Manipulación social de la moralidad:
actores moralizadores, acción adiaforizante
Creo que el honor del Premio Europeo Amalfi le corresponde al libro titulado Modernidad y Holocausto, no a su autor, y, en nombre de ese libro y, en particular, de su mensaje, acepto agradecido y con alegría este reconocimiento profesional. La distinción a que se ha hecho acreedor este libro me satisface por distintas razones:
Primero: este libro nació de la experiencia que hasta hace poco abarcaba la profunda y aparentemente infranqueable división entre lo que solíamos llamar Europa «del Este» y Europa «occidental». Las ideas y el mensaje que el libro recoge se gestaron tanto en mi universidad de origen, en Varsovia, como en compañía de mis colegas en el Reino Unido, el país que, en mis años de exilio, me ofreció un segundo hogar. Esta ideas no sabían de divisiones; sólo sabían de una experiencia europea compartida, de una historia común cuya unidad puede desmentirse, o incluso eliminarse por un tiempo, pero no puede quebrarse. Mi libro se refiere al destino compartido por todos los europeos.
Segundo: este libro no habría existido de no ser por mi amiga y compañera de toda la vida, Janina, cuyo Winter in the Morning, un libro de recuerdos de los años de infamia humana, me abrió los ojos ante lo que no solemos querer ver. Escribir Modernidad y Holocausto se convirtió en una obligación intelectual y en un deber moral después de haber leído el resumen de Janina sobre la triste sabiduría que había adquirido en el círculo interior del infierno creado por el hombre: «Lo más cruel de la crueldad es que deshumaniza a sus víctimas antes de destruirlas. Y la más dura de las luchas es seguir siendo humano en condiciones inhumanas». Intenté recoger la amarga sabiduría de Janina en el mensaje de mi libro.
Tercero: El mismo mensaje, un mensaje sobre la cara oculta e indecorosa de nuestro confiado, próspero, feliz mundo y sobre el peligroso juego al que este mundo somete los impulsos morales del hombre, parece estar en resonancia con unas preocupaciones cada vez más compartidas. Supongo que este es el sentido de conceder el codiciado Premio Amalfi a un libro que contiene ese mensaje y la razón por la cual la prestigiosa Conferencia Amalfi está dedicada este año a la relación entre moralidad y utilidad, cuyo divorcio, como apunta el mensaje, es la raíz de los éxitos más espectaculares de nuestra civilización, y de sus crímenes más aterradores. La única oportunidad de que nuestro mundo se reconcilie con sus pavorosos poderes es superar este divorcio. La conferencia que seguidamente voy a pronunciar es por ello algo más que una reiteración del mensaje del libro. Es una voz que se suma a un discurso que, ojalá, sigamos compartiendo.
Virtutem doctrina paret naturane donet. Para los antiguos romanos, el dilema era tan profundo como lo sigue siendo para nosotros. La moralidad, ¿se enseña o pertenece a la misma existencia humana?, ¿resulta del proceso de socialización o «ya está ahí» antes del aprendizaje?, ¿es un producto social? O, como apuntó Max Scheler, esa sensación que acompaña, esa substancia propia del comportamiento moral, ¿es una condición previa a toda vida social?
Lo habitual es que la pregunta sea rápidamente despachada achacándole un interés meramente académico. A veces acaba mezclada con cuestiones ociosas y superfluas suscitadas por una curiosidad metafísica, incansable, pero claramente sospechosa. Cuando la pregunta se plantea abiertamente a los sociólogos, éstos consideran que ya la han respondido, hace tiempo, Hobbes y Durkheim, y de manera concluyente, de suerte que los hábitos sociológicos la han podido convertir en una no-pregunta. Para los sociólogos, la sociedad está en el origen de todo lo humano, y todo lo humano se origina a través del aprendizaje social. Y esto no suele someterse a discusión. Por lo que a nosotros nos interesa, la cuestión se resolvió antes de que se pudiera contrastar: en su resolución se creó el lenguaje que confiere especificidad a nuestro discurso sociológico. Con este lenguaje la moralidad sólo puede plantearse en términos de socialización, enseñanza y aprendizaje, requisitos sistémicos y funciones societales. Y como nos recordó Wittgenstein, sólo podemos decir lo que se puede decir. En la forma de vida que recoge el lenguaje de la sociología no hay cabida para una moralidad que no esté socialmente sancionada. En ese lenguaje, todo lo que no esté socialmente sancionado no puede plantearse como perteneciente al ámbito de la moralidad. Y aquello sobre lo que no se puede hablar está condenado a permanecer mudo.
Todo discurso acota los objetos de su estudio y mantiene su integridad salvaguardando la especificidad de sus definiciones, y se reproduce reiterándolas. Cabría conformarse con esta observación trivial y permitirle a la sociología proseguir con su discurso selectivo de siempre, y con su silencio selectivo de siempre, si la apuesta por el silencio persistente no fuera tan peligrosa. Peligrosa hasta el extremo que el Holocausto, Hiroshima o el Gulag se encargaron, paulatina pero implacablemente, de demostrar. O, mejor, como se encargó de demostrar el problema con que se enfrentaron los autores del Gulag y de Hiroshima cuando llevaron a juicio, condenaron y sentenciaron a los vencidos responsables de Auschwitz. Hannah Arendt, en lo mejor de su habitual perspicacia e irreverencia, señaló el alcance de estos problemas:
Lo que hemos exigido en estos juicios, en los que los acusados han cometido crímenes «legales», es que los seres humanos sean capaces de diferenciar el bien del mal incluso cuando todo lo que les puede servir de guía sea su propio criterio, que, además, está enfrentado con lo que deben considerar como la opinión unánime de todos los que les rodean. Y esta cuestión es absolutamente seria, ya que sabemos que los pocos que fueron lo suficientemente «prepotentes» como para confiar solamente en su propio criterio no fueron iguales en absoluto a las personas que siguieron obrando de acuerdo a los antiguos valores o a los que se guiaron por sus creencias religiosas […] Los pocos que fueron capaces de distinguir el bien del mal confiaron solamente en su propio criterio y lo hicieron con toda libertad. No había normas que acatar, bajo las cuales se pudieran subsumir los casos particulares con los que se tenían que enfrentar.
La pregunta que se plantea es la siguiente: ¿habría tenido sentimiento de culpa alguno de los juzgados si hubieran ganado? La terrible conclusión es que la respuesta tuvo que ser, sin ningún género de dudas, «no», y que no disponemos de argumentos para explicar que no debería de haber sido así. Al decretarse como ajena a lo existente o a los tribunales toda distinción entre el bien y el mal que no venga sellada con la sanción de la sociedad, no podemos exigir en serio que los individuos tomen iniciativas morales. Tampoco podemos cargarles con la responsabilidad de sus opciones morales, salvo que la responsabilidad haya sido de facto adelantada por las opciones que prescribe la sociedad. Y no nos gustaría que esto fuera lo habitual, es decir, exigirles a los individuos que tomen sus decisiones morales bajo su entera responsabilidad. Hacerlo supondría, en definitiva, dar pábulo a una responsabilidad moral que subvierte el poder legislativo de la sociedad, y ¿qué sociedad renunciaría voluntariamente a este poder, salvo en beneficio de una fuerza militar aplastante? Llevar a juicio a los responsables de Auschwitz no fue, ciertamente, una tarea sencilla para aquéllos que mantenían el secreto del Gulag y preparaban en secreto Hiroshima.
Quizá se deba a esta dificultad el que, como señaló Harry Redner, «gran parte de la vida y del pensamiento actuales se basan en el supuesto de que Auschwitz e Hiroshima nunca ocurrieron, o, si ocurrieron, sólo fueron sucesos, lejanos y antiguos, que no deben preocuparnos ahora». Los dilemas legales suscitados por los juicios de Núremberg se resolvieron ahí y entonces, tras plantearse como cuestiones locales, específicas de un caso extraordinario y patológico, a las que nunca se permitió rebasar los límites de su cuidadosamente acotada estrechez de miras y a las que se amortajó tan pronto como parecieron descontrolarse. No se produjo, ni se intentó, una revisión fundamental de nuestra conciencia. Durante muchas décadas —hasta el día de hoy, podría decirse— la voz de Arendt permaneció en soledad. Mucha de la cólera que levantó el análisis de Arendt se debió al empeño por no recusar nuestra autoconciencia. Sólo se aceptaron explicaciones de los crímenes nazis que fueran claramente irrelevantes para nosotros, para nuestro mundo, para nuestra forma de vida. Estas explicaciones logran la doble proeza de condenar al inculpado y de exculpar al mundo de sus vencedores.
Resulta vano discutir si la marginación del crimen cometido —con toda la ferocidad de la aclamación social o con la aprobación tácita de la gente— por unas personas que «no eran ni pervertidos ni sádicos», que «eran, y siguen siendo, aterradoramente normales» (Arendt), fue deliberada o inadvertida, lograda a propósito o por descuido. Lo cierto es que la cuarentena decretada medio siglo atrás nunca terminó; si acaso, las alambradas son ahora más espesas. Auschwitz ha pasado a la historia como un problema «judío» o «alemán», como una propiedad privada judía o alemana. De gran importancia en los «Estudios Judíos», ha quedado relegado a las notas en pie de página o a los párrafos de rigor por el grueso de la historiografía europea. Los libros sobre el Holocausto se reseñan en las secciones dedicadas a los «Temas Judíos». La incidencia de esta costumbre viene respaldada por el vehemente rechazo del establishment judío a todo intento, por tímido que sea, de «expropiar» la injusticia que los judíos, y sólo los judíos, padecieron. El Estado judío desearía ser el único albacea y, sin duda, el único legítimo heredero de esta injusticia. Esta impía santa alianza impide de hecho que la experiencia, que insiste en narrar como «exclusivamente judía», pueda convertirse en un problema universal de la moderna condición humana y, por tanto, en una propiedad pública. Otra manera de presentar Auschwitz es como un acontecimiento que sólo puede explicarse si se remite a las extraordinarias circunvoluciones de la historia de Alemania, a los conflictos interiores de la cultura alemana, a los errores garrafales de la filosofía alemana, al carácter nacional desconcertantemente autoritario de los alemanes: la estrechez de miras y la marginación resultantes son parecidas. Por último, otra manera, acaso la más perversa, de marginar el crimen y de exculpar a la modernidad es la estrategia de sustraer al Holocausto de la comparación con fenómenos similares para interpretarlo como la irrupción de fuerzas premodernas (bárbaras, irracionales) supuestamente eliminadas desde antiguo en las sociedades civilizadas «normales» pero insuficientemente domeñadas o inadecuadamente controladas por la supuestamente escasa o defectuosa modernización de Alemania. Cabe esperar que esta estrategia de defensa sea la preferida: en definitiva, reitera y confirma tangencialmente el mito etiológico de la civilización moderna como el triunfo de la razón sobre la pasión, y refuerza la creencia en que este triunfo supone un rotundo paso adelante en el desarrollo histórico de la moralidad.
El resultado combinado de estas tres estrategias se sigan deliberada o inconscientemente es la proverbial perplejidad de los historiadores, que insistentemente se quejan de que, por mucho que lo intenten, no logran comprender el episodio más espectacular de este siglo, cuyo relato, no obstante, han escrito con pericia y siguen escribiendo cada vez con mayor detalle. Saúl Friedlánder lamenta esta «parálisis de los historiadores», que, según su (ampliamente compartido) parecer, «se debe a la simultaneidad e interacción de fenómenos completamente heterogéneos: fanatismo mesiánico y estructuras burocráticas, impulsos patológicos y decretos administrativos, actitudes arcaicas en una sociedad industrializada». Atrapados en la red de las narraciones marginadoras que todos ayudamos a tejer no logramos ver lo que miramos: sólo percibimos la confusa heterogeneidad de la imagen, coexistencia de cosas que nuestro lenguaje no permite que coexistan, complicidad entre unos factores que, según nuestras narraciones, pertenecen a distintos tiempos, distintas épocas. La heterogeneidad no es un descubrimiento, es una premisa. Esta premisa es la que genera asombro donde podría y debería haber comprensión.
En 1940, en lo más hondo de la oscuridad, Walter Benjamín apuntó un mensaje que, vistas la persistente parálisis de los historiadores y la imperturbable ecuanimidad de los sociólogos, todavía hay que escuchar de verdad: «Este asombro no puede ser el punto de partida para una comprensión cabal de la historia, salvo si es para comprender que el concepto de historia que lo causa es insostenible». Lo insostenible es concebir nuestra historia europea como el triunfo de la humanidad sobre el animal que el hombre lleva dentro, como el triunfo de la organización racional sobre la crueldad de una vida repugnante, salvaje y corta. También es insostenible concebir la sociedad moderna como una contundente fuerza moralizadora, sus instituciones como poderes civilizadores, sus controles coercitivos como diques que defienden la quebradiza humanidad contra las riadas de las pasiones animales. El resto de esta conferencia está dedicado, siguiendo el libro que comenta, a exponer las razones de esta insostenibilidad.
Insistamos: la dificultad para demostrar lo insostenible de lo que comúnmente son premisas de sentido común del discurso sociológico se debe en gran medida a la naturaleza intrínseca del lenguaje de la narración sociológica; como todos los lenguajes, define sus objetos cuando pretende estar describiéndolos. La autoridad moral de la sociedad se demuestra por sí misma hasta lo tautológico en la medida en que toda conducta que no se ajusta a lo societalmente sancionado se define como inmoral. La acción societalmente sancionada será buena mientras la acción condenada por la sociedad se defina como mala. No hay salida fácil de este círculo vicioso, en la medida en que toda posibilidad de referirse al origen pre-social de la moral ha quedado de entrada condenada por violar las normas de la racionalidad lingüística, la única racionalidad de la que entiende el lenguaje. El uso del lenguaje sociológico supone aceptar la visión del mundo que este lenguaje genera, y supone el consentimiento tácito para proseguir el discurso de tal manera que toda referencia a la realidad se remita a ese mundo generado. La visión del mundo generada por el lenguaje sociológico replica el éxito de los poderes legislativos de la sociedad. Pero no sólo hace esto: silencia la posibilidad de esbozar visiones alternativas; el éxito de esos poderes consiste en suprimir las visiones alternativas.
El poder de definición del lenguaje refuerza, por tanto, los poderes de diferenciación, separación, segregación y eliminación que residen en la estructura de la dominación social. También recibe su legitimidad y su capacidad persuasiva de esas estructuras.
Ontológicamente, «estructura» significa repetición relativa, monotonía de sucesos, y por ello significa, epistemológicamente, predictibilidad. Hablamos de estructuras cuando estamos ante un espacio en el que las probabilidades no están distribuidas al azar: algunos acontecimientos son más probables que otros. En este sentido, el hábitat humano está «estructurado»: una isla de regularidades en un mar de azar. Esta precaria regularidad es el logro de la organización social, su rasgo definitorio decisivo. Toda organización social, ya sea de forma intencionada o totalizadora (por ejemplo, ir perfilando ámbitos de homogeneidad relativa mediante la eliminación o degradación —haciendo irrelevante o minimizando su importancia— de todos los rasgos distintivos y en consecuencia potencialmente divisivos), consiste en someter la conducta de sus unidades a criterios de evaluación instrumentales o de procedimiento. Consiste, igualmente, en deslegalizar todos los otros criterios, especialmente aquellos que puedan hacer que el comportamiento de las unidades se resista a las presiones uniformizadoras y, por tanto, sea autónomo con respecto al propósito colectivo de la organización (criterios que vistos desde los requisitos organizativos son impredecibles y potencialmente desestabilizadores).
Entre los criterios señalados para ser eliminados destaca el impulso moral, el origen del comportamiento más visiblemente autónomo (y, por tanto, desde el punto de vista de la organización, más impredecible. La autonomía del comportamiento moral es completa e irreductible. No puede codificarse, en la medida en que no se ajusta a otro fin que el propio y no se relaciona con nada externo a sí mismo, es decir, no hay una relación que se pudiera dirigir, normalizar o codificar. El comportamiento moral, como ha señalado el mayor de los filósofos de la moral del siglo XX, Emmanuel Lévinas, se desencadena ante la simple presencia del Otro como cara, es decir, como una autoridad sin fuerza. El Otro exige, sin amenazar con castigar ni prometer recompensas; su exigencia no tiene sanción. El Otro no puede hacer nada; y su debilidad revela mi fuerza, mi capacidad para actuar, precisamente como responsabilidad. La acción moral es lo que sigue a esta responsabilidad. A diferencia de la acción desencadenada por el miedo al castigo o por la promesa de la recompensa, la acción moral no produce éxito ni asegura la supervivencia. En cuanto acción sin finalidad, no puede ser objeto de una ordenación heterónoma ni de la argumentación racional, no sabe de conatus essendi, de ahí que elida el razonamiento del «interés racional» y la pertinencia del cálculo de supervivencia, sendos puentes hacia el mundo de «lo que hay», de la dependencia y la heteronomía. La cara del Otro es, como apunta Lévinas, un límite al empeño por existir. Y, por tanto, proporciona la libertad suprema: la libertad contra lo heterónomo, contra la dependencia, contra la insistencia de la naturaleza por pervivir. La moralidad es «un momento de generosidad», «alguien que juega sin ganar […] Algo que se hace gratuitamente, es la gracia […] La idea de la cara es la idea del amor gratuito, de la acción gratuita». Debido a su implacable gratuidad, los actos morales no se pueden atraer, seducir, comprar ni convertir en rutina. Desde el punto de vista societal, la razón práctica de Kant es irremediablemente impracticable… Desde el punto de vista de la organización, la conducta moral es absolutamente inútil, cuando no subversiva: no se puede utilizar para ninguna finalidad y pone un límite a la esperanza de lo monótono. Puesto que la moralidad no puede racionalizarse, se debe eliminar o manipular para tornarla irrelevante.
La respuesta de la organización ante la autonomía del comportamiento moral es la heteronomía de las racionalidades instrumental y procedimental. La ley y el interés desplazan y reemplazan la gratuidad e insancionabilidad del impulso moral. A los actores se les exige que justifiquen su conducta aduciendo la razón definida por el objetivo o por las normas del comportamiento. Sólo las acciones, de hecho o potencialmente, pensadas y argumentadas de este modo forman parte de la categoría de la acción social, es decir, de la acción racional, esto es, una acción que define a los actores como actores sociales. Del mismo modo, las acciones que no se ajustan a los criterios de la consecución de un objetivo o de la disciplina procedimental son declaradas no-sociales, irracionales y privadas. La socialización organizativa de la acción trae consigo la privatización de la moralidad.
Toda organización social consiste, por tanto, en neutralizar la incidencia subversiva y desreguladora del comportamiento moral. Esto lo consigue con el apoyo de algunas medidas complementarias: 1) ampliando la distancia entre la acción y sus consecuencias hasta hacerla inabarcable por el impulso moral; 2) excluyendo algunos Otros de la clase de los potenciales objetos de la acción moral, de las potenciales caras; 3) disimulando otros objetos humanos de la acción como agregados de rasgos funcionales específicos, unos rasgos que se mantienen separados para evitar toda posibilidad de volver a ensamblar la cara; y, así, la tarea establecida para cada acción queda dispensada de valoración moral. Con estas medidas, la organización no fomenta el comportamiento inmoral, no promociona el mal, como algunos detractores se apresurarán a imputarle, pero tampoco promueve el bien, a pesar de su propia promoción. Hace que la acción social se haga adiafórica (etimológicamente, adiaphoron significa aquéllo que la Iglesia declara indiferente), ni bueno, ni malo, sopesable en términos técnicos (de consecución de objetivos o de procedimientos), no en función de valores morales. De la misma manera, hace que la responsabilidad moral por el Otro, en el sentido primero de poner un límite al «empeño por existir», no surta efecto. (Resulta tentador conjeturar que los filósofos sociales, que en el umbral de la era moderna concibieron la organización social como algo perteneciente al ámbito de lo diseñable y de la mejora racional, teorizaron precisamente sobre la capacidad de la organización para alcanzar la inmortalidad del Hombre, y privatizar, relegándola al ámbito de lo irrelevante, la mortalidad de los hombres y de las mujeres). Analicemos una por una estas medidas que, simultáneamente, dan cuerpo a la organización social y adiaforizan la acción social.
Empezaremos con el retraimiento de los efectos de la acción más allá del alcance de los límites morales, ese logro clave de haber insertado la acción en la jerarquía de las órdenes y de la ejecución. Una vez ubicada en la «condición de agente» y desgajada tanto de las fuentes de la intención consciente como de los resultados finales de la acción mediante una cadena de intermediarios, los actores apenas tienen ocasión de enfrentarse al momento de la decisión o de ver los resultados de sus actos. Y, lo que es más grave, apenas pueden percibir lo que ven como una consecuencia de sus actos. Al estar la acción mediatizada y ser una mera mediación, la sospecha del vínculo causal queda convincentemente descartada teorizando los hechos como «consecuencias imprevistas» o como «el resultado no intencionado» de un acto en sí mismo moralmente neutro, un fallo de la razón, nunca un error ético. La organización social puede describirse como una máquina que mantiene a flote la responsabilidad moral. No pertenece a nadie en concreto, puesto que la contribución de todos al resultado final es demasiado nimia o parcial como para que se le pueda atribuir una función causal. La disección de la responsabilidad y la dispersión de lo que queda hecho conduce, desde el punto de vista de la estructura, a lo que Hannah Arendt conmovedoramente describió como «el gobierno de Nadie». Desde el punto de vista del individuo, deja al actor, en cuanto sujeto moral, sin palabra y sin defensa ante los poderes gemelos de la tarea y de las normas del procedimiento.
La segunda medida puede denominarse «borrar la cara». Consiste en situar a los objetos de la acción en una posición desde la que no pueden desafiar al actor como una fuente de exigencia moral; es decir, en excluirlos de la categoría de los seres que pueden enfrentarse ante el actor como una «cara». La gama de medios destinada a conseguir este resultado es realmente enorme. Va desde eximir explícitamente de protección moral al enemigo declarado, pasando por clasificar a los grupos seleccionados entre los recursos de la acción que pueden tasarse en términos exclusivamente de valía técnica e instrumental, hasta eliminar al extraño del encuentro humano rutinario en el que su cara podría hacerse visible y desafiar con una exigencia moral. En todos los casos se suspende o se deja sin efecto el impacto limitador de la responsabilidad moral por el Otro.
La tercera medida destruye al objeto de la acción como ser. El objeto se desmembra en rasgos. La totalidad del sujeto moral se reduce a una lista de partes y atributos a los cuales no cabe conferir subjetividad moral. Las acciones se centran sobre las unidades específicas del conjunto, evitando, o eludiendo definitivamente, la posibilidad de encontrarse con efectos moralmente significantes (esto es lo que, presumiblemente, ha sido recogido en el postulado del reduccionismo filosófico defendido por el positivismo lógico: demostrar que si una entidad P puede reducirse a las entidades a, b y c, entonces se deduce que x sólo es la reunión de a, b y c. No sorprende que la moralidad fuera una de la primeras víctimas de este gusto reduccionista lógico-positivista). Sea como fuere, la incidencia de una acción estrechamente circunscrita sobre la totalidad del objeto humano sobre el que se realiza no puede verse, y queda exenta de valoración moral en la medida en que no forma parte de la intención.
Hemos realizado nuestro análisis sobre la incidencia adiaforizante de la organización social en términos intencionadamente a-históricos y a-espaciales. La adiaforización de la acción humana parece ser, de hecho, un acto constitutivo necesario para cualquier totalidad supraindividual o social, es decir, para cualquier organización social. Si esto es así, nuestro propósito de desafiar y refutar la creencia ortodoxa en la autoría social de la moral no ofrece por sí mismo una respuesta a la preocupación ética que incitó nuestra investigación. No cabe duda de que concebir la sociedad como un mecanismo adiaforizante permite explicar la ubicua crueldad endémica en la historia humana mejor que la teoría ortodoxa sobre el origen social de la moralidad; permite explicar, por ejemplo, por qué en tiempos de guerra, cruzadas, colonización o luchas comunales las colectividades humanas normales son capaces de llevar a cabo actos que, si los realiza un individuo, se atribuyen de inmediato a la psicopatía del responsable. Sin embargo, no acaba de explicar algunos fenómenos sorprendentemente novedosos de nuestro tiempo, como el Gulag, Auschwitz o Hiroshima. Uno tiene la sensación de que estos acontecimientos claves de nuestro siglo son ciertamente nuevos; y uno puede pensar (justificadamente) que se trata de la manifestación de unas determinadas características, novedosas, típicamente modernas, que no constituyen rasgos universales de la sociedad humana y que las sociedades del pasado no tenían. Pero ¿por qué?
Primero: la novedad más evidente y banal es la magnitud del potencial destructor de la tecnología que puede ponerse al servicio de una acción completamente adiaforizada. Estos nuevos y asombrosos poderes los e instiga hoy en día la efectividad de unos procesos de dirección crecientemente científicos. La tecnología desarrollada en los tiempos modernos sin duda contribuye a extremar las tendencias ya evidentes en toda acción socialmente reglada y organizada; la magnitud sólo supone un cambio cuantitativo. Sin embargo, hay un punto en el que la extensión cuantitativa anuncia un cambio cualitativo y ese punto se alcanzó en una era que llamamos modernidad. El ámbito de la techne, el ámbito de los tratos con el mundo no humano o con el mundo humano relegado a lo no humano, siempre se ha considerado moralmente neutro gracias al expediente de la adiaforización. Pero, como ha señalado Hans Jonas, en las sociedades que no disponen de las armas de la tecnología moderna «lo bueno y lo malo de los que debía preocuparse la acción estaban próximos al acto, bien en la misma praxis, bien en su alcance inmediato […] La esfera efectiva de la acción era pequeña» y también lo eran sus posibles consecuencias, ya fueran intencionadas o impensadas. Hoy en día, sin embargo, «la ciudad de los hombres, otrora un enclave en un mundo no humano, se extiende sobre toda la naturaleza y usurpa su puesto». Los resultados de la acción son extensos y prolongados, tanto en el tiempo como en el espacio. Se han hecho, como sugiere Jonas, acumulativos, es decir, trascienden todo límite temporal o espacial y, como muchos temen, podrían trascender la capacidad autocurativa de la naturaleza y acabar en lo que Ricoeur llama anihilación que, a diferencia de otras destrucciones que pueden acabar siendo operaciones de limpieza dentro de un proceso creativo de cambio, no deja lugar para un nuevo inicio. Este nuevo desarrollo, hecho posible por la eterna técnica social de la adiaforización de la que se desprende, multiplicó su envergadura y su efectividad hasta el extremo en el que las acciones pueden servir el propósito de intenciones moralmente odiosas en un extenso territorio y para un periodo de tiempo prolongado. Sus consecuencias pueden llegar hasta el extremo de hacerse irreversibles e irreparables, sin suscitar en ningún momento dudas morales o simple vigilancia sobre el proceso.
Segundo: junto a la potencia sin precedentes de la tecnología fabricada por el hombre, se produjo la impotencia de las autolimitaciones impuestas por el hombre sobre su dominio sobre la naturaleza y sobre sus semejantes: el conocido «desencantamiento del mundo» o, en palabras de Nietzsche, «la muerte de Dios». Dios era, ante todo y sobre todo, un límite a la potencia humana: una restricción impuesta por lo que el hombre debía hacer sobre lo que podía hacer y se atrevía a hacer. El reconocimiento de la omnipotencia de Dios trazaba una frontera sobre lo que el hombre podía hacer y atreverse a hacer. Los mandamientos limitaban la libertad de los humanos como individuos, pero también limitaban lo que los hombres juntos, reunidos en sociedad, podían hacer y prescribir. La capacidad humana de legislar y manipular los principios del mundo era intrínsecamente limitada. La ciencia moderna que desplazó y reemplazó a Dios retiró ese obstáculo. También dejó un puesto vacante: el cargo de supremo legislador y director, el de diseñador y administrador del orden mundano, quedó pavorosamente vacío. Debía ser ocupado o si no… Dios fue destronado, pero el trono seguía ahí. El trono sin ocupar fue, a lo largo de la modernidad, una sostenida y tentadora invitación para visionarios y aventureros. El sueño de un orden que todo lo abarca en la armonía seguía tan vivo como siempre, al tiempo que parecía estar más próximo que nunca, al alcance del hombre como nunca lo había estado antes. Dependía, ahora, de los mortales terrestres hacerlo realidad y darle pervivencia. El mundo se convirtió en el jardín del hombre y sólo la vigilancia del jardinero podía evitar que volviera a ser yermo. Dependía ahora del hombre, y sólo del hombre, atender que los ríos siguieran el curso debido y que los bosques no invadieran las tierras destinadas al cultivo. Dependía del hombre, y sólo del hombre, asegurarse de que los extraños no oscurecieran la transparencia del orden legislado, de que las clases turbulentas no estropearan la armonía social, de que la comunidad de la gente patria no se mezclara con razas extrañas. La sociedad sin clases, la sociedad racialmente pura, la Gran Sociedad eran ahora tarea del hombre, una tarea urgente, un asunto de vida o muerte, un deber. La claridad del mundo y la vocación del hombre, otrora garantizados por Dios y ahora perdidos, debían restaurarse con celeridad, esta vez sólo con la perspicacia humana y bajo la responsabilidad (¿o irresponsabilidad?) del hombre.
Esta combinación entre el creciente poder de los medios y la determinación sin límites de usarlo al servicio de un orden artificial y programado, fue la que confirió a la crueldad su particular rasgo moderno e hizo que el Gulag, Auschwitz e Hiroshima ocurrieran, incluso hizo que quizá fueran inevitables. Abundan las señales de que esta combinación ha terminado. Algunos teorizan la relegación de esta combinación como el paso de la modernidad a la mayoría de edad; otros hablan del advenimiento de la era postmoderna; todos coincidirán con la lacónica sentencia de Peter Drucker: «no más salvación por parte de la sociedad». Hay muchas tareas que el gobierno humano puede y debe hacer. Diseñar el orden perfecto del mundo no está, sin embargo, entre ellas. El gran mundo-jardín se ha dividido en innumerables parcelas, cada una con su pequeño orden. En un mundo densamente poblado de jardineros reflexivos y móviles no parece quedar sitio para el Jardinero Supremo, el jardinero de jardineros.
No podemos ahora enumerar los acontecimientos que condujeron al hundimiento del gran jardín. Pero sean cuales fueran las causas, este hundimiento es, a mi entender, una gran noticia, por varias razones. Sin embargo, ¿promete un nuevo inicio para la moralidad de la coexistencia humana? ¿Cómo incide sobre la importancia actual de nuestra anterior argumentación sobre la adiaforización de la acción social y, en particular, sobre la dimensión potencialmente desastrosa que le confiere la tecnología moderna?
De haberlas, hay pocas ganancias sin pérdidas. La partida del gran jardinero y la disipación de la gran visión jardinera hizo que el mundo fuera un lugar más seguro, al desvanecerse el riesgo de un genocidio inspirado por la salvación y buscándola. Pero esto no fue suficiente para convertirlo en un lugar seguro. Nuevos temores sustituyen a los antiguos; o, mejor dicho, algunos antiguos temores aparecen tras la sombra de otro temor recientemente expulsado o controlado. Se puede compartir la premonición de Hans Jonas: cada vez más intensamente, nuestros principales temores se referirán a los riesgos apocalípticos que puede traer consigo la dinámica no intencionada de la civilización técnica, antes que a los riesgos de unos campos de concentración o de unas explosiones atómicas hechas a medida, toda vez que ambos requieren que se formulen grandes propósitos y, sobre todo, que se tomen decisiones encaminadas hacia ellos. Esto ocurre porque el mundo actual se ha librado de las misiones del hombre blanco, del proletariado o de la raza aria sólo porque se ha librado de todos los fines y de todos los sentidos y se ha convertido en un universo de medios al servicio de ningún otro propósito que el de reproducirse y agrandarse. Como señaló Jacques Ellul, la tecnología hoy en día se desarrolla porque se desarrolla; los medios tecnológicos se usan porque están ahí, y un crimen que sería imperdonable en un mundo con abundancia de valores no usará los medios que la tecnología ha hecho, o hará, disponibles. Si podemos hacerlo, ¿por qué no hemos de hacerlo? Hoy en día, la tecnología no sirve para solucionar problemas; sino que la disponibilidad de determinada tecnología redefine las distintas partes de la realidad humana como problemas que claman solución. En palabras de Wiener y de Kahn, los desarrollos tecnológicos producen medios más allá de las exigencias y buscan exigencias para satisfacer las capacidades tecnológicas.
El dominio sin límites de la tecnología significa que el propósito y la elección se sustituyen por la determinación causal. Ya no parece posible concebir un punto de referencia intelectual o moral desde el cual valorar, evaluar o criticar los derroteros de la tecnología, salvo para evaluar sucintamente las posibilidades que la misma tecnología ha creado. La razón de los medios triunfa plenamente cuando los fines acaban diluyéndose en las arenas movedizas de la solución de los problemas. El camino hacia la omnipotencia técnica quedó despejado cuando se retiraron los últimos restos de sentido. Se puede repetir la profética advertencia de Valéry cuando, a principios de nuestro siglo, escribió: «On peut dire que tout ce que nous savons, c’est-à-dire tout ce que nous pouvons, a fini par s’opposer à ce que nous sommes». Se nos ha dicho, y hemos acabado creyendo, que la emancipación y la libertad significan el derecho a reducir al Otro, y al resto del mundo, a la condición de objeto, útil mientras dé satisfacción. Más intensamente que cualquier otra forma conocida de organización social, la sociedad que se rinde ante el dominio no desafiado y sin límites de la tecnología ha borrado la cara humana del Otro y ha llevado, por tanto, la adiaforización de la sociabilidad humana hasta una profundidad que aún está por descubrir.
Esto no es, sin embargo, más que una vertiente de la realidad emergente, la vertiente del «mundo de la vida» que domina la experiencia cotidiana del individuo. También hay, como hemos apuntado antes, otra vertiente: el voluble, fortuito y errático desarrollo del potencial tecnológico y de sus implicaciones que, vista la potencia de las herramientas, puede conducir fácilmente, sin que nadie lo advierta, a una situación de «acumulación crítica» en la que el mundo estará tecnológicamente creado pero ya no se podrá controlar tecnológicamente. De forma parecida a cómo lo han conseguido en la modernidad, la música, el arte o la filosofía, la tecnología moderna alcanzará finalmente su desenlace lógico y establecerá su propia imposibilidad. Para evitar este resultado se necesita, como señaló Joseph Weizenbaum, nada menos que una nueva ética, una ética de la distancia y de las consecuencias distantes, una ética conmensurable con la misteriosa extensión espacial y temporal de los efectos de la acción tecnológica. Una ética distinta a las morales que conocemos, una ética que supere los obstáculos socialmente levantados de la acción mediada y la reducción funcional del ser humano.
Esta ética es seguramente la necesidad lógica de nuestro tiempo; es decir, si el mundo que ha convertido los medios en fines ha de evitar las consecuencias probables de su propio éxito. El que esta ética esté a la vista, es otra cuestión. Quién más que nosotros, sociólogos y estudiosos de las realidades sociales y políticas, debería ser más propenso a dudar de la posibilidad de que puedan realizarse las verdades que los filósofos, justamente, han demostrado eran lógicamente contundentes y apodícticamente necesarias. Y quién más apropiado que nosotros, sociólogos, para alertar a nuestros semejantes del hiato entre lo necesario y lo real, entre la relevancia de los límites morales para la supervivencia y el mundo decidido a vivir —a vivir felizmente y acaso para siempre— sin esos límites.
(Conferencia de recepción del Premio Amalfi, pronunciada el 24 de mayo de 1990)