5.

Solicitar la cooperación
de las víctimas

El «destino» es la interacción entre los autores del crimen y las víctimas.

Raoul Hillberg

Podría parecer que el memorable veredicto de Hannah Arendt —de que si no hubiera sido por la actuación de los colaboradores judíos y por el celo de los Judenräte, el número de víctimas habría sido considerablemente inferior— no resistiría un análisis profundo. Este severo veredicto no resiste un examen cuidadoso debido al hecho de que, a pesar de la amplia gama de actitudes que adoptaron los dirigentes de las comunidades perseguidas, desde el suicidio de Czerniakow, pasando por la activa y consciente cooperación de Rumkowski y Gen con los supervisores nazis, hasta el caso de Bialystok de ayuda semioficial a la resistencia armada, el efecto final fue más o menos el mismo, es decir, la aniquilación casi total de las comunidades judías y de sus dirigentes. También se puede señalar que aproximadamente un tercio de los judíos asesinados murieron sin que los nazis recurrieran a la ayuda, ni directa ni indirecta, de los consejos o de los comités judíos (Hitler declaró oficialmente la guerra contra Rusia como una guerra de aniquilación y los famosos Einsatzgruppen que seguían a la victoriosa Wehrmacht en su primer avance por las tierras soviéticas no se molestaron ni en establecer guetos ni en elegir Judenräte). Del conjunto de las opiniones sobre el impacto que tuvo la cooperación judía sobre la destrucción de los judíos europeos, la que expresa Isaiah Trunk, en la conclusión de una de las investigaciones más amplias y profundas de los registros que quedan de los Judenräte, es el polo opuesto de la de Arendt. De acuerdo con su opinión, «la participación o no participación judía en las deportaciones no tuvo ninguna influencia determinante, ni en un sentido ni en otro, sobre el resultado final del Holocausto en la Europa oriental». Para fundamentar esta conclusión, Trunk señala los numerosos casos en los que el rechazo de los Judenräte oficiales a obedecer las órdenes de las SS tuvo como consecuencia que se les sustituyera por personas más obedientes o incluso que fueran las SS las que realizaran la «selección», prescindiendo enteramente del eslabón judío intermedio (aunque en muchos casos con la ayuda de la policía judía). Efectivamente, los casos individuales de desobediencia eran inefectivos precisamente porque, en muchos otros, los nazis sí podían contar con la cooperación de los judíos y, en consecuencia, perpetrar su operación criminal utilizando solamente una parte muy pequeña de sus propias fuerzas. Lo que no sabemos es si la desobediencia hubiera sido más efectiva si hubieran esperado que fuera universal.

Sin embargo, parece verosímil que donde no se produjo la cooperación, o no en gran escala, la compleja operación del asesinato en masa haría que los administradores se tuvieran que enfrentar con problemas financieros, técnicos y de dirección de una magnitud completamente diferente. Como mencioné en el primer capítulo, los dirigentes de las comunidades sentenciadas llevaron a cabo la mayor parte del trabajo burocrático que la operación exigía (proporcionando informes a los nazis y llevando las fichas de las futuras víctimas), supervisaron las actividades de producción y distribución necesarias para mantener a las víctimas con vida hasta el momento en el que las cámaras de gas estuvieran preparadas para recibirlas, vigilaron a la población cautiva para que las tareas de mantenimiento de la ley y el orden no exigieran ni la inventiva ni los recursos de los captores, garantizaron que el proceso de aniquilación siguiera su curso fijando los objetivos de las distintas fases, enviaron a estos objetivos a lugares en los que se les podía reunir con un mínimo de molestias y movilizaron los recursos financieros necesarios para pagar el último viaje. Posiblemente el Holocausto se habría producido igual sin todas estas ayudas, pero habría pasado a la historia de forma diferente, acaso como un episodio menos aterrador. Simplemente, como otro de los muchos casos de coacción y violencia en masa con el que unos conquistadores sedientos de sangre y guiados por la venganza o el odio comunal castigan a un grupo de población. Por otro lado, con todo esto, el Holocausto hace que el historiador y el sociólogo se tengan que enfrentar a un problema totalmente nuevo. Sirve de ventana a través de la cual se puede entrever que ha sido la moderna acción racional la que ha dado vida a estos procesos. También se puede vislumbrar la nueva fuerza y los nuevos horizontes del poder moderno, que fueron posibles cuando los mencionados procesos se pusieron al servicio de sus objetivos. Por lo que se refiere a este aspecto extraordinario del Holocausto, parece que el marco de referencia y de comparación adecuado nos lo proporcionará el ejercicio «normal» del poder en la organización de la sociedad moderna, y no la sangrienta historia de la violencia genocida espectacular.

De hecho, la rutina del genocidio, por regla general, excluye la cooperación de las víctimas, que fue de tanta importancia en el caso del Holocausto. El genocidio «corriente» no suele tener como objetivo la aniquilación total del grupo; la finalidad de la violencia (si es intencionada y está planificada) es acabar con la categoría marcada (sea ésta una nación, una tribu o una secta religiosa) como colectividad capaz de perpetuarse y de defender su propia identidad. En este caso, se consigue el objetivo del genocidio cuando: 1) el volumen de violencia es lo suficientemente grande como para abatir la voluntad y la resistencia de quienes lo padecen y aterrorizarlos hasta que se rindan ante el poder superior y acepten el orden que les ha sido impuesto; y 2) se priva al grupo marcado de los recursos necesarios para que continúe la lucha. Cuando se cumplen estas dos condiciones, las víctimas se encuentran a merced de sus torturadores. Se les puede forzar a una prolongada esclavitud o bien se les ofrece un lugar en el nuevo orden en los términos que dicten los vencedores pero el desenlace depende por completo del antojo de los triunfadores. Sea cual sea la opción seleccionada, los autores del genocidio salen ganando. Su poder se hace más amplio y sólido y eliminan las raíces de la oposición.

Entre los recursos de la resistencia que deben destruirse para que la violencia sea efectiva (recursos cuya destrucción es el punto fundamental del genocidio y la medida definitiva de su efectividad), la posición más importante la ocupan, con mucho, las élites tradicionales de la colectividad condenada. El efecto primero del genocidio es la «decapitación» del enemigo. Lo que se espera es que el grupo marcado, una vez privado de sus dirigentes y centros de autoridad, pierda la cohesión y la capacidad de mantener su propia identidad y, por lo tanto, su capacidad de defensa. La estructura interna del grupo se derrumbará y éste se convertirá en un conjunto de individuos a los que se puede ir cogiendo de uno en uno para incorporarlos a la nueva estructura administrada o reunirlos a la fuerza en una categoría subyugada y segregada, dominada y vigilada directamente por los administradores del nuevo orden. Es decir, las élites tradicionales de la comunidad condenada son el objetivo inicial del genocidio cuando lo que se pretende es la destrucción del pueblo marcado, en cuanto comunidad, en cuanto entidad autónoma y unida. Las fuerzas de ocupación alemanas, siguiendo el sueño de Hitler de convertir Europa oriental en un vasto Lebensraum para la expansión de la raza alemana y a sus habitantes en futura mano de obra esclava al servicio de las necesidades de los nuevos amos, procedieron a eliminar sistemáticamente todos los vestigios de la estructura política y de la autonomía cultural del país. Persiguieron, encarcelaron e intentaron destruir físicamente a todos los elementos activos de las naciones eslavas conquistadas y evitar la reproducción de las élites nacionales, desmantelando casi todas las instituciones educativas básicas y prohibiendo las iniciativas culturales autóctonas salvo las moralmente corruptoras. Sin embargo, al hacer esto, excluyeron la posibilidad de contar con la cooperación de las naciones esclavizadas para conseguir el grandioso sueño de Hitler (si es que alguna vez consideraron esa posibilidad), excepto, quizás, los servicios auxiliares de los elementos criminales marginales. Los conquistadores se quedaron limitados a sus propios recursos, ya que las élites del país estaban marcadas para la destrucción, y tuvieron que calcular las acciones sobre las naciones invadidas como gastos, no como activos.

Los nazis nunca se propusieron esclavizar a los judíos. Aunque al principio no se pensó en el asesinato en masa como objetivo final, la situación que los nazis querían crear era la total Entfernung, es decir, eliminar de forma efectiva a los judíos del mundo de la raza alemana. A Hider y a sus seguidores no les resultaban de ninguna utilidad los servicios que los judíos les podían ofrecer, ni siquiera como mano de obra esclava. La solución que buscaron era completa, adoptara la forma de emigración, expulsión forzosa o aniquilación física, y por lo tanto era innecesario dispensar un «trato especial» a las élites judías; éstas iban a compartir la misma suerte que sus hermanos; lo que se preparaba para los judíos era para todos, sin excepción, y se aplicaría de la misma manera a todos los miembros de la raza. Puede ser que un efecto anticipado de esta «totalización» del problema judío fuera la supervivencia de la estructura comunal judía, de su autonomía y de su autogobierno mucho después de que factores parecidos de la vida comunal sufrieran un ataque frontal en todas las tierras eslavas ocupadas. Esta supervivencia implica, ante todo, que las élites tradicionales judías conservaron su liderazgo espiritual y administrativo mientras duró el Holocausto. Si acaso, ese liderazgo resultó, incluso, reforzado y se hizo punto menos que indiscutible después de la segregación física de los judíos, cuando se aislaron los guetos con vallas.

Los métodos que se utilizaron para que las élites judías asumieran el nuevo papel de los Judenräte fueron diversos, desde la insistencia nazi en celebrar elecciones en algunos de los guetos más grandes del Este de Europa y en las arraigadas comunidades judías del oeste hasta el nombramiento de los Präses entre un grupo de venerables ancianos reunidos en la plaza del mercado de la ciudad. Y, sin embargo, existen suficientes pruebas de que los supervisores nazis de los «barrios judíos» se esforzaban en apoyar y reforzar la autoridad de los dirigentes judíos elegidos: necesitaban el prestigio de los «consejos judíos» para conseguir la docilidad de las masas judías. En su famoso Schnellbrief, enviado desde Berlín el 21 de septiembre de 1939 a todos los Kommandanten alemanes de las recién ocupadas ciudades polacas, Heydrich subrayaba que los Consejos de Ancianos Judíos debían estar compuestos por «las personalidades influyentes y rabinos que quedaran», y a continuación detallaba una larga lista de tareas vitales, que eran de exclusiva competencia de los Consejos que, por lo tanto, asumían el control y la autoridad. Se puede suponer que una de las perversas causas de la insistencia nazi en hacer todo en los guetos a través de manos judías era hacer que el poder de los dirigentes judíos fuera más visible y convincente. La población judía estaba prácticamente fuera de la jurisdicción de las autoridades administrativas corrientes (en Alemania se hizo de forma gradual y, en los territorios conquistados, repentinamente). Los judíos estaban en manos de sus dirigentes, que, a su vez, recibían órdenes e informaban a una institución alemana que también estaba fuera de la estructura «normal» de poder. Los principios legales y teóricos de la extraña mezcla que había en el gueto, de gobierno autónomo y de aislamiento, los detalló y codificó en 1940 Hermann Erich Seifert:

El judío, como individuo, no existe para las autoridades alemanas en los territorios ocupados. En principio, no se negocia con una persona judía […] sino exclusivamente con los Ältestenräte judíos […] Con la ayuda de sus Ältestenräte, los judíos pueden solucionar por sí mismos todos sus asuntos internos, entre ellos los asuntos de sus comunidades religiosas. Pero, por otro lado, tienen que ejecutar, bajo su propia responsabilidad, las tareas y órdenes dictadas por la administración alemana. Los miembros de los Ältestenräte, casi siempre los más ricos y distinguidos, son responsables personalmente de que esto se cumpla. Sin ninguna duda, este Ältestenrät recuerda remotamente a los Kahals que utilizaba el programa judío ruso [zarista], pero con una gran diferencia: los Kahals eran los que concedían los derechos a los judíos y los defendían, mientras que las obligaciones de los judíos las reciben y distribuyen los Ältestenräte del Gobierno General […] El orden alemán no se discute y no se rebate.[1]

Hacia abajo, los dirigentes judíos ejercían un poder formalmente ilimitado sobre la población cautiva. Hacia arriba, se encontraban a merced de una organización criminal libre de todo control por parte de los órganos constitucionales del Estado. Las élites judías desempeñaron, por lo tanto, un papel mediador fundamental en la incapacitación a los judíos. Además, y esto es atípico de un genocidio, el sometimiento absoluto de la población a la voluntad de sus captores no se consiguió por medio de la destrucción, sino reforzando las estructuras comunales y la función integradora de las élites.

Por lo tanto, y es paradójico, la situación de los judíos durante las fases preliminares de la Solución Final era más parecida a la de un grupo subordinado en el seno de una estructura normal de poder que a la de las víctimas de una operación genocida «normal». Hasta cierto punto, los judíos formaban parte del orden social que los iba a destruir. Eran un eslabón fundamental en la cadena de acciones coordinadas. Su propia actuación era una parte indispensable de la operación total y condición decisiva para que tuviera éxito. Los genocidios «normales» dividen a los actores, sin ningún tipo de ambigüedad, en asesinos y asesinados y, para estos últimos, la resistencia es la única respuesta racional. En el Holocausto, las divisiones eran mucho menos claras. Aparentemente, la población condenada, incorporada a la estructura global de poder y con una serie de tareas y funciones dentro de ella, tenía una gama de opciones entre las que elegir. La cooperación con sus enemigos jurados y futuros asesinos tenía su grado de racionalidad. Los judíos, en consecuencia, se acostumbraron a las condiciones de sus opresores, les facilitaron la tarea y acarrearon su perdición, aunque su actuación fuera guiada por el propósito, racionalmente interpretado, de sobrevivir.

Debido a esta paradoja, los documentos del Holocausto ofrecen una oportunidad única de entender los principios generales de una opresión administrada burocráticamente. El Holocausto fue, evidentemente, un caso extremo de un fenómeno que normalmente se produce de forma mucho más leve y que raramente pretende la aniquilación total del oprimido. Sin embargo, precisamente a causa de su extremismo, el Holocausto reveló aspectos de la opresión burocrática que de otra manera habrían permanecido inadvertidos. En su forma general, estos aspectos tienen una aplicación mucho más amplia. De hecho, hay que tenerlos en cuenta si queremos entender la forma en que funciona el poder en la sociedad moderna. Uno de los más importantes es la capacidad del poder moderno, racional y organizado burocráticamente de inducir acciones funcionalmente indispensables para sus fines y que son totalmente contrarias a los intereses vitales de los actores.

«Aislar» a las víctimas

Esta habilidad no es universal. Para poseerla, la burocracia debe cumplir otras condiciones, además de su propia jerarquía interna de mando y los principios de la acción coordinada. La burocracia tiene que estar, por encima de todo, completamente especializada y tener un monopolio incondicional sobre la función especializada que lleva a cabo. En términos sencillos, esto significa que, haga lo que haga la burocracia a los objetos que ha elegido, debe estar explícitamente dirigido a ellos y, por lo tanto, no es probable que afecte a la situación de otras categorías. Y los objetos elegidos deben permanecer dentro de la competencia de esta burocracia especializada y de ninguna otra institución. El resultado de la primera condición es la improbabilidad de que ninguna interferencia exterior altere el proceso burocrático. Es poco probable que los grupos no afectados se apresuren a rescatar a la categoría objetivo, ya que los problemas con que se tienen que enfrentar no suelen tener un común denominador y, por lo tanto, no dan pie a una actuación unida e integrada. Una vez que se cumple la segunda condición, la categoría objetivo sabe, o descubre enseguida, que cualquier apelación a centros de autoridad distintos de los de la burocracia de quien dependen son vanos o inefectivos; en algunos casos, estas apelaciones se pueden interpretar como una infracción de las reglas, que solamente esa burocracia tiene potestad para definir, y, por lo tanto, tienen consecuencias más siniestras todavía que la sumisión a la autoridad burocrática. Entre las dos, dejan a la categoría objetivo sola con «su propia» burocracia como único marco de referencia para tomar decisiones racionales. En otras palabras, la burocracia que dirige una política de objetivos y dispone del derecho exclusivo a acometerla, tiene plena competencia para definir los parámetros del comportamiento de sus víctimas y, por lo tanto, puede incluir los motivos racionales de las víctimas entre los recursos que puede utilizar para realizar su tarea. Antes de que el poder burocráticamente organizado pueda contar con la cooperación de la categoría que se va a destruir o perjudicar, tiene que «aislarla» de forma efectiva. O bien trasladarla físicamente del contexto de la vida cotidiana y de las preocupaciones de los otros grupos o separarla psicológicamente por medio de definiciones discriminadoras abiertas y claras y haciendo hincapié en la singularidad de la categoría objetivo.

En un discurso que pronunció en abril de 1935, el rabino Joachim Prinz de Berlín resumió la experiencia de la categoría aislada: «El gueto es el ‘mundo’. Fuera también es el gueto. En el mercado, en la calle, en la taberna, todo es gueto. Y tiene una señal. Esa señal es la falta de vecinos. Acaso esto no haya sucedido nunca en el mundo y nadie sabe cuánto tiempo se puede soportar; la vida sin vecinos …»[2]. Ya en 1935 las futuras víctimas del Holocausto sabían que se encontraban solas. No podían contar con la solidaridad de otras personas. El sufrimiento por el que estaban pasando era sólo suyo. Personas físicamente próximas se encontraban infinitamente alejadas espiritualmente, porque no compartían las mismas experiencias. Y la experiencia del sufrimiento no es fácil de comunicar. Los judíos por los que hablaba el rabino Prinz sabían que los funcionarios de las secciones encargadas de los judíos estaban al mando del juego: ellos ponían las reglas, las cambiaban a voluntad y decidían las apuestas. Sus acciones eran, por lo tanto, los únicos hechos sólidos en los que centrarse y a tener en cuenta pata la propia actuación. La retirada del mundo exterior redujo los límites de la «situación». Ahora había que definirla únicamente en términos del poder de los perseguidores, para el que no había apelación. «La desaparición física de los judíos pasó inadvertida en gran parte porque los alemanes los habían eliminado hacía mucho tiempo de sus corazones y de sus mentes»[3]. El aislamiento espiritual fue lo primero y se consiguió utilizando una amplia variedad de métodos.

El más evidente fue un llamamiento claro al antisemitismo popular y el fomento de los sentimientos antisemitas de la gente que hasta entonces permanecía indiferente o desconocía que existiera un «problema judío». Esto es lo que hizo la propaganda nazi, y lo hizo hábilmente, sin invertir gastos ni esfuerzos. Se acusó a los judíos de crímenes odiosos, intenciones funestas y vicios hereditarios repugnantes. Sobre todo, en relación con la sensibilidad sobre la higiene de la sociedad moderna, se estimularon temores y fobias que suelen ir asociados con los parásitos y las bacterias y se apelaba a la obsesión del hombre moderno por la salud y la higiene. El hecho de ser judío se consideraba una enfermedad contagiosa y sus portadores eran una versión actualizada de la Peste Negra. Tener relaciones sexuales con judíos estaba preñado de peligros. Se emplearon los mismos mecanismos sociopsicológicos que se utilizan para producir una reacción de repulsión y de asco ante la visión de carne cruda o el olor de la orina humana, tan bien descritos por Norbert Elias en su informe sobre el proceso civilizador, para conseguir que la simple presencia de los judíos fuera nauseabunda y repelente.

Había, sin embargo, límites para la efectividad del evangelio antisemita. Mucha gente demostró que era inmune a la propaganda del odio o, más generalmente, a la interpretación irracional del mundo que la propaganda exigía que aceptaran. Mucha más todavía, aunque protestó poco por la definición oficial del hecho de ser judío, se negó a aplicarla a los judíos que conocía. Si la propaganda antijudía hubiera sido el único medio de «aislar» a los judíos de la vida comunal, lo más probable es que hubiera sido un fracaso. El resultado, como mucho, habría sido la separación de la población en dos grupos, los que odiaban fanáticamente a los judíos y la masa, acaso peor integrada y peor organizada, aunque razonablemente efectiva, de los que no colaboraban y defendían activamente a los «indebidamente convertidos en víctimas». Con toda seguridad, no habría sido suficiente para eliminar a los judíos «de los corazones y de las mentes» de los alemanes de forma tan radical como para que la posterior destrucción física de los judíos no despertara ninguna oposición ni resentimiento.

Sin embargo, el impacto de la propaganda antisemita lo apoyó y reforzó considerablemente el cuidado que se tuvo en apuntar todas las medidas antisemitas directamente al objetivo de forma que todos los actos sucesivos, aunque no fueran efectivos para su finalidad declarada, hacían más profunda la separación entre los judíos y el resto y además le daban más énfasis al mensaje. Por muy atroces que sean las cosas que les pasan a los judíos, en definitiva no tienen ninguna influencia adversa sobre la situación del resto de la población y, por lo tanto, no deben preocupar a nadie más que a los judíos. Sabemos ahora, a partir de profundas investigaciones sobre las pruebas históricas, la gran cantidad de energía que los burócratas nazis y los expertos que contrataron dedicaron a elaborar la definición adecuada de los judíos. Esto, aparentemente, es una sutileza legalista y parece ridícula y fuera de lugar al lado de la violencia brutal y sin escrúpulos. De hecho, la búsqueda de una definición legalmente perfecta fue algo más que el último vestigio de la Jurisprudenzkultur de la que los nazis no se pudieron librar o un homenaje a la tradición, todavía no olvidada, del Rechtsstaat. La definición precisa de los judíos era necesaria para garantizar a los testigos del sacrificio que lo que estaban viendo o lo que sospechaban no les sucedería a ellos y, por lo tanto, que sus intereses no estaban amenazados. Para conseguirlo se necesitaba una definición que se pudiera utilizar para decidir exactamente quién era judío y quién no lo era, una definición que eliminara toda posibilidad de casos poco claros, intermedios, mezclados o equívocos que permitieran una interpretación contradictoria. Por absurdas que fueran en sustancia y en su aparente relevancia funcional, las Leyes de Núremberg sirvieron espléndidamente bien para este fin[4]. Dejaron una especie de tierra de nadie entre los judíos y los no judíos. Crearon una categoría de personas destinadas para Sonderbehandlung y, finalmente, para la aniquilación. Sin embargo, también crearon, de un solo golpe, una categoría mucho más amplia de ciudadanos del Reich limpios y fuera de peligro, los alemanes de sangre pura. Este mismo objetivo se buscó, con diversos grados de éxito, cuando se marcaron los comercios judíos, lo que implicaba que los no marcados eran adecuados y seguros, o cuando se obligó a los restos de la judería alemana a adornar su ropa con estrellas amarillas. En efecto, «aunque pueda sorprender, la cuestión judía no tenía el mínimo interés para la gran mayoría de los alemanes». Cuando el Reich se trasladó hacia el este y llegó el momento de la Aussiedlung, la mayor parte de la gente «probablemente pensó muy poco y preguntó menos sobre lo que les estaba sucediendo a los judíos en el Este. Los judíos estaban fuera de la vista y también fuera de la mente […] La carretera a Auschwitz la construyó el odio, pero la pavimentó la indiferencia»[5].

El proceso de separación fue acompañado por un silencio ensordecedor de todas las élites establecidas y organizadas de la sociedad alemana, de todos los que en teoría podían alzar su voz contra el desastre inminente y hacerse oír. Se puede suponer que parte de la razón de que esto sucediera fue la gran simpatía que se experimentaba por el plan maestro de la Entfernung de una cultura que se consideraba, por diversas razones, extraña e indeseable. La captura del poder del Estado por parte de los nazis no modificó las normas de la conducta profesional. Esta última seguía siendo leal, como lo ha sido desde antes del amanecer de la era moderna, al principio de la neutralidad moral de la razón y a la búsqueda de la racionalidad, que no tolera compromisos con factores que no tengan relación con el éxito técnico de la empresa. Las universidades alemanas, lo mismo que las de otros países modernos, cultivaron cuidadosamente el concepto del ideal de la ciencia, otorgaban a sus pupilos el derecho y el deber de servir a los «intereses del conocimiento» y de restar importancia a otros intereses con los que podía estar en pugna el bienestar de los objetivos científicos. Si recordamos esto, entonces el silencio e incluso la cooperación entusiasta de las instituciones científicas alemanas en la puesta en práctica de las tareas nazis deja en parte de causar asombro. El estadounidense Franklin H. Littell insiste en que cuanto menos asombrosos sean, más preocupantes son, o al menos deberían serlo, el silencio y la cooperación:

La crisis de credibilidad de la universidad moderna tiene su origen en el hecho de que no fueran analfabetos, ignorantes ni salvajes sin instrucción quienes planificaron, construyeron o idearon los campos de la muerte. Los centros de la muerte fueron, lo mismo que sus inventores, producto de lo que había sido, durante muchas generaciones, uno de los mejores sistemas universitarios del mundo. (…)

Nuestros graduados trabajan sin mayores conflictos de conciencia para el Chile socialdemócrata o para el Chile fascista, para la junta griega o para la república griega, para la España de Franco o para la España republicana, para Rusia, para China, para Kuwait o Israel, para los Estados Unidos, Inglaterra, Indonesia o Pakistán […] Esto resume, aunque ásperamente, la función histórica de los técnicos formados, aquéllos que han sido «instruidos» en las técnicas dentro de la indiferencia moral, ética y religiosa de la universidad moderna.

A continuación procede a denunciar que, durante muchos años, ha sido más sencillo en su país discutir sobre el abuso y el mal uso que de la ciencia hicieron los nazis que de los servicios que ofrecían las universidades estadounidenses a «Dow Chemical, Minneapolis, Honeywell, las líneas aéreas Boeing o a ITT en la restauración del fascismo en Chile»[6].

Lo que realmente les importaba a las élites científicas alemanas (y más en general, a las intelectuales) y a sus miembros más cualificados y más distinguidos era preservar su integridad como eruditos y portavoces de la Razón. Y esa tarea no incluía ninguna preocupación (y la excluía en caso de conflicto) por el significado ético de su actividad. Como descubrió Alan Beyerchen, en la primavera y el verano de 1933, las luminarias de la ciencia alemana, gente como Planck, Sommerfeld, Heisenberg o Von Laue, «aconsejaron paciencia y moderación al tratar con el gobierno, especialmente en todo lo relacionado con destituciones y emigración. El objetivo fundamental era preservar la autonomía profesional de su disciplina evitando cualquier enfrentamiento y esperar que se reanudaran la vida y los procedimientos ordenados»[7]. Todos querían salvar y defender lo que les importaba y lo lograron, en cuando que demostraron su buena disposición para olvidar las cosas que importaban menos. Demostrar esa buena disposición resultó sencillo, ya que la «vida ordenada» que se reanudó después de las extravagancias de la luna de miel nazi no era muy diferente de aquella a la que los profesores estaban acostumbrados y valoraban tanto. Lo único que sucedió fue que algunos de sus antiguos colegas habían desaparecido y que tenían que saludar de forma diferente cuando entraban en una clase llena de estudiantes uniformados. Había una gran demanda de sus servicios profesionales, que eran muy apreciados, disponibilidad de fondos para proyectos ambiciosos y científicamente apasionantes, y eso era impagable. Heisenberg fue a ver a Himmler para asegurarse de que a sus colegas y a él, es decir, a todos menos a los que habían desaparecido, se les permitiría hacer todo lo que quisieran. Himmler le aconsejó hacer una cuidadosa distinción entre los descubrimientos científicos y la conducta política de los físicos. A Heisenberg le debió sonar a música celestial, porque ¿no era eso lo que le habían enseñado desde el principio? Así que «no se mordió la lengua, apoyó activamente la causa nazi, especialmente en el extranjero y durante las hostilidades, y dirigió diligentemente uno de los dos equipos encargados de diseñar explosivos atómicos, estimulado, sin ninguna duda, como inveterado animal científico que era, por el deseo de ‘ver’ y conseguirlo»[8].

Joachim C. Fest escribió: «La historia de la retirada del poder de los intelectuales siempre es la historia de una renuncia voluntaria y si cabe alguna resistencia es simplemente la resistencia a caer en la tentación de suicidarse»[9]. Así, los intelectuales, víctimas convertidas en cortesanos del estilo nazi de «vida pacífica», encontraron muy pocas razones para suicidarse y muchas para rendirse voluntariamente y a veces con entusiasmo.

Lo notable de esta rendición es que resulta difícil decir dónde empieza y es prácticamente imposible prever dónde puede terminar. Durante la Kristallnacht, la esposa de un eminente orientalista, el profesor Khale, fue descubierta cuando ayudaba a su amiga judía a recoger su tienda destrozada. A su marido le boicotearon hasta tal punto que se vio obligado a dimitir.

Los meses intermedios fueron como un periodo de cuarentena durante el cual tres personas, ajenas al círculo social y profesional del profesor le llamaron al amparo de la oscuridad. Recibió otra comunicación del mundo exterior, una carta de un grupo de colegas en la que expresaban su pesar por que hubiera perdido una salida honorable de la universidad a causa de la falta de intuición de su esposa.[10]

Otra cosa notable de la rendición es que, por muy dolorosa que resulte al principio, acaba desplazándose desde la vergüenza hasta el orgullo. Los que se rinden se convierten en cómplices del crimen y resuelven convenientemente la disonancia cognitiva que genera la complicidad. Las personas que observaban con desdén y asco las iniciativas antisemitas de la propaganda nazi y guardaron silencio «sólo para salvar los grandes valores» se encontraron pocos años después regocijándose de la bendita limpieza y de las universidades y de la pureza de la ciencia alemana. Su propio antisemitismo racional

se hizo más fuerte a medida que la persecución contra los judíos se iba haciendo peor. La explicación es simple aunque deprimente: cuando la gente sabe, aunque sólo sea con la mitad de la cabeza, que se está cometiendo una gran injusticia y no tiene ni el valor ni la generosidad para protestar, automáticamente echa la culpa a las víctimas, ya que ésta es la forma más sencilla de calmar su conciencia.[11]

De una u otra forma, la soledad de los judíos de Alemania era absoluta. Vivían en un mundo sin vecinos. Por lo que concierne a su destino, los otros alemanes era como si no existieran. El mundo judío contenía el poder nazi como único otro agente. Definieran como definieran su situación los judíos, esta situación se reducía a un solo factor: las acciones que sus perseguidores nazis estimaban oportunas. Como seres racionales, los judíos tuvieron que ajustar su conducta a las respuestas nazis. Como seres racionales, los judíos tuvieron que aceptar que había un vínculo lógico entre las acciones y las reacciones y que, por lo tanto, había acciones más razonables y aconsejables que otras. Como seres racionales se tuvieron que guiar por los mismos principios de comportamiento que, los que apoyaban sus carceleros burocráticos, es decir, eficiencia, mayores ganancias y menos gastos. Como los nazis tenían el dominio sobre las reglas y las apuestas, del juego, podían utilizar la racionalidad judía a modo de recurso para conseguir sus propios fines. Pudieron arreglar las reglas y las apuestas de forma tal que cada paso racional haría más grande la indefensión de sus futuras víctimas y les acercaría un poco más a la destrucción final.

El juego de «salva lo que puedas»

El juego en el que los nazis obligaron a los judíos a participar era el de la muerte y la supervivencia y, por lo tanto, la acción racional, en su caso, sólo podía estar dirigida a incrementar las oportunidades de escapar de la destrucción o de limitar la escala de la destrucción. El mundo de los valores se redujo a uno, permanecer con vida o, al menos, éste eclipsaba a los demás. Ahora parece muy claro, pero no tenía por qué parecérselo a las víctimas en aquel momento y, con toda seguridad, no en las primeras fases de la «carretera tortuosa hacia Auschwitz». Ahora sabemos que los propios nazis, incluidos sus dirigentes, no empezaron su guerra contra los judíos con una clara noción de su resultado final. La guerra empezó con un objetivo modesto, la Entfernung, el apartar a los judíos de la raza alemana y, a largo plazo, conseguir una Alemania judenrein. En el transcurso de la búsqueda burocrática de este objetivo, y bajo su impacto, fue cuando, en alguna fase posterior, la destrucción física de los judíos pasó a ser «racional» como «solución» y también tecnológicamente posible. Sin embargo, incluso cuando la fatídica decisión de Hitler de asesinar a todos los judíos rusos abrió nuevos horizontes y opciones que anteriormente los «expertos en la cuestión judía» no habían tenido en consideración, mantener en secreto la naturaleza de la Solución Final era parte integrante y fundamental del proyecto nazi. Llevar a las víctimas a las cámaras de gas se denominaba «reasentamiento» y la identidad de los campos de la muerte se disolvía en la vaga idea de «el Este». Cuando los portavoces del gueto/hicieron un llamamiento a los jefes de las SS para que les dijeran si eran ciertos los persistentes rumores de los próximos asesinatos, los alemanes simple y llanamente negaron la verdad. El secreto se mantuvo, literalmente, hasta el último momento. Uno de los de delitos por los que se castigaba con la muerte inmediata a los miembros judíos del Sonderkommando a cargo de las cámaras de gas y los crematorios era decir a los recién llegados que se apeaban de los vagones de ganado que los edificios que se veían desde la plataforma no eran los baños comunales. La razón no era, por supuesto, aliviar la agonía y la angustia de las víctimas, sino conseguir que entraran en la cámara de gas voluntariamente y sin oponer resistencia.

Es decir, en todas las etapas del Holocausto las víctimas se enfrentaban con una opción, por lo menos, subjetivamente, ya que objetivamente la elección ya no existía debido a que se le había adelantado la decisión secreta de la destrucción física. No podían elegir entre situaciones buenas y malas pero, al menos, podían elegir entre las malas y las peores. Y, lo que es más importante, podían esquivar algunos golpes si manifestaban que merecían una exención o un trato especial. En otras palabras, tenían algo que salvar. Para que el comportamiento de sus víctimas fuera predecible y, en consecuencia, manipulable y controlable, los nazis tuvieron que inducirlos a que actuaran «de forma racional» para conseguirlo, tuvieron que hacer creer a sus víctimas que realmente podían salvar algo y que existían unas normas muy claras sobre cómo comportarse para conseguirlo. Había que convencer a las víctimas de que el trato que se dispensaría al grupo no iba a ser uniforme, que se iba a diversificar y que, en cada caso, dependería de los méritos individuales. En otras palabras, las víctimas tenían que pensar que su conducta tenía importancia y que su situación se podía modificar dependiendo de lo que hicieran.

La simple existencia de categorías definidas burocráticamente de distintos grados de derechos y privaciones fomentó frenéticos esfuerzos para conseguir una «reclasificación», para demostrar que uno «merecía» que se le asignara una categoría mejor. En ningún caso fue esto más evidente que en el de la Mischlinge, una «tercera raza» creada por la legislación alemana y extrañamente situada entre los «judíos completos» y los irreprochables miembros del Volk alemán. «A causa de estas discriminaciones, la presión para conseguir un trato especial se aplicó a los colegas, superiores y amigos. En consecuencia, en 1935, se creó un procedimiento para reclasificar a un Mischlinge en una categoría superior […] Este procedimiento recibió el nombre de Befreiung, es decir, “liberación”». El saber que los esfuerzos no son necesariamente en vano, que se puede apelar con éxito contra el veredicto de la sangre y anularlo añadió celo a las presiones. Se podía, muchos lo lograron, conseguir una echte («genuina») liberación si se demostraban los méritos que se tenía. El tribunal supremo alemán determinó que «la conducta no era suficiente, lo que era decisivo era la actitud que revelaba la conducta». Un Mischling que hubiera contribuido de manera destacable a la destrucción de los judíos podía recibir el certificado de Befreiung como regalo de Navidad depositado bajo el árbol de Navidad de la familia por un mensajero especial[12].

El aspecto diabólico de esto fue que las creencias y convicciones que sancionaba y las actuaciones que fomentaba proporcionaron legitimidad al plan maestro nazi y lo hicieron digerible para muchos, incluidas las víctimas. Mientras luchaban por privilegios insignificantes, condiciones de inmunidad o simplemente un aplazamiento de la sentencia que el proyecto global de destrucción contemplaba, tanto las víctimas como quienes intentaban ayudarlas aceptaban tácitamente las premisas del proyecto. Al discutir, por ejemplo, si tal o cual persona tiene derecho a que no se la excluya de la profesión basándose en sus méritos anteriores se admitía, en la práctica, que las exclusiones eran incontestables.

Lo que resultaba tan desastroso, a nivel moral, de aceptar estas categorías privilegiadas era que todo el que solicitaba que le hicieran una «excepción» aceptaba implícitamente la norma, pero este punto, aparentemente, nunca lo entendieron aquellos buenos hombres, judíos y gentiles, que se afanaban por los «casos especiales» en los que se podía pedir un trato preferente […] Incluso después del final de la guerra, Kasztner, dirigente de los judíos húngaros que negoció con los nazis que algunos de los que estaban bajo su tutela no fueran a los campos de la muerte, se sentía orgulloso de haber conseguido salvar a algunos «judíos importantes», categoría que introdujeron oficialmente los nazis en 1942 como si también a su juicio un judío famoso tuviera más derecho a la vida que uno corriente.[13]

Las ocasiones de añadirle autoridad a esta regla luchando por las excepciones (y, en realidad, reforzando la regla al utilizarla para reclamar privilegios individuales), fueron amplias y variadas. Se las habían ofrecido, aunque bajo distintas formas, en todas las etapas del Holocausto. En el caso de los judíos alemanes, estas oportunidades fueron especialmente profusas y elaboradas. Se proclamó que los judíos que habían luchado en el bando alemán durante la Primera Guerra Mundial, que habían sido heridos en batalla o habían recibido condecoraciones, eran un caso especial y durante cierto tiempo estuvieron libres de la mayor parte de las restricciones que se impusieron a sus hermanos con menos méritos. Esta normativa benevolente desvió la atención de la regla mucho más radical de la que era excepción. Cualquiera que viera en la normativa una oportunidad y pidiera acogerse a los beneficios estaba aceptando al mismo tiempo el supuesto que justificaba la norma y las excepciones, es decir, que los judíos «normales», los judíos «como tales», no se merecían los derechos que otorgaba la ciudadanía alemana. El flujo de peticiones prolijamente argumentadas, cartas de recomendación, intervenciones a favor de distinguidas personalidades, amigos o socios comerciales, la búsqueda vehemente de los documentos y testimonios que se exigían contribuyó en gran medida a la silenciosa reconciliación con la nueva situación que habían creado las leyes contra los judíos. Entre los gentiles, los justos hicieron todo lo que estaba a su alcance para garantizar estos privilegios para la gente que conocían o respetaban, subrayando en sus cartas a las autoridades que esa persona en concreto no se merecía un trato severo debido a los servicios excepcionales que había prestado a la nación alemana. Los clérigos se afanaban defendiendo a los judíos conversos, es decir, los cristianos de origen judío. Mientras tanto, lo que se aceptaba tácitamente era el principio de que era necesario ser de una clase especial de judío para protestar contra la discriminación o la persecución.

En conjunto, no faltaron personas y grupos que abrazaron con ilusión la idea de que pertenecían a una clase exclusiva y tenían derecho a un trato más benévolo. Uno de los ejemplos más destacados fue la diferencia notoria y omnipresente entre judíos «establecidos» e «inmigrantes» en Europa oriental. Esta división tuvo sus orígenes en la antigua enemistad entre las comunidades judías bien asentadas y parcialmente asimiladas y sus hermanos de Europa oriental, ignorantes, groseros y que hablaban en yiddish, cuya intrusión fastidiosa consideraron como una amenaza para su propia respetabilidad ganada con tanto esfuerzo. A las antiguas y ricas familias de Gran Bretaña no les importó pagar los billetes de regreso de las masas de judíos pobres y analfabetos que escaparon de los pogromos rusos a principios de siglo. En Alemania, los judíos de antiguo linaje, «más alemanes que los alemanes, esperaban librarse de la antipatía […] dirigiéndola contra sus hermanos inmigrantes y todavía no asimilados»[14]. La larga tradición de adoptar una postura superior y desdeñosa contra los judíos del shted impidió que los dirigentes de las comunidades judías de Occidente comprendieran que el destino de los judíos de Europa oriental era una muestra de su propio futuro. Pero historias y culturas tan diversas no podían engendrar ninguna estrategia de solidaridad. Cuando la BBC difundió en Holanda la noticia de los asesinatos en masa, David Cohen, presidente del Consejo Judío, negó que tuviera importancia para el porvenir de la judería holandesa:

El hecho de que los alemanes hubieran cometido esas atrocidades con los judíos polacos no era razón para pensar que se comportarían de la misma manera con los judíos holandeses. En primer lugar, porque los alemanes siempre habían considerado que los judíos polacos eran algo vergonzoso y, en segundo lugar, en Holanda, a diferencia de Polonia, tendrían que sentarse y prestar atención a la opinión pública.[15]

Esta opinión autocomplaciente no era simplemente asunto de una concepción del mundo fantástica y de cuento de hadas con consecuencias potencialmente suicidas para los que la sostenían. Las visiones del mundo tienden a determinar la acción, y la conducta de las comunidades judías organizadas, convencidas de su propia superioridad, redujo en mucho la posibilidad de una reacción judía unificada ante la política nazi y facilitó la destrucción por etapas. Incluso en el caso de que los portavoces de la comunidad judía oficial sintieran compasión por los inmigrantes judíos acorralados, encarcelados y deportados delante de sus ojos, apelaron a los miembros de su comunidad para que mantuvieran la calma y no opusieran resistencia en interés de «valores más elevados». De acuerdo con el estudio de Jacques Adler, la estrategia de los judíos franceses —establecida tan pronto como el mes de septiembre de 1940— en respuesta a las diferencias de trato proclamadas por las fuerzas de ocupación alemanas, no dejaba ninguna duda sobre la jerarquía de preferencias: «Esa estrategia, como prioridad más importante, luchó por garantizar la existencia continuada del judaísmo francés, y en ese objetivo no estaban incluidos los judíos extranjeros». Dio por supuesto que «los inmigrantes judíos representaban un lastre» para la supervivencia de los judíos franceses. Los judíos aprobaron la resolución de Vichy de que el precio por proteger a los judíos franceses era dejar a los inmigrantes en manos de los alemanes: «No existe ninguna duda de que los judíos franceses estuvieron de acuerdo con Vichy en que los judíos extranjeros eran social y políticamente indeseables»[16].

El rechazo de la solidaridad en nombre de privilegios personales o de grupo (que siempre, al menos indirectamente, significan estar de acuerdo con el principio de que no todos los miembros de la categoría marcada merecen sobrevivir y que la diferencia de trato debe ir aparejada a la debidamente valorada calidad «objetiva») fue importante y no sólo en las relaciones intercomunales. Dentro de todas las comunidades se esperaba y se luchaba por la diferencia de trato, y a los Judenräte, por lo general, se les asignó el papel de corredores del negocio de la supervivencia. Preocupados por la estrategia de «salva lo que puedas», las futuras víctimas perdieron de vista, aunque sólo temporalmente, la pavorosa identidad del destino inminente. Esto dio a los nazis la oportunidad de conseguir su objetivo con una considerable reducción en los costos y un mínimo de problemas. En palabras de Hilberg:

Los alemanes tuvieron un éxito notable deportando a los judíos por etapas, porque los que quedaban atrás razonaban que era necesario sacrificar a unos pocos para salvar a muchos. El funcionamiento de esta psicología se puede observar en la comunidad judía de Viena, que firmó un «acuerdo» de deportación con la Gestapo con la «condición» de que no se deportaría a seis categorías de judíos. Por su parte, el gueto de Varsovia estuvo a favor de la cooperación y en contra de la resistencia basándose en que los alemanes podrían deportar a sesenta mil judíos pero no a cientos de miles. Este fenómeno de bisección se produjo también en Salónica, donde los dirigentes judíos cooperaron con las agencias de deportación alemanas después de la promesa de que sólo se deportaría a los elementos «comunistas» de las secciones más pobres y se dejaría en paz a la «clase media». Esta aritmética fatal también se empleó en Vilna, donde Gens, jefe del Judenrat, declaró: «Con cien víctimas, salvo a mil personas. Con mil, salvo a diez mil».[17]

La vida bajo la opresión estaba tan estructurada que, desde la perspectiva de la existencia cotidiana, las oportunidades de supervivencia parecían distribuidas de forma desigual. Además, parecían manipulables. Se podían utilizar recursos personales o grupales para convertir la desigualdad pública en ventaja privada. Como indica Helen Fein:

La amenaza de una muerte colectiva no se veía como posible debido a que la organización social de la economía política del gueto creaba oportunidades de muerte diferentes todos los días. La oportunidad de sobrevivir de cada persona dependía de su lugar en el orden de clase y el orden de clase en su conjunto se basaba en la carestía impuesta y en el terror político, recompensándose a los más capaces de servir a los nazis tanto directa como indirectamente […] El sistema de controles también hacía más difícil que se pudiera identificar a un enemigo común, ya que desplazaba la ira contra los conquistadores al Judenrat y perpetuaba la creencia de que era una guerra de todos contra todos en vez de la de ellos contra nosotros.[18]

La individualización de las estrategias de supervivencia condujo a una carrera generalizada por funciones y posiciones que se consideraban favorables o privilegiadas y a terribles esfuerzos por congraciarse personalmente con los opresores, invariablemente a costa de otras víctimas. La angustia y la agresividad que se generaron en el proceso se descargaban utilizando a los Judenräte como pararrayos. Sin embargo, en cada una de las etapas de la destrucción, los Judenräte podían contar con un cierto grupo de sus electores que, habiéndose beneficiado de los sucesivos cambios de la política, gustosamente darían su apoyo a los desventurados funcionarios de la comunidad, con lo que ofrecían legitimación y autoridad al movimiento actual. En todas las etapas de la destrucción, excepto en la fase final, hubo personas y grupos ansiosos por salvar lo que se pudiera salvar, por defender lo que se pudiera defender y por eximir a quien se pudiera eximir y, en consecuencia, dispuestos a cooperar, aunque no abiertamente.

La racionalidad individual al servicio de la destrucción colectiva

La opresión inhumana, como la de los nazis, deja poco espacio para maniobrar. Muchas de las opciones para las que la gente está educada o acostumbrada a elegir en condiciones normales quedan excluidas o no están a su alcance. En condiciones excepcionales, la conducta es, por definición, excepcional. Pero es excepcional en su forma pública y en sus consecuencias tangibles, no necesariamente en los principios de elección y en los motivos que los guían. A lo largo de su viaje hacia la destrucción final, muchas personas durante casi todo el tiempo no carecieron completamente de posibilidades de elección. Y cuando se puede elegir existe la oportunidad de comportarse con racionalidad. Y esto es lo que hicieron la mayor parte de las personas. Al tener pleno dominio sobre los medios de coacción, los nazis se encargaron de que racionalidad significara cooperación, que todo lo que hicieran los judíos al servicio de sus propios intereses acercara el objetivo nazi al éxito total.

El concepto de cooperación es acaso demasiado vago y completo, puede ser cruel e injusto considerar que abstenerse de una rebelión abierta y, en vez de eso, ajustarse a la rutina establecida, es un acto de cooperación. Todas las responsabilidades de los Consejos Judíos, detalladas en el Schnellbrief de Heydrich, estaban relacionadas con los servicios que los dirigentes judíos estaban obligados a prestar a las autoridades alemanas. Heydrich no se ocupó de otras funciones que los Judenräte pudieran considerar que era necesario llevar a cabo. Posiblemente contaba con que esas funciones se realizarían a iniciativa de los consejos, por consideración racional de las necesidades de una comunidad atestada de gente en un reducido espacio y del apremio de asegurar la coexistencia y los medios de supervivencia. Si hubiera sido una apuesta, la elección habría sido un acierto. Los Consejos judíos no necesitaban instrucciones de los alemanes para cuidar de las necesidades religiosas, educativas y culturales y del bienestar de los judíos. AJ hacerlo, ya aceptaban de grado o por fuerza su función de peldaño inferior de la jerarquía administrativa alemana. Su actividad, que retiraba de manos alemanas todos los problemas relacionados con la vida cotidiana de los judíos, ya era una forma de cooperación. En esto, sin embargo, el papel de las autoridades comunales judías, a pesar de las medidas extremas del régimen opresor, no fue esencialmente diferente del que desempeñaron los dirigentes de las minorías oprimidas en hacer que fuera factible la continuación de la represión (de hecho, la reproducción misma del régimen opresivo). Tampoco fue esencialmente diferente de las formas tradicionales de los autogobiernos judíos, en especial en Polonia y en otras partes de Europa oriental, y de la celosamente guardada autonomía de la kehila.

Al principio de la ocupación alemana y antes de que los Judenräte se convirtieran en un eslabón oficial de la estructura administrativa alemana, los ancianos de la kehila de antes de la guerra, por iniciativa propia, emprendieron la tarea de representar los intereses judíos y elaboraron un modus vivendi con las nuevas autoridades. Por hábito y educación, intentaron utilizar los antiguos y comprobados métodos de escribir peticiones y quejas, obtener atención para sus reivindicaciones, negociar y sobornar. No se opusieron a la decisión alemana de concentrar a los judíos en guetos. Que los judíos estuvieran aislados por una valla del resto de la población parecía una buena protección contra el acoso y los pogromos. También parecía un buen medio para incrementar la autonomía administrativa y preservar la forma de vida judía en un entorno hostil y amenazador. En otras palabras, parecía que el confinamiento en los guetos era útil, en aquellas circunstancias, para los intereses judíos y que aceptar ese confinamiento era una actitud racional que debían asumir todos los que tenían en su corazón los intereses judíos.

Al mismo tiempo, sin embargo, aceptar el recinto del gueto significaba caer en el juego nazi. A largo plazo, los guetos iban a revelar su función como instrumentos de concentración, necesario paso previo del camino a la deportación y a la destrucción. Mientras tanto, los guetos significaban que un funcionario alemán podía supervisar a decenas de miles de judíos, con la ayuda de los propios judíos, que proporcionaban el trabajo manual y administrativo, la infraestructura comunal de la vida cotidiana y los organismos responsables del mantenimiento de la ley y el orden. En este sentido, el autogobierno significaba objetivamente cooperación. Y el elemento de cooperación en la actividad de los Judenräte estaba destinado a aumentar con el tiempo a costa de todas las otras funciones. Las decisiones racionales tomadas ayer en nombre de la defensa de los intereses judíos modificaban el contexto de la acción de tal manera que la toma de decisiones racionales se ha convertido en algo mucho más difícil en el día de hoy, y las elecciones racionales mañana serán francamente imposibles.

El importante estudio de Isaiah Trunk sobre los Judenräte no deja ninguna duda sobre la lucha frenética y desesperada de los Consejos Judíos para encontrar soluciones racionales a problemas cada vez más graves e increíbles. No tuvieron la culpa de que, ante la fuerza superior de los alemanes y la total eliminación de las inhibiciones morales lograda por la maquinaria burocrática de la guerra contra los judíos, no hubiera ninguna solución dentro de la gama de sus posibilidades que no fuera útil para los objetivos alemanes. La maquinaria burocrática alemana estaba al servicio de un objetivo incomprensible en su irracionalidad. El objetivo era el aniquilamiento de los judíos. De todos y cada uno de ellos, viejos y jóvenes, inválidos y sanos, supusieran una carga o un potencial haber económicos. Por lo tanto, no había ninguna manera de que los judíos se congraciaran con la burocracia alemana de la destrucción, se hicieran útiles o deseables o, al menos, tolerables. En otras palabras, la guerra estaba perdida para los judíos antes incluso de que empezara. Y, sin embargo, en cada una de las etapas de esa guerra, había que tomar decisiones, dar pasos y lograr objetivos de forma racional. Todos los días había una ocasión, una exigencia de conducta racional. Como el objetivo final de la operación del Holocausto desafiaba a todo cálculo racional, su éxito se podía ir construyendo con las actuaciones racionales de sus futuras víctimas. Mucho antes de que se pensara en el Holocausto, K., el ingenioso y desventurado superviviente de El castillo de Kafka, pasó por la misma experiencia. Fracasó en su solitaria lucha contra «el Castillo», no porque actuara irracionalmente, sino porque, por el contrario, utilizó la razón en sus relaciones con un poder que, como supuso erróneamente, respondería racionalmente a proposiciones racionales pero que, en realidad, no lo hacía.

Uno de los episodios más desgarradores de la breve y sangrienta historia de los guetos fue el rescate por medio de campañas de trabajo, emprendidas por iniciativa de los Consejos Judíos de algunos de los guetos más grandes de Europa oriental. El antisemitismo anterior a la guerra en Europa oriental acusaba a los judíos de ser parásitos económicos. Como todos eran comerciantes e intermediarios, eran unos improductivos de los que librarse y le iría mejor al resto de la población sin su presencia. Cuando los invasores alemanes especificaron en su programa declarado que se podía prescindir de ellos, tuvo más sentido que nunca intentar que revocaran su intención proporcionándoles pruebas tangibles de la utilidad de los judíos. Las circunstancias parecían singularmente propicias para esta estrategia, ya que los alemanes, con los recursos limitados al máximo por la guerra, con toda seguridad darían la bienvenida a cualquier ventaja económica o fuerza productiva sobre la que pudieran poner las manos. Resulta difícil acusar a Chaim Rumkowski, el Präses del gueto de Lódz y el más piadoso apóstol de la fe industrial, de dar una respuesta irracional a la amenaza alemana. Con toda seguridad, subestimó la asesina irracionalidad de los alemanes y sobreestimó su racionalidad comercial (o, de forma más general, su conocimiento de los valores y principios que aparentemente guían el mundo organizado desde la eficiencia). Sin embargo, es difícil entender qué otra cosa podría haber hecho incluso en el caso de haber sabido que estaba cometiendo un error. Tenía que comportarse como si sus adversarios actuaran racionalmente. No tenía forma de decidir el curso de su propia acción sin dar eso por supuesto. En el país de los ciegos, el tuerto era rey. En el mundo racional de la burocracia moderna, el aventurero irracional es el dictador.

Y por eso, en cierto modo, Rumkowski se comportó de acuerdo con la única manera de racionalidad que le quedaba, aunque fuera engañosa y traicionera. «En innumerables ocasiones, en todas sus declaraciones públicas, tanto antes como durante los ‘reasentamientos’, repetía incansablemente que la existencia física del gueto dependía únicamente de un trabajo que les resultara útil a los alemanes y que ninguna circunstancia, ni siquiera las más trágicas, se podían utilizar como justificación para interrumpirlo»[19]. Rumkowski en Lódz, Ephraim Barash en Bialystok, Gens en Vilna y otros muchos hablaron con frecuencia y convicción sobre el impacto del trabajo diligente sobre la predisposición de sus amos alemanes. Parece que pensaban que, una vez puesta de manifiesto la productividad y rentabilidad del trabajo judío, a las deportaciones y asesinatos al azar las sustituirían comisiones y subsidios alemanes. O, al menos, eso decían o se empeñaban en creer. Mientras tanto, su contribución al esfuerzo bélico alemán no fue mezquina. Trabajaron para retrasar la derrota final de la misma fuerza siniestra que había jurado destruirlos. Antes de que la carretera tortuosa llegara a Auschwitz, hubo muchos puentes sobre el río Kwai construidos por habilidosas y entusiastas manos judías.

De hecho, los funcionarios de la burocracia alemana menos comprometidos ideológicamente estaban impresionados. Por razones puramente pragmáticas, sin duda. No se les pasó por la cabeza que los judíos pudieran ser unos humanos con un sitio duradero en el esquema de las cosas, pero sí aceptaban que explotar el celo industrial de los judíos tenía más sentido, económico y militar, que acabar con una fuerza de trabajo tan disciplinada y leal. Existen pruebas de que algunos mandos militares del Este ansiaban retrasar el asesinato cuando descubrieron que la mayor parte de los artesanos del lugar, con habilidades indispensables para mantener en marcha la máquina militar, eran judíos. Sus débiles esfuerzos por defender el trabajo esclavo de los judíos contra las ametralladoras de los Einsatzgruppen fueron pronto revocados, en cuanto se descubrieron, por las autoridades supremas que sabían que las consideraciones racionales eran sólo admisibles si y sólo si acercaban el objetivo irracional. La resolución del ministro de Territorios Ocupados Orientales no dejaba espacio para argumentaciones: «Por principio, no se tomará en consideración ningún factor económico en la solución de la cuestión judía. Si se plantea algún problema en el futuro, hay que solicitar el asesoramiento del Alto Mando de las SS y de la Policía»[20]. En general, el trabajo «útil» iniciado por el Consejo Judío parece que no sirvió para rescatar a nadie (aunque prolongó la vida de algunos). Los pródigos elogios de Rumkowski o Barash a los habilidosos y entusiastas, y por lo tanto «insustituibles», trabajadores judíos no pudieron cambiar el hecho sombrío de que esos trabajadores eran judíos. Incluso cuando los trabajadores lubricaban la máquina de guerra alemana, eran ante todo judíos y, sólo después, «útiles». Para la mayoría, demasiado después.

La auténtica prueba de racionalidad vino cuando se ordenó a los Judenräte que se hicieran cargo del «reasentamiento». Los nazis habían movilizado todas sus fuerzas operativas para combatir contra la cada vez mayor presión rusa y no se podían permitir atender a las necesidades de la Solución Final con sus propios hombres uniformados. En esa ocasión, aceptaron que necesitaban el trabajo de los judíos. Se responsabilizó a los Judenräte de todas las tareas que exigía la preparación del asesinato. Tuvieron que proporcionar listas detalladas de los residentes del gueto destinados a la deportación. Primero, tenían que seleccionarlos. Después, tenían que conducirlos a los vagones de tren. En caso de que alguien se resistiera o se ocultara, la policía judía tenía que buscar y encontrar al obstinado y forzarle a que obedeciera. Los nazis limitarían su función a la de observadores.

Si hubieran asesinado a los judíos en masa, de un solo golpe, la elección o, más bien, la ausencia de elección, habría sido clara e inequívoca para todos. La respuesta evidente habría sido un llamamiento a la resistencia general y, aunque ofreciera pocas esperanzas, habría sido la única alternativa a «marchar como ovejas al matadero». Desde el punto de vista alemán, esto habría incrementado mucho el coste de la operación. Los alemanes no habrían podido aprovechar los impulsos racionales de sus víctimas para su propia destrucción. Simplemente, las víctimas no habrían cooperado. Utilizar la racionalidad de sus víctimas era una solución mucho más racional. Y, por lo tanto, siempre que era posible, los nazis intentaron evitar las deportaciones en masa. Parece que preferían hacer el trabajo a plazos.

En las ciudades en las que la liquidación de los judíos se llevó a cabo a plazos, los alemanes les aseguraban después de cada «acción» que era la última […] Los alemanes utilizaron este fraude y engaño intencionadamente y a sangre fría durante el proceso de la Solución Final con el fin de tranquilizar a los judíos presas del pánico, reducir su vigilancia y desorientarlos por completo, de forma que en el último momento no tuvieran ni la menor idea de lo que significaba el «reasentamiento». El instinto de conservación, que hace que la gente se resista ante el pensamiento de su destrucción inminente y se aferre al último destello de esperanza, jugó en este caso a favor de los ejecutores.[21]

En muchas ciudades pequeñas de los territorios occidentales de la URSS, a las que el ejército invasor alemán convirtió en seguida en un infierno, fueron innecesarias las estratagemas complicadas. Como Hitler había instruido a sus tropas, la guerra contra la Unión Soviética era diferente de las otras guerras, todo estaba permitido y no había ninguna regla. La Wehrmacht, y en especial los Einsatzgruppen, actuaron como si la única norma fuera mata mientras puedas. Los judíos se refugiaron en los bosques y barrancos cercanos y allí los derribó el fuego de las ametralladoras. No faltaron los ayudantes ucranianos entusiastas, y los aguerridos soldados de la «guerra diferente de las otras guerras» tampoco hicieron ningún remilgo. Sólo en algunos pocos lugares, en los que la población judía era muy numerosa o muy acusada la necesidad de artesanos judíos, se molestaron en establecer Consejos y formar una policía judía, cosa que en los territorios polacos previamente capturados había sido la norma. Se establecieran donde se establecieran los guetos, se solicitaba la cooperación judía para su propia destrucción y, por lo general, se conseguía.

En una fase relativamente temprana, los Consejos sabían (o podían saberlo, a menos que intentaran no enterarse) cuál era el auténtico propósito de las «selecciones» que les mandaban hacer. Muy pocos miembros de los Consejos se negaron abiertamente a cooperar. Algunos se suicidaron y otros se unieron voluntariamente a los transportes que conducían a los campos de la muerte, con frecuencia tras engañar a los alemanes que todavía necesitaban a los consejeros judíos con vida. La mayor parte, sin embargo, estuvieron de acuerdo con las sucesivas «últimas acciones». No anduvieron escasos de explicaciones racionales y convincentes para su conducta. Como la tradición judía prohibía negociar para que unos sobrevivieran a costa de otros[22], las explicaciones sólo se podían sacar del folklore de la era moderna y racional e ir envueltas en el vocabulario de la nueva tecnología. Lo que resultó de gran utilidad fue el juego de los números: es preferible la vida de un gran número de personas que la de menos, matar a menos es menos odioso que matar a más. El estribillo más frecuente de las apologías que se conservan de los dirigentes de los Judenräte era sacrificar a algunos con el fin de salvar a muchos. Por medio de un giro imprevisto de la mente, una condena a muerte se transformaba en la noble y moralmente encomiable defensa de la vida. «No decidimos quién va a morir, sólo decidimos quién va a vivir». No era bastante con jugar a ser Dios. Muchos dirigentes de los Judenräte deseaban que sé les recordara como deidades protectoras y benevolentes. Y, así, después/de enviar a la muerte a miles de ancianos, enfermos y niños, Rumkowski declaraba el 4 de septiembre de 1942: «No nos movía el pensamiento de cuántos perderíamos, sino la consideración de a cuántos sería posible salvar»[23]. Otros se centraron en las abundantes metáforas de la medicina moderna y se disfrazaron de cirujanos salvadores de vidas: «Hay que cortar un miembro para salvar el cuerpo» o «si hace falta amputar un brazo corrompido para salvar la vida, se hace».

Una vez dicho esto y el hecho de presentar las sentencias de muerte como un logro digno de encomio de la mente moderna y racional combinado con un cálido corazón judío, había una cuestión que seguía importunando incluso a los colaboradores más contritos: suponiendo que cortar los miembros sea inevitable, ¿soy yo el que debe llevar a cabo la operación? Y otra todavía más inquietante: suponiendo que algunos deban perecer para que otros puedan vivir, ¿quién soy yo para decidir a quién hay que sacrificar y para quién?

Existen pruebas de que cuestiones como éstas atormentaron a muchos de los consejeros y dirigentes judíos, incluso a aquéllos (especialmente a aquéllos) que no se negaron a ser útiles y no intentaron escapar por medio del suicidio. Mucha gente conoce la digna partida de Cherniakov de Varsovia. Sin embargo, la lista de suicidas era larga y el número de consejeros judíos que trazó una línea que sus normas morales no les permitía cruzar era también grande y todavía no se ha contado. A continuación daremos sólo algunos ejemplos. Antes de suicidarse, el Präses del Judenräte de Równe, el dr. Bergman, dijo a los alemanes que sólo podía entregar para los «reasentamientos» a sí mismo y a su familia. Motel Chajkin, de Kosów Poleski, rechazó desdeñosamente el ofrecimiento que le hizo el Stadkomissar para que se salvara. David Liberman, de Luków, le tiró a la cara al supervisor alemán el dinero reunido para un soborno que no tuvo éxito y que previamente había hecho pedazos, gritándole: «¡Aquí está el dinero para nuestro viaje, tirano sangriento!». Le mataron a tiros en el acto. Enfrentado con la exigencia nazi de seleccionar un contingente de judíos para que «trabajaran en Rusia», todos los miembros del Consejo Judío de Bereza Kartuska se suicidaron en la reunión del 1 de septiembre de 1942.

Por lo que se refiere a los otros, lo suficientemente cobardes o valientes para vivir, necesitan imperiosamente una respuesta, una excusa, una justificación o un argumento racional. En la mayor parte de los casos, se decantaron por lo último. Después de cada una de las «acciones» sucesivas, los del estilo de Gens y Rumkowski sentían la necesidad de convocar reuniones generales de los prisioneros que quedaban en el gueto para explicarles por qué habían decidido «hacerlo nosotros mismos» (en el caso de Gens, «hacerlo» había significado enviar a 400 ancianos y niños de Oszmiana al lugar de la ejecución y hacer que los mataran policías judíos). El público perplejo presenció el despliegue matemático de una mente racional. «Si hubiéramos dejado que lo hicieran los alemanes, habrían muerto muchos más». O más personalizado todavía: «Si yo me hubiera negado a estar al mando, los alemanes habrían puesto en mi lugar a un hombre mucho más siniestro y cruel y las consecuencias serían inimaginables». El «beneficio» calculado racionalmente se convirtió en una obligación moral. «Sí, es mi obligación ensuciarme las manos» decidió Gens, que se había nombrado a sí mismo Dios de los judíos de Vilna, el asesino que murió convencido de que había sido el Salvador.

Se obró de acuerdo con la estrategia de «salva lo que puedas» hasta que el último judío quedó enterrado en una fosa ucraniana o se elevó en forma de humo por una de las chimeneas de Treblinka. Lo hicieron personas armadas con la lógica y educadas en el arte del pensamiento racional. La estrategia en sí misma fue un triunfo y el espaldarazo final de la racionalidad. Siempre había algo o a alguien a quien salvar y, en consecuencia, siempre había ocasiones para ser racional. Los lógicos y racionales consejeros judíos se convencieron a sí mismos de que tenían que hacer el trabajo de los asesinos. Su lógica y su racionalidad eran parte del plan de los asesinos. Se utilizó cada vez que las escuadras de la muerte eran demasiado poco numerosas o no estaban disponibles de inmediato las armas para el asesinato. La lógica y la racionalidad siempre estaban disponibles y también una buena cantidad de cooperación eficiente, esperando y lista para llenar el hueco. Era como si hubiera que expresar de otro modo la antigua sabiduría. Parecía como si cuando Dios quería destruir a alguien no le Volviera loco, le volvería racional.

Como bien sabemos hoy, la estrategia de «salva lo que puedas», tan racional como pudo ser, no fue de ninguna ayuda para las víctimas. Pero es que, en primer lugar, no era una estrategia de las víctimas. Era un añadido, una extensión de la estrategia de destrucción calculada y administrada por fuerzas con tendencia a la aniquilación. Los que se adhirieron a la estrategia de «salva lo que puedas» ya habían sido marcados anteriormente como víctimas. Los que les habían marcado crearon una situación en la cual había que salvar las cosas para sobrevivir y, por lo tanto, ya funcionaba el cálculo de «evitar pérdidas», «costos de supervivencia» y «mal menor». En esa situación, la racionalidad de las víctimas se había convertido en el arma de sus asesinos. Pero entonces, la racionalidad de los dominados es siempre el arma de los dominadores.

Hoy sabemos que, a pesar de todas estas verdades teóricas, los opresores encontraron, de forma sorprendente, muy pocas dificultades para solicitar la complicidad racionalmente motivada de sus víctimas.

La racionalidad de la propia conservación

El éxito de los opresores dependía de que, persuadiendo a las víctimas de que existía la posibilidad de sobrevivir, se pudiera conseguir el objetivo original, esto es, permitir a las personas (por lo menos a algunas y durante algún tiempo) que actuaran racionalmente en un marco deliberadamente irracional. Esto, a su vez, dependía de que se eliminaran los enclaves de normalidad del contexto total. Y de que se pudiera dividir el proceso, que finalmente llevaría a la perdición, en fases tales que, cuando se contemplaran por separado, permitieran una elección guiada por los criterios racionales de la supervivencia. Todos los actos individuales, que al final se combinaban para producir la Endlösung, eran racionales desde el punto de vista de los administradores del Holocausto. La mayor parte, también lo eran desde el punto de vista de las víctimas.

Para conseguirlo, había que crear la apariencia de que la mayor parte de las veces la supervivencia selectiva era posible y, por lo tanto, la conducta dictada por el interés en la propia conservación era racional y sensata. Sin embargo, una vez que se había elegido la propia conservación como criterio de actuación supremo, su precio iría subiendo lenta pero inexorablemente hasta que se devaluaran todas las otras consideraciones, se rompieran todas las inhibiciones religiosas y morales y se rechazaran y desestimaran todos los escrúpulos. La tormentosa confesión del conocido Resvö Kasztner aseguraba: «En un principio, se le pedían [al Consejo Judío] cosas relativamente poco importantes, cosas reemplazables de valor material, tales como pertenencias personales, dinero y apartamentos. Después, sin embargo, se exigió la libertad personal de los seres humanos. Finalmente, los nazis pidieron vidas»[24]. La indiferencia moral inherente a los principios de racionalidad se aprovechó hasta el extremo y se explotó absolutamente. El potencial, siempre presente en actores educados para buscar un beneficio racional pero en estado latente debido a que no había sido expuesto a una prueba extrema, adquirió aquí toda su relevancia. En un instante, la racionalidad de la propia conservación se reveló como el enemigo del deber moral.

Según el testimonio de un testigo, el día de Pascua de 1942, el Amtskomissar de Sokoly ordenó al Judenrat de la localidad que enviara a todos los hombres sanos de la ciudad. Cuando, en la fecha señalada, el Präses informó de que sus esfuerzos habían fracasado,

el Amtskomissar se volvió loco y le golpeó en la cabeza y en la cara. Abrió de un golpe su reloj de bolsillo y gritó: «Im Verlaufe einer halben Stunde sollen alle hier versammelt sein! Sonst wird der Judenrät bald erschossen!». Esto produjo una nueva conmoción en el Judenrat. De repente, todos habían cambiado. Los doce consejeros, junto con sus ayudantes y asistentes corrieron por las calles del shtetl y fueron de casa en casa sacando a todo el mundo, mayores y pequeños. Nadie detener. Colocaron a todo el mundo en filas. Si algún «enfermo fingido» no se presentaba, decían que Asmodeo ejecutaría a todo el Judenrat. En quince minutos, la calle estuvo atestada de gente y Judenrat se los llevó en doble fila.[25]

Escenas como ésta se repitieron con pavorosa regularidad por todas las amplias extensiones de la Europa dominada por los nazis. Los consejeros y los policías judíos se enfrentaban a una elección muy sencilla: o morían o permitían que murieran otros. Muchos de ellos eligieron retrasar su propia muerte y la de sus familiares y amigos. El interés propio hizo que fuera más fácil asumir el papel de Dios.

Es imposible decir cuántos de los que eligieron «ensuciarse las manos» abrigaban la esperanza de sobrevivir. La elección de vida o muerte pone al instinto de conservación contra las cuerdas. Es injusto y erróneo juzgar el comportamiento humano en condiciones en que es preciso hacer esta elección comparándolo con las normas que rigen las decisiones mucho menos dramáticas y de menos consecuencias, como aquéllas a las que nos enfrentamos en la vida cotidiana, cuando los conflictos entre el propio interés y la responsabilidad sobre otras personas son con frecuencia difíciles pero no suelen ser extremos ni exigen decisiones irreversibles. Además, nos enfrentamos a la mayor parte de los conflictos corrientes de forma individual, en un entorno en el que la mayoría de las otras personas no tienen que hacer elecciones de una intensidad moral comparable y, por lo tanto, la visibilidad de las normas morales sigue siendo grande. Ese entorno lo habían arrasado en los guetos en el curso de la destrucción por etapas. Lo que quedara de la autoridad de las obligaciones morales sobre el propio interés racional estaba «progresivamente destruido» en el tránsito por los sucesivos círculos del infierno. La forma de actuar normal de cualquier burocracia, es decir, hacer que la obediencia fuera más fácil de conseguir por medio de la devaluación o la desactivación de todas las presiones que se opusieran, incluyendo las morales, aquí se llevó al extremo y reveló todo su potencial. La cooperación de las víctimas con los designios de sus perseguidores fue facilitada por la corrupción moral de las víctimas. Al enfrentarlas con elecciones en las cuales «los más adecuados», los que sobrevivirían, sólo podían pasar la prueba con las manos sucias, los diseñadores se aseguraron de que con el paso del tiempo la población del gueto se iría convirtiendo en un grupo de cómplices de asesinato y que iría creciendo su insensibilidad moral, en detrimento de todos los frenos que normalmente sujetan la presión del instinto de conservación.

Marek Edelman, uno de los dirigentes y de los pocos luchadores supervivientes del gueto de Varsovia sublevado, dejó constancia inmediatamente después del final de la guerra de sus recuerdos de la «sociedad del gueto»:

La completa separación, el embargo de la prensa del exterior y el completo corte de toda comunicación con el resto del mundo tenía también un propósito y un efecto sobre la población judía. Todo lo que sucedía al otro lado de los muros se iba haciendo cada vez más distante, borroso y ajeno. Lo que contaba, por el contrario, era lo que sucedía hoy, en la vecindad más inmediata. Esos eran los asuntos más importantes sobre los que se centraba la atención del hombre medio del gueto. El único asunto importante era seguir con vida. Todo el mundo interpretaba a su manera lo que significaba esta «vida», dependiendo de las condiciones y recursos de que se dispusiera. Podía ser cómoda para las personas que eran ricas antes de la guerra, ostentosa o exuberante para los degenerados colaboradores de la Gestapo o los contrabandistas desmoralizados, pero en cualquier caso la vida significaba hambre y carestía para la incontable masa de trabajadores y parados que sobrevivían gracias a la sopa aguada del comedor de caridad y a la ración de pan. A esa «vida» se aferraban todos, cada uno a su manera. La gente con dinero ve el objetivo de la vida en las comodidades y placeres cotidianos, que buscan en los cafés, clubs nocturnos y salas de baile siempre abarrotados. La gente que no tiene nada busca la escurridiza «felicidad» oculta en una patata mohosa encontrada en un cubo de la basura o en un trozo de pan dejado en la mano mendiga por un transeúnte. Lo que querrían sería olvidar el hambre, aunque fuera por un efímero momento […] Pero el hambre crece día a día, se derrama de los pisos atestados de gente y cae en las calles, da escozor en los ojos ante la visión de cuerpos monstruosamente hinchados, de miembros ulcera^ dos y llagados tapados con harapos inmundos, cubiertos de herirás y llagas que son un recuerdo del frío y de la desnutrición. El hambre habla por la boca de los niños mendigos y de los adultos indigentes …

La pobreza es tan abrumadora que la gente muere de hambre en las calles. Todos los días, entre las 4 y las 5 de la madrugada, se recogen en las calles docenas de cadáveres tapados con periódicos que se mantenían en su sitio con piedras. Algunos se desploman en las calles y otros mueren en las casas, pero los familiares los desnudan (para aprovechar la ropa) y los arrojan a la calzada para que el Consejo Judío pague el funeral. Uno tras otro, los carros tirados por caballos pasan por las calles atestados de cadáveres desnudos […] Al mismo tiempo, se ha desencadenado el tifus en el gueto […] Cada una de las salas de los hospitales alberga a 150 infectados. En una cama puede haber dos o incluso tres personas, pero hay más en el suelo. La gente espera impaciente que otros mueran, hay necesidad de espacio para otros […] Quinientos cadáveres van a cada sepultura y, sin embargo, hay cientos que yacen sin enterrar y el cementerio despide un olor enfermizo y nauseabundo […] En estas trágicas condiciones de vida de los judíos, los alemanes intentaron inyectar una apariencia de orden y autoridad. Desde el primer día, el poder lo ejercía oficialmente el Consejo Judío. Para mantener el orden, se había creado una policía judía uniformada […] El objetivo de estas instituciones era conferirle a la vida del gueto una apariencia de normalidad pero, de hecho, se convirtieron en fuentes de corrupción y desmoralización.[26]

En el gueto, la distancia entre las clases era la distancia entre la vida y la muerte. El simple hecho de permanecer con vida significaba cerrar los ojos ante la agonía y miseria de otras personas. Los pobres morían primero, y en tropel. También lo hacían los que no tenían recursos o eran ingenuos, honrados, sumisos o no se abrían paso a empujones. Desde el primer día, con un gentío apretujado en un espacio adecuado para acomodar a un tercio de su número, con raciones de comida calculadas para producir la decadencia corporal y la decrepitud espiritual, con fuentes de ingresos prácticamente inexistentes, escasez de medicinas y epidemias, la vida en el gueto había ido perdiendo progresivamente su valor, y el premio más codiciado, el único que contaba, era la propia supervivencia.

Pocas veces ha sido tan alto el precio de la compasión. Pocas veces la simple preocupación por la propia supervivencia ha estado tan cerca de la corrupción moral.

Las diferencias de clase, atroces y terroríficas cuando lo que estaba en juego era el pan o un refugio, adquirieron una cualidad asesina cuando comenzó la lucha por el aplazamiento de la sentencia. Para «as fechas, los pobres estaban demasiado debilitados y deteriorados como para resistir o defender su vida de alguna manera. «Durante las operaciones de limpieza del gueto, muchas familias judías fueron incapaces de luchar, de suplicar, de escaparse, y también incapaces de trasladarse al punto de concentración para terminar de una vez. Esperaban a los grupos de ataque en sus casas, congelados e indefensos»[27]. Los ricos y los que no estaban tan necesitados intentaban elevar la puja en un intento, casi siempre vano, de conseguir los pocos pases de salida que los nazis, como norma, arrojaban a las muchedumbres aterrorizadas. Pocos recordaban que el éxito de una víctima implicaba la perdición de otra. Se ofrecían y se aceptaban fortunas por las mágicas chapas que exoneraban al que la llevaba de la «acción» inmediata. Febrilmente, se buscaba y sobornaba a los protectores con influencia. Wladyslaw Szlengel, el inolvidable bardo del gueto de Varsovia, nos ha dejado una atormentada descripción de la «acción» que tuvo lugar el 19 de enero de 1943:

Teléfonos en estado de sitio. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! Movilizando a los dignatarios de la Gestapo. Llamando a la estación de ferrocarril: ¿traen los trenes? ¿Está el sr. Szmerling por ahí? […] Señor, se han llevado a mi… ¡Señor Skosowski! ¡Socorro! ¡Cualquier cantidad! ¡100.000! ¡Lo que haga falta! ¡Le daré medio millón por veinte personas! ¡Por diez personas! ¡Por una sólo!

¡Los judíos tienen dinero! ¡Los judíos pueden mover resortes! ¡Los judíos no tienen fuerza! (…)

Sabemos cómo han hecho sus monstruosas fortunas y cómo ahora se arrastran por el suelo buscando agua, que les ofrecen sus millones a los ucranianos, que parten llevándose con ellos enormes sumas de dinero con las que podrían mantener con vida durante meses a los cientos de personas que están en las estaciones. (…)

El rebaño adornado con sus chapas numeradas pasa en desbandada.

Unas pocas criaturas, sin número, permanecen de pie, indefensas, entre las ruinas …

El tesoro del Reich aumenta.

Los judíos se están muriendo.[28]

Cuanto más se incrementaba el precio de la vida, más se rebajaba el precio de la traición. Una fuerza irresistible para vivir hacía que se dejaran a un lado los escrúpulos morales y, con ellos, la dignidad humana. En medio de la pelea universal por sobrevivir, el valor de la propia conservación se entronizaba como la incontestable legitimación de la elección. Todo lo que era útil para la propia conservación estaba bien. Con el fin último en litigio, parecía que todos los medios estaban justificados. Es cierto que los nazis le pidieron a los Ältestenräte que prestaran servicios incomparablemente más detestables que los que habían exigido al principio. Pero las apuestas del juego también habían cambiado, y tanto el precio como el premio a la obediencia habían subido. Y así, cada cierto tiempo, se seguían ofreciendo los servicios. En el regateo por otro día de vida, un trabajo en el Consejo Judío o en la policía judía contaba más que el dinero o los diamantes.

No es que se desdeñara el dinero ni los diamantes. Numerosos relatos que cuentan los supervivientes narran la historia tenebrosa y desalentadora de los sobornos y el chantaje, de la extorsión y el fraude, que se habían convertido en una marca distintiva de muchos Judenräte o, por lo menos, de muchos individuos que participaban de su terrible poder para separar la vida de la muerte. Se pedían y se pagaban enormes sumas de dinero y reliquias de familia por muchos de los servicios de los consejeros, fueran éstos un privilegio oficial o una tarjeta de identidad falsa. Especialmente codiciada era una habitación en edificios especiales que se reservaba para los miembros de los Consejos y la policía y sus familiares más próximos. Se suponía que esos edificios eran inmunes a la atención de las SS y quedaban exentos de las sucesivas Aktionen. A medida que se iban elevando las apuestas y la desesperación se iba haciendo más profunda, cualquier migaja de privilegio podía alcanzar un precio exorbitante que sólo se podían permitir pagar los más ricos de entre los miembros que iban quedando de la comunidad condenada a muerte.

Este comportamiento de los Judenräte reflejaba la corrupción general de la población convertida en víctima. La opresión que elevaba la racionalidad de la propia conservación y devaluaba sistemáticamente las consideraciones morales consiguió deshumanizar a sus víctimas. Actuaba como una profecía que por su propia naturaleza contribuye a cumplirse. Primero se proclamaba que los judíos eran inmorales y sin escrúpulos, egoístas y codiciosos detractores de los valores, que utilizaban su aparente culto al humanismo como una tapadera para el propio interés. Entonces se les colocaba a la fuerza en una situación inhumana en la que la definición promovida por la propaganda se haría realidad. Los cámaras del ministerio de Goebbels pasaron muchos días grabando a los mendigos muertos de hambre que se situaban delante de los restaurantes de lujo.

La corrupción tenía su lógica. Procedía por etapas y cada paso hacía que fuera más sencillo dar el siguiente. Empezó así:

El vicepresidente del Consejo de Siedlce inmediatamente elevó su nivel de vida […] El hecho de que, de repente, grandes sumas de dinero llegasen a sus manos, lo mismo que otras oportunidades, simplemente hizo que le diera vueltas la cabeza. Creyó que tenía poderes ilimitados y se aprovechó de su situación sacando beneficios de la miseria general. Se quedó con la parte del león de enormes sumas de dinero y de joyas que le confiaron para que las guardara para un momento de urgencia, cuando fuera necesario pagar a los alemanes. Vivía con mucha comodidad.

Siguió así:

[El presidente del Consejo de Zawiercie], durante el «reasentamiento» de agosto de 1943, cuando recibió noticias de que todos los judíos, excepto un reducido número de trabajadores cualificados, serían deportados a Auschwitz (y ya se sabía lo que eso significaba), reunió a 40 personas de su familia e incluyó sus nombres en la lista de los trabajadores cualificados.

Y terminó así:

[En el gueto de Skalat] el Obersturmbannführer Müller hizo un trato con los representantes del Consejo y el Kommandant de la policía del gueto, el dr. Joseph Brif, para que tomaran parte activamente en la «acción» asegurándoles solemnemente que tanto ellos como sus familias se salvarían […] Después de la sangrienta acción […] un grupo de los hombres de las SS fueron al Consejo Judío, donde pasaron un rato agradable. Les esperaba un banquete […] los proveedores se afanaban alrededor de mesas ricamente adornadas y servilmente trataban de satisfacer a sus invitados. Se oían risas alegres, había música y los invitados cantaban y estaban contentos. Esa vez se había conducido a 2.000 personas a la sinagoga donde casi se habían asfixiado por la falta de aire mientras que otras se encontraban en una pradera, al lado de las vías del ferrocarril, a la intemperie.[29]

De hecho, no terminó así. El tren llamado «propia conservación» sólo se detuvo en la estación de Treblinka.

Conclusión

Si tenían elección, ninguno de los consejeros o policías judíos subía en el tren de la autodestrucción. Ninguno ayudaría a matar a otros. Ninguno se sumergiría en una corrupción propia de las orgías en tiempos de plaga. Pero no tuvieron esa elección. O, mejor dicho, no habían sido ellos los que habían fijado la gama de elecciones posibles. La mayor parte de ellos, incluyendo a los profundamente corruptos y sin escrúpulos, utilizaron su razón y su capacidad de juicio racional ante las opciones que se les presentaban. Lo que la experiencia del Holocausto reveló, en todas sus pavorosas consecuencias, fue una diferencia entre la racionalidad del actor (un fenómeno psicológico) y la racionalidad de la acción (medida por sus consecuencias objetivas para el actor). La razón es una buena guía para el comportamiento individual solamente en las ocasiones en que las dos racionalidades resuenan y se solapan. En cualquier otro caso, se convierte en un arma suicida. Destruye su propio objetivo echando por tierra en el camino las inhibiciones morales, su única limitación y salvación en potencia.

La coincidencia de las dos racionalidades, la del actor y la de la acción, no depende del actor. Depende del escenario de la acción que, a su vez, depende de apuestas y recursos que el actor no controla. Las apuestas y los recursos los manipulan los que controlan realmente la situación: los que pueden hacer que unas opciones sean demasiado costosas para que los dominados las puedan seleccionar con frecuencia, al tiempo que proporcionan una selección frecuente y masiva de opciones que les sirve para acercarse a su objetivo y reforzar su control. Esta capacidad no cambia, sean los objetivos de los dirigentes beneficiosas o perjudiciales para los intereses de los dominados. En situaciones de poder acusadamente asimétricas, la racionalidad de los dominados, cuando menos, tiene sus pros y sus contras. Puede funcionar a su favor. Pero también los puede destruir.

Considerada como una operación compleja e intencionada, el Holocausto puede servir de paradigma de la racionalidad burocrática moderna. Casi todo se hizo para conseguir los máximos resultados con los mínimos costos y esfuerzos. Se hizo casi todo (dentro del reino de lo posible) para utilizar las capacidades y los recursos de los que participaban, incluyendo a los que se convertirían en víctimas de la exitosa operación. Se neutralizaron o se sofocaron casi todas las presiones irrelevantes o contrarias al objetivo de la operación. De hecho, la historia de la organización del Holocausto se podría encontrar en un libro de texto de gerencia científica. Si no fuera por la condena moral y política de su objetivo, impuesta al mundo por la derrota de los que lo perpetraron, se encontraría en un libro de texto. No faltarían distinguidos eruditos compitiendo por investigar y generalizar esta experiencia en beneficio de una organización avanzada de los asuntos humanos.

Desde el punto de vista de las víctimas, el Holocausto contiene lecciones diferentes. Una de las más importantes es la desapacible insuficiencia de la racionalidad como única medida de la competencia organizativa. Esta lección todavía la tienen que absorber íntegramente los científicos sociales. Mientras tanto, podemos seguir investigando y generalizando el tremendo avance que se ha producido en la efectividad de la acción humana, conseguido gracias a la eliminación de los criterios cualitativos, normas morales incluidas, y pensar en raras ocasiones en las consecuencias.

Escrito originalmente para el Festschrift en honor del profesor Bronislau Baczko.