7.

Hacia una teoría sociológica
de la moralidad

Propongo ahora estudiar con detalle el problema que se planteaba al final del anterior capítulo: el problema de la naturaleza social del mal o, para ser más precisos, de la producción social de comportamiento inmoral. En capítulos anteriores se han tratado brevemente algunos de estos aspectos, por ejemplo, el de los mecanismos responsables de la producción de indiferencia moral o, más en general, de la deslegitimación de los aspectos morales. A causa de su papel fundamental en la consumación del Holocausto, no se puede decir que un análisis de este último sea completo a menos que incluya una investigación más profunda sobre la relación entre sociedad y comportamiento moral. La necesidad de esta investigación la refuerza el hecho de que las existentes teorías sociológicas en torno a los fenómenos morales demuestran, después de un examen minucioso, no estar capacitadas para dar una explicación satisfactoria de la experiencia del Holocausto. El objetivo de este capítulo es explicar, de forma sencilla, ciertas enseñanzas y conclusiones fundamentales de esa experiencia que una adecuada teoría sociológica de la moralidad, libre de las actuales carencias, debería de tener en cuenta. Una perspectiva más ambiciosa, hacia la que este capítulo solamente dará los primeros pasos, es la construcción de una teoría de la moralidad capaz de dar completa cuenta del nuevo conocimiento generado por el estudio del Holocausto. Cualquier progreso que podamos lograr en esa dirección será un resumen adecuado de las distintas cuestiones analizadas en este libro.

En el orden de cosas que analiza el discurso sociológico, la posición de la moralidad es ambigua y difícil. Se ha hecho muy poco para mejorarla, ya que se considera que tiene poca influencia en el progreso del discurso sociológico, de modo que las cuestiones en torno al comportamiento moral y a la elección moral quedan relegadas a una posición marginal y, en consecuencia, reciben una atención igualmente marginal. La mayor parte de los discursos sociológicos no hace referencia a la moralidad. En esto, la sociología sigue la pauta de la ciencia en general, que en sus inicios consiguió emanciparse del pensamiento religioso y mágico elaborando un lenguaje con el que hacer descripciones completas sin recurrir a nociones tales como «finalidad» o «voluntad». De hecho, la ciencia es un juego de palabras con una regla que prohíbe el uso de vocabulario teleológico. No utilizar términos teleológicos no es condición suficiente para que una frase pertenezca a la narración científica, pero sí es una condición necesaria.

Mientras la sociología se esforzó en regirse por las normas del discurso científico, la moralidad y los fenómenos conexos no acabaron de encajar en el universo social generado, teorizado e investigado por los discursos sociológicos dominantes. Los sociólogos, por lo tanto, concentraron su atención en la tarea de encubrir la distinción cualitativa de los fenómenos morales o de incluirlos dentro de una clase de fenómenos que se pueda narrar sin recurrir al lenguaje teleológico. Ambas tareas, y los esfuerzos que suponían, conducían a negar la independencia de las normas morales. En el supuesto de que sí se reconociera a la moralidad como un factor autónomo en la realidad social, se le asignaba, no obstante, una posición secundaria y derivada que en principio debía permitir explicarla haciendo referencia a fenómenos no morales, es decir, a fenómenos que se pueden tratar clara y totalmente de forma no teleológica. De hecho, la idea misma del planteamiento específicamente sociológico del estudio de la moralidad se ha convertido en sinónimo de la estrategia, por así decir, de la reducción sociológica, la estrategia que se basa en la suposición de que la totalidad de los fenómenos morales pueden explicarse de forma exhaustiva remitiéndose a las instituciones no morales que les confieren su fuerza vinculante.

La sociedad como fábrica de moralidad

La explicación de la causalidad social de las normas morales (esto es, concebir la moralidad como, en principio, deducible de las condiciones sociales y resultante de los procesos sociales) es una estrategia que se remonta por lo menos hasta Montesquieu. Algunos de sus planteamientos como, por ejemplo, el de que la poliginia se debe o bien a un exceso de mujeres o bien al rápido envejecimiento de las mujeres en ciertas condiciones climáticas, se mencionan ahora en los libros de historia principalmente para demostrar, por contraste, el progreso experimentado por la ciencia social desde sus comienzos. Pero, sin embargo, el modelo explicativo que recoge la hipótesis de Montesquieu no sería puesto en tela de juicio durante un largo periodo de tiempo. Forma, de hecho, parte del rara vez cuestionado sentido común de la ciencia social, según el cual la persistencia de una norma moral da fe de la presencia de una necesidad colectiva que con el establecimiento de la norma queda atendida. Por lo tanto, cualquier estudio científico sobre la moralidad debe intentar descubrir estas necesidades y reconstruir los mecanismos sociales que (por medio de la imposición de normas) aseguren su satisfacción.

Si se acepta esta suposición teórica y la consiguiente estrategia interpretativa, lo que sigue es un razonamiento básicamente circular que Kluckhohn expresó muy bien cuando insistía en que la norma o la costumbre moral no existirían si no fueran funcionales (esto es, útiles para satisfacer necesidades o para reprimir tendencias de comportamiento que, si no, serían destructivas, como, por ejemplo, la reducción de la angustia y la canalización de la agresividad innata que consiguen los brujos navajos); o cuando colegía que con la desaparición de una necesidad desaparecía también la norma a la que esa necesidad había dado pie. Cualquier insuficiencia de la norma moral en el cumplimiento de la tarea asignada (esto es, su incapacidad para hacer frente adecuadamente a la necesidad original) debería tener resultados semejantes. Malinowski ha codificado muy explícitamente este método del estudio científico de la moralidad subrayando la esencial instrumentalidad de la moralidad, su subordinación a las «necesidades humanas esenciales», tales como el alimento, la seguridad o la protección contra un clima inclemente.

A primera vista, Durkheim (cuyo tratamiento de los fenómenos morales se convirtió en el canon de la sabiduría sociológica y prácticamente definió el significado del planteamiento sociológico del estudio de la moralidad) rechazó la tentación de relacionar las normas con las necesidades. Después de todo, criticó severamente la idea extendida de que las normas morales obligatorias en una determinada sociedad debían haber obtenido su fuerza vinculante por medio del proceso de análisis y elección consciente (no digamos racional). Durkheim, en abierta oposición con el sentido común de la etnografía del momento, insistía en que la esencia de la moralidad debía buscarse precisamente en su fuerza vinculante, y no en su correspondencia racional con las necesidades que los miembros de la sociedad quieren satisfacer. Una norma es una norma no porque se la haya seleccionado por su idoneidad para cumplir la tarea de fomentar y defender los intereses de los integrantes de una sociedad, sino porque éstos (por medio del aprendizaje o de las amargas consecuencias de la transgresión) se convencen a sí mismos de su obligatoriedad. Sin embargo, las críticas de Durkheim a las interpretaciones existentes de los fenómenos morales no se dirigían contra el principio de la «explicación racional» como tal. Y todavía menos socavaban el método del reduccionismo sociológico. Desde este punto de vista, la divergencia de Durkheim con los métodos interpretativos sociológicos representaba poco más que una pelea familiar. Lo que parecía ser la expresión de un disentimiento radical se quedó reducido, después de todo, a un cambio de énfasis: de las necesidades individuales a las sociales; o, más bien, a la única necesidad suprema a la que ahora se le asignaba prioridad sobre todas las otras, implicara a individuos o a grupos: la necesidad de la integración social. Un sistema moral apoya la pervivencia, y salvaguarda la identidad, de la sociedad que, por medio de la socialización y las sanciones punitivas, le confiere su fuerza vinculante. La continuidad de la sociedad se consigue y sustenta imponiendo restricciones sobre las predilecciones naturales (a-sociales, pre-sociales) de los miembros de la sociedad, es decir, forzándolos a actuar de una manera que no contravenga la necesidad de mantener la unidad de la sociedad.

La revisión de Durkheim consiguió, como mucho, que el razonamiento sociológico sobre la moralidad fuera aún más circular. Si la única razón de ser de la moralidad es la voluntad de la sociedad, y su única función permitir a la sociedad sobrevivir, entonces la cuestión de la evaluación sustantiva de los distintos sistemas morales queda fuera del programa sociológico. Si se reconoce que la integración social es el único marco de referencia dentro del cual se puede llevar a cabo la evaluación, no hay manera de que podamos comparar y evaluar distintamente los diversos sistemas morales. La necesidad a la que sirve cada sistema surge de la sociedad en la que anida, y lo que importa es que debe haber un sistema moral en toda sociedad y no así la sustancia de las normas morales que esta o aquella sociedad aplican con el fin de mantener su unidad. En gros, diría Durkheim, cada sociedad tiene una moralidad porque la necesita. Y al ser la necesidad de la sociedad la única sustancia de la moralidad, todos los sistemas morales son iguales desde el único aspecto en el que se pueden medir y evaluar legítimamente (objetiva y científicamente): su utilidad para satisfacer esa necesidad.

Pero, en el planteamiento de Durkheim sobre la moralidad hay algo más que una enérgica reafirmación de la idea de que las normas morales son productos sociales. Acaso su influencia más importante sobre la ciencia social fue su concepción de la sociedad como una fuerza esencial y activamente moralizadora. «El hombre es un ser moral solamente porque vive en sociedad». «La moralidad, en todas sus formas, nunca se encuentra excepto en la sociedad». «El individuo se somete a la sociedad y esta sumisión es la condición para su liberación. Porque la libertad del hombre consiste en la liberación de las fuerzas físicas ciegas e irreflexivas. Lo logra poniendo en contra de ellas la enorme e inteligente fuerza de la sociedad bajo cuya protección se cobija. Al situarse bajo el ala de la sociedad pasa a depender de ella hasta cierto punto. Pero es una dependencia liberadora. No hay ninguna contradicción en esto». Estas frases memorables de Durkheim y otras semejantes reverberan hasta la fecha en la práctica sociológica. Toda moralidad proviene de la sociedad. No existe vida moral fuera de la sociedad. Como mejor se puede entender a la sociedad es como una planta de producción de moralidad. La sociedad fomenta los comportamientos moralmente regulados y margina, suprime o evita la inmoralidad. La alternativa al dominio moral de la sociedad no es la autonomía humana, sino el gobierno de las pasiones animales. Como los impulsos presociales del animal humano son egoístas, crueles y amenazadores, hay que domesticarlos y sojuzgarlos si queremos mantener la vida social. Si se elimina la coacción social, todos los seres humanos recaerían en la barbarie de la que los ha liberado, aunque sea precariamente, la fuerza de la sociedad.

Esta confianza profundamente arraigada en que la organización social ennoblece, eleva y humaniza no concuerda plenamente con la insistencia de Durkheim en que las acciones son malas porque están socialmente prohibidas en lugar de que están socialmente prohibidas porque son malas. El frío y escéptico científico que hay en Durkheim desacredita todas las pretensiones de que exista otra sustancia en el mal distinta de la que le confiere el que sea rechazado por una fuerza lo suficientemente poderosa para convertir su voluntad en una norma obligatoria. Pero el ferviente patriota y devoto creyente en la superioridad y el progreso de la vida civilizada no puede evitar tener la sensación de que lo que se ha rechazado es, de hecho, el mal, y que ese rechazo debe haber sido un acto emancipador y lleno de dignidad.

Esta sensación está en armonía con la conciencia reflexiva de una forma de vida que, habiendo conseguido y asegurado su superioridad material, sólo puede convencerse de la superioridad de las normas por las que vive. Después de todo, no era la «sociedad como tal», una categoría teórica abstracta, sino la sociedad occidental moderna la que marcaba la pauta de la misión moralizadora. La autoconfianza que permitió que se contemplara la aplicación de normas como un proceso de humanización y no como la supresión de una forma de humanidad a manos de otra sólo pudo derivar de la práctica proselitista y de cruzada de la sociedad «jardinera»[1], específicamente moderna y occidental. Esta misma autoconfianza permitió que las manifestaciones de humanidad no socialmente regladas se desecharan por considerarlas ejemplos de inhumanidad o, como mucho, sospechosas y potencialmente peligrosas. La visión teórica, al final, legitimaba la soberanía de la sociedad sobre sus miembros y también sobre sus rivales.

Una vez que esta autoconfianza se hubo refundido en la teoría social, se produjeron importantes consecuencias en la interpretación de la moralidad. Por definición, los motivos pre-sociales o a-sociales no podían ser morales. Del mismo modo, no se podía articular, mucho menos tomar seriamente en consideración, la posibilidad de que al menos ciertas pautas morales pudieran estar enraizadas en factores existenciales ajenos a las contingentes normas sociales de la cohabitación. Menos todavía se podía concebir, sin caer en la contradicción, que algunas presiones morales ejercidas por el modo existencial humano, por el simple hecho de «estar con otros», pudieran en ciertas circunstancias quedar neutralizadas o suprimidas por fuerzas sociales opuestas. En otras palabras, que la sociedad (además, o en contra, de su «función moralizadora») puede, al menos en algunas ocasiones, actuar como una fuerza «silenciadora de la moralidad».

En tanto en cuanto la moralidad se entiende como un producto social y se explica causalmente haciendo referencia a mecanismos que, cuando funcionan adecuadamente, garantizan su «suministro constante», se tiende a considerar que los acontecimientos que ofenden a los difusos, pero profundamente arraigados, sentimientos morales y se oponen a la concepción común del bien y del mal (de la conducta adecuada o inadecuada) son el resultado de un fallo o de mala gestión de la «industria moral». El sistema de la fábrica ha sido una de las metáforas más poderosas a partir de la cual se ha tejido el modelo teórico de la sociedad moderna de cuya influencia la visión de la producción social de la moralidad nos ofrece un importante ejemplo. La aparición de la conducta inmoral se interpreta como el resultado de un suministro inadecuado de normas morales o bien de un suministro de normas erróneas (es decir, de normas con insuficiente fuerza vinculante). Esto último, a su vez, se achaca a fallos técnicos o de dirección de la «fábrica social de moralidad», en el mejor de los casos, a las «consecuencias imprevistas» de unos esfuerzos de producción torpemente coordinados o a la interferencia de factores ajenos al sistema de producción (esto es, un control defectuoso sobre los factores de producción). Entonces, se teoriza el comportamiento inmoral como una «desviación de la norma» que proviene de la ausencia o debilidad de las «presiones socializadoras» y, en último término, de la imperfección o de los defectos de los mecanismos sociales diseñados para ejercer esas presiones[2]. Considerando el sistema social en su conjunto, esta interpretación indica que existen problemas de dirección que no se han resuelto (de los cuales, la anomia de Durkheim es un ejemplo importante). En niveles inferiores, indica deficiencias en las instituciones educativas, debilitación de la familia o la incidencia de las presiones antimorales ejercidas desde islotes antisociales aún no eliminados. Sin embargo, en todos los casos, la aparición de la conducta inmoral se entiende como una manifestación de impulsos pre-sociales o a-sociales que han escapado de las jaulas fabricadas por la sociedad o que aún no han sido enjaulados. La conducta inmoral supone siempre una vuelta al estado pre-social o el no haber salido de él. Siempre está relacionada con cierta resistencia a las presiones sociales o, al menos, a las presiones sociales «adecuadas» (concepto que, a la luz del esquema teórico de Durkheim, sólo se puede interpretar como idéntico a la norma social, es decir, a los modelos predominantes, al término medio). Al ser la moralidad un producto social, la resistencia a los modelos que la sociedad promueve como normas de comportamiento conduce a la acción inmoral.

Esta teoría de la moralidad le concede a la sociedad (a cualquier sociedad o, en una interpretación más liberal, a cualquier colectividad social, no necesariamente del tamaño de la «sociedad global» pero capaz de mantener su conciencia colectiva por medio de una red de sanciones efectivas) el derecho a imponer su propia visión sustantiva del comportamiento moral. Y concuerda con la práctica por la cual la autoridad social reclama el monopolio de los juicios morales. Acepta tácitamente la teórica ilegitimidad de todos los juicios que no estén basados en el ejercicio de ese monopolio. En consecuencia, a efectos prácticos, el comportamiento moral se convierte en sinónimo de conformidad y obediencia social a las normas que observa la mayoría.

El problema del Holocausto

El razonamiento circular que sigue a la identificación práctica de la moralidad con la disciplina social hace que la práctica cotidiana de la sociología sea punto menos que inmune a la «crisis del paradigma». Existen pocas ocasiones en las que la aplicación del paradigma existente cause desconcierto. El relativismo programático incorporado a esta visión de la moralidad proporciona la válvula de seguridad definitiva en caso de que las normas observadas provoquen una instintiva repugnancia moral. Esto hace que acontecimientos de excepcional poder dramático hagan saltar el paradigma dominante y se empiece una búsqueda febril de bases alternativas para los principios éticos. Sin embargo, la necesidad de esa búsqueda se mira con desconfianza, y se hacen esfuerzos para describir la experiencia dramática de una manera que permita que se adapte al antiguo esquema. Esto se consigue por lo general o bien presentando los acontecimientos como auténticamente únicos y, en consecuencia, irrelevantes para la teoría general de la moralidad (como ajenos a la historia de la moralidad, de la misma manera que la lluvia de meteoritos gigantes no implicaría que hubiera que hacer una reconstrucción de la teoría de la evolución), o bien disolviéndolos en la categoría más amplia y familiar de las limitaciones o subproductos desagradables, aunque normales y corrientes, del sistema de producción de moralidad. Si ninguno de los dos métodos está a la altura de la magnitud de los acontecimientos, se suele utilizar una tercera vía de escape: negarse a admitir la evidencia dentro del universo del discurso de la disciplina y seguir adelante como si no hubiera sucedido.

Las tres estratagemas se han utilizado en la reacción sociológica ante el Holocausto, un acontecimiento, sin duda, con un significado moral enormemente dramático. Como hemos visto antes, se han hecho numerosos intentos de describir el más espantoso de los genocidios como el producto de una red especialmente densa de individuos moralmente deficientes, liberados de las restricciones civilizadas por una ideología criminal y, sobre todo, irracional. Cuando todos estos intentos fracasaron, cuando las investigaciones históricas más escrupulosas certificaron que los autores del crimen eran personas cuerdas y moralmente «normales», se centró la atención en actualizar determinadas clases antiguas de fenómenos perversos y en construir nuevas categorías sociológicas en las que se pudiera incluir el episodio del Holocausto y, de esta manera, domesticarlo y desactivarlo (por ejemplo, explicando el Holocausto en términos de prejuicios o ideología). Finalmente, la forma con mucho más popular de hacer frente a la evidencia del Holocausto ha sido no hacerle frente en absoluto. La esencia y la tendencia histórica de la modernidad, la lógica del proceso civilizador, las esperanzas y obstáculos de la progresiva racionalización de la vida social se suelen estudiar como si no se hubiera producido el Holocausto, como si no fuera cierto, y menos aún debiera considerarse en serio, que el Holocausto «da fe del avance de la civilización»[3] o que «la civilización ahora incluye campos de la muerte y Muselmänner entre sus productos materiales y espirituales»[4].

Y, sin embargo, el Holocausto se resiste tercamente a estos tres tratamientos. Por muchas razones, plantea un problema a la teoría social que no se puede descartar con facilidad, ya que la decisión de descartarlo no está en manos de los teóricos sociales o, por lo menos, no sólo en las suyas. Las respuestas políticas y legales al crimen nazi pusieron sobre el tapete la necesidad de legitimar el veredicto de inmoralidad que se adjudicó a las acciones de un gran número de personas que habían seguido fielmente las normas morales de su propia sociedad. Si la distinción entre lo correcto y lo erróneo, el bien y el mal, se encontraba única y exclusivamente a disposición del grupo social capaz de «coordinar con preeminencia» el espacio social bajo su supervisión (como asevera la teoría sociológica dominante), entonces no habría una base legítima para acusar de inmoralidad a esas personas ya que no violaron las normas del grupo. Podríamos sospechar que si Alemania no hubiera sido derrotada, ninguno de estos problemas se habrían planteado. Pero fue derrotada y la necesidad de enfrentarse con el problema se planteó.

No habría habido criminales de guerra y ningún derecho a juzgar, condenar y ejecutar a Eichmann a menos que hubiera existido alguna justificación para concebir que fuera criminal el comportamiento disciplinado, totalmente conforme a las normas morales que estaban en vigor en ese momento y en ese lugar. Y no habría manera de concebir que el castigo de ese comportamiento fuera otra cosa que la venganza de los vencedores sobre los vencidos (una relación que se puede invertir sin impugnar el principio del castigo) si no hubiera bases supra-sociales o no-sociales para demostrar que las acciones condenadas chocaban contra las normas legales retrospectivamente aplicadas y también contra principios morales que la sociedad puede suspender pero no rechazar de plano. En Las condiciones que resultaron del Holocausto, la práctica legal y, por lo tanto, también la teoría moral, se tuvieron que enfrentar con la posibilidad de que la moralidad se pueda manifestar como insubordinación contra principios defendidos por la sociedad y como una acción abiertamente opuesta a la solidaridad y al consenso social. Para la teoría sociológica, la simple idea de que existan bases pre-sociales del comportamiento moral anuncia la necesidad de una revisión radical de las interpretaciones tradicionales sobre las raíces de las fuentes de las normas morales y de su fuerza vinculante. Este punto lo ha tratado en profundidad Hannah Arendt:

Lo que hemos exigido en estos juicios, en los que los acusados han cometido crímenes «legales», es que los seres humanos sean capaces de diferenciar el bien del mal incluso cuando todo lo que les puede servir de guía sea su propio criterio, que, además, está enfrentado con lo que deben considerar como la opinión unánime de todos los que les rodean. Y esta cuestión es absolutamente seria, ya que sabemos que los pocos que fueron lo suficientemente «prepotentes» como para confiar solamente en su propio criterio no fueron iguales en absoluto a las personas que siguieron obrando de acuerdo a los antiguos valores o a los que se guiaron por sus creencias religiosas. Toda una sociedad respetable sucumbió ante Hitler, de una manera u otra, y eso implica que prácticamente habían desaparecido las máximas morales que determinan el comportamiento social y los mandamientos religiosos («No matarás») que guían la conciencia. Los pocos que fueron capaces de distinguir el bien del mal confiaron solamente en su propio criterio y lo hicieron con toda libertad. No había normas que acatar bajo las cuales se pudieran subsumir los casos particulares con los que se tenían que enfrentar. Tenían que decidir en cada caso a medida que se iba planteando, porque no existían normas para lo que no tenía precedentes[5].

Con estas palabras conmovedoras, Hannah Arendt ha expresado la cuestión de la responsabilidad moral por resistirse a la socialización. Se ha desechado el punto discutible de los fundamentos sociales de la moralidad. Sea cual sea la solución que se ofrezca a este tema, la autoridad y la fuerza vinculante de la distinción entre el bien y el mal no se puede legitimar haciendo referencia a los poderes sociales que la sancionan y refuerzan. Incluso aunque la condene el grupo (o, de hecho, todos los grupos), la conducta individual puede seguir siendo moral. Una acción que recomienda la sociedad (incluso aunque sea toda la sociedad) puede ser inmoral. La resistencia a las normas de comportamiento promovidas por una sociedad dada ni pueden ni deben reivindicar su autoridad de un mandato normativo alternativo promovido por otra sociedad. Por ejemplo, de las tradiciones morales de un pasado que ahora rechaza y denigra el nuevo orden social. En otras palabras, la cuestión de las bases sociales de la autoridad moral es moralmente irrelevante.

Los sistemas morales aplicados socialmente se basan en la comunidad que los promueve y, por lo tanto, en un mundo pluralista y heterogéneo, irremediablemente relativo. Sin embargo, este relativismo no se puede aplicar a la «capacidad humana para distinguir lo correcto de lo erróneo». Esta capacidad se tiene que basar en algo que no sea la conciencia colectiva de la sociedad. Para cualquier sociedad esta capacidad viene dada, de la misma manera que la constitución biológica humana, las necesidades fisiológicas y los impulsos psicológicos. Y hace con ella lo que reconoce hacer con otras realidades inquebrantables: intenta suprimirla, aprovecharla hasta las últimas consecuencias o canalizarla en una dirección que considera útil o inofensiva. El proceso de socialización consiste en la manipulación de la capacidad moral, no en su producción. Y la capacidad moral manipulada supone la presencia no sólo de ciertos principios que posteriormente se convertirán en un objeto pasivo del procesamiento social; incluye, asimismo, la capacidad para oponerse, escapar y sobrevivir a este procesamiento, de forma que al final la autoridad y la responsabilidad de las elecciones morales residan donde lo hacían en un principio: en el ser humano.

Si se acepta esta visión de la capacidad moral, los problemas de la sociología de la moralidad, aparentemente resueltos y cerrados, se abren de nuevo. Hay que reubicar la cuestión de la moralidad. Debe pasar de la problemática de la socialización, educación o civilización (en otras palabras, del ámbito de los «procesos humanizadores» administrados por la sociedad) al área de las instituciones y procesos represivos, creados para mantener los modelos y dirigir las tensiones, y donde la moralidad es uno de los «problemas» que les compete manejar y moldear o transformar. La capacidad moral (el objeto, que no el producto de estos procesos e instituciones) tendrá entonces que descubrir su origen alternativo. Una vez que se rechaza la explicación de la tendencia moral como un impulso, consciente o inconsciente, hacia la solución del «problema hobbesiano», los factores responsables de la presencia de la capacidad moral se deben buscar en la esfera social pero no en la societal El comportamiento moral sólo es concebible en el contexto de la coexistencia, en el «estar con otros», es decir, en un contexto social. Su aparición no se debe a la presencia de organismos supra-individuales de adiestramiento y ejecución, es decir, de un contexto societal.

Las fuentes pre-sociales de la moralidad

El modo de existencia de lo social (a diferencia de la estructura de lo societal) rara vez ha estado en el centro de la atención sociológica. Se cedió alegremente al campo de la antropología filosófica y se consideraba que constituía, como mucho, la lejana frontera exterior de la zona que compete a la sociología propiamente dicha. No existe, por tanto, un consenso sociológico sobre el significado, el alcance de las experiencias y las consecuencias en el comportamiento del hecho primario de «estar con otros». La práctica sociológica todavía tiene que estudiar de qué maneras este hecho puede llegar a ser sociológicamente relevante.

Parece que los métodos sociológicos más comunes no le conceden una importancia o significado especial al hecho de «estar con otros» (es decir, con otros seres humanos). Los otros se difuminan en los conceptos mucho más completos del contexto de la acción, la situación del actor o, más en general, el «entorno», esos vastos territorios en los que se encuentran las fuerzas que impulsan las decisiones del actor en una dirección en concreto, o limitan la libertad de elección del actor, y que contienen los objetivos que atraen la actividad deliberada del actor y, por lo tanto, proporcionan motivos para la acción. A los otros no se les reconoce la subjetividad que los podría diferenciar de los demás componentes del «contexto de la acción». O, mejor dicho, se reconoce su condición singular de seres humanos aunque, en la práctica, no se suele considerar como una circunstancia que exija al actor realizar una tarea cualitativamente distinta. A todos los efectos, la «subjetividad» de los otros se reduce a una previsibilidad decreciente de sus respuestas y, por lo tanto, a una limitación sobre la pretensión del actor de tener completo dominio sobre la situación y sobre la realización eficiente de la tarea fijada. La conducta errática del otro humano, diferente de la de los elementos inanimados del campo de la acción, es una incomodidad. Y, por lo que sabemos, una incomodidad pasajera. El control del actor sobre la situación se ejerce con el propósito de manipular el contexto de la acción del otro e incrementar, de este modo, la probabilidad de una línea de conducta concreta y, en consecuencia, reducir más aún la posición del otro en el horizonte del actor hasta que sea prácticamente indistinguible de la del resto de los objetos relevantes para el éxito de la acción. La presencia del otro humano en el campo de la acción constituye un problema tecnológico. Conseguir el dominio sobre el otro, reducirle a la condición de factor manipulable y calculable de una actividad intencionada es, ciertamente, difícil. Incluso puede que esto exija algunas habilidades especiales por parte del actor (tales como entendimiento, retórica o conocimiento de la psicología) que son prescindibles o inútiles en las relaciones con otros objetos del campo de la acción.

Dentro de esta perspectiva, el significado del otro se reduce a su incidencia sobre la probabilidad de que el actor consiga su objetivo. El otro importa porque (y sólo porque) su volubilidad y su inconstancia resta valor a la probabilidad de que la consecución del objetivo dado se realice con eficiencia. La tarea del actor es garantizar una situación en la que el otro deje de ser importante y se le pueda dejar de tener en cuenta. La tarea y su realización están, por lo tanto, sometidas a una evaluación técnica, no moral. Las opciones que se abren ante el actor en su relación con el otro se dividen en efectivas e inefectivas, eficientes e ineficientes (esto es, racionales e irracionales), pero no correctas y equivocadas, buenas y malas. La situación elemental de «estar con otros» no genera por sí misma (es decir, a menos que la fuercen presiones externas) ninguna problemática moral. Cualquier consideración moral que pueda interferir con ella proviene con toda seguridad del exterior. Cualquier limitación que pueda imponerse sobre la elección del actor no procede de la lógica intrínseca del cálculo de medios y fines. Analíticamente hablando, tiene que provenir de los factores irracionales. En una situación de «estar con otros» absolutamente organizada por los objetivos del actor, la moralidad es una intrusión.

Se puede buscar una concepción alternativa de los orígenes de la moralidad en la famosa descripción de Sartre de la relación ego-alter como el modo de existencia esencial y universal. Sin embargo, no está nada claro que se pueda encontrar ahí. Si del análisis de Sartre surge una concepción de la moralidad, ésta es negativa: la moralidad como límite y no como deber, como limitación y no como estímulo. Desde este punto de vista (aunque sólo desde él), las implicaciones sartrianas sobre la valoración de la situación de la moralidad no difieren de forma significativa de la interpretación sociológica habitual, anteriormente investigada, sobre la función de la moralidad en el contexto de la acción elemental.

La novedad radical consiste, evidentemente, en singularizar a los otros humanos del resto del horizonte del actor como unidades dotadas de una posición y capacidad cualitativamente diferenciadas. En Sartre, el otro se convierte en un alter ego, un semejante, un sujeto como yo, dotado de una subjetividad que puedo imaginar únicamente como réplica de la que conozco por mi experiencia interior. Un abismo separa al alter ego de todos los otros objetos del mundo, reales o imaginarios. El alter ego hace lo mismo que yo: piensa, evalúa, hace proyectos y, mientras hace todo esto, me mira y yo le miro a él. Simplemente por mirarme, el otro se convierte en el límite de mi libertad. Usurpa el derecho a definirme a mí y a mis fines, con lo que socava mi independencia y mi autonomía, comprometiendo mi identidad y mi sensación de encontrarme en el mundo como en casa. La simple presencia del alter ego en este mundo me hace sentir vergüenza y se convierte para mí en causa constante de angustia. No puedo ser todo lo que quiero ser. No puedo hacer todo lo que quiero hacer. Mi libertad se apaga. En presencia del alter ego (es decir, en el mundo) mi ser para mí mismo es también, de forma indeleble, ser para el otro. Cuando actúo, no puedo evitar darme cuenta de esa presencia y también de las definiciones, puntos de vista y perspectivas que supone.

Uno se siente tentado a decir que la inevitabilidad de las consideraciones morales es inherente a la descripción sartriana del estar juntos el ego y el alter. Y, sin embargo, no está nada claro qué obligaciones morales, caso de haber alguna, se pueden determinar de un estar juntos así descrito. Alfred Schutz estaba en todo su derecho de interpretar el resultado del encuentro ego-alter, tal y como lo representa Sartre, de la siguiente manera:

Mis propias posibilidades se han convertido en probabilidades que escapan a mi control. He dejado de dominar la situación o, por lo menos, la situación tiene ahora una dimensión que se me escapa. Me he convertido en un utensilio con el cual y sobre el cual el Otro puede actuar. Me doy cuenta de esta experiencia no por medio de la cognición, sino de un sentimiento de desasosiego e incomodidad que, según Sartre, es una de las características principales de la condición humana[6].

El desasosiego y la incomodidad sartrianos tienen un inconfundible parecido con esa sofocante limitación externa que la perspectiva sociológica común imputa a la presencia de los otros. Para ser más precisos, representan un reflejo subjetivo del apuro que la sociología intenta capturar en la estructura objetiva e impersonal de esa presencia. O, mejor todavía, representan una dependencia pre-cognitiva y emocional de la posición lógica y racional. Las dos representaciones de la condición existencia] quedan unidas por el resentimiento que implican. En ambas, el otro es una contrariedad y una carga. En el mejor de los casos, una dificultad. En un caso, su presencia no exige normas morales, sólo exige las reglas del comportamiento racional. En el otro, moldea la moralidad que engendra como un conjunto de reglas más que de normas (y menos aún como una propulsión interna). Reglas que producen resentimiento de forma natural ya que revelan a los otros seres humanos como una exterioridad hostil de la condición humana, una limitación de la libertad.

Existe, sin embargo, una tercera descripción de la condición existencial del «estar con otros» que puede proporcionar un punto de partida para un planteamiento sociológico original y auténticamente diferente de la moralidad, capaz de revelar y describir aspectos de la sociedad moderna que los planteamientos ortodoxos dejan invisibles. Emmanuel Levinas[7], autor de esta descripción, resume su idea con una cita de Dostoievsky: «Todos somos responsables de todo y de todos los hombres sobre todo y yo más que todos los demás». Para Levinas, «estar con otros», ese atributo primario e inamovible de la existencia humana, significa principalmente responsabilidad. «Como el otro me mira, yo soy responsable de él sin haber asumido siquiera responsabilidades respecto a él». Mi responsabilidad es la única forma en que el otro existe para mí, es la forma de su presencia, de su proximidad:

el Otro no está simplemente cerca de mí en el espacio o cerca de mí como un familiar, sino que se acerca a mí en su esencia en tanto que yo me siento (en tanto que soy) responsable de él. Es una estructura que de ninguna manera recuerda a la relación intencional que, en el conocimiento, nos une al objeto, no importa a qué objeto, incluso un objeto humano. La proximidad no revierte en esta intencionalidad. En particular, no revierte en el hecho de que yo conozca al otro.

De forma más categórica, mi responsabilidad es incondicional. No depende de un conocimiento previo de las cualidades de su objeto, sino que precede a este conocimiento. No depende de una intención interesada dirigida hacia el objeto, sino que la precede. Ni el conocimiento ni la intención se dirigen a la proximidad del otro, al modo específicamente humano de estar juntos. «El vínculo con el Otro queda anudado sólo como responsabilidad». Incluso,

lo aceptemos o lo rechacemos, sepamos o no sepamos cómo asumirlo, seamos capaces o incapaces de hacer algo concreto por el Otro. Decir: me voici. Hacer algo por el Otro. Dar. Ser un espíritu humano, eso es todo […] Yo analizo la relación entre los humanos como si, en la proximidad del Otro (más allá de la imagen que yo elaboro del otro hombre), su rostro, lo que expresa el Otro (y todo el cuerpo humano es en este sentido más o menos como un rostro) fuera lo que me ordena servirle […] El rostro ordena y me ordena a mí. Su significación es una orden significada. Para ser preciso, si la cara significa una orden para mí, no es en la forma en que un signo normal significa su significado. Esta orden es la auténtica significación del rostro.

De hecho, según Levinas, la responsabilidad es la estructura esencial, primaria y fundamental de la subjetividad. Responsabilidad que significa «responsabilidad por el Otro» y, en consecuencia, una responsabilidad «por lo que no es una acción mía o por lo que ni siquiera me importa». Esta responsabilidad existencial, el único significado de la subjetividad, de ser un sujeto, no tiene nada que ver con la obligación contractual. No tiene nada en común tampoco con mi cálculo del beneficio recíproco. No precisa de una expectativa sólida o infundada de reciprocidad, de «mutualidad de intenciones», de que el otro recompense mi responsabilidad con la suya. No asumo mi responsabilidad por orden de una fuerza superior, sea ésta un código moral sancionado con la amenaza del infierno o un código legal sancionado con la amenaza de cárcel. Debido a eso, mi responsabilidad no es una carga y no la llevo como tal. Me hago responsable cuando me constituyo como sujeto. Hacerme responsable es constituirme como sujeto. Por lo tanto, es asunto mío y sólo mío. «La relación intersubjetiva es una relación no simétrica […] Soy responsable del Otro sin esperar reciprocidad, aunque tuviera que morir por ello. La reciprocidad es asunto suyo».

Al ser la responsabilidad el modo existencial del sujeto humano, la moralidad es la estructura primaria de La relación intersubjetiva en su forma más prístina, sin que la afecte ningún factor no moral (como el interés, el cálculo de beneficios, la búsqueda racional de soluciones óptimas o la rendición ante la coacción). La sustancia de la moralidad es un deber hacia el otro (no una obligación), un deber que precede a todo interés. Las raíces de la moralidad son mucho más profundas que los mecanismos societales, como las estructuras de dominación o la cultura. Los procesos societales comienzan cuando la estructura de la moralidad (equivalente a intersubjetividad) ya está allí. La moralidad no es un producto de la sociedad. La moralidad es algo que la sociedad manipula, explota, redirige y bloquea.

Como contrapartida, el comportamiento inmoral, una conducta que renuncia o abdica de la responsabilidad para con el otro, no es el resultado del mal funcionamiento societal. Es, por lo tanto, la incidencia del comportamiento inmoral, no del moral, la que exige que se investigue la administración social de la intersubjetividad.

Proximidad social y responsabilidad moral

La responsabilidad, ese componente básico de todo comportamiento moral, surge de la proximidad del otro. Proximidad significa responsabilidad y responsabilidad es proximidad. Discutir la prioridad relativa de una o de otra es evidentemente gratuito, ya que ninguna de las dos es concebible sola. Desactivar la responsabilidad y, de esta manera, neutralizar el impulso moral que le sigue, debe implicar necesariamente (de hecho, es su sinónimo) sustituir la proximidad por la separación física o espiritual. La alternativa a la proximidad es la distancia social. El atributo moral de la proximidad es la responsabilidad. El atributo moral de la distancia social es la carencia de relación moral o heterofobia. La responsabilidad queda silenciada cuando se erosiona la proximidad. Con el tiempo, se la puede sustituir por el resentimiento una vez que se ha transformado al prójimo en un Otro. El proceso de transformación es el de la separación social. Esa separación fue la que hizo posible que miles de personas asesinaran y que millones observaran el asesinato sin protestar. El logro tecnológico y burocrático de la sociedad racional y moderna fue el que hizo posible esta separación.

Hans Mommsen, uno de los historiadores alemanes más distinguidos de la época nazi, ha resumido recientemente el significado histórico del Holocausto y del problema que crea para el conocimiento de la sociedad moderna de sí misma:

Aunque la civilización occidental ha creado los medios para una destrucción en masa inimaginable, la formación que proporcionan la tecnología y las técnicas de racionalización modernas ha producido una mentalidad puramente tecnocráta y burocrática que personifica el grupo de los que perpetraron el Holocausto, cometieran los asesinatos ellos mismos directamente o prepararan la deportación y la liquidación en los escritorios del Ministerio de Seguridad del Reich (Reichssicherheitshauptamt), en los despachos del servicio diplomático o como plenipotenciarios del Tercer Reich en los países ocupados o satélites. En este sentido, la historia del Holocausto parece ser el mene tekel del Estado moderno.[8]

Consiguiera lo que consiguiera el Estado nazi, lo que es seguro es que logró vencer el obstáculo más formidable para llevar a cabo el asesinato sistemático, intencionado, sin emociones y a sangre fría de la gente, de viejos y jóvenes, de hombres y mujeres: esa «piedad animal que afecta a todos los hombres en presencia del sufrimiento físico»[9]. No sabemos mucho sobre la piedad animal, pero sí sabemos que existe una forma de considerar la elemental condición humana que hace explícita la universalidad de la repugnancia ante el asesinato, la inhibición contra el hecho de producir sufrimientos a otro ser humano y el impulso de ayudar a los que sufren. La universalidad, de hecho, de la responsabilidad personal por el bienestar del otro. Si esto es correcto, entonces el logro del régimen nazi consistió fundamentalmente en neutralizar la incidencia moral del modo existencial específicamente humano. Es importante saber si este éxito estuvo relacionado con las singulares características del movimiento y del gobierno nazi o si se puede explicar haciendo referencia a otros atributos más comunes de nuestra sociedad que los nazis, simplemente, utilizaron con habilidad al servicio de las intenciones de Hitler.

Hasta hace un par de décadas era corriente (no sólo entre los legos, sino también entre los historiadores) buscar la explicación del asesinato en masa de los judíos europeos en la larga historia del antisemitismo europeo. Esta explicación exigía, evidentemente, singularizar el antisemitismo alemán como el más intenso, despiadado y asesino. Después de todo, fue en Alemania donde se gestó y se puso en marcha el monstruoso plan de aniquilar totalmente a una raza. Sin embargo, como recordaremos de los capítulos segundo y tercero, las investigaciones históricas han descartado tanto esta explicación como su corolario. Existe una discontinuidad evidente entre el tradicional y premoderno odio a los judíos y el moderno diseño exterminador indispensable para perpetrar el Holocausto. Por lo que se refiere a la función de los sentimientos populares, el enorme volumen de pruebas históricas demuestra, más allá de cualquier duda razonable, una relación casi negativa entre el sentimiento antijudío basado en la competencia, tradicional y «vecinal», y el deseo de sumarse a la visión nazi de la destrucción total y participar en ella.

Cada vez hay más consenso entre los historiadores en que la perpetración del Holocausto exigió neutralizar, y no movilizar, las actitudes hacia los judíos de los alemanes normales, en que la continuación «natural» del tradicional resentimiento hacia los judíos era más un sentimiento de repugnancia ante las «acciones radicales» de los asesinos nazis que un deseo de cooperar en un asesinato en masa. Y que los miembros de las SS que planificaron el genocidio tuvieron que encaminarse hacia la Endlösung salvaguardando la independencia de su tarea de los sentimientos de la población en general y, en consecuencia, haciéndola inmune a la influencia de las tradicionales, espontáneas y comunales actitudes hacia las víctimas.

Martin Broszat ha resumido recientemente los importantes y sólidos descubrimientos de los estudios históricos: «En las ciudades y pueblos donde los judíos representaban un amplio segmento de la población, las relaciones entre los alemanes y los judíos eran, incluso en los primeros años de la época nazi, relativamente buenas y rara vez hostiles»[10]. Los intentos nazis de azuzar los sentimientos antisemitas y de convertir el resentimiento estático en dinámico (distinción acuñada por Müller-Claudius), es decir, inflamar a la población no comprometida ideológicamente y que no pertenecía al Partido para que cometiera actos violentos contra los judíos o, al menos, apoyara activamente los alardes de fuerza de las SA, fracasaron debido a la repugnancia popular ante la coacción física, a las profundas inhibiciones contra el hecho de provocar dolor y sufrimiento físico y a la tozuda lealtad humana hacia los vecinos, hacia las personas que uno conoce y ha incluido en su mapa del mundo como personas y no como especímenes anónimos de un cierto género. Hubo que suspender y suprimir las vándalas explosiones de los hombres de las SA de los primeros meses del gobierno de Hitler para conjurar la amenaza de la alienación y la rebelión populares. Hitler, aunque estaba encantado de la ostentación antijudía de sus seguidores, se sintió obligado a intervenir personalmente para detener todas las iniciativas antisemitas populares. El boicot antijudío, que se había planificado para que tuviera una duración indefinida, se redujo en el último momento a una «demostración de aviso» de un día, en parte por miedo ante las reacciones extranjeras pero en mayor medida debido a la evidente ausencia de entusiasmo popular por la empresa. Después del día del boicot, el 1 de abril de 1933, los dirigentes nazis se quejaban en sus informes de la apatía generalizada de todo el mundo excepto de los miembros del Partido y de las SA y se consideró que había sido un fracaso. La conclusión que se sacó fue que era necesaria una propaganda continua para despertar y alertar a las masas sobre su papel en la aplicación de las medidas antijudías[11]. No obstante los esfuerzos posteriores, el fracaso del boicot de un día determinó el modelo de todas las medidas antisemitas que exigían, para tener éxito, una participación activa de la población en general. Mientras siguieran abiertos, los comercios y consultorios médicos judíos seguirían atrayendo a clientes y pacientes. Hubo que obligar a los campesinos bávaros y franconios para que dejaran de comerciar con los tratantes de ganado judíos. Como hemos visto anteriormente, la Kristallnacht, el único pogromo masivo oficialmente organizado y coordinado, fue también contraproducente, ya que se esperaba conseguir que el alemán medio participara en la violencia antisemita. Por el contrario, la mayor parte de las personas reaccionaron con consternación ante la visión de las calles llenas de cristales rotos y sus ancianos vecinos conducidos por jóvenes desalmados en coches celulares. Lo que no se puede subrayar demasiado es que todas esas reacciones negativas ante el abierto despliegue de violencia antijudía coincidieron, sin ninguna contradicción aparente, con la aprobación masiva y entusiasta de la legislación antijudía, con la redefinición del judío, la expulsión del judío del Volk alemán y la capa, cada vez más espesa, de prohibiciones y restricciones legales[12].

Julius Streicher, pionero de la propaganda antisemita nazi, consideró que una de las tareas más desalentadoras que su periódico, Der Stürmer, debía realizar era que el estereotipo del «judío como tal» se ajustara a las imágenes personales que tenían sus lectores de los judíos que conocían, vecinos, amigos o socios comerciales. De acuerdo con Denis E. Showalter, autor de una penetrante monografía sobre la corta y tormentosa historia del periódico, Streicher no fue el único que hizo semejante descubrimiento: «Un desafío importante para el antisemitismo político consiste en superar las imágenes del “judío de la puerta de al lado”, el conocido o asociado que vive y respira, cuya simple existencia parece negar la validez del estereotipo negativo del “judío metafísico”»[13]. Parecía haber una relación sorprendentemente pequeña entre las imágenes personales y las abstractas, como si no perteneciera al hábito humano de experimentar la contradicción lógica entre las dos como una disonancia cognitiva o, hablando más en general, como un problema psicológico. Como si, a pesar de que el referente de las imágenes personales y el de las abstractas fuera aparentemente el mismo, no se consideraran en general como nociones que pertenecían a la misma clase, como representaciones que había que comparar, cotejar y finalmente reconciliar o rechazar. Mucho después de que la maquinaria de la destrucción en masa se hubiera puesto en marcha, en octubre de 1943 para ser exactos, Himmler se quejaba ante sus partidarios de que incluso leales miembros del partido, que no habían demostrado ningún remordimiento ante la aniquilación de la raza judía como conjunto, tuvieran sus propios judíos particulares a los que deseaban proteger y dispensar.

«Hay que exterminar al pueblo judío» dicen todos los miembros del partido. «Está claro, es parte de nuestro programa, la eliminación de los judíos, su exterminio, bien, lo haremos». Y luego se presentan todos, los ochenta millones de buenos alemanes, y cada uno de ellos tiene a su judío decente. Por supuesto, todos los demás son unos cochinos, pero este es un judío de primera clase[14].

Parece que lo que separa las imágenes personales de los estereotipos abstractos y evita el enfrentamiento que cualquier reflexión lógica consideraría inevitable es la saturación moral de las primeras y el carácter moralmente neutro y puramente intelectual de las segundas. Este contexto de «proximidad con responsabilidad» dentro del cual se forman las imágenes personales las rodea de una espesa muralla moral prácticamente impenetrable ante los argumentos «simplemente abstractos». Por muy convincente o insidioso que sea el estereotipo intelectual, su zona de aplicación termina abruptamente donde comienza la esfera de las relaciones personales. «El otro», como categoría abstracta simplemente, no tiene nada que ver con «el otro» que yo conozco. El segundo pertenece al ámbito de la moralidad, mientras que el primero está fuera de él. El segundo reside en el universo semántico del bien y del mal y se niega tercamente a que se le subordine al discurso de la eficiencia y la elección racional.

Supresión social de la responsabilidad moral

Ya sabemos que había poca relación directa entre la heterofobia difusa y el asesinato en masa que los nazis organizaron y perpetraron. Lo que sugieren contundentes pruebas históricas es que además el asesinato en masa a una escala que no tenía precedentes no fue (y probablemente no pudo ser) el efecto del despertar, la liberación, la intensificación o el estallido de inclinaciones personales aletargadas. Tampoco tuvo, en ningún sentido, ninguna continuidad con la hostilidad que surge de las relaciones personales directas, por muy agrias y encarnizadas que puedan ser en ocasiones. Existe un límite claro hasta el que puede llegar esa animosidad personal. En casi todos los casos se resiste a que se le haga retroceder hasta detrás de la línea trazada por la responsabilidad elemental sobre el otro que está inextricablemente entretejida con la proximidad humana, en el «vivir con otros». El Holocausto se pudo llevar a cabo con la condición de neutralizar el impacto de los impulsos morales primitivos, de aislar la maquinaria de la muerte de la esfera en la que esos impulsos nacen y funcionan y de hacer que dichos impulsos pasen a ser marginales o irrelevantes para la tarea.

Esta neutralización, aislamiento y marginación fue un logro que el régimen nazi consiguió utilizando los formidables aparatos de la industria, los transportes, la ciencia, la burocracia y la tecnología moderna. Sin ellos, el Holocausto habría sido impensable. La grandiosa visión de una Europa judenrein, del aniquilamiento total de la raza judía, se habría diluido en una multitud de pogromos de mayor o menor calibre perpetrados por psicópatas, sádicos, fanáticos y otros adictos a la violencia gratuita. Aunque crueles y sangrientas, estas acciones no habrían sido conmensurables con el objetivo. Fue la «solución al problema judío» como tarea racional, técnica y burocrática, como algo que le tenían que hacer a una categoría concreta de sujetos un grupo concreto de expertos y organizaciones especializadas (en otras palabras, una tarea despersonalizada que no dependía de los sentimientos ni de los compromisos personales) la que al final demostró que se ajustaba más a la idea de Hitler. Sin embargo, la solución no se podía planificar ni, por supuesto, llevar a la práctica, hasta que no se hubiera eliminado a los futuros objetos de las operaciones burocráticas, es decir, a los judíos, del horizonte de la vida cotidiana alemana, se los hubiera eliminado de la red de relaciones personales y se hubieran convertido, en la práctica, en ejemplares de una categoría, en un estereotipo, en el concepto abstracto del judío metafísico. Esto es, hasta que no hubieran dejado de ser esos «otros» hasta los que llega normalmente la responsabilidad moral y hubieran perdido la protección que ofrece esa moralidad natural.

Después de analizar en profundidad los sucesivos fracasos de los nazis para despertar el odio popular hacia los judíos y ponerlo al servicio de la «solución al problema judío», Ian Kershaw llega a la siguiente conclusión:

En lo que los nazis tuvieron más éxito fue en la despersonalización de los judíos. Cuanto más se forzaba a los judíos a salir de la vida social, más parecían ajustarse a los estereotipos de una propaganda que intensificó, paradójicamente, su campaña contra la «judería» a medida que iban quedando menos judíos en Alemania. La despersonalización incrementó la ya existente indiferencia generalizada de la opinión pública alemana y supuso una fase fundamental entre la violencia arcaica y la aniquilación racionalizada de los campos de la muerte.

La «Solución Final» no habría sido posible sin los pasos progresivos para excluir a los judíos de la sociedad alemana que se dieron abiertamente, que en su forma legal contaron con una amplia aprobación y que tuvieron como consecuencia la despersonalización y la degradación de la figura del judío.[15]

Como ya hemos señalado en el capítulo tercero, los alemanes que se opusieron a las hazañas de los matones de las SA cuando la víctima era el «judío de la casa de al lado» (incluso aquéllos que tuvieron el valor de poner de manifiesto su repugnancia), aceptaron con indiferencia y a menudo con satisfacción las restricciones legales que se impusieron al «judío como tal». Lo que habría conmovido su conciencia moral si se centraba en personas a las que conocían apenas despertaba ningún sentimiento cuando se dirigía contra una categoría abstracta y estereotipada. Observaron con ecuanimidad, o ni advirtieron, la desaparición gradual de los judíos de su mundo cotidiano. Para los jóvenes soldados alemanes y hombres de las SS a los que se había confiado la tarea de la «liquidación» de tantas Figuren, el judío era «solamente una ‘pieza de museo’, algo que se podía contemplar con curiosidad, el fósil de un animal fantástico, con su estrella amarilla en el pecho, un testigo de tiempos pasados pero que no pertenecía al presente, algo que para ver había que viajar hasta muy lejos»[16]. La moralidad no viajó tan lejos. La moralidad tiene tendencia a quedarse en casa y en el presente. Hans Mommsen lo expresa de la siguiente manera:

La política de Hedrich de aislar moral y socialmente a la minoría judía de la mayoría de la población se puso en práctica sin mayores protestas por parte de la gente porque la parte de la población judía que había estado en contacto con sus vecinos alemanes o bien no estaba incluida en la creciente discriminación o se la iba aislando de ellos paso a paso. Sólo después de que la legislación discriminatoria hubiera obligado a los judíos a asumir el papel de parias sociales, absolutamente privados de cualquier comunicación social habitual con la mayor parte de la población, se podía empezar a poner en práctica la deportación y el exterminio sin que temblara la estructura social del régimen[17].

Raúl Hilberg, principal autoridad en la historia del Holocausto, dice lo siguiente sobre los pasos que conducen al silenciamiento gradual de las inhibiciones morales y a la puesta en funcionamiento de la maquinaria de la destrucción masiva:

Un proceso de destrucción en una sociedad moderna, en su forma completa, se estructuraría de acuerdo con el siguiente esquema:

Definición

Despido de empleados y expropiación de firmas comerciales

Concentración

Explotación del trabajo y medidas para que padezcan inanición

Aniquilamiento

Confiscación de efectos personales

Así se determina la secuencia de las fases de un proceso de destrucción. Si se intenta infligir el máximo daño a un grupo de gente, es inevitable que una burocracia, aunque tenga un aparato muy descentralizado y no planifique bien sus actividades, empuje a las víctimas a lo largo de todas estas fases[18].

Estas fases, según sugiere Hilberg, se determinan lógicamente. Forman una secuencia racional, una secuencia que se ajusta a las normas modernas que nos incitan a buscar los caminos más cortos y los medios más efectivos para conseguir el fin. Si intentamos descubrir el principio director en esta solución al problema de la destrucción en masa, descubriremos que las fases sucesivas se organizan de acuerdo con la lógica de la expulsión del ámbito del deber moral (o, para utilizar el concepto que sugiere Helen Fein[19], del universo de las obligaciones).

Las definiciones distinguen al grupo victimizado (todas las definiciones implican dividir la totalidad en dos partes, la marcada y la no marcada) como categoría diferente, de forma que cualquier cosa que se le pueda aplicar no se aplica al resto. El grupo, por el simple hecho de haber sido definido, queda marcado para recibir un trato especial. Lo que es adecuado para la gente «normal» puede no serlo para él. Además, los miembros individuales del grupo se convierten ahora en ejemplares de un tipo. Algo de la naturaleza del tipo acaba filtrándose en sus imágenes individuales, comprometiendo la proximidad originalmente inocente y limitando su autonomía como universo moral que se sustenta a sí mismo.

Los despidos y las expropiaciones hacen pedazos la mayor parte de los contratos generales y sustituyen la pasada proximidad por la distancia física y espiritual. Se elimina efectivamente de la vista al grupo victimizado. Es una categoría de la que, como mucho, se oye algo de forma que lo que se oye no tiene ninguna oportunidad de que se pueda traducir en el conocimiento de los destinos individuales y, por lo tanto, de cotejarlo con la experiencia personal.

La concentración completa el proceso de distanciamiento. El grupo victimizado y el resto ya no se vuelven a encontrar, sus procesos vitales ya no se cruzan y se interrumpe la comunicación. Le suceda lo que le suceda a uno de los grupos ahora segregados, al otro no le concierne, no tiene ningún significado fácil de traducir al vocabulario de las relaciones humanas.

La explotación y la inanición realizan una proeza posterior auténticamente asombrosa: disfrazan la inhumanidad de humanidad. Existen muchas pruebas de jerarcas nazis locales que les pidieron permiso a sus superiores para asesinar a algunos judíos de los que tenían bajo su jurisdicción (mucho antes de que se diera la señal para comenzar los asesinatos en masa) con el fin de evitarles la agonía de la hambruna. Como no había alimentos suficientes para mantener a una masa de población recluida en guetos, a la que anteriormente se le habían robado sus riquezas y rentas, asesinarlos parecía un acto de misericordia, una auténtica manifestación de humanidad. «El círculo diabólico de las medidas fascistas» permitía «crear deliberadamente unas condiciones y estados de excepción intolerables y luego utilizarlos para legitimar pasos todavía más radicales»[20].

Y, de esta manera, el acto final, es decir, el aniquilamiento, no era una desviación revolucionaria. Era, por decirlo de alguna manera, un resultado lógico (aunque, recordémoslo, no previsto al principio) de los muchos pasos que se habían dado antes. Ninguno de los pasos se hacía inevitable por las circunstancias alcanzadas, pero todos y cada uno de ellos hacían que fuera racional elegir el siguiente en el camino a la destrucción. Cuanto más se alejaba la secuencia del acto original de la definición, más la dirigían consideraciones puramente racionales y técnicas y menos tenía que contar con las inhibiciones morales. De hecho, dejaron de ser necesarias.

Los tránsitos entre las fases tenían en común una característica sorprendente. Todos ellos aumentaban la distancia física y mental entre las víctimas intencionadas y el resto de la población, tanto los autores como los testigos del genocidio. En esta cualidad residía su racionalidad inherente desde el punto de vista del destino final y su efectividad en hacer que se completara la tarea de la destrucción. Evidentemente, las inhibiciones morales no funcionan a distancia. Están inextricablemente vinculadas a la proximidad humana. Por el contrario, cometer actos inmorales se hace más fácil con cada centímetro más de distancia social. Si Mommsen tiene razón cuando singulariza como «dimensión antropológica» de la experiencia del Holocausto «el peligro inherente en la sociedad industrial actual de un proceso por el que nos acostumbramos a la indiferencia moral con respecto a las acciones que no están relacionadas de forma inmediata con la propia esfera de la experiencia»[21], entonces debemos buscar el peligro sobre el que nos advierte en la capacidad de la sociedad industrial actual de aumentar la distancia entre los seres humanos hasta un punto en el que las responsabilidades morales y las inhibiciones morales desaparecen.

Producción social de la distancia

Al estar inextricablemente vinculada a la proximidad humana, parece que la moralidad se adapta a la ley de la perspectiva óptica. Cerca del ojo, parece grande y densa. Al aumentar la distancia, la responsabilidad por el otro se consume y las dimensiones morales del objeto se desdibujan hasta que ambas llegan al punto de fuga en que desaparecen de la vista.

Esta cualidad del impulso moral parece independiente del orden social que proporciona el marco de la interacción. Lo que sí depende de ese orden es la efectividad pragmática de las predisposiciones morales, su capacidad para controlar las acciones humanas, para fijar límites al daño que se inflige al otro y para definir los parámetros dentro de los cuales todas las relaciones tienden a estar. El significado y el peligro de la indiferencia moral se hace particularmente acusado en nuestra sociedad moderna, racionalizada, industrial y tecnológicamente competente, porque en una sociedad así, la acción humana puede ser efectiva a distancia y a una distancia que crece constantemente con el progreso de la ciencia, la tecnología y la burocracia. En una sociedad así, los efectos de la acción humana llegan más allá del «punto de fuga» de la visibilidad moral. La capacidad visual del impulso moral, limitada por el principio de la proximidad, permanece constante mientras que la distancia a la que la acción humana puede ser efectiva y tener consecuencias importantes y, por tanto, también el número de personas a las que puede afectar esa acción, crece de forma constante. La esfera de la interacción influida por los impulsos morales queda empequeñecida en comparación con el volumen en expansión de las acciones excluidas de su interferencia.

El éxito notorio que ha tenido la civilización moderna al sustituir el resto de los criterios de actuación por los racionales y definir los criterios «irracionales» (las evaluaciones morales están entre estos últimos) estuvo condicionado de forma decisiva por el desarrollo del «control remoto», es decir, por la ampliación de la distancia hasta la cual la acción humana puede producir efectos. Los remotos y apenas visibles objetivos de la acción están libres de evaluaciones morales. Y, en consecuencia, la elección de la acción que afecta a esos objetivos se encuentra libre de las limitaciones que impone el impulso moral.

Como demostraron de forma espectacular los experimentos de Milgram, el silenciamiento del impulso moral y la suspensión de las inhibiciones morales se consigue precisamente haciendo que los genuinos objetivos de la acción (con frecuencia desconocidos para el actor) sean «remotos y apenas visibles», y no por medio de una abierta cruzada antimoral o por medio del adoctrinamiento para sustituir el antiguo sistema moral por un conjunto de reglas alternativo. El ejemplo más evidente de la técnica que deja a las víctimas fuera de la vista y, por lo tanto, inaccesibles a la valoración moral son las armas modernas. El avance de estas últimas consistió principalmente en eliminar progresivamente la posibilidad de un combate cara a cara, de poder cometer el acto del asesinato en su dimensión humana y lógica. Con armas que distancian y separan en lugar de enfrentar y reunir a los ejércitos enemigos, el entrenamiento que se da a los que manejan las armas para suprimir sus impulsos morales o los ataques directos a la moralidad «pasada de moda» pierden mucha de su anterior importancia, ya que la utilización de las armas parece tener solamente una relación abstracta e intelectual con la integridad moral de los que las usan. En palabras de Philip Caputo, el ethos de la guerra «parece ser un asunto de distancia y tecnología. Nunca te puedes equivocar si matas a personas a larga distancia y con armas muy perfeccionadas»[22]. Mientras uno no vea los efectos prácticos de la propia acción o mientras no pueda relacionar claramente lo que ve con sus actos minúsculos e inocentes tales como apretar un botón o desviar un indicador, no es probable que aparezca el conflicto moral o aparecerá de forma silenciosa. Podemos pensar que la invención de la artillería, capaz de llegar a un blanco invisible para los que manejan los cañones, es un punto de partida simbólico del moderno arte de la guerra y de la irrelevancia concomitante de los factores morales: esa artillería permite la destrucción de un blanco mientras se apunta el cañón en una dirección totalmente diferente.

El logro de las armas modernas se puede interpretar como una metáfora de un proceso mucho más diversificado y ramificado de producción social de distancia. John Lachs ha localizado las características unificadoras de las distintas manifestaciones de este proceso en la introducción, a escala masiva, de la mediación de la acción y del intermediario, el que «se sitúa entre mi acción y yo y me impide experimentarla directamente».

La distancia que percibimos con respecto a nuestras acciones es proporcional a nuestra ignorancia sobre ellas. Nuestra ignorancia, a su vez, es en gran parte la medida de la longitud de la cadena de intermediarios que hay entre nosotros y nuestros actos […] A medida que va desapareciendo la conciencia del contexto, las acciones se convierten en movimientos sin consecuencias. Al no percibir las consecuencias, las personas pueden tomar parte en los actos más abominables sin plantearse siquiera la cuestión de cuál es su función o su responsabilidad. (…)

[Es extremadamente difícil] ver cómo han contribuido nuestras acciones, por medio de sus efectos remotos, a causar sufrimientos. No es evadir la responsabilidad considerar que uno es inocente y condenar a la sociedad. Es el resultado de una mediación a gran escala que conduce inevitablemente a una ignorancia monstruosa.[23]

Una vez se ha mediado la acción, sus efectos finales se sitúan fuera de esa zona relativamente estrecha de relaciones dentro de la cual los impulsos morales conservan su fuerza reguladora. Por el contrario, los actos contenidos dentro de esa zona cargada de moralidad son, para la mayor parte de las personas que toman parte en ellos o para sus testigos, lo suficientemente inocuos como para no someterlos a censura moral. Tanto la minuciosa división del trabajo como la longitud absoluta de la cadena de actos que median entre la iniciativa y sus efectos tangibles dispensa a la mayor parte de los componentes, por decisivos que sean, de la empresa colectiva de la justificación y el escrutinio morales. Siguen estando sometidos al análisis y a la evaluación, pero los criterios son técnicos, no morales. Los «problemas» exigen diseños más certeros y racionales, no exámenes de conciencia. Los actores se ocupan de la tarea racional de encontrar medios más adecuados para llegar a un fin dado (y parcial), no de la tarea moral de evaluar el objetivo final (del cual no tienen más que una vaga idea y del que no se sienten responsables).

Christopher R. Browning, en su detallado relato de la historia de la invención y utilización del infame camión de gas, la solución inicial nazi para la tarea técnica de llevar a cabo el asesinato en masa de forma rápida, limpia y barata, nos ofrece la siguiente descripción del mundo psicológico de la gente que participaba:

Los especialistas, cuyos conocimientos técnicos normalmente no tienen nada que ver con el asesinato en masa, de repente se encontraron con que eran una pieza sin importancia en la maquinaria de la destrucción. Ocupados con procurar, despachar, mantener y reparar vehículos de motor, inesperadamente, cuando les encargaron producir camiones de gas, sus conocimientos e instalaciones pasaron a estar al servicio del asesinato en masa […] Lo que les molestaba eran las críticas y las quejas por los fallos del producto. Los defectos de los camiones de gas eran un reflejo negativo, que había que solucionar, sobre su destreza. Como estaban al corriente de los problemas que se planteaban en el campo, se afanaron por conseguir ingeniosos ajustes técnicos para que su producto fuera más eficiente y les resultara aceptable a los que lo tenían que manejar […] Su mayor preocupación parecía ser que los consideraran inadecuados para realizar la tarea que se les había asignado.[24]

En estas condiciones de división burocrática del trabajo, «el otro» situado dentro del círculo de proximidad donde la responsabilidad moral gobierna sin rival es un compañero de trabajo, y el que pueda llevar a cabo con éxito su propia tarea depende del empeño del actor en la realización de su parte del trabajo; o el inmediato superior, cuya posición depende de la cooperación de sus subordinados; y la persona inmediatamente por debajo en la línea jerárquica, que espera que se definan claramente sus tareas y que sean factibles. Al tratar con estos otros, esa responsabilidad moral que tiende a generar la proximidad adopta la forma de la lealtad a la organización, la expresión abstracta de la red de las interacciones cara a cara. Bajo la forma de lealtad a la organización, los impulsos morales de los actores se pueden utilizar para objetivos moralmente abyectos sin socavar la corrección ética de la relación con el área de proximidad que cubre el impulso moral. Los actores pueden seguir adelante creyendo sinceramente en su propia integridad. De hecho, su comportamiento se ajusta a las normas morales de la única región en la que seguían en vigor otras normas. Browning investigó las historias personales de cuatro funcionarios que trabajaban en la conocida Sección Judía (D III) del Ministerio del Exterior alemán. Descubrió que dos de ellos estaban satisfechos con lo que hacían y que los otros dos preferían que les destinaran a otro puesto.

Ambos consiguieron finalmente salir del D III, pero mientras estuvieron allí llevaron a cabo su trabajo de forma meticulosa. No se oponían abiertamente a la tarea, pero trabajaban en silencio para que les concedieran el traslado. Su prioridad absoluta era mantener sus archivos en orden. Con celo o a regañadientes, el hecho es que los cuatro trabajaban con eficiencia […] Mantenían la máquina en movimiento y el más ambicioso y con menos escrúpulos de ellos le dio un empujón adicional.[25]

La división de tareas y la posterior separación de las mini-comunidades morales de los efectos finales de la operación hace que se consiga la distancia entre los autores y las víctimas de la crueldad que reduce o elimina la contrapresión de las inhibiciones morales. Sin embargo, la distancia adecuada, física y funcional, no se puede conseguir a lo largo de toda la cadena burocrática jerárquica. Algunos de los autores deben encontrarse con las víctimas cara a cara o, al menos, estar tan cerca de ellas como para no poder evitar, ver o ni siquiera suprimir, los efectos que tienen sus acciones. Se necesita otro método para garantizar la distancia psicológica adecuada, incluso en ausencia de las distancias física y funcional Este método lo proporciona una forma específicamente moderna de la autoridad: los conocimientos técnicos.

La esencia de los conocimientos técnicos es la suposición de que para hacer las cosas bien hace falta cierto conocimiento, que este conocimiento se distribuye desigualmente, que algunas personas tienen más que otras, que quienes lo poseen deben estar encargados de hacer cosas y que el estar encargados de hacer cosas les confiere la responsabilidad de que las cosas se hagan. De hecho, se considera que la responsabilidad no reside en los expertos, sino en las técnicas que representan. La institución de los conocimientos técnicos y de la postura asociada hacia la acción social se aproxima mucho al famoso ideal de Saint-Simon (que Marx aprobó con entusiasmo) de la «administración de las cosas, no de las personas». Los actores son simples agentes del conocimiento, portadores del «saber hacer», y su responsabilidad personal se limita a representar adecuadamente este conocimiento, esto es, en hacer las cosas de acuerdo con el «estado del conocimiento», con lo mejor que pueda ofrecer ese conocimiento. Para los que no poseen ese saber hacer, una acción responsable implica seguir el consejo de los expertos. En el proceso, la responsabilidad personal se disuelve en la autoridad abstracta de los conocimientos técnicos.

Browning cita con detalle el memorándum que preparó un experto, Willy Just, en relación con la mejora técnica de los camiones de gas. Just proponía que la compañía que mentaba los camiones redujera el espacio de carga. Los camiones existentes no podían pasar por los difíciles terrenos rusos totalmente cargados, de forma que se necesitaba demasiado monóxido de carbono para llenar el espacio que quedaba vacío y la operación llevaba mucho tiempo y perdía mucha de su eficiencia potencial.

Un camión más corto completamente cargado podría funcionar con mucha más rapidez. Acortar el compartimento trasero no afectaría de forma negativa el equilibrio del peso sobrecargando el árbol delantero, porque «de hecho se produce de forma automática una corrección en la distribución del peso debido al hecho de que el cargamento, en la lucha por alcanzar la puerta trasera durante la operación, siempre se sitúa cerca de ella». Como el conducto de enlace se oxidaba rápidamente debido a los «fluidos», se debe introducir el gas por la parte superior, no por la inferior. Para facilitar la limpieza, se debe practicar en el suelo un orificio de 10 a 30 cm con una cubierta que se pueda abrir desde el exterior. El suelo debe estar ligeramente inclinado y la cubierta tiene que tener un pequeño cedazo. De esta manera, todos los «fluidos» se dirigirán al centro, los «fluidos ligeros» saldrán durante la operación y los «fluidos más densos» se pueden limpiar con una manguera después.[26]

Las comillas son de Browning. Just pensó que era inútil utilizar metáforas ni eufemismos y utilizó el lenguaje de la tecnología, directo y práctico. Como experto en la construcción de camiones, intentaba solucionar el problema del cargamento, no de los seres humanos que luchaban por respirar. Se enfrentaba con fluidos ligeros y densos, no con excrementos y vómitos humanos. El hecho de que la carga fueran personas a punto de ser asesinadas que perdían el control de su cuerpo no le restaba valor a la dificultad técnica del problema. De todas maneras, en primer lugar había que traducir este hecho al lenguaje neutral de la tecnología de la producción de vehículos antes de que se convirtiera en un «problema» que había que «resolver». Uno se pregunta si los que leyeron el memorándum de Just harían una segunda traducción y se encargarían de poner en práctica sus instrucciones técnicas.

Para los cobayas de Milgram, el «problema» fue el experimento organizado y administrado por expertos científicos. Los expertos de Milgram consideraron que los actores por ellos guiados no debían, a diferencia de los trabajadores de la fábrica Sodomka a los que iba destinado el memorándum de Just, tener ninguna duda sobre los sufrimientos que producían sus acciones, que no tenía que haber ni una sola oportunidad para que se pudiera decir «yo no sabía» como excusa. Lo que el experimento de Milgram ha demostrado al final es el poder de los conocimientos y su capacidad para triunfar sobre los impulsos morales. Se puede inducir a personas morales a cometer actos inmorales incluso en el caso de que sepan (o crean) que esos actos son inmorales, siempre y cuando estén convencidos de que los expertos (personas que, por definición, saben algo que ellos no saben) han determinado que esos actos eran necesarios. Después de todo, la mayor parte de las actuaciones que se producen en el seno de nuestra sociedad no están legitimadas porque se hayan discutido sus objetivos, sino por el consejo o la instrucción que ofrece la gente que tiene conocimientos.

Comentarios finales

Reconozco que este capítulo termina mucho antes de haber formulado una teoría sociológica alternativa del comportamiento moral. Su objetivo es mucho más modesto: discutir algunas fuentes de los impulsos morales, distintos de los sociales, y algunas de las condiciones creadas por la sociedad de acuerdo con las cuales el comportamiento inmoral se hace posible. Por lo que parece, incluso una discusión tan sucinta demuestra que la sociología ortodoxa sobre la moralidad necesita una revisión sustancial. Una de las suposiciones ortodoxas que no ha pasado en absoluto el examen es que el comportamiento moral nace del funcionamiento de la sociedad y lo mantienen las instituciones de la sociedad, que la sociedad es esencialmente un dispositivo humanizador y moralizador y que, de acuerdo con esto, se puede explicar la incidencia de la conducta inmoral a una escala que no sea marginal solamente como consecuencia del mal funcionamiento de la ordenación social «normal». El corolario de esta suposición es que la inmoralidad no puede ser, en conjunto, un producto de la sociedad y que hay que buscar sus causas en otro lugar.

El razonamiento de este capítulo es que hay fuertes impulsos morales que tienen un origen anterior a la sociedad, mientras que algunos aspectos de la organización moderna de la sociedad debilitan considerablemente su fuerza limitadora. Es decir, que, en efecto, la sociedad moderna puede hacer que la conducta inmoral sea más admisible y no menos. La imagen mítica promocionada por Occidente de que un mundo sin burocracia ni conocimientos modernos estaría regido por la «ley de la selva» o la «ley del más fuerte» nos demuestra, por una parte, la necesidad que la burocracia moderna tiene de legitimarse a sí misma[27], cuando se dispone a destruir la competencia de normas que derivan de impulsos e inclinaciones que no controla[28] y, por otra parte, hasta qué punto se ha perdido y olvidado la prístina capacidad humana para regular las relaciones recíprocas basándose en la responsabilidad moral. Lo que, por lo tanto, se presenta y concibe como salvajismo que hay que domesticar y suprimir puede resultar ser, después de un cuidadoso examen, el propio impulso moral que el proceso civilizador intenta neutralizar y sustituir por las presiones controladoras que emanan de la nueva estructura de dominación. Una vez que se deslegitimaron y paralizaron las fuerzas morales generadas espontáneamente por la proximidad humana, las nuevas fuerzas que las sustituyeron adquirieron una libertad de maniobra sin precedentes. Pueden generar, a escala masiva, una conducta que sólo los criminales que están en el poder pueden definir como éticamente correcta.

Entre los logros de la sociedad en la esfera de la administración de la moral debemos mencionar: la producción social de distancia, que o bien anula o bien debilita la presión de la responsabilidad moral; la sustitución de la responsabilidad moral por la técnica, que oculta con efectividad el significado moral de la acción, y la tecnología de segregación y separación, que fomenta la indiferencia ante la situación del Otro que, de otro modo, estaría sometido a la evaluación moral y a una respuesta moralmente motivada. También debemos tener en cuenta que todos esos mecanismos que socavan la moralidad se ven reforzados por el principio de la soberanía de los poderes del Estado en la usurpación de la autoridad ética suprema en nombre de la sociedad que gobierna. Excepto por una difusa y con frecuencia inefectiva «opinión pública», los dirigentes de los Estados no tienen ninguna traba para administrar las normas obligatorias en el territorio que está bajo su mando. No faltan pruebas de que cuanto menos escrupulosas sean sus acciones en ese campo, más intensas son las llamadas para su «pacificación» que reconfirman y refuerzan su monopolio y dictadura en el campo de los juicios morales.

Lo que se sigue es que bajo el orden moderno, el antiguo conflicto sofocleo entre la ley moral y la ley de la sociedad no muestra ninguna señal de estar disminuyendo. Si acaso, tiende a hacerse más frecuente y más profundo y se cambian las tornas a favor de las presiones societales que suprimen la moralidad. En muchas ocasiones, comportamiento moral implica adoptar una posición que los poderes existentes y la opinión pública consideran antisocial o subversiva (se diga abiertamente o simplemente se manifieste en la acción o no-acción de la mayoría). En estos casos, fomentar el comportamiento moral supone resistirse a la acción y autoridad de la sociedad dirigidas a debilitarlo. El deber moral tiene que contar con su prístina fuente: la esencial responsabilidad humana por el Otro.

Estos problemas, además de su interés académico, son muy urgentes, y eso nos recuerda las palabras de Paul Hilberg:

Recordad, una vez más, que la cuestión básica era si una nación occidental, una nación civilizada, era capaz de hacer semejante cosa. Y, entonces, poco después de 1945, vemos que el interrogante ha dado una vuelta completa cuando empezamos a preguntarnos: «¿Existe alguna nación occidental que sea incapaz de hacer eso?» […] En 1941 no se esperaba el Holocausto y ésta es la razón fundamental de nuestras angustias posteriores. Ya no nos atrevemos a excluir lo inimaginable.[29]