8.

Idea de último momento:
racionalidad y vergüenza

Hay una historia de Sobibór: catorce reclusos intentaron escapar. En cuestión de horas los habían atrapado y los condujeron a la explanada del campo. Allí, les dijeron: «Dentro de un momento vais a morir. Pero, antes, quiero que cada uno de vosotros escoja un compañero de muerte». Ellos contestaron: «¡Nunca!». El comandante replicó con tranquilidad: «Si no lo hacéis vosotros, lo haré yo. La diferencia es que yo escogeré a cincuenta, no a catorce». No tuvo que cumplir su amenaza.

En Shoah, la película de Lanzmann, un superviviente de la fuga de Treblinka recuerda que cuando se redujo la actividad de la cámaras de gas les fueron retiradas a los miembros del Sonderkommando sus raciones de comida y, como ya no eran útiles, temieron que se aproximara su exterminio. Recobraron la esperanza de sobrevivir cuando nuevas poblaciones de judíos fueron reunidas y cargadas en trenes con destino a Treblinka.

También en la película de Lanzmann, un antiguo miembro del Sonderkommando, en la actualidad peluquero en Tel Aviv, recuerda que, mientras afeitaba el cabello de las víctimas para hacer colchones para los alemanes, guardaba silencio sobre la finalidad de lo que estaba haciendo e indicaba a sus clientes que se movieran más rápido hacia lo que les habían hecho creer que era un baño comunal.

En la discusión a la que dio origen el profundo y conmovedor artículo «Poor Poles look at the gueto», del profesor Jan Blonski y publicado en 1987 en las páginas del respetado semanario polaco católico Tygodnik Powszecbny, Jerry Jastrzebowski rememora una historia que le contó un familiar de mayor edad que él. La familia se ofreció para ocultar a un antiguo amigo, un judío con aspecto de polaco y que hablaba el elegante polaco de un noble, pero se negó a hacer lo mismo con sus tres hermanas, que tenían aspecto de judías y hablaban con un pronunciado acento judío. El amigo se negó a que le salvaran a él solo. Jastrzebowski comenta:

Si la decisión de mi familia hubiera sido diferente, había nueve posibilidades contra una de que nos mataran a todos [En la Polonia ocupada por los nazis, el castigo por ocultar o ayudar a los judíos era la muerte]. La probabilidad de que nuestro amigo y sus hermanas sobrevivieran en esas condiciones era menor todavía. Y, sin embargo, la persona que me relató este drama familiar y repetía: «¿Qué podíamos hacer? ¡No podíamos hacer nada!», no me miraba a los ojos. Es como si pensara que yo me estaba dando cuenta de que era mentira, aunque los hechos fueran ciertos.

Otro de los que contribuyeron al debate, Kazimierz Dziewanowski, escribió lo siguiente:

Si en nuestro país, en nuestra presencia y ante nuestros ojos asesinaron a varios millones de personas inocentes, fue un acontecimiento tan espantoso, una tragedia tan inmensa que es justo y humano que los que sobrevivieron estén obsesionados y no puedan recobrar la calma […] Es imposible demostrar que se podía haber hecho algo más, aunque tampoco es posible demostrar que uno no podía hacer nada más.

Wladyslaw Bartoszewski, que durante la ocupación estuvo a cargo de la asistencia polaca a los judíos, comentaba: «Sólo puede decir que hizo todo lo que pudo quien lo pagó con el precio de la muerte».

Con diferencia, el más sorprendente de todos los mensajes de Lanzmann es el de la racionalidad del mal (¿o era el mal de la racionalidad?). Una hora tras otra, durante la interminable agonía que supone ver Shoah, se va descubriendo la terrible y humillante verdad que desfila ante nosotros en su obscena desnudez: qué pocos hombres armados fueron necesarios para asesinar a millones.

Resulta asombroso lo asustados que estaban esos pocos hombres con rifles, lo conscientes que se sentían de la fragilidad de su dominio sobre el ganado humano. Su poder se basaba en los vivos condenados en ese mundo inventado, un mundo que ellos, los hombres de los rifles, definían y narraban para sus víctimas. En ese mundo, la obediencia era racional y la racionalidad era obediencia. La racionalidad era provechosa, al menos durante un tiempo, pero es que en ese mundo no había mucho tiempo. Cada paso en el camino hacia la muerte estaba cuidadosamente configurado para que fuera calculable en términos de pérdidas y ganancias, recompensas y castigos. El aire fresco y la música eran la recompensa por la larga e incesante asfixia del vagón para ganado. Un baño, con guardarropas y peluqueros, toallas y jabón, suponía una agradecida liberación de los piojos, la suciedad y el hedor del sudor y los excrementos humanos. Las personas racionales entrarán con tranquilidad, dóciles y alegres, a la cámara de gas si se les permite creer que es un cuarto de baño.

Los miembros del Sonderkommando sabían que decirles a los que se iban a bañar que el cuarto de baño era una cámara de gas era un delito castigado con la muerte instantánea. El crimen no parecería tan abominable y el castigo no sería tan severo si se hubiera conducido a las víctimas a la muerte simplemente con miedo o resignación suicida. Pero basándose sólo en el miedo, las SS hubieran necesitado más tropas, armas y dinero. La racionalidad era mucho más efectiva, fácil de conseguir y más barata. Y, así, para destruirles, los hombres de las SS cultivaban cuidadosamente la racionalidad de sus víctimas.

Un jefe de seguridad sudafricano de alto rango, recientemente entrevistado en una televisión británica, dejó las cosas bien claras: el auténtico peligro del CNA (Congreso Nacional Africano), dijo, no reside en los actos de sabotaje o terrorismo (por espectaculares o costosos que puedan ser), sino en que induce a la población negra, o a gran parte de ella, a hacer caso omiso de «la ley y el orden». Si eso sucediera, incluso el mejor servicio de información y las fuerzas de seguridad más poderosas se encontrarían indefensas (una posibilidad confirmada recientemente por la experiencia de la Intifada). El terror sigue siendo efectivo mientras no se haya pinchado el globo de la racionalidad. El dirigente más siniestro, cruel y sanguinario debe seguir siendo un defensor incondicional de la racionalidad […] o perecer. Al hablar a sus súbditos, debe «dirigirse a la razón». Debe proteger la razón, elogiar las virtudes del cálculo de los costos y los efectos, defender la lógica contra las pasiones y los valores que, de forma poco razonable, no tienen en cuenta los costos y se niegan a obedecer a la lógica.

Por lo general, todos los dirigentes pueden contar con que la racionalidad esté de su lado. Pero los dirigentes nazis, además, cambiaron las apuestas del juego de forma que la racionalidad de la supervivencia convirtiera en irracionales todos los otros motivos de la acción humana. En el mundo creado por los nazis, la razón era el enemigo de la moralidad. La lógica requería que se consintiera el crimen. La defensa racional de la propia supervivencia exigía que no se opusiera resistencia a la destrucción de los otros. Esta racionalidad arrojaba a los que sufrían unos contra otros y destruía su humanidad común. También les convertía en una amenaza y en un enemigo para todos los otros, todavía no marcados por la muerte y a los que de momento se les había concedido el papel de espectadores. Graciosamente, el noble credo de la racionalidad absolvía tanto a las víctimas como a los espectadores de la acusación de inmoralidad y del sentimiento de culpa. Al reducir la vida humana al cálculo de la propia conservación, esta racionalidad robaba la humanidad a la vida humana.

El dominio nazi ha terminado hace mucho, pero su venenoso legado dista mucho de haber desaparecido. Nuestra continua incapacidad para afrontar el significado del Holocausto, nuestra incapacidad para descubrir el engaño de la trampa asesina, nuestro deseo de seguir jugando el juego de la historia con los dados cargados con una razón que minimiza los clamores de la moralidad por irrelevantes o locos, nuestro consentimiento ante la autoridad del cálculo rentable como argumento contra los mandamientos éticos, todo esto es una prueba elocuente de la corrupción que el Holocausto descubrió pero que hizo poco, por lo que parece, por desacreditar.

Dos de los años de mi infancia estuvieron marcados por los heroicos, aunque vanos, intentos de mi abuelo para introducirme en los tesoros de las tradiciones bíblicas. Es posible que no fuera un profesor muy inspirador o acaso yo fuera un discípulo obtuso e ingrato. Lo cierto es que no recuerdo apenas nada de sus lecciones. Sin embargo, una de las historias quedó grabada en mi mente y me obsesionó durante muchos años. Era la historia de un santo sabio que se encontró con un mendigo en el camino mientras viajaba con un burro cargado de sacos de comida. El mendigo le pidió algo para comer. El sabio le replicó: «Espera. Tengo que desatar los sacos». Antes de que terminara de desatarlos, sin embargo, el hambre se cobró a su víctima y el mendigo murió. Entonces el sabio comenzó su plegaria: «¡Castígame, oh Señor, porque no he podido salvar la vida de mi prójimo!». La impresión que me produjo esta historia es casi lo único que recuerdo de la larga lista de las homilías de mi abuelo. Chocaba con todas las enseñanzas que me habían dado hasta entonces mis profesores. La historia me parecía ilógica (que lo era) y, en consecuencia, errónea (que no lo era). Necesité el Holocausto para convencerme de que lo segundo no se sigue necesariamente de lo primero.

Aunque uno sepa que en la práctica no se pudo hacer mucho más para salvar a las víctimas del Holocausto (al menos no sin costos adicionales y probablemente formidables), eso no significa que se puedan poner a dormir los escrúpulos morales. Ni tampoco que sea infundada la sensación de vergüenza de una persona (aunque se pueda demostrar fácilmente su irracionalidad en términos de la propia conservación). Para esta sensación de vergüenza (condición indispensable de la victoria sobre el veneno lento, el pernicioso legado del Holocausto) carecen de toda importancia los cálculos más escrupulosos e históricamente exactos del número de los que «pudieron» y de los que «no pudieron» ayudar o de los que «pudieron» y «no pudieron» ser ayudados.

Incluso los métodos cuantitativos más perfeccionados de investigación de los «hechos» no nos llevarían muy lejos en pos de una solución objetiva (esto es, universalmente concluyente) del asunto de la responsabilidad moral. No existe método científico alguno para decidir si sus vecinos gentiles no evitaron que se llevaran a los judíos a los campos porque los judíos eran dóciles y pasivos o si los judíos raras veces escaparon de sus guardianes porque no tenían a donde escaparse, ya que percibían la hostilidad o la indiferencia del entorno. De la misma manera, tampoco existen métodos para decidir si los adinerados residentes del gueto de Varsovia podrían haber hecho algo más para remediar la suerte de los pobres que morían en las calles de hambre o de hipotermia o si los judíos alemanes se podían haber rebelado contra la deportación de los Ostjuden, o si los judíos con ciudadanía francesa podían haber hecho algo para impedir la incineración de los «judíos no franceses». Peor todavía, sin embargo, el cálculo de las posibilidades objetivas y de los costos solamente consigue desdibujar la naturaleza moral del problema.

La cuestión no es si los que sobrevivieron deberían sentirse colectivamente (luchadores que por momentos sólo pudieron ser observadores, observadores que lo único que podían hacer era temer convertirse en víctimas) avergonzados o se deberían sentir orgullosos de ellos mismos. La cuestión es que solamente esa sensación liberadora de vergüenza puede ayudar a recobrar el significado moral de la pavorosa experiencia histórica y, en consecuencia, ayudar a exorcizar el espectro del Holocausto que hasta el día de hoy anida en la conciencia humana y nos hace descuidar la vigilancia en el presente para poder vivir en paz con el pasado. La elección no es entre vergüenza y orgullo. La elección es entre el orgullo de una vergüenza moralmente purificadora y la vergüenza de un orgullo moralmente arrollador. No estoy seguro de cuál sería mi reacción si un extraño llamara a mi puerta y me pidiera que sacrificara mi vida y la de mi familia para salvar la suya. Nunca me he visto ante una opción semejante. Sin embargo, estoy seguro de que, si me hubiera negado a darle refugio, habría sido capaz de justificar ante otros y ante mí mismo que, teniendo en cuenta el número de vidas salvadas y perdidas, despedir al extraño era una decisión completamente racional. Estoy también seguro de que sentiría una vergüenza irrazonable, ilógica y muy humana. Y también estoy seguro de que, si no fuera por la sensación de vergüenza, esta decisión de despedir al extraño me iría corrompiendo hasta el final de mis días.

El mundo inhumano creado por una tiranía homicida deshumanizó a sus víctimas y a todos los que contemplaron pasivamente esta victimización presionando a ambos para que emplearan la lógica de la propia conservación como absolución por la insensatez y la inactividad morales. No se puede proclamar que alguien es culpable por el simple hecho de perder el control bajo semejante presión. Sin embargo, tampoco se puede excusar a nadie de su propia autodesaprobación por rendirse. Y solamente cuando uno se siente avergonzado por su propia debilidad puede finalmente demoler la prisión mental que perdura una vez desaparecidos aquellos que la construyeron y custodiaron. Hoy, la tarea es destruir esa fuerza de la tiranía para mantener a sus víctimas y a sus testigos presos mucho después de haberse desmantelado la prisión.

Un año tras otro, el Holocausto se va encogiendo hasta alcanzar el tamaño de un episodio histórico que, además, se va desvaneciendo en el pasado. El significado de su recuerdo cada vez implica menos la necesidad de castigar a los criminales o de liquidar las cuentas pendientes. Los criminales que escaparon del castigo son ahora ancianos seniles. Y también lo son, o lo serán pronto, la mayor parte de los que sobrevivieron a sus crímenes, incluso aunque se descubriera a otro asesino, se le sacara de su escondite y se le llevara con retraso ante la justicia, sería cada vez más difícil equiparar la enormidad de su crimen con la santidad de la dignidad del proceso legal (pensemos en la desconcertante experiencia de los procesos a Demianiuk y a Barbie). También van quedando cada vez menos personas que, en la época de las cámaras de gas, fueran lo suficientemente mayores como para poder decidir si debían abrir o cerrar la puerta a los extraños que iban buscando refugio. Si cobrarse el pago de los crímenes o liquidar las cuentas agotaran el significado histórico del Holocausto, se podría dejar que este espantoso episodio se quedara en el lugar en el que aparentemente está (en el pasado) y dejarlo en manos de los historiadores profesionales. Sin embargo, la verdad es que el ajuste de cuentas es simplemente una razón para recordar el Holocausto para siempre. Y una razón menor, como se va demostrando a medida que va perdiendo su importancia práctica.

Hoy, más que nunca, el Holocausto ha dejado de ser una propiedad privada, caso de que lo fuera alguna vez. No es de los que lo perpetraron, para que sean castigados, ni de sus víctimas directas, para que pidan favores, simpatía o indulgencia especiales a cuenta de los sufrimientos pasados, y tampoco de los testigos, para que busquen el perdón o certificados de inocencia. El significado actual del Holocausto es la lección que contiene para toda la humanidad.

La lección del Holocausto es la facilidad con que la mayor parte de las personas, cuando se las pone en una situación en la que no tienen una elección buena o bien esa elección es demasiado costosa, se convencen a sí mismos y se alejan de la cuestión del deber moral (o no se convencen de seguirla) adoptando, por el contrario, los preceptos del interés racional y la propia conservación. En un sistema en el que la racionalidad y la ética apuntan en direcciones opuestas, la humanidad es la principal derrotada. El mal puede hacer su trabajo sucio con la esperanza de que la mayor parte de las personas, durante la mayor parte del tiempo, se abstengan de hacer cosas imprudentes y precipitadas, y resistirse al mal es imprudente y precipitado. El mal no necesita de seguidores entusiastas ni de un público que le aplauda. El instinto de conservación lo hará todo, animado por el pensamiento reconfortante de que, gracias a Dios, todavía no me toca a mí: si ahora me escondo, todavía me puedo escapar.

Y hay otra lección del Holocausto que no es menos importante. Si la primera lección contenía una advertencia, la segunda nos ofrece una esperanza. Es la segunda lección la que hace que merezca la pena insistir en la primera.

La segunda lección nos dice que poner la propia conservación por encima del deber moral no es algo en absoluto predeterminado, inevitable e ineludible. A uno lo pueden presionar para que lo haga, pero no le pueden forzar a hacerlo y, en consecuencia, no puede traspasar la responsabilidad moral de haberlo hecho a los que ejercieron la presión. No importa cuántos eligieron el deber moral por encima de la racionalidad de la propia conservación. Lo que importa es que algunos lo hicieron. El mal no es todopoderoso. Se puede resistir. El testimonio de los pocos que se le resistieron acaba con la autoridad de la lógica de la propia conservación. Demuestra lo que en definitiva es: una elección. Uno se pregunta cuánta gente debe desafiar a esa lógica para que el mal quede incapacitado. ¿Existe un umbral mágico de oposición más allá del cual la tecnología del mal se detenga con un gran ruido de frenos?