Cópula

Nadie advirtió la deserción del soldado que quería ver la mar que nunca había visto. El ejército se arrastraba aplastado por la derrota y en las últimas semanas había perdido tantos hombres que los huecos se cubrían con un desplazamiento extenuado de los cuerpos.

El soldado se incorporó a medias a la vida al percibir la mar, que aún no veía, y empezó a caminar en la dirección que le marcaron sus piernas. Al levantar los ojos se encontró en un lugar reluciente. El sol de junio iluminaba un paisaje de palacios con todas sus ventanas cerradas. Los jardines aparecían tan cuidados como si no hubiera guerra. El estruendo de las botazas del soldado en las pulcras callecitas desiertas ponía una realidad irreverente. Cuando el apremio que tiraba de él fue casi insoportable, el soldado tropezó con una patrulla de gudaris vigilando sus movimientos. Les preguntó si estaba lejos el mar y le respondieron dos cosas: que lo tenía a un tiro de piedra y que no era el mar sino la mar.

Y a los pocos metros el soldado se vio ante un estallido de agua tan grande que lo dejó anonadado y tuvo que sentarse en la inmensa playa solitaria. Permaneció hasta el anochecer contemplando aquel exceso de líquido, sin poder creer lo que veía. De tarde en tarde, sobreponiéndose a la fascinación, fue despojándose de su atuendo de guerra: la espalda se le enderezó sola al librarla de la manta tumefacta, del hermano fusil recalentado mil veces, del macuto y de las bombas de mano, que quedaron sobre la arena como trastos inservibles, y al quitarse el capote, las botas y el correaje el soldado se sintió liberado de la pesadilla de once meses y más cerca de la mar. Pero en ningún momento de aquellas horas se atrevió a ceder al apremio de su llamada, a la Sed irresistible.

Cuando la noche cubría aquella parte del mundo el soldado percibió la trepidación del suelo y se tendió boca abajo y aplicó la oreja a la arena. El concierto de las olas lo sintió ahora bajo su cuerpo. El soldado se durmió pensando que al fin yacía con una mujer.

Despertó abruptamente. Antes de saber de dónde procedía el ruido, vivió unos instantes enfrentado a la ruda realidad. Venía de un año de batallas perdidas y le aguardaba un destino peor. El soldado se vio sucio, roto, jodido. Blasfemó contra los piojos, contra los generales, contra la muerte, contra Dios, contra Franco, contra el largo año sin hembra. Se puso en pie y empezó a caminar hacia la mar, convencido de que había resuelto quitarse del mundo, hasta que supo que sólo estaba cediendo a aquella llamada y se pensó ridículo. Entonces, al volverse, descubrió en la terraza de uno de los palacios a una mujer muy blanca. El organismo del soldado concentró todas sus energías en los ojos, para mirar. La luz amarilla de un farol iluminaba la terraza y el ruido que rasgaba la noche lo hacía la mujer hablando a unos perros de su jardín. El soldado no acertó a encajar en la maldita guerra a una criatura tan perfecta. Era muy joven y cubría su cuerpo una ropa evanescente. Luchando contra su estupor, el soldado pensó con ahínco en ese cuerpo, y lo siguió viendo aún después de haberse retirado la mujer de la terraza. De modo que cuando la vio en el paseo de la playa no había dejado de verla un solo momento.

Pisó la arena precedida por dos enormes bóxer y delante de un criado con polainas rojas, y corrió tras los perros hacia el agua. «Prudencia, señorita», oyó el soldado que decía el criado. La oyó llamar a gritos a sus perros y la vio saltar y arrojar piedras que resbalaban sobre la mar y se hundían al término de su vuelo. El soldado siguió viendo bajo las ropas aquel cuerpo blanco que poseía una energía de varón. El soldado se vio conducido por sus pies hacia la hembra.

Al roce de sus botazas contra la arena, los bóxer lo descubrieron y se lanzaron sobre él como fieras. La voz de la mujer trató de abrir la oscuridad: «Clive, Cromwell… ¿qué habéis visto?». El soldado vibró con la voz de cristal. No supo con cuál de sus instintos advirtió el ataque de los perros, aunque ni se detuvo ni alteró su avance terminante. Fueron los perros los que frenaron su galope al oler la carne en celo del soldado. Arrasó sus narices una violencia tan selvática que cayeron doblegados a sus pies y, emitiendo gruñidos de animal inferior, asistieron estáticos al quehacer del poderoso macho. Cuando el soldado avanzó lo suficiente para ser visto, el criado de polainas rojas se le puso delante y le lanzó la orden que regía en el territorio: «Mi señorita es Baskardo–Lapaza y la plebe no puede estar a menos de cincuenta pasos de ella». El soldado lo derrumbó de un golpe en el cráneo. El silencio que se hizo en la playa se reintegró al gran silencio expectante en la región marcado por la marcha del ejército vencido y la llegada inminente del vencedor. La mujer quedó paralizada. Vio venir una figura oscura y potente golpeada desde su interior por una respiración quebrantada. Cuando la tuvo a un solo paso siguió creyendo que no era verdad. El soldado borró la última distancia y la mujer alzó los ojos para conocer el rostro en el que aún no creía, y recibió en el suyo la vaharada de aquella guerra en la que tampoco creía. Pero, en un instante, la mujer empezó a creer en todo. Se sintió un objeto más en la riada de ardiente vendaval que nacía de los profundos pulmones de la guerra. Inmóvil, sin tener que pensar, entró por primera vez en conocimiento de los terrores, de la sangre y de la locura que asolaban el país. Los ojillos ciegos emergiendo del bosque de pelos hirsutos regados con un sudor estancado le transmitieron en un lenguaje transparente un estado de apocalipsis. La mujer se sintió absorbida por aquella potencia tan patente, hasta que el hombre la tocó. Descubrió que él también quedaba paralizado y aprovechó el momento para volverse y huir. El hombre la siguió a zancadas de animal. La mujer describió medio círculo para acercarse a los perros. «¡Clive, Cromwell…! ¡A él, a él!». Pasó por delante de ellos sin lograr que se movieran, porque ellos esperaban el paso del hombre, y entonces volvieron a sentirse minimizados por la magnitud de su celo. El hombre tardó en darle alcance debido a la pesadez de sus prendas y a la dureza de sus huesos tras tantos meses de guerra. La fijó con la tenaza de sus manos, la cercó con un abrazo de oso, la aplastó contra su cuerpo y bebió con sed de su cara. A la mujer no la doblegaron los músculos del enemigo sino la profundidad de su salvajismo. Tuvo que recurrir a todo su coraje para no aceptar ser arrastrada por la riada. Se agitó como una gata y mordió y desgarró con ferocidad la mano que le ceñía y se llenó de terror ante la impavidez de aquella carne. Primero lanzó un grito irracional. Luego se acordó de los perros. «¡Clive, Cromwell, matadlo, matadlo, matadlo…!». El soldado le desgarró la blusa blanca y ascendió hasta su rostro el efluvio de sus pechos desnudos. La mujer percibió con nitidez cómo se le enconaba el celo. Un momento después se vio tumbada en la arena y en el forcejeo descubrió sus propios senos enrojecidos por la sangre de la mano del soldado que la palpaba al ritmo de su respiración tumultuosa. La mujer lanzó alaridos agónicos al sentirse aplastada por el otro sexo. El soldado la volvió a besar, al principio para ahogar el estruendo, luego fascinado al comprobar que la hembra y la mar se fundían en un mismo sonido. De tres zarpazos la dejó desnuda hasta los pies y se alojó entre sus muslos, sólo para descubrir que estaba forrado de impedimentos. Se incorporó para liberarse de aquellas ropas por primera vez desde el principio de la guerra y a la mujer se le crisparon las últimas energías al sorprenderse localizándole los bosques de vello. Prorrumpió en un grito potente, histérico e interminable, y el soldado interrumpió su desvestimiento para descargarle un puñetazo en el mentón. Al admirarla dormida, tan quieta, tan limpia y tan inmensamente blanca, precipitó la operación. Había en sus ropas nudos de cuerda tan viejos que tuvo que ponerse en pie para soltarlos. La mujer abrió los ojos. Fue midiendo hacia arriba un terrible cuerpo de varón medio desnudo y acertó a moverse sin distraer su atención de los nudos. Se lanzó a una prodigiosa carrera de gacela hacia los perros. Cuando el soldado estuvo a doce pasos del grupo, vio cómo los acariciaba y besaba, en un frenético intento de seducirlos para su causa. Pero los perros volvieron a desentenderse de ella para idolatrar el magnífico emblema en celo de la otra especie que los rebasó viajando en el centro de una zona candente.

La mujer no quiso gritar, para concentrar todas sus energías en la huida. Era ágil, tenía un vigor de varón adolescente y en un principio el soldado no logró acortar distancias. La gran esperanza de la mujer se centraba en sumergirse en un punto tan negro de la noche que dejara de ser vista, pero se olvidaba del intenso color de leche de su cuerpo. Pronto entendió que el bárbaro le ganaba terreno. Y entonces se acordó de la mar.

Todas las magníficas curvas de su cuerpo realizaron un brusco viraje y se lanzaron por la húmeda rampa descendente hacia la frontera entre la tierra y el agua, pensando: «Él no sabe nadar. No es un hombre de la costa, sino del interior. Él no sabe nadar». Esta convicción le puso una bola de felicidad en la garganta. Entró en las olas de los baños de toda su vida consciente de que lo hacía desnuda por primera vez. El soldado asistió con nostalgia al hundimiento gradual de los muslos blancos, de las nalgas de plata, del triángulo glorioso de la espalda y a la fuga de los largos cabellos impulsados por un braceo brioso. Cuando hubo interpuesto el suficiente espacio de mar, la mujer se detuvo y volvió la cabeza. El soldado también se había detenido. Sus pies desnudos estaban sobreponiéndose a la primera relación con el elemento nuevo. La mujer besó con agradecimiento la ola que pasaba por su lado y en su felicidad se atrevió a hacer planes para el futuro: recuperaría su ropa desperdigada por la playa, haría que el criado volviera en sí y entre los dos colgarían grandes piedras de los cuellos de los malditos bóxer y los arrojarían a la mar, y luego se reintegrarían a la familia a esperar sensatamente encerrados en casa, como los demás, la llegada de las tropas civilizadas de Franco.

El soldado estaba en el arranque de la vertical que pasaba por la hembra y las olas que se rompían a sus pies le traían precisas noticias de cada parte de aquel cuerpo blanco que habían acariciado en su viaje. El soldado sintió como nunca la llamada de la mar, y ahora se negó a resistirse a la Gran Sed. La mujer lo vio internarse en las olas con la facilidad de una criatura de la costa y no del interior. El estupor la dejó paralizada. Le vio zambullirse como una marsopa y nadar hacia ella como un escualo. Ni siquiera pudo gritar. Es que había olvidado o nunca quiso creer en la vieja leyenda que hablaba de peregrinaciones de pueblos enteros a la costa, a aquellas playas del norte, en una de las cuales se produjo el paso de la Vida del agua a la tierra; que hablaba de la insoportable nostalgia de la mar que padecen todos los seres del interior y les empuja a acudir a ella al menos una vez en su vida a solazarse en su seno como en su perdido elemento natural.

Sin embargo, al soldado sólo parecía moverle la toma de la hembra. La alcanzó tras un submarineo impecable. Al tocarla se le encrespó aún más la pasión por creer que tocaba escamas de pez. La arrastró a unas peñas y la encamó de espaldas contra un hueco, ambos con el agua al cuello. Viendo su futuro tergiversado, la mujer no acertaba a defenderse. Un instante después sentía que la desgarraban por el centro de su ser y su aliento de terror cayó dentro de la boca del macho. La mar experimentó en el lugar un apreciable aumento de temperatura.

Se llamaba Elisenda, tenía diecisiete años y era una Baskardo–Lapaza, que era como decir que lo era todo. En el palacio Galeón donde vivía con su magnífica familia se masticaba el odio por el monstruo. Su madre, Ángela Lapaza Garzea, condesa de Dios, había encargado a su obispo particular la celebración intensiva de misas de funeral, responsos, novenas y rosarios, que duraron un mes, en los que la comunidad del palacio pedía con devoción que los moros de Franco le cortaran los cojones al monstruo. Su padre, Efrén Baskardo Puerta, Grande de España y de las Finanzas, pagaba en lingotes de oro a un ejército de policías para que localizara al rojo de la horda en cualquier agujero del mundo. Su hijo, Cándido Baskardo, de dieciocho años, que heredaría de su abuelo el marqués Camilo Baskardo todo el Imperio del Hierro y un poder omnímodo sobre la provincia; al que empezaron a llamar de Don desde la cuna y le permitirían añadir a sus nombres y títulos el de Divino Cuerpo del Redentor y el Papa le autorizaría a confesarse a sí mismo, había vendido los dos bóxer y al criado de polainas rojas a una troupe de gitanos por no haber sabido defender a su hermana. Efrén regresó al palacio Galeón al día siguiente de la entrada de las tropas de Franco. Desde el 18 de julio del año anterior vivió oculto en un caserío entre montes, y esta era la razón de que su hija Elisenda se hubiera atrevido a traer a los bóxer, pues desde 1924 pesaba sobre el palacio la prohibición de tener perros, desde el día en que uno volcó la lámpara e incendió la habitación donde dormía el tercer hijo de Efrén, de un año, que murió abrasado. Cuando el padre supo de la violación de Elisenda, buscó a los perros para ensartarlos por el culo con bambúes, mas su hijo Cándido ya los había vendido a los gitanos.

Elisenda Baskardo Lapaza permaneció 37 días postrada, sin moverse, con los ojos fijos en un punto del techo, sin cerrarlos ni para dormir, y con tapones en los oídos, porque se advirtió que el ruido de la mar la arrojaba de nuevo a la locura. Fue el propio criado de polainas rojas quien, al recobrar el conocimiento, la descubrió sobre la arena, ya con los ojos abiertos. Y vestida. Es decir, que el monstruo la había vestido. Detalle este que se consideró de la más refinada pornografía. Con el territorio cruzadamente pacificado con la huida, muerte o prisión de todos los enemigos, la sociedad de Neguri pudo reanudar su vida de paraíso. Había cola a la puerta del palacio Galeón de Efrén Baskardo para entrar a satisfacer la curiosidad morbosa de ver a la virgen ultrajada por la bestia. Las autoridades políticas y militares utilizaron el episodio para ratificar el nombre de Cruzada dado al Negocio, y don Eulogio del Pesebre del Niño Jesús, párroco de la cercana parroquia de San Baskardo, se trasladó a los púlpitos de Neguri para profetizar el segundo e inminente triunfo bíblico de los ángeles buenos sobre los ángeles malos.

El soldado se despidió del sitio con una mirada de agradecimiento a la mar. Luego de depositar a la mujer en la arena, buscó a lo largo de la playa sus ropas tenues y la cubrió con ellas sin mirarla. Después buscó sus propios pertrechos y retrocedió a la ruta del día anterior y se puso a caminar tras sus compañeros de destino. Un mes después se hacinaba con ellos en una cárcel de guerra.

Al cabo de esos 37 días, Elisenda Baskardo Lapaza abandonó por sorpresa su lecho aristocrático y se acodó en la balaustrada de la terraza para mirar a lo lejos y preguntó cuándo se acababa la guerra.

—¿Qué guerra? —exclamó su madre.

Ángela Lapaza Garzea, condesa de Dios, se había propuesto extirpar el ultraje caído sobre la familia. Había ordenado borrar del palacio todas las pistas de la guerra y prohibido bajo pena de emparedamiento que fuera nombrada; había censurado la circulación de periódicos y hablaba de los muertos amigos en el conflicto como de personas aún vivas, a fin de que su hija desterrara de su memoria aquella época histórica y llegara a pensar que su violación en la playa fue un mal sueño. Hasta que poco después Elisenda empezó a sentir trastornos en su organismo y vino el médico y declaró que estaba preñada.

—¡Imposible! —gritó la condesa.

Despidió a aquel médico e hizo que desfilaran todos los del país, pero ni uno solo dejó de ratificar el veredicto. Entonces ordenó a su obispo particular que hiciera un milagro.

—No puedo —replicó el obispo.

—Sí puede, que para eso le pago en oro.

En realidad, el obispo no creía en hechos sobrenaturales. Soportó durante un mes el acoso de la condesa, que pretendía para su hija otro milagro como el de la virginidad de la Virgen, y finalmente llevó al palacio una monjita azulada que se dedicaba a los abortos entre religiosas.

—Está hecha a ser una tumba —le juró el obispo a la condesa.

A Ángela Lapaza Garzea se le abrió el cielo. Cortó las visitas y despidió a los criados, para quedarse a solas con la familia. El obispo también desapareció, con el pretexto de un bautizo en masa en la India. Una noche, después de apagar todas las luces, la condesa llevó al aposento de Elisenda a la monjita azul con su maletín de instrumentos. Detrás iba toda la familia, que se instaló en silencio alrededor del lecho: Efrén, el padre; Cándido, el hermano; Ella, madre de Efrén, y su esposo, Santiago Altube, que no era el padre de Efrén; y Anastasio Lapaza, padre de la condesa. La monjita abrió su maletín y sacó una vela de sebo y la encendió. Luego, al ruido de las herramientas, Elisenda despertó.

—¿Qué pasa?

La condesa apoyó una mano en la loma del vientre de su hija.

—Vamos a sacarte la guerra del cuerpo —le dijo.

Elisenda recorrió, una a una, las caras de su tribu.

—Mi hijo es mío —declaró con una ternura feroz.

—¡Tu guerra es de todos! —replicó la condesa.

Hizo una seña a la monjita azulada, pero cuando esta retiró con una mano la colcha de oro y esgrimió con la otra un garfio estilizado, Elisenda huyó de la cama y corrió a la terraza y, apoyada en la balaustrada, miró a los horizontes que se le ofrecían a derecha e izquierda buscando algo.

Esta vez, el funcionario que leía desde el umbral de la celda los 24 nombres de los muertos de cada noche, leyó el nombre del soldado. Los muertos salieron al corredor y un cura les preguntó quiénes deseaban poner su alma en paz con el Señor. El soldado se puso a la cola de una fila de diez. El cura, sentado en una silla de paja, los fue recuperando para el cielo de la España eterna. Cuando estuvo ante él, el soldado le dijo que quería ver la mar.

—Confiésate y dentro de poco estarás viendo el mar del Paraíso.

El soldado insistió en que quería ver la mar.

—A ti sólo te queda preocuparte de bien morir.

El soldado le miró con una calma absoluta.

—Imposible —se defendió el cura—. Para no volver al caos debemos cumplir las leyes y las leyes dicen que antes de una hora debes ser muerto contra la tapia del cementerio. No hay tiempo de ver el mar.

—No me ha entendido. Yo sólo quiero ver una foto de la mar.

El cura se centró en el rostro de guerra del soldado y no pudo negarle aquella última voluntad tan barata.

—Esperen —dijo a los guardias armados.

Recorrió la prisión preguntando a los funcionarios por una foto del mar, pero ninguno tenía. Luego recorrió todas las celdas preguntando lo mismo a los 7000 presos: ninguno tenía una foto del mar. Respirando arduamente por el esfuerzo, el cura perforó los ojos del soldado, tratando de descubrirle el miedo, pero supo que lo del mar no era una excusa para alargar la vida.

—Mañana te traeré esa foto —le dijo.

El propio cura devolvió al soldado a su celda, mientras los otros nombres de la lista eran conducidos al cementerio.

Elisenda Baskardo dormía con un ojo, pues el otro lo tenía para vigilar a la monjita azul que se sentaba a los pies de la cama con sus herramientas en el regazo. Desde que percibió droga en una tortilla, dejó de tomar los alimentos que se servían en el palacio y bajaba a las cocinas a preparárselos con sus propias manos.

—Hasta el Papa ha dicho que hay que extirpar las guerras —le lanzaba la condesa.

—¿Qué guerra? —preguntaba Elisenda acariciándose con amor su cumbre—. Querida mamá, si sólo es un mal sueño.

Su ironía acabó de descomponer a la condesa. Pretendió viajar con su hija a Roma a que el Papa certificara otro milagro de la Paloma, pero Elisenda se aferró a su lecho y no la pudieron arrancar ni con la ayuda de los criados.

El cura tardó cinco días en encontrar una foto de la mar, una postalita de colores estridentes de un puerto del sur. Al verla, el soldado dijo que aquello no era la mar. «Maldita sea», dijo el cura. «Esto también es el mar». Entonces el soldado preguntó si había dos mares y el cura volvió a exclamar «maldita sea» y salió con un portazo de la puerta de hierro. Pero al día siguiente regresó con nueva carga de paciencia.

—Escucha, hijo: el mundo está lleno de mares, todos iguales y todos distintos. Sin embargo, te juro que yo te traeré tu mar si tú me dices cuál es.

—No, déjelo.

—No lo dejo, maldita sea. Si aún no has sido muerto contra la tapia del cementerio es por culpa del mar, de modo que para que la prolongación de tu vida tenga algún sentido he de traerte tu mar.

El soldado no le dijo lo que había descubierto en uno de sus últimos sueños: que no se trataba sólo de la mar sino también de una terraza que daba a la mar.

Cuando Efrén Baskardo Puerta, padre de Elisenda y dueño de la Bolsa, comprendió que el problema entraba en el terreno de los hombres, alquiló un equipo de sabios jesuitas de Deusto para que abrumaran a su hija con seminarios preconizando la bondad divina y humana del aborto. Los jesuitas, con su encomiable flexibilidad, se trasladaron al palacio con todos sus trastos del saber, incluida una biblioteca con todos los libros que se habían escrito en el mundo contra el aborto, previamente manipulados: diestros calígrafos habían sustituido los noes por síes, trastocando la intención de los autores. Obligaron a Elisenda a leérselos todos. Incluso le dijeron que una Biblia secreta y paralela hablaba del propósito que tuvo la propia Virgen de abortar a Jesús antes de llegar a Belén, como lo prueba el que viajara en burro y condujera a este por los caminos más accidentados. Pero nada pudo doblegar la voluntad de Elisenda, que seguía acariciándose su loma con amor y oteando los horizontes desde su terraza.

El cura fue trasladado de prisión antes de que encontrara una foto de la mar del soldado. Tres años después, el soldado seguía milagrosamente vivo, aunque en las listas que se leían por las noches en el umbral de las celdas figuraba como muerto. El error arrancaba del lejano momento en que el soldado pidiera al cura una foto de la mar y el funcionario tachara su nombre con el trazo negro de la muerte, sin advertir que quedaba vivo en la celda esperando su foto. Desde entonces, el soldado vio cómo se iban llevando al muro del cementerio a todos sus compañeros, mientras a él lo olvidaban. Llegaban nuevos y también se los llevaban. Al cabo de esos tres años de sobrevivir a tanta lista de muertos, se creía en la prisión que el soldado tenía pacto con el diablo. Tomó cartas en el asunto el director y le hizo subir a su despacho. Le pidió el nombre. El soldado se lo dio.

—No mienta. Ese hombre está muerto.

—Ese hombre soy yo y estoy esperando una foto de la mar.

Entonces el funcionario del error recordó un punto del pasado.

—Sí, señor director, es cierto: está esperando una foto del mar.

—¡Ningún muerto puede estar esperando una foto del mar y este hombre es un muerto! ¿No lo ve en su propia lista, funcionario?

—Sí, señor.

—De modo que es un muerto.

—Sí, señor, es un muerto.

El director se volvió al soldado.

—¡Maldita sea! Ni siquiera es un muerto, sino un error administrativo. Nosotros sabemos convertir a los vivos en muertos, pero no sabemos arreglar los errores administrativos.

También habían pasado tres años para Elisenda Baskardo. Logró salvar su embarazo de las acechanzas de su familia y, una madrugada tensa, parió sola. Al sentir los últimos apremios, se encerró en su alcoba aristocrática, dejando fuera a su tribu, y su organismo maniobró con suficiencia para depositar sobre la sábana de lino con escudo bordado un niño brillante. Después, la propia madre abrió las puertas a la familia y todos pudieron comprobar que la criatura carecía de cualquier rastro monstruoso, que no tenía el menor aire de guerra.

—Este no es tu hijo —exclamó la condesa.

Al día siguiente, cuando el obispo particular iba a proceder al bautizo, Elisenda declaró que su hijo ya estaba bautizado, e hizo que todos palparan su coco húmedo. Acababa de regresar con él de la playa. Lo había sumergido, desnudo, en la mar, obedeciendo a una inspiración que ignoraba de dónde procedía, y cuando la condesa se lo quiso robar para entregárselo a su obispo, la paralizó a ella y a todos con una frase esplendorosa:

—Mi hijo ya sabe nadar.

Desde entonces madre e hijo vivieron una vida independiente de la familia y del resto del mundo. Elisenda siguió rechazando todos los mitos y convencionalismos de su sociedad y se encerró con su hijo en una existencia propia, acabada de estrenar.

Abrumada por la realidad, por el fracaso de todas sus medidas para no tener aquel nieto de la guerra, que además era hereje, la condesa se hundía a diario en la desesperación, y al emerger de sus crisis la veían con el pelo más blanco y la mirada más de cadáver. Su último atentado contra el nieto ocurrió una noche de luna, cuando, provista de una llave falsa, penetró en la alcoba de su hija con un hacha. Elisenda despertó a tiempo y, después de mirarla bien, le despojó suavemente del arma y le dio unos cachetitos en la cara para que despertara de su ataque de sonambulismo.

Los mandos de la prisión borraron su error administrativo remitiéndolo a un batallón de trabajadores. Era el año 40. El soldado se quebró las manos construyendo las carreteras de medio país, y por las noches integraba las bandas desastradas de condenados que robaban de los campos cebollas y patatas para sobrevivir. Un día, el capataz transmitió al sargento que uno de los hombres pedía una azada.

—¿Para qué quiere ese maldito rojo una azada?

—No lo ha dicho.

—Estamos a falta de material.

—Pide la azada que yo mismo acabo de tirar por inservible.

El sargento ordenó que se presentara el preso y tropezó con su mirada fija en una idea.

—¿Para qué quieres una azada?

—Para llevarla conmigo —respondió el soldado.

—¿Y qué más?

—Qué más ¿qué?

De pronto, el sargento se encontró defendiéndose de la mirada del preso.

—Ya. Quieres tener algo tuyo. Sentirte dueño de algo.

Inmóvil como un árbol, el soldado esperó. El sargento se sintió incómodo ante aquellas dos lucecitas sólidas y efectuó en el aire una señal blanda.

La condesa de Dios se concentró en su última esperanza: vigilar el paso de unos gitanos para entregarles el niño de la guerra y que se lo llevaran a las Quimbambas. Pero Elisenda montaba guardia permanente junto a la cuna, y la condesa, por fin, hubo de plegarse a la solución que ya había encontrado el resto de la familia: un marido que tapara la vergüenza. En cuanto empezó a correr aquella especie por Neguri, corrieron a presentarse candidatos en el palacio Galeón, hasta cincuenta. La condesa de Dios los convocó a todos a una fiesta, para que su hija eligiera. Elisenda apareció en el salón con el niño en brazos, prendido de su teta izquierda, y sólo entonces los cincuenta pretendientes a su mano —que estaban allí sólo por el mítico caudal de Efrén Baskardo— recordaron que se trataba de una bella hembra. Eran cincuenta hijos de papá, expertos en coches deportivos y en desvirgar criaditas con cofia, destinados a heredar partes menores del tesoro de la Ría y con el inconfundible aire lejano de la raza negurítica. Elisenda los rechazó en bloque y se retiró en plena toma del crío.

El capataz transmitió al sargento que ahora el preso pedía un viejo arado romano que acababan de encontrar en el subsuelo de una carretera removida.

—¿Y para qué coño necesita un preso un arado?

—No lo ha dicho.

—Que venga aquí.

El sargento retardó todo lo posible el mirar al hombre que llegó ante él.

—Un arado, ¿eh? Otra posesión, ¿eh? Tú tienes madera de rico. Pero no olvides que fueron los pobres los que perdieron la guerra y que tú la perdiste.

El soldado le siguió mirando con un sosiego tenso.

—¿Y para qué quieres este nuevo trasto?

—Para llevarlo conmigo —respondió el soldado.

—Aún te quedan años de arrastrarte por aquí y por allá, y la cosa será más difícil con una azada y un arado al hombro, y…

—También quiero pedirle la pala, el cesto y la perola agujereada que tiraron ayer.

El sargento volvió a sorprenderse sosteniendo a duras penas la persistente mirada del soldado. Realizó la entrega de los nuevos chismes amparándose en la incógnita de cómo se las arreglaría el preso para transportar tanta hostia…

Un domingo deslumbrante invadió los jardines del palacio Galeón un cortejo blanco escoltando una carroza de oro. Era un príncipe de las Indias Orientales llamado por la condesa de Dios para pedir la mano de Elisenda. Las cien personas del séquito humillaron las cabezas cuando un auténtico príncipe de fábula —el último que quedaba en el mundo—, un excitante mancebo de larga melena rubia y talle juncal, espada al cinto, traje de seda azul engarzado en diamantes y turbante nepalés, descendió de la carroza y preguntó con voz de arpa si era aquella la mansión donde vivía la doncella más hermosa de la tierra. La condesa, que se chiflaba por las ceremonias aparatosas, lo recibió en la escalinata de su palacio vestida de tul, agobiada bajo los 30 kilos de todas sus joyas y sobre la frente la diadema que perteneció a Cleopatra.

—Oh, gentil señor —suspiró la condesa.

Junto a ella, Efrén, que se había educado en Gran Bretaña, contempló al visitante con superioridad de colonial. El príncipe de las Indias Orientales preguntó dónde estaba la princesa y la condesa le invitó a entrar y él, con ese instinto inefable de los príncipes de todos los cuentos, localizó sin error la alcoba de Elisenda en el laberinto de pasillos del palacio. Estaba durmiendo la siesta. El príncipe se conmovió, más por la precisión con que se cumplían las crónicas que por la gran belleza de la durmiente. Se inclinó y depositó un casto beso en su frente.

Elisenda despertó y su primer pensamiento fue su hijo de tres años, que dormía en la misma cama, sumergido en las mantas. Lo tomó en sus brazos y miró con reto a sus padres, al príncipe rubio y a la muchedumbre que abarrotaba el aposento. Al descubrir al niño, el príncipe de las Indias Orientales se derrumbó por dentro y envejeció cuarenta años. El último príncipe de los cuentos emitió un suspiro de consumación, y comprendiendo que el mundo ya no estaba para farfollas, regresó a su lejana tierra a hundirse limpiamente en el pecho su espada de matar dragones.

En abril de 1942 el soldado se presentó al capataz del batallón de castigo conduciendo un buey de una cuerda.

—¿Puedo llevarlo conmigo?

—¿Para qué cojones…?

—Entre otras cosas, para cargarle con la azada, el arado, la pala, el cesto y la perola.

El soldado llevaba dos años transportando a sus espaldas la azada, el arado, la pala, el cesto y la perola. El capataz se conmovió.

—Espera.

Se fue al sargento y le contó la nueva locura del loco.

—Sólo nos falta un buey más en este batallón —dijo el sargento.

El capataz no se atrevió a preguntarle quién o quiénes eran los otros. Tuvo que llamar al soldado.

—¿Lo robaste? —preguntó el sargento.

El soldado negó con la cabeza y le creyeron. El sargento aún no había encontrado la manera de enfrentarse a la inquebrantable mirada de aquel preso.

—Y después del buey, ¿qué?

Durante otro año, el ejército de hombres famélicos que mal reparaba las carreteras del país que no habían destrozado en la guerra interminable, se trasladó de un tajo a otro arrastrando aquel apéndice en forma de buey, aquel insólito divieso cargado con los trastos del soldado, que ponía el asombro en las gentes de los lugares. El soldado cuidaba fervorosamente de su buey. Le alimentaba, le limpiaba e incluso le hablaba. La relación con su animal era más intensa que con cualquiera de los humanos que le rodeaban. El sargento no se cansaba de mirarle, preguntándose qué coño tenía su preso metido entre ceja y ceja.

En mayo de 1943, en plena hambre de posguerra, el soldado compró a un campesino un viejo carro por doce latas de sardinas y dos panes. Era un carro de bueyes totalmente destartalado, en cuya reparación el soldado empleó dos meses. Sobre el sargento cayeron dos problemas: uno, la presencia del propio carro en una formación de presos; otro, aquel estancamiento de dos meses en el mismo punto, contraviniendo órdenes superiores. El sargento se preguntaba una y otra vez por qué no prohibía al soldado la tenencia de su carro, o simplemente lo quemaba, y por qué no daba la orden de partida. Es que, para ambas cosas, era preciso sostener aquella mirada persistente. El mismo soldado acudió en su ayuda.

—Siempre hay enfermos. Siempre hay equipos que llevar. Y aquí está mi carro —dijo.

El sargento se reconstruyó.

—Sí, claro. No había caído en ello.

Se sintió feliz. Con sus propias manos ayudó al soldado a rematar sus arreglos y luego a embarcar los presos enfermos, que viajaron junto a la azada, la pala, el cesto, la perola y el arado. En las cuestas, el soldado formaba pareja con su único buey para tirar. Sólo tres semanas después, el sargento empezó a perder el sosiego interior, cuando el carro se fue llenando de más trastos de labranza, muebles usados y herramientas de carpintero, hasta que ya no cupo ningún enfermo ni bagaje del batallón. El sargento eligió cuidadosamente una noche oscura para hablar al soldado y no tener que enfrentarse a su mirada. Lo halló durmiendo debajo de la carreta.

—Levántate y ven acá.

—Yo también tenía que hablarle.

—La cuerda se ha roto. La has tensado demasiado y se ha ro… ¿Qué me tienes que hablar? ¡No, no me hables! ¡No quiero que me sigas liando!

—Bueno. Sólo quería hablarle del otro buey.

—¿Qué otro buey? No me digas que…

Allí estaba: un segundo animal, levemente más claro, manifiestamente más ofensivo e insultante. El sargento no pudo abrir la boca en un largo minuto.

—La verdad es que ya no pueden tenerte mucho tiempo en trabajadores. La guerra terminó hace cinco años.

—Hay guerras que nunca se acaban.

—¡No me lo compliques más!

El sargento asistió a toda la operación de lavar a los bueyes.

—Esto ha de acabar pronto —murmuró—. El día menos pensado se reciben tus papeles y te vas libre. Si no, ese carro tuyo con los bueyes y todo lo demás será mi ruina, acabaré fusilado.

—Mi carro no molesta a nadie.

—¡Molesta a las ordenanzas! ¿Cuándo se ha visto…?

El sargento fue muy consciente de que si dejaba pasar aquel momento de cabreo nunca jamás preguntaría al soldado para qué quería el maldito carro con su maldita carga y los malditos bueyes. Media hora después aún seguía contemplando el quehacer del soldado.

—Esto no puede durar mucho. ¡Maldita sea, prométeme al menos que no traerás más hostias a tu colección!

El soldado interrumpió su tarea para mirar al sargento y este juraría después que lo que atravesó la noche hacia él fue un mensaje de compasión.

—Sólo me faltan las semillas.

El sargento no acertaba a despedirse del soldado.

—Bueno, ya estás cumplido. Coge tu carro, tus bueyes, tus trastos y…

Había empezado varias veces la frase, pero no sabía cómo terminarla. En realidad, no se atrevía.

—Sin ti, nos faltará algo. El batallón echará de menos tu maldito carro, tus…

—De modo que me puedo ir.

—… bueyes, tus… ¿Eh? ¡Sí, sí, puedes largarte!

—¿A donde yo quiera?

El sargento saboreó cada una de las sílabas:

—Sí, puedes largarte a donde quieras.

Pero ni entonces fue capaz de formular la pregunta que le quemaba desde hacía años. Sólo cuando lo vio emprender el viaje, sentado en un arcón sobre la cumbre de la montaña de muebles, se atrevió a emitir algo que estaba muy lejos de su verdadero deseo:

—¿Completaste tu colección?

—Le dije una vez que no me faltaban más que las semillas.

En su largo, lento y penoso viaje hacia el norte las fue recogiendo de un campo y de otro, de una casa de labranza y de otra, hasta llenar varias bolsitas remendadas.

La tarde parecía estancada bajo el firme sol de junio. En la terraza del palacio Galeón, a la sombra de las sombrillas, había mujeres de nácar vestidas de tisú, suspirando lánguidas palabras azules, sentadas en sillas de coral alrededor de una mesa de lapislázuli, jugando al bacará. La condesa de Dios se sentía feliz porque ganaba dos cincuenta. En plena baza tensa, Elisenda se puso en pie con la solemnidad del crecimiento de un árbol, mirando el paseo por encima de la balaustrada de la terraza. Con movimientos precisos y serios, empezó a despojarse de las joyas con que su madre la cubría todas las mañanas, y de la inútil ropa, hasta quedar desnuda y descalza. Luego tomó a su hijo, que jugaba debajo de la mesa, y también lo desnudó y descalzó, saliendo de la terraza con él en brazos. La condesa de Dios y las otras damas del bacará sólo pudieron seguir asombrándose de lo que vino después. Elisenda, desnuda, abandonó el palacio Galeón por su puerta principal, cruzó los jardines y pisó el paseo de la playa justamente cuando llegaba a su altura el carro tirado por los bueyes. Primero alzó al niño por encima de su cabeza y el soldado lo recogió y lo sentó a su lado, sobre el arcón, y luego extendió su brazo para ayudar a subir a la hembra que se sentó al otro lado del niño, todo con movimientos diáfanos, como acabados de crear, y sin dirigirse una sola mirada ni detener el carro, y así desaparecieron los tres para siempre.