Sucedió. En la última época de la verdadera Edad del Hierro a un cristiano muerto no se le hicieron funerales porque ante la mirada de los diez mil hombres rojos de su factoría quedó convertido en un tocho de metal. Fue en el tiempo en que los hombres de la Ría fabricaban en hornos altos aquel material ya olvidado que se llamó hierro y en que algunos todavía se acordaban de la guerra. La televisión en color difundió por todo el país el bloque soberbio de quinientas toneladas con irisaciones que hacían olvidar el oro, y los Grandes de España y los Infanzones, los Reyes de la Banca, los Presidentes de Consejos, los Magnates de la Industria y los Navieros, los Obispos y los Altos Militares acudieron fascinados a la convocatoria general. Deliberaron ante el tocho durante treinta días, pues no había peligro de descomposición. Hasta los Obispos convinieron en que era algo tan sublime que rebasaba los convencionalismos habituales de la religión y entraba en la categoría de los grandes símbolos eternos. Ante el gran lingote el latín se les trabó en la lengua y ni uno solo mencionó los funerales.
Don Cándido Baskardo Lapaza del Divino Cuerpo del Redentor ya era de los «hombres del hierro» cuatro siglos antes de venir al mundo, desde cuando un antecesor desertó de la casta de los «hombres de la madera», del caserío ancestral y de la tierra y se metió de ferrón. Durante quince generaciones los miembros de aquella rama prostituida no pasaron de ferrones, pero en la dieciséis apareció uno de mirada tierna y manos transparentes que se puso a comerciar con las Indias, casó con una Parienta Mayor, que además era marquesa, y montó en la Ría cuatro hornos de fundición. Llevado de la mística ferrona creó un imperio industrial de minas y altos hornos, destinado a culminar la verdadera Edad del Hierro, y en el siglo XIX las instituciones militares, civiles y religiosas le colgaron en un acto conmovedor el título de Padre de la Provincia.
Tuvo tres hijos de su matrimonio con la marquesa, pero legó todos sus títulos y su poder a un nieto natural, hijo de un hijo natural, Efrén, que fue el único que había heredado en su sangre el metal de la familia, y que casó con una condesa y consolidó la verdadera esencia de la estirpe.
A su hijo, Don Cándido Baskardo Lapaza del Divino Cuerpo del Redentor, lo empezaron a llamar de Don desde la cuna. Era un niño ceniciento que miraba a distancia y que nunca aprendió a jugar porque creció vigilado por un ejército de criados de polainas rojas y criadas de pechos aplastados bajo almidones por prescripción de la condesa, y por otro ejército de profesores particulares que eran desinfectados en la puerta. A los diez años lo enviaron a Inglaterra y a los quince volvió convertido en lord. Cuando su mayordomo se asomaba a la playa haciendo sonar una campanilla, el pueblo la desalojaba y lo veía llegar escoltado por una guardia personal con uniforme de húsar y tomar un baño vertical. Todo lo que supo de las cosas del mundo lo supo a través de un equipo de jesuitas que instaló en el palacio una dependencia universitaria. Aprendió de memoria los nombres de todas las dinastías y de todos los reyes habidos desde el Diluvio; se convirtió en una autoridad en glorias imperiales, en virreyes, en evangelistas, en conspiraciones, en colonias de indios y de negros, en códigos de esclavitud, en batallas de exterminio y en Cruzadas, pero nunca hizo el servicio militar y moriría creyendo que la Historia se cerró horas antes de la Revolución Francesa.
Al morir su abuelo heredó noventa y tres títulos aristocráticos, doscientas presidencias y cincuenta y dos nombramientos de cofradías y órdenes religiosas y militares, y un poder omnímodo sobre navieras, fábricas, fundiciones y minas; alcaldes y gobernadores; montes, valles y ríos; carreteras, ferrocarriles, playas, pantanos y acueductos; nieblas, sirimiris y mareas oceánicas; ganados, cosechas, hombres, mujeres y niños; pueblos, ermitas y torres; Bancos, consejos de administración, iniciativas nacionales, provinciales y particulares, noviazgos y fallecimientos, bodas y bautizos, fiestas y deportes, y fue nombrado presidente perpetuo del Athlétic de Bilbao, pero comía pan del día anterior, pues nunca dejó de practicar el estoicismo que le infundieron los jesuitas. Los nuncios y los obispos, las cofradías y las congregaciones religiosas le permitieron añadir a sus nombres y títulos el de Divino Cuerpo del Redentor. Fue por entonces cuando nació la leyenda de que el Papa le había autorizado a comulgar nueve veces por día y a confesarse a sí mismo.
Conservó su lejanía a lo largo de toda su vida. Habitaba un palacio interminable y sombrío, frente a la mar, con muebles como catafalcos y cortinas gregorianas, en el que sólo se celebraban fiestas cuando venía el rey de Madrid a tomar los nueve baños de sal. Sus últimos cincuenta años vivió solo. Muchos de sus criados se fueron de este mundo sin saber cómo sonaba su voz. Vagaba por aposentos y corredores como el fantasma de sí mismo, con un rosario de cuentas de hierro entre los dedos y su sangre latiendo al ritmo del indetenible crecimiento de su poder. A lo largo de su vida no tuvo que dar una sola orden, pues las cosas se hacían solas a su alrededor. Al principio —Cándido Baskardo lo tenía por una locura de juventud—, en una asamblea ecuménica de mandos de su imperio, Satanás se filtró por entre la maraña de cruces y mantos de órdenes y cofradías, de rosarios, escapularios y hostias de comunión, y le tentó. Dio una orden de palabra que conmovió a toda la provincia. En realidad, se limitó a repetir lo que acababa de leer en un libro de alquimia: que el perejil hacía disminuir la producción de hierro. Durante diez años la policía y el ejército invadieron las cocinas de los obreros para cortar su consumo. Cándido Baskardo no volvió a permitir que le tentara su propio poder. Tras piadosas meditaciones de muchos meses, fue iluminado por la revelación de algo que siempre supo, pero que el perejil había perturbado: que su poder no era poder sino la armonía del universo heredada de su abuelo y de su padre. Una noche despertó sentado en su lecho medieval y recitó la inspiración que acababa de tener: «El hombre fue creado por Dios para que produzca hierro». La vieja mística ferrona de los siglos precedentes alcanzó en él la sencilla apoteosis de los sistemas planetarios. Hasta su muerte, casi cien años después, vivió consciente de la responsabilidad que Dios concede a los dioses. No entorpeció con órdenes humanas la marcha del mecanismo perfecto. La experiencia le confirmó que de su cuerpo emanaban las disposiciones con la simplicidad de una leche nutricia. Se sumergió en la humildad absoluta. Los consejeros, administradores, secretarios, ingenieros, alcaldes, gobernadores, caciques, generales, obispos, almirantes y prebostes entraban en el jesuítico despacho del palacio, extendían sobre la gran mesa sus planos, documentos, balances, encíclicas y memorias, miraban su mirada perdida que nunca sabían qué miraba, y corregían sin una duda lo incorrecto, o sentían que se les colaban órdenes inéditas con una pulcritud que los hacía estremecer. Simplemente manteniéndose vivo controlaba la Bolsa, el Debe y el Haber, las importaciones y las exportaciones, el caudal de la Ría, la procreación de los obreros, los partidos políticos, los jornales de hambre, los sermones de los púlpitos, los bailes de los domingos, los chiquitos de las tabernas, los penaltis del fútbol, las huelgas, las calorías de los productores, la inmigración de maketos, la pesca de angulas, la flota del carbón, las fluctuaciones del hierro y el coste de producción, pero jamás pisó una sola de sus factorías porque no soportaba el sudor ácido de menestral. En los tiempos que siguieron a sus baños en la playa, aún se le podía ver en los Ejercicios Espirituales de Loyola o inaugurando algún centro benéfico de los muchos que creó. Incluso en dos ocasiones estuvo en el balcón municipal para entregar la Copa al capitán del Athlétic campeón. Pero durante más de cincuenta años vivió sin salir de su palacio, alimentando su propia leyenda.
Su último acto público fue en una librería. Al pasar en su carroza de cuatro caballos descubrió en el escaparate, perdido en la masa de tomos industriales, un librito microscópico y de color rosa, con una ninfa tocando el arpa en la portada. Cándido Baskardo dejó la carroza y pisó la acera, instalando un jalón en la vida de las gentes que lo vieron. «¿Qué es esa cosa?», preguntó dentro de la tienda. Su tono lejano estremeció al librero, quien no se atrevió a ocultar la vergüenza. «Poesía», contestó temerariamente. Cándido Baskardo regresó a su carroza y ordenó al cochero adquirir toda la edición y todas las ediciones de todos los libros de esa especie. Dispuso la elaboración de un índice de títulos del Enemigo, que superó al de Roma, y sus mandados recorrieron las librerías de la provincia y las bibliotecas de los hogares y durante un mes ardió en el Arenal una hoguera de purificación.
A punto de cumplir los sesenta y un años, en la mañana de un lunes de sirimiri, Cándido Baskardo miró a su alrededor y se sintió solo. Había rechazado todos los matrimonios que le propusieron los jesuitas y tampoco tuvo hijos naturales, a pesar de que él había fundado la Maternidad de la villa. A las ocho de aquel lunes apartó las cortinas de funeral del balcón y contempló en la distancia las llamaradas de sus Altos Hornos. «¡Hijos míos!», se le escapó. No pudo llorar porque no sabía. Como nunca hasta entonces había sufrido la soledad, la tuvo por una señal de la muerte. En el transcurso de aquella semana tropezó muchas veces con su intimidad, pero no se reconoció porque llevaba medio siglo sin verse. De modo que para el sábado ya tenía resuelto realizar un viaje sentimental de despedida por su yo. Como hacía veinte años que estaba inválido y como perseguía una meditación meticulosa, viajó en una silla de virrey transportada por sus lacayos de polainas rojas, dentro de una campana de plástico con aire climatizado y esterilizado para evitar contaminarse de la gentualla. Durante el día se alimentaba chupando líquidos de una tetilla interior de la campana y por las noches dormía en los conventos del itinerario. Llegó hasta los confines de su imperio por rutas bordeadas por hombres que se quitaban la boina, mujeres que se santiguaban y niños que se echaban a llorar. A lo largo de tres meses posó una mirada de dominio en sus caseríos de labranza, molinos, torres medievales, fuentes y balnearios, bosques y praderas, dólmenes y cementerios, faros y naufragios, fábricas, centrales eléctricas, ferreterías y chatarrerías, barcos de pesca y transatlánticos, cines y teatros, Bancos y comercios, y dejó para los últimos días lo que más le iba a conmover: las minas de hierro y los Altos Hornos. Desde la cumbre de una colina ferruginosa contempló el quehacer de los hombres rojos que se alimentaban con el tocino agusanado que les vendían los capataces, y las explosiones de los barrenos que lanzaban al aire rocas de mineral y fragmentos humanos. Un guardia armado se acercó a darle la novedad: «Todo en orden, Señor Excelencia», le gritó a través de la campana. Tres días permaneció Cándido Baskardo en aquella altura, saboreando el encuentro con su intimidad, embebido en sus místicas meditaciones de última hora. A una señal de su dedo del Greco sus sirvientes de polainas rojas lo condujeron a los Altos Hornos, donde otros hombres rojos brillaban con tonalidades áureas, que a Cándido Baskardo se le antojaron celestiales. Profundizó en su meditación sumergiéndose en todas las secciones de las factorías, que entonces pisaba por primera vez. Arrebatado por oleadas de misticismo no le afectó el descubrimiento de que había hombres detrás de los números de producción que siempre le llevaron sus mesnaderos. La gente de los convertidores, acerías, muelles del carbón, laminaciones, hornos de cok y eléctricos, forjas, trenes de alambre y de chapa, suspendían sus labores para contemplar la materialización de la leyenda, aquella figura babeante y decrépita cuya carne había empezado a tomar la coloración del peróxido de hierro. Cándido Baskardo fue consciente de aquella sublimación. Sacó su rosario de cuentas de hierro —que años atrás hizo fabricar en aquella misma industria— y empezó a rezar sus letanías al ritmo de los martinetes. Los criados de polainas rojas recibían órdenes cada vez más apremiantes para conducir la silla de virrey a los puntos más arriscados: las bocas de los hornos, los cañones de soplado, el colado de lingotes, los trenes Blooming–Slabbing, pues Cándido Baskardo sentía tan próxima la muerte que sólo vivía para palpar el núcleo de su intimidad. A las cinco en punto de la tarde la silla de virrey viajaba por un paso metálico elevado justo cuando la Gran Colada caía a chorro en la Gran Cuchara. Cándido Baskardo se puso de puntillas dentro de la campana para abarcar el lago ígneo, pues acababa de saber que allí estaba el huevo de su yo. «Amén», pronunció en tono de consumación, cerrando su rosario. Pero no lo pudo regresar a su estuche metálico. Ninguno de los diez mil hombres rojos que desde abajo miraban hacia arriba olvidó jamás el instante, pero ninguno lo pudo explicar. La silla de virrey rompió la barandilla y describió una parábola antes de entrar en la sopa de hierro. Lo último que se vio de Cándido Baskardo Lapaza del Divino Cuerpo del Redentor fue su mirada distante y su frente intensa de peróxido de hierro.
La factoría quedó petrificada. De no seguir allí los criados de polainas rojas, la gente habría pensado que no los visitó la leyenda. Los altos ingenieros deliberaron sobre aquel caso que no constaba en sus dogmas de fábrica, y como no se ponían de acuerdo empezaron a buscarle nombre a la nueva aleación. Una mujer que llevaba treinta años trabajando de hornero disfrazada de hombre, lanzó un grito histérico y los ingenieros regresaron a la realidad. Varios propusieron llamar a los parientes de Su Excelencia para que resolvieran, alegando que aquel no era un problema de técnica ferrona sino familiar. El caso era que la colada se estaba enfriando y no se debía enterrar a Su Excelencia dentro de la Gran Cuchara. Entonces surgió otra polémica, esta sobre la inmoralidad de fraccionar un cadáver. Entre el molde único y los multiplicados, los ingenieros se declararon unánimemente por el primero. Los diez mil hombres rojos se ofrecieron en masa a realizar el vertido en el molde, y fue preciso elegir a los que menos odio destilaban por sus miradas. Colocaron en el sitio un receptáculo monumental que nunca se había utilizado porque se fabricó para competir con la Torre Eiffel en la Exposición Internacional de París. Se volcó la Gran Cuchara y el caldo ocupó hasta el borde el cubo perfecto.
Aquella noche los chicos de la Prensa aparecieron cuando se procedía a quebrar el molde utilizando todos los instrumentos de destrucción de la factoría, y a la mañana siguiente los periódicos difundieron por todo el país la imagen del megatafio entre grandes titulares. Aquello abrió la convocatoria general. Primero llegaron cuarenta parientes de Cándido Baskardo, al que nunca vieron en vida, pero que lloraron ante el bloque de metal e impartieron órdenes de jefe a los obreros para que no interrumpieran la producción, que no fueron atendidas. Luego llegaron los Grandes de España y los Infanzones, los Reyes de la Banca, los Presidentes de Consejos, los Magnates de la Industria y los Navieros, los Obispos y los Altos Militares a dar comienzo a la trascendental deliberación de treinta días. La primera propuesta vino de los parientes y hablaba de un regreso del Tocho al horno para su nueva fusión, pero los tres mil prebostes allí reunidos rechazaron en bloque aquella iconoclasia, pues para entonces ya habían comprendido que se hallaban ante un símbolo. Las autoridades locales quisieron distribuirlos en hoteles y pensiones, mas ellos se sentían tan fascinados por el Lingote que no podían apartarse de él. El Ejército trajo tiendas de campaña para acomodarlos alrededor de la factoría, y tan alucinados estaban que no advirtieron que los alimentaban con rancho de cuartel. Ingenuos párrocos de iglesias de los contornos se dispusieron a celebrar funerales por aquel gran difunto vinculado por dominio a todas las parroquias de la provincia, pero los treinta Obispos reunidos descalificaron esos funerales en una pastoral común, abrumados por la evidencia del signo mitológico. Pasaron todo el mes luchando por conciliar las sutiles especulaciones metafísicas y los dogmas teológicos con las pandectas de la fabricación del hierro, y al final declararon en la misma pastoral que Cándido Baskardo seguía viviendo en cuerpo y alma en el megatafio.
La revelación vino a simplificar las cosas, pues quedó descartada toda forma de entierro. Los tres mil prebostes votaron por un asentamiento sobre la tierra en un lugar bien visible a los vivos y a los muertos de todas las generaciones pasadas, presentes y futuras, y en el último día de ese mes decidieron depositarlo en el pico del Serantes. La fuerza que les daba el convencimiento de estar tocando la apoteosis de la verdadera Edad del Hierro arrolló los impedimentos mecánicos del proyecto. Primero se probó a moverlo con tractores y grúas, pero cuando lo tuvieron al pie del monte no fue posible subirlo por la cruda ladera. Uno de los Infanzones, aficionado a la Arqueología, propuso contratar a un ingeniero egipcio que descendía en línea directa de Imuthes, constructor de la pirámide de Sakara para un rey de la tercera dinastía. Llegó dos semanas después. Era un hombre aceitunado en cuya mirada se había conservado a través de los milenios la fascinación por los grandes catafalcos. Ordenó la tala de bosques para conseguir rodillos, dispuso la recluta de treinta mil hombres de la plebe, dirigió personalmente la construcción de una rampa hasta la cumbre y consiguió de los Obispos que durante los trabajos predicaran la divinidad de la empresa. Pero lo que ganó a los obreros del hierro fue la ola de alucinación que se extendió por toda la provincia. Llegaron gentes de los puntos más remotos, de ciudades, villas y aldeas, valles y montes: albañiles con sus llanas, comerciantes con sus pesos, amas de casa con sus críos, campesinos con sus vacas, cagatintas con sus plumas, estudiantes con sus textos, sacristanes con cepillos, pintores con sus pinceles, cirujanos con sus sierras, monjitas en furgoneta, atletas en calzoncillos, carpinteros con sus metros, fontaneros con sus grifos, frailes con regalices, marineros con maromas, pilotos con sus sextantes, aizkolaris con sus hachas, hombres y mujeres, niños y ancianos, poniendo cerco al gran puerto dominado por el monte que iba a hacer de pedestal. Durmiendo en calles, plazas, explanadas y muelles, y comiendo de las tiendas de los contornos y de la Cruz Roja Internacional, asistieron al lento encumbramiento del Lingote por el sistema egipcio, al esfuerzo ciego de los treinta mil hombres igualmente alucinados: barreneros de las minas, peones de vagonetas, fogoneros de las barras, caldereros, ajustadores, torneros, fundidores, chapistas, soldadores, remachadores, fresadores, empujando el maldito Tocho con el placer sádico que les inspiraba aquella masa humana que tenían petrificada a sus pies. Tardaron un mes en ponerlo arriba. Entonaban canciones de catedral en un latín perfecto que desconocieron hasta entonces, y los gritos del egipcio marcaban el ritmo sagrado de la escalada. Dos mil trescientos hombres murieron reventados, pero nadie desertó, y todas las noches había que extraer de bajo los rodillos cuerpos laminados que, en la esquizofrenia del momento, habían elegido aquel final religioso.
A las doce horas del día de la Virgen de Begoña la Pieza quedó instalada en la punta del monte, como un pezón, y la muchedumbre se vació en un ah interminable. Fue precisa la fuerza pública para devolverla a sus casas, pues todo el mundo miraba noche y día hacia lo alto como tonto. Los prebostes regresaron a sus palacios de origen con un sabor dulzón en sus tripas y el convencimiento de haber hecho algo tan grande que no se podía medir con las medidas corrientes.
Ítem, vengo a dar fe de que esto ocurrió realmente en la insólita humanidad de aquel tiempo, y de que si el megatafio —después de precisar con sus quinientas toneladas de fierro, y durante siglos, una vieja situación— ya no está donde lo dejaron, es porque otro Baskardo no quiso desaprovechar la ingente materia y la desmontó y fundió para hacer imperdibles. Pero esto ya pertenece a otra historia.