento treinta años y casi doscientos kilos de peso, que no se resignaba a creer en la decadencia familiar. Estaba casi ciega. Sator Baskardo la vio en un gran sillón reforzado que le venía estrecho, fumando en pipa y pronunciando la frase. En tiempos pasados había controlado los mundos religioso, militar y social de medio país, y todavía era señor de Vizcaya, pero no asistía a las Juntas desde que cumplió los cien años, porque entonces había empezado a morirse. Aún poseía cuantas tierras y casas se divisaban desde las almenas de su torre, aunque llevaba décadas sin cobrar un solo ducado de los arrendatarios, envalentonados por la debilidad de los señores. El único gesto de auténtico dominio que todavía realizaba era la inspección diaria de las cuentas de la sal.
El anciano penetró en el aposento con la criatura en brazos, precediendo a Sator Baskardo y a su nieta, a quien dos soldados transportaban en una parihuela. Doña Toda Garzea los recibió con los ojos inmóviles, como llevaba treinta años, ensimismada en su frase y fumando ruidosamente. Su hijo le puso al tataranieto delante de los ojos, metido en las nubes de humo.
—Qué me traes aquí —le preguntó doña Toda Garzea.
Era una voz distinta de la que empleaba para la frase, una voz gruesa de mando.
—He salvado el apellido —exclamó su hijo—. Mira con qué Garzea vengo.
La monumental mujer hizo una larga pausa para evadirse a otro mundo y pronunciar la frase. Sator Baskardo volvió a sentir el mismo ataque de sed de nueve meses atrás.
—¿Es macho o hembra? —preguntó después doña Toda Garzea.
—Es niño —le respondió el anciano.
—¿De quién lo has tenido?
—No es mío sino de Allande.
Doña Toda Garzea se enderezó unos centímetros con un rumor de carne.
—Te has dejado engañar por el agote. De sesenta y nueve hijos me ha quedado el más tonto. Además, en esta familia dan mejor resultado las hembras. Tú tenías que haber sido hombre, como tu madre.
Sin embargo, pareció que iba a tomar la criatura en brazos. Pero cuando trataba de tocarla para proceder a su identificación, alzó su rostro hidrópico respondiendo a una llamada. Permaneció unos minutos moviendo las aletas de su nariz y luego exclamó con la voz aniñada de la frase:
—Huelo a mar.
Era el hedor de la ballena. Con el último tirón de soga los agotes la habían puesto sobre el manto de chiribitas del jardín abandonado de la torre. Por algunas partes la lona se había roto y se veía el esqueleto, pero en conjunto conservaba su línea inconfundible de pez. Doña Toda Garzea hizo señas para que la trasladaran en su sillón y cuatro soldados la depositaron en la terraza, desde la que se dominaba el tremendo cadáver. La vieron fascinada. Sus ojos encostrados de cataratas volvían a mirar con ilusión al cabo de treinta años. Enseguida su boca empezó a componer una sonrisa tierna y sus ojos a destilar un llanto feliz. Se olvidó del mundo. Ombecco Garzea ya nunca pudo recuperar su atención para los graves problemas de la familia. Viendo que Sator Baskardo contemplaba el episodio con un interés especial, le dijo:
—Para esto quería la ballena. Está tan ciega que había que traerle el pez más grande.
Doña Toda Garzea pasó su último mes de vida contemplando la ballena y respirando el aire de mar de su hedor, y Sator Baskardo permaneció todo ese mes cautivado por aquella fascinación y comido por una sed que no podía aplacar con agua dulce. También a él se le perdió el mundo. Pasaba las horas sentado en la terraza, cerca de la mujer que se estaba muriendo feliz, o salía al campo de chiribitas a admirar el espectáculo desde otra perspectiva. Ombecco Garzea enronqueció llamándolo para que asistiera a su propia boda. Tenía un sacerdote viviendo en la misma torre y dispuesto noche y día a impartir el sacramento, pues en su casa siempre perdía la capacidad de mando. Allande seguía en tal estado de postración por el abandono de su amante, que otras manos tenían que sacarle los pechos de las ropas para alimentar al niño. A cuantos se acercaban a ella les pedía un arma.
Tres días después del regreso se había presentado el señor de la torre de Urrejola, su prometido, para ultimar el enlace, al frente de un cortejo que traía una jaula con monos de las Indias como presente, pero al verla con un hijo la repudió. Ombecco Garzea ya lo esperaba y por eso había puesto sus ojos en Sator Baskardo. Era el indicado. Dejó sus tierras y su familia para acompañarlos en un viaje de nueve meses, sólo por ella, y había tenido con su nieta aquella atención de la leche, y cosas así ya sólo se oían en las leyendas. Además, era un vasco de pura cepa. Y además, ella lo aceptaría cuando se viera casada con él, pues tenía un remoto aire al agote. Tantas vueltas le dio al asunto que llegó a preguntarse si no sería el vasco el verdadero padre, en cuyo caso iba a sacralizar su propio engaño. Pero no le importaba. Solo, abandonado por primera vez por su madre a sus propias decisiones, no se le ocurría otra cosa para salvar el honor del apellido. Su último acto estuvo teñido de desesperación. Hizo que las viejas sirvientas engalanaran a su nieta como a una reina, le borraran las lágrimas y le enterraran en pomadas las huellas negras del drama, y la condujo de la mano a sorprender a Sator Baskardo en un corredor, cuando se trasladaba de un observatorio a otro. Se la puso delante, obligándole a detenerse, y le dijo:
—Tómala de una vez, que es tuya a pesar de que no has matado al agote.
Sator Baskardo les dirigió una mirada de asombro, como si nunca los hubiera visto, los apartó y siguió su camino.
—Tengo prisa —murmuró.
Él era el más asombrado de todos por lo que hacía. Acababa de descubrir que no huyó de los suyos y viajó casi un año con un grupo de locos por seguir a la mujer de rostro más bello del mundo, sino por desentrañar el misterio de la ballena. Ahora comprendía lo que no se había atrevido a confesarse, mientras contemplaba el espectáculo de la mujer muriéndose delante del pez que le habían traído de la mar, y sintiendo una voz interior con resonancias de resaca que le decía que el espectáculo tenía que resultarle familiar, pero que lo sumergía en una sed tan seca como nunca la sufrió en la costa.
Ombecco Garzea lo persiguió hasta la terraza, dispuesto a hacerle claudicar con toda clase de amenazas, pero lo vio tan ingenuamente seducido por el cuadro, que se limitó a decirle, señalándole a su madre:
—Al cumplir los cien años todos nos volvemos locos. No está loca —replicó Sator Baskardo—. Lo que pasa es que dice mi padre que todo el mundo debe mojarse los pies en la mar alguna vez en su vida, y ella no ha tenido tiempo con tanto hijo y tanto poder.
Doña Toda Garzea falleció una semana después, sin perder su sonrisa y con los ojos abiertos, pues, muerta, quería seguir viendo la ballena. Ese mismo día, un vendaval se llevó las últimas lonas, descubriendo un colosal esqueleto sentenciado a permanecer siglos en ese mismo punto, y a que, cuando el recuerdo del hecho se perdiera de la memoria de las gentes, nadie supiera cómo llegó allí. Ese mismo día, también, Sator Baskardo, que en mucho tiempo no logró zafarse de la alucinación que le producía la hermandad de los dos grandes cadáveres, miró desde la terraza al oír un alboroto y vio un caballo que huía de la torre con dos jinetes y un bulto pequeño. Era el agote raptando a Allande Garzea. Había simulado el abandono para enflaquecer la vigilancia y ahora se la llevaba con su hijo para vivir los tres como agotes. El anciano subió a la terraza con la expresión desmantelada, se arrodilló ante su madre y la agarró por las faldas. Sabía que estaba muerta, pero con la angustia se le había olvidado. Sus chillidos de huérfano parecían marcar el fin de una era:
—¿Qué hago, señora? ¿Les sigo? ¿Qué hago, señora? ¿Les sigo?
Luego Sator Baskardo regresó a la costa para contar todo lo que había visto.