4.

La singularidad y
la normalidad del Holocausto

Hasta entonces, el mal —para llamar de alguna manera a aquel conjunto sobrecogedor de circunstancias sólo inopinado en apariencia—, se había insinuado poco a poco, por etapas, de un modo sigiloso y a primera vista inocuo… No obstante, volviendo la mirada atrás y analizando las cosas con un enfoque retrospectivo, parecía obvio que aquella acumulación de indicios no era simple producto de La casualidad, sino que llevaba, por así decirlo, su propia dinámica, una dinámica todavía oculta, como ese caudal de agua enterrada que se hincha y agranda antes de aflorar súbita e impetuosamente; bastaba con remontarse al tiempo en que aparecieron los primeros signos ominosos y trazar un gráfico, un cuadro clínico, de su irresistible ascensión.

Juan Goytisolo, Paisajes después de la batalla

«¿No serías más feliz si hubiera podido demostrarte que todos los que lo hicieron estaban locos?», pregunta Raoul Hilberg, el gran historiador del Holocausto. Sin embargo, esto es precisamente lo que es incapaz de demostrar. La verdad que saca a la luz no proporciona ningún consuelo. Lo más probable es que no haga feliz a nadie. «Fueron hombres de su tiempo y educados. Este es el quid de la cuestión cada vez que reflexionamos sobre el significado de la civilización occidental después de Auschwitz. Nuestra evolución ha ido más deprisa que nuestro entendimiento; ya no podemos dar por sentado que conocemos a fondo nuestras instituciones sociales, nuestras estructuras burocráticas ni nuestra tecnología»[1].

Son malas noticias para los filósofos, los sociólogos, los teólogos y el resto de los eruditos, hombres y mujeres, profesionalmente dedicados a entender y explicar. Las conclusiones de Hilberg significan que no han hecho bien su trabajo. No pueden explicar lo que sucedió ni por qué y no pueden ayudarnos a que lo entendamos. Esta acusación es bastante grave por lo que se refiere a los científicos, puede intranquilizar a los estudiosos, pero no llega a ser motivo de alarma pública. Después de todo, ha habido en el pasado otros muchos acontecimientos importantes que tenemos la sensación de no entender del todo. En ocasiones, hace que nos sintamos encolerizados, pero la mayor parte de las veces no nos perturba en exceso. Después de todo —nos consolamos— estos acontecimientos pasados sólo tienen un interés académico.

Pero, ¿es eso cierto? No es el Holocausto lo que no logramos entender en toda su monstruosidad; es nuestra Civilización Occidental, una civilización que el Holocausto ha convertido en incomprensible justo en un momento en el que pensábamos poder estar conformes con esta nuestra civilización, cuando conocíamos sus caminos más recónditos e incluso sus perspectivas, cuando su influjo cultural se expandía por todo el mundo. Si Hilberg está en lo cierto, y las instituciones sociales más importantes eluden, efectivamente, nuestra comprensión mental y práctica, entonces no sólo deben preocuparse los académicos profesionales. Es cierto, el Holocausto ocurrió hace casi medio siglo. Es cierto, sus resultados inmediatos se desvanecen en el pasado con rapidez. La generación que lo vivió casi ha desaparecido. Pero —y éste es un «pero» siniestro— aquellas características de nuestra civilización que una vez nos resultaron familiares y que el Holocausto convirtió de nuevo en misteriosas, siguen siendo parte de nuestra vida. No han desaparecido; y, por lo tanto, tampoco la posibilidad del Holocausto.

Restamos importancia a esa posibilidad. Rechazamos con desdén a las pocas personas a las que irrita nuestro equilibrio mental. Tenemos un nombre especial y burlón para ellos, los «profetas del catastrofismo». Es fácil descartar sus angustiados avisos. ¿Es que acaso no estamos ya vigilantes? ¿Es que acaso no condenamos la violencia, la crueldad y la inmoralidad? ¿Es que no juntamos, cada vez más, toda nuestra inventiva y todos nuestros considerables recursos para luchar contra ellas? Y, además, ¿hay algo en nuestra vida que indique la absoluta probabilidad de que se produzca una catástrofe? La vida cada vez es mejor y más cómoda. En conjunto, parece que nuestras instituciones funcionan bastante bien. Estamos bien protegidos contra el enemigo, y nuestros amigos, con toda seguridad, no harán nada peligroso. Indudablemente, de vez en cuando tenemos noticias de atrocidades que algunos pueblos, no especialmente civilizados y, por eso, muy lejanos espiritualmente, cometen contra sus vecinos, igualmente bárbaros. Los ewe mataron despiadadamente a un millón de ibos habiéndolos llamado primeramente parásitos, criminales, ladrones y subhumanos sin cultura[2]. Los iraquíes envenenaron con gas a los ciudadanos kurdos sin molestarse siquiera en insultarlos. Los tamiles asesinaron a los singaleses y los etíopes exterminaron a los eritreos. Los habitantes de Uganda se mataron unos a otros (¿o fue al revés?).

Es muy triste, es cierto, pero ¿tiene alguna relación con nosotros? Si demuestra algo, es que realmente es terrible ser distinto de nosotros y lo bueno que es estar a salvo tras el resguardo de nuestra civilización superior.

Queda patente lo funesta que puede terminar siendo nuestra suficiencia cuando recordamos que en 1941 no se esperaba que se produjera el Holocausto. Que, dado el conocimiento de los «hechos», no era ni siquiera esperable. Y que, cuando finalmente se produjo, un año después, suscitó una incredulidad universal. La gente se negaba a creer lo que estaba viendo. No es que fueran obtusos o tuvieran mala voluntad, es que nada de lo que habían conocido anteriormente les había preparado para creerlo.

Por todo lo que sabían y creían, el asesinato en masa, para el que ni siquiera tenían un nombre, era pura y simplemente inimaginable. En 1988, seguía siendo inimaginable. Sin embargo, en 1988 sabemos algo que no sabíamos en 1941: que también tenemos que imaginarnos lo inimaginable.

El problema

Existen dos razones por las cuales el Holocausto, a diferencia de muchos otros temas de investigación académica, no se puede considerar como de interés exclusivamente académico, dos razones por las cuales el problema del Holocausto no se puede reducir a un tema de investigación histórica ni de contemplación filosófica.

La primera de ellas es que el Holocausto, aunque sea plausible que «como acontecimiento histórico fundamental —como la Revolución francesa, el descubrimiento de América o de la rueda— haya cambiado el curso de la historia posterior»[3], ha cambiado muy poco, suponiendo que haya cambiado algo, el curso de la historia posterior de nuestra conciencia colectiva y del entendimiento de nosotros mismos. Tuvo un impacto visible muy pequeño en la imagen que tenemos del significado y de la tendencia histórica de la civilización moderna. Dejó a las ciencias sociales en general y a la sociología en particular prácticamente iguales, intactas, si descontamos las regiones todavía marginales de la investigación especializada y algunas advertencias oscuras y ominosas sobre las mórbidas inclinaciones de la modernidad. Estas dos excepciones son mantenidas persistentemente a distancia del canon de la sociología. Por estas razones, nuestra comprensión de los factores y mecanismos que una vez hicieron posible el Holocausto no ha avanzado de forma significativa. Y, por lo tanto, podemos encontrarnos de nuevo desprevenidos para reconocer y decodificar las señales de aviso en el supuesto de que, como entonces, nos estén rodeando.

La segunda razón es que, fuere lo que fuere lo que le sucediera al «curso de la historia», lo cierto es que a los productos de la historia que contenían la posibilidad del Holocausto no les ocurrió casi nada o, al menos, no podemos tener la certeza de que así fuera. Por lo que sabemos o, mejor dicho, por lo que no sabemos, pueden seguir entre nosotros, esperando su oportunidad.

Sólo podemos suponer que las condiciones que una vez dieron origen al Holocausto no se han transformado radicalmente. Si había algo en nuestro orden social que hizo posible que tuviera lugar el Holocausto en 1941, no podemos tener la certeza de que haya desaparecido desde entonces. Un número cada vez mayor de eruditos respetados y famosos nos advierten de que es mejor que no estemos tan satisfechos de nosotros mismos.

La ideología y el sistema que dieron origen a Auschwitz permanecen intactos. Esto significa que el propio Estado-nación está fuera de control y es capaz de desencadenar actos de canibalismo social a una escala inimaginable. Si no se refrena, puede hacer que toda una civilización se consuma en las llamas. No puede llevar a cabo una misión humanitaria, no se pueden impedir sus pecados por medio de códigos morales ni legales, no tiene conciencia (Henry L. Feingold)[4].

Muchas características de la sociedad contemporánea «civilizada» hacen que se recurra a los holocaustos genocidas. (…)

El Estado territorial soberano reclama, como parte integrante de su soberanía, el derecho a cometer genocidios o participar en matanzas genocidas contra personas que estén bajo su dominio […] y las Naciones Unidas, en la práctica, defienden este derecho (Leo Kuper)[5].

Dentro de ciertos límites, establecidos en función de consideraciones de poder tanto político como militar, el Estado moderno puede hacer lo que le plazca a todos los que están bajo su control. No existe ningún límite ético ni moral que el Estado no pueda trascender si desea hacerlo, porque no hay ningún poder ni ético ni moral más elevado que el del Estado. En asuntos de ética y moralidad, la situación del individuo en el Estado moderno es, en principio, equivalente a la del prisionero de Auschwitz: o bien actúa de acuerdo con las normas de conducta vigentes y aplicadas por los que poseen la autoridad o se arriesga a sufrir las consecuencias. (…)

La existencia en la actualidad se puede identificar cada vez más con los principios que regían la vida y la muerte en Auschwitz (George M. Kren y León Rappoport)[6].

Algunos de los autores citados tienen tendencia a exagerar embargados por las emociones que despierta la lectura de los informes sobre el Holocausto. Ciertas afirmaciones suyas parecen increíbles y, desde luego, excesivamente alarmistas. Incluso pueden ser contraproducentes: si todo lo que conocemos es parecido a Auschwitz, entonces podemos convivir con Auschwitz y, en muchos casos, razonablemente bien. Si los principios que regían la vida y la muerte de los presos de Auschwitz eran como los que rigen las nuestras, entonces, ¿a qué vienen todas estas protestas y lamentaciones? Sinceramente, debería evitarse la tentación de utilizar la imaginería inhumana del Holocausto al servicio de causas partidistas referidas a asuntos conflictivos, más o menos graves, pero en definitiva habituales y cotidianos. La destrucción en masa fue una forma extrema de antagonismo y opresión, y no todos los casos de opresión, odio comunal e injusticia son «parecidos» al Holocausto. La semejanza formal, y por tanto superficial, es una mala guía para el análisis causal. Al contrario de lo que indican Kren y Rappoport, el tener que elegir entre la conformidad o cargar con las consecuencias de la desobediencia no implica necesariamente vivir en Auschwitz, y los principios que predican y practican la mayor parte de los Estados contemporáneos no bastan para convertir a sus ciudadanos en víctimas de un Holocausto.

La causa real de preocupación, la que no se puede desechar con facilidad ni pasar por alto como si se tratara de un resultado natural, aunque engañoso, del trauma que siguió al Holocausto, está en otro sitio. Está en dos hechos relacionados entre sí.

En primer lugar, los procesos de ideación que por su propia lógica interna pueden conducir a proyectos de genocidio, y los recursos técnicos que permiten que se pongan en práctica estos proyectos, han demostrado no sólo que son compatibles con la civilización moderna, sino que es esta sociedad la que los ha posibilitado, creado y proporcionado. El Holocausto no sólo evitó, de forma misteriosa, el enfrentamiento con las normas e instituciones sociales de la modernidad. Es que fueron esas normas e instituciones las que lo hicieron viable. Sin la civilización moderna y sus logros esenciales y fundamentales, no habría habido Holocausto.

En segundo lugar, todas las intrincadas redes que ha creado el proceso civilizador de frenos y equilibrios, de barreras y obstáculos que esperamos que nos defiendan de la violencia y mantengan alejados todos los poderes de la ambición y de la falta de escrúpulos, han demostrado que no servían para nada. Cuando se produjo el asesinato en masa, las víctimas se encontraron solas. Y no sólo las habían engañado con una sociedad aparentemente pacífica, humana, legalista y ordenada, sino que su sensación de seguridad se convirtió en uno de los factores más importantes de su caída.

Para decirlo de forma terminante, existen razones para tener miedo porque ahora sabemos que vivimos en una sociedad que hizo que el Holocausto fuera posible y que no había nada en ella que lo pudiera detener. Sólo por estas razones es necesario estudiar las lecciones del Holocausto. En este estudio hay mucho más que el homenaje a los millones de asesinados, que el ajuste de cuentas con los asesinos o la curación de las heridas morales todavía ulceradas de los testigos pasivos y silenciosos.

Evidentemente, ni este estudio ni otro todavía más profundo suponen ninguna garantía contra el retorno de los asesinos de masas ni de los espectadores pasivos. Sin embargo, sin un estudio así, no sabríamos lo probable o improbable que sería ese retorno.

Genocidio extraordinario

El asesinato en masa no es una invención moderna: la historia está plagada de enemistades comunales y sectarias, siempre mutuamente nocivas y potencialmente destructoras, que con frecuencia desembocan en la violencia, a veces terminan en matanzas y en algunos casos en exterminio de poblaciones y culturas enteras. Según parece, este hecho anula la singularidad del Holocausto. En especial, parece negar el vínculo que existe entre el Holocausto y la modernidad, la «afinidad electiva» entre el Holocausto y la civilización moderna. Por el contrario, indica que el odio asesino ha estado siempre entre nosotros y probablemente nunca desaparezca y que el único significado de la modernidad a este respecto es que, al contrario de lo que promete y de sus amplias expectativas, no suaviza los cantos afilados de la coexistencia humana y, por lo tanto, no pone un punto final definitivo a la inhumanidad del hombre para con el hombre. La modernidad no ha cumplido su promesa. La modernidad ha fracasado. Pero la modernidad no tiene ninguna responsabilidad del episodio del Holocausto, porque el genocidio ha acompañado a la historia humana desde el principio.

Ésta no es, sin embargo, la lección que contiene la experiencia del Holocausto. No cabe ninguna duda de que el Holocausto fue un episodio más de la larga serie de intentos de asesinatos en masa y de la serie, no mucho menor, de intentos que se saldaron con éxito. Pero tiene otras características que no comparte con ninguno de los casos de genocidio anteriores. Estas características son las que merecen especial atención porque tienen un aire peculiar y moderno. Su presencia indica que la modernidad contribuyó al Holocausto de una forma más directa que por medio de su propia debilidad e ineptitud. Indica que el papel de la civilización moderna en la incidencia y la comisión del Holocausto fue activa, no pasiva. Significa también que el Holocausto fue tanto un producto como un fracaso de la civilización moderna. De la misma manera que todas las otras cosas que se hicieron de forma moderna, es decir, racional, planificada, científica, coordinada, experta y eficientemente administrada, el Holocausto dejó atrás y en ridículo a todos sus supuestos equivalentes premodernos dejando claro que, en comparación, eran primitivos, antieconómicos y poco efectivos. Como todo lo de nuestra sociedad moderna, el Holocausto fue un logro superior en todos los aspectos si lo medimos con las normas que esta sociedad ha celebrado e institucionalizado. Se destaca claramente de todos los episodios genocidas del pasado de la misma manera que una planta industrial moderna se distingue del taller de un artesano o la moderna granja industrial de la que antes llevaba el campesino con su caballo y azadón, escardando a mano.

El 9 de noviembre de 1938 tuvo lugar en Alemania un acontecimiento que pasó a la historia con el nombre de Kristallnacht, la noche de los cristales rotos. Una muchedumbre ingobernable, aunque subrepticiamente azuzada y controlada oficialmente, atacó las tiendas judías, los lugares de culto y los domicilios particulares. Los arrasaron, prendieron fuego y destruyeron. Aproximadamente cien personas perdieron la vida. La Kristallnacht fue el único pogromo a gran escala que tuvo lugar en las calles de las ciudades alemanas mientras se producía el Holocausto. También fue el único episodio del Holocausto que se ajustó a la tradición secular de violencia populachera contra los judíos. No se diferenciaba mucho de los pogromos del pasado, apenas destacaba de la larga línea de violencia de las multitudes que va desde las épocas antiguas, pasando por la Edad Media, hasta la casi contemporánea pero todavía premoderna en Rusia, Polonia y Rumania. Si el trato de los nazis a los judíos se hubiera compuesto solamente de Kristallnächte y acontecimientos parecidos, lo único que habrían hecho habría sido añadir un párrafo más, como mucho un capítulo, a los muchos volúmenes de la crónica de emociones enloquecidas, de las turbas que se unen para un linchamiento o de los soldados que saquean y violan en las ciudades conquistadas. Pero no fue así.

Y no fue así por una razón muy sencilla: no se puede concebir ni llevar a cabo un asesinato en masa de la magnitud del Holocausto a base de Kristallnächte.

Consideremos las cifras. El Estado alemán aniquiló aproximadamente a seis millones de judíos. Con una media de cien al día, habrían hecho falta casi 200 años. La violencia de la multitud tiene sus fundamentos en una base psicológica equivocada, en la emoción violenta. A la gente se la puede manipular para que se deje arrebatar por la furia, pero no se la puede mantener furiosa 200 años. Las emociones y sus fundamentos biológicos duran un cierto periodo de tiempo. El deseo vehemente, incluso el deseo vehemente de sangre, termina por saciarse. Además, las emociones son inconstantes y se pueden invertir. Una muchedumbre a punto de cometer un linchamiento no es fiable, puede conmoverse ante el sufrimiento de un niño, por ejemplo. Para erradicar una ‘raza’ hay que matar a los niños.

Un asesinato concienzudo, completo y exhaustivo exigía que se sustituyera a las muchedumbres por la burocracia, la ira compartida por la obediencia a la autoridad. Esta burocracia imprescindible debía ser efectiva, aunque estuviera compuesta por antisemitas convencidos o tibios, lo que ampliaba considerablemente el número de candidatos potenciales. Dirigiría la actuación de sus miembros, pero no despertando pasiones sino por medio de la rutina organizada. Solamente haría las distinciones que tenía programadas, no las que sus miembros se sintieran movidos a hacer, por ejemplo, entre niños y adultos, eruditos y ladrones, inocentes y culpables. Reaccionaría con entusiasmo ante la voluntad de la autoridad, fuera la que fuera, por medio de una jerarquía de responsabilidades[7].

La ira y la furia son lastimosamente primitivas e ineficaces como herramientas para el exterminio en masa. Por lo general, desaparecen antes de que haya terminado el trabajo. No se pueden construir planes generales contando con ellas. Y, menos todavía, planes que vayan más allá de los efectos momentáneos tales como una ola de terror. No se puede contar con ellas para derribar un antiguo orden y limpiar el suelo para construir uno nuevo. Ni Ghengis Khan ni Pedro el Ermitaño necesitaron la tecnología moderna ni los modernos métodos científicos de administración y coordinación. Stalin y Hitler, sí. Nuestra sociedad racional y moderna ha desacreditado a aventureros y diletantes como Ghengis Khan o Pedro el Ermitaño. Nuestra sociedad racional y moderna ha preparado el camino para los que cometen genocidios sistemáticos, fríos y meticulosos, como los Stalin y Hitler a quienes la sociedad moderna y racional abonó el terreno.

Más claramente, los casos modernos de genocidio destacan por su escala. En ninguna otra ocasión, excepto bajo el mandato de Hitler y Stalin, se asesinó a tanta gente en un periodo de tiempo tan corto. Sin embargo, ésta no es la única novedad, ni siquiera la más importante, es simplemente una consecuencia de otras características más fundamentales. El asesinato en masa contemporáneo se distingue por la práctica ausencia de toda espontaneidad, por un lado, y por la importancia de la planificación racional y los cálculos cuidadosos por otro. Se caracteriza por la casi completa eliminación de la contingencia y de la casualidad y por su independencia de las emociones del grupo y de los motivos personales. Se distingue por su función fingida o marginal, disfrazada o decorativa, de movilización ideológica. Pero, ante todo, destaca por su intención.

Los motivos de asesinato en general, y los del asesinato en masa en particular, han sido siempre muchos y variados. Van desde el cálculo puro, hecho a sangre fría, del beneficio competitivo hasta el odio o la heterofobia, igualmente puros y desinteresados. La mayor parte de las contiendas comunales y de las campañas genocidas contra los aborígenes caben cómodamente dentro de este intervalo. Si van acompañadas de una ideología, esta última no va mucho más allá de una visión del mundo del estilo «nosotros o ellos», y si tienen un precepto, suele ser «no hay sitio para los dos» o «el único indio bueno es el indio muerto». Se espera que el adversario proceda con esos mismos principios, pero sólo en caso de que se le crea capaz. La mayor parte de las ideologías genocidas se basan en una intrincada simetría de presuntas intenciones y actuaciones.

Es cierto que el genocidio moderno es diferente. El genocidio moderno es un genocidio con un objetivo. Librarse del adversario ya no es un fin en sí mismo. Es el medio para conseguir el fin, una necesidad que proviene del objetivo final, un paso que hay que dar si se quiere llegar al final del camino. El fin es una grandiosa visión de una sociedad mejor y radicalmente diferente. El genocidio moderno es un elemento de ingeniería social, pensado para producir un orden social que se ajuste al modelo de la sociedad perfecta.

Para los que iniciaron y administraron el genocidio moderno, la sociedad es susceptible de planificación y de un diseño deliberado. Por la sociedad se puede y se debe hacer algo más que modificar un detalle o varios, hacer algunas mejoras aquí y allá o curar algunas de sus inoportunas dolencias. Podemos y debemos fijarnos objetivos más ambiciosos y radicales. Podemos y debemos rehacer la sociedad y obligarla a que se ajuste a un plan global y creado científicamente. Se puede inventar una sociedad objetivamente mejor que la que «simplemente existe», es decir, la que existe sin ninguna intervención consciente. Invariablemente, este diseño tiene una dimensión estética: el mundo ideal que está a punto de surgir se ajusta a las normas de la belleza superior. Una vez construido, será exquisitamente satisfactorio, como una obra de arte perfecta. Será un mundo al que, utilizando las inmortales palabras de Alberti, no podrá mejorar ninguna cosa que se le añada, se le quite o se le altere.

Esta es la visión del jardinero proyectada sobre una pantalla del tamaño del mundo. Los pensamientos, sensaciones, sueños e impulsos de los que diseñaron el mundo perfecto les resultan conocidos a todos los jardineros dignos de ese nombre, aunque acaso a menor escala. Algunos jardineros odian las malas hierbas que estropean su diseño, esa fealdad en medio de la belleza, esa basura en medio del orden sereno. A otros les dejan impasibles. Son simplemente un problema que hay que resolver, un trabajo más que hacer. Estas dos actitudes no suponen ninguna diferencia para las malas hierbas, ya que ambos jardineros las eliminan. Si se les preguntara o diera una oportunidad de pararse a meditar, ambos estarían de acuerdo: las malas hierbas deben morir no a causa de lo que son, sino por lo que el bello y ordenado jardín tiene que ser.

La cultura moderna es una cultura de jardín. Se define como el diseño para una vida ideal y una perfecta administración de las condiciones humanas. Construye su propia identidad a partir de la desconfianza en la naturaleza. De hecho, se define a sí misma, a la naturaleza y a la diferencia entre las dos, por medio de su desconfianza endémica de la espontaneidad y su deseo vehemente de un orden mejor y necesariamente artificial. Aparte del plan global, el orden artificial del jardín precisa de herramientas y de materias primas. También necesita defensas contra el peligro implacable que supone el desorden. El orden, concebido en primer lugar como diseño, determina lo que es una herramienta, lo que es materia prima, lo que es inútil, lo que es inoportuno, lo que es nocivo, lo que es una mala hierba o un animal dañino. Clasifica a todos los elementos del universo por su relación con él. Esta relación es el único significado que les concede y tolera y la única justificación de la actuación del jardinero. Desde el punto de vista del diseño, todas las acciones tienen un papel decisivo, mientras que todos los objetos de la acción son o bien facilidades o bien estorbos.

El genocidio moderno, lo mismo que la cultura moderna en general, es el trabajo de un jardinero. Es simplemente uno de los muchos trabajos rutinarios que necesita hacer la gente que piensa que la sociedad es como un jardín. Si el diseño del jardín define a sus malas hierbas, entonces es que hay malas hierbas ahí donde hay un jardín y hay que exterminarlas. Hacerlo es una actividad creativa, no destructiva. No se diferencia de las otras actividades necesarias para la construcción y el mantenimiento del jardín perfecto. Todas las visiones de la sociedad como jardín definen a parte del hábitat social como malas hierbas humanas. Lo mismo que con las otras, hay que separarlas, contenerlas, evitar que se propaguen, arrancarlas y mantenerlas fuera de los límites de la sociedad. Si todos estos medios demuestran ser insuficientes, hay que exterminarlas.

Las víctimas de Hitler y Stalin no fueron asesinadas para conquistar y colonizar el territorio que ocupaban. Con frecuencia fueron asesinadas de una manera monótona y mecánica, sin emociones humanas, odio incluido. Fueron asesinadas porque no se ajustaban, por una u otra razón, al esquema de la sociedad perfecta. Su muerte no fue un trabajo de destrucción sino de creación. Fueron eliminadas para poder establecer un mundo humano objetivamente mejor, más eficiente, moral y hermoso. Un mundo comunista. O ario, racialmente puro. En cualquier caso, un mundo armonioso, dócil en manos de sus dirigentes, ordenado y controlado.

La gente contaminada con una mancha indeleble de su pasado o de su origen no tenía lugar en ese mundo intachable, saludable y brillante. No se podía cambiar su naturaleza, como en el caso de las malas hierbas. No podían mejorar ni se les podía reeducar. Había que eliminarlos por razones de herencia genética o ideológica, por razón de algún mecanismo natural resistente e inmune al proceso cultural.

Los dos casos más conocidos y extremos de genocidio no traicionaron el principio de la modernidad. Tampoco se apartaron tortuosamente de la vía principal del proceso civilizador. Fueron las expresiones más coherentes y desinhibidas de ese espíritu. Intentaron conseguir los logros más ambiciosos del proceso civilizador que casi todos los demás procesos no alcanzaron, y no necesariamente por falta de buena voluntad. Demostraron lo que pueden conseguir racionalizando, diseñando y controlando los esfuerzos y los sueños de la civilización moderna si no se mitigan, limitan o neutralizan.

Estos sueños y esfuerzos llevan mucho tiempo entre nosotros. Fueron los que produjeron el vasto e imponente arsenal de tecnología y métodos administrativos. Dieron origen a instituciones cuya única finalidad es instrumentalizar el comportamiento humano hasta tal punto que se puede lograr cualquier objetivo con eficiencia y energía, con o sin la entrega ideológica o la aprobación moral de los que lo ponen en práctica. Legitiman el monopolio de los gobernantes sobre los fines y la limitación de los gobernados a la función de medios. Definen la mayor parte de las acciones como medios, y los medios como subordinación. Subordinación al objetivo final, a los que los determinaron, a la voluntad suprema y al conocimiento supraindividual.

Sin ningún género de dudas, esto no implica que todos nosotros vivamos cotidianamente de acuerdo con los principios de Auschwitz. Partiendo del hecho de que el Holocausto es moderno no se llega a la conclusión de que la modernidad sea un Holocausto.

El Holocausto es una consecuencia del impulso moderno hacia un mundo absolutamente diseñado y controlado una vez que este impulso se empieza a descontrolar. La mayor parte del tiempo se evita que la modernidad lo permita. Sus ambiciones pugnan con el pluralismo del mundo humano y se detienen antes de realizarse por falta de un poder absoluto que sea lo suficientemente absoluto y de un organismo monopolista que sea lo suficientemente monopolista como para rechazar, quitar importancia o aplastar a todas las fuerzas autónomas, compensatorias y atenuantes.

La peculiaridad del genocidio moderno

Cuando un poder absoluto capaz de monopolizar los vehículos modernos de la acción racional se convierte al sueño modernista y cuando este poder se libera de todo control social efectivo, entonces se produce el genocidio. Un genocidio moderno, como el Holocausto. El cortocircuito (aunque casi desearíamos decir ‘el encuentro fortuito’) entre una élite ideológicamente obsesionada con el poder y las tremendas facilidades de la sociedad moderna para la actuación racional y sistemática no suele producirse a menudo. Pero, una Vez que sucede, salen a la luz ciertos aspectos de la modernidad que son menos visibles en otras circunstancias y, por lo tanto, se pueden quedar fuera de la teorización.

El Holocausto moderno es único y singular en dos sentidos. Se diferencia de los otros casos históricos de genocidio en que es moderno. Y sigue siendo singular si se le compara con la cotidianeidad de la sociedad moderna Porque reúne algunos factores corrientes de la modernidad que, por lo general se mantienen separados. En este segundo sentido de su peculiaridad, lo que es poco frecuente y raro es la combinación de factores, no los factores que se combinan. Por separado, cada uno de los factores es corriente y normal. Es decir, no es suficiente con saber qué son el salitre, el azufre y el carbón si no se sabe y se recuerda que al mezclarlos se convierten en pólvora.

Esta singularidad y normalidad simultáneas del Holocausto ha encontrado una expresión excelente en el resumen de los trabajos de Sarah Gordon:

El exterminio sistemático, a diferencia de los pogromos esporádicos, sólo lo puede llevar a cabo un gobierno extremadamente poderoso y, probablemente, sólo hubiera podido tener éxito en condiciones de guerra. Fue la llegada de Hitler y sus seguidores radicalmente antisemitas y su posterior centralización del poder las que hicieron posible el exterminio de la judería europea. (…)

Los procesos de exclusión organizada y de asesinato requirieron tanto la cooperación de amplios sectores del ejército y de la burocracia como la aquiescencia del pueblo alemán, aprobaran o no la persecución y exterminio que realizaban los nazis.[8]

Gordon enumera varios factores que tuvieron que unirse para que se produjera el Holocausto: el antisemitismo radical (y, como recordaremos del capítulo anterior, racista y exterminador) del tipo nazi; la transformación de ese antisemitismo en acción política de un Estado poderoso y centralizado; que el Estado estuviera al mando de un tremendo y eficiente aparato burocrático; el «estado de excepción» —una condición extraordinaria, de guerra, que permitía al gobierno y a la burocracia bajo su control quitar de en medio cosas que, posiblemente en tiempos de paz, hubieran supuesto serios obstáculos—; y la no interferencia y la aceptación pasiva de estos hechos por gran parte de la población civil. De todos estos factores, dos de ellos (aunque se puede argumentar que se pueden reducir a uno: con los nazis en el poder, era prácticamente inevitable) se pueden considerar fortuitos, no necesariamente propios de la sociedad moderna, aunque ésta no los elimina. Los otros factores son, sin embargo, completamente «normales». Siempre están presentes en cualquier sociedad moderna y su presencia se ha hecho posible e ineludible por los procesos asociados con el desarrollo y el afianzamiento de la civilización moderna.

En el capítulo anterior he intentado explicar la relación entre el antisemitismo radical y exterminador y las transformaciones socio-políticas y culturales a las que se suele hacer mención al hablar de la formación de la sociedad moderna. En el último capítulo de este libro intentaré analizar estos mecanismos sociales que también se ponen en movimiento en las condiciones actuales y que silencian o neutralizan las inhibiciones morales y, además, hacen que la gente se abstenga de oponer resistencia al mal.

En este capítulo me centraré sólo en uno de ellos, el más importante de todos los factores que constituyen el Holocausto: las normas de actuación típicamente modernas, tecnológicas y burocráticas y la mentalidad que institucionalizan, generan, mantienen y reproducen.

Existen dos maneras antitéticas de abordar la explicación del Holocausto. Se pueden estudiar los horrores del asesinato en masa como prueba de la fragilidad de la civilización o se pueden considerar como prueba de su terrible potencial. Se puede argumentar que, con asesinos en el poder, las normas de comportamiento civilizadas pueden quedar en suspenso y, por lo tanto, puede quedar en libertad la bestia eterna que se esconde bajo la piel del ser socialmente educado. Por otro lado, también se puede razonar que, una vez armado con los elaborados productos técnicos y conceptuales de la civilización moderna, el hombre puede hacer cosas que, en otro caso, su naturaleza le impediría llevar a cabo. Para expresarlo de otra manera, siguiendo la tradición de Hobbes, se puede llegar a la conclusión de que todavía no se ha erradicado por completo el estado presocial e inhumano a pesar de todos los esfuerzos de la civilización. O, por el contrario, podemos insistir en que el proceso civilizador ha conseguido sustituir los impulsos naturales por normas de conducta flexibles y artificiales y, en consecuencia, ha hecho posible un nivel de inhumanidad y destrucción que hubiera sido inconcebible si las predisposiciones naturales hubieran guiado la actuación humana. Me inclino por el segundo planteamiento y lo justificaré a continuación.

El hecho de que la mayoría de las personas, entre ellas muchos teóricos sociales, elijan instintivamente el primer planteamiento en vez del segundo es una prueba del notable éxito del mito etiológico que, en una u otra variante, ha utilizado la civilización occidental a lo largo de los años con el fin de legitimar su hegemonía espacial proyectándola como superioridad temporal. La civilización occidental ha expresado su lucha por la dominación en términos de batalla santa de la humanidad contra la barbarie, la razón contra la ignorancia, la objetividad contra el prejuicio, el progreso contra la degeneración, la verdad contra la superstición, la ciencia contra la magia y la racionalidad contra la pasión. Ha interpretado la historia de su dominio como la sustitución, gradual y al tiempo inexorable, del dominio de la naturaleza sobre el hombre por el dominio del hombre sobre la naturaleza. Ha presentado su propio logro como, ante todo, un avance decisivo para la libertad humana de acción, para el potencial creador y la seguridad. Ha identificado la libertad y la seguridad con el tipo de orden social que preconiza, es decir, la sociedad moderna occidental se define como civilizada y, a su vez, se entiende que una sociedad civilizada es un estado en el que se han eliminado o, al menos, reprimido, la mayor parte de la fealdad y de las cosas insanas de la naturaleza y también la mayor parte de la inmanente propensión humana a la crueldad y a la violencia. La imagen popular de la sociedad civilizada es, más que otra cosa, la de ausencia de violencia, la de una sociedad amable, educada y tolerante.

Acaso la expresión simbólica más sobresaliente de esta imagen de la civilización sea la santidad del cuerpo humano, el cuidado que se pone en no invadir los espacios más íntimos, con evitar el contacto corporal, guardar las distancias culturalmente prescritas y el asco y la repulsión que experimentamos cuando sentimos, vemos o escuchamos que se ha invadido ese espacio sagrado. La civilización moderna se puede permitir la ficción de la santidad y de la autonomía del cuerpo humano gracias a los eficientes mecanismos de autocontrol que ha creado y reproducido con todo éxito en el proceso de la educación individual. Una vez que han demostrado ser efectivos, los mecanismos de autocontrol reproducidos eliminan la necesidad de, la posterior interferencia externa con el cuerpo. Por otro lado, la intimidad del cuerpo subraya la responsabilidad personal sobre su comportamiento, con lo que se añaden fuertes sanciones a la educación corporal (en los últimos años, la severidad de las sanciones, aprovechadas con entusiasmo por el mercado de consumo, ha producido la tendencia a interiorizar la demanda de educación, es decir, el desarrollo del autocontrol del individuo tiende a controlarse a sí mismo y se realiza como un trabajo de bricolaje casero). La prohibición cultural de aproximarse mucho o ponerse en contacto con otro cuerpo supone una salvaguarda efectiva contra influencias difusas y contingentes que podrían, si se lo permitieran, neutralizar las normas del orden social. La falta de violencia de las relaciones cotidianas y difusas es una condición indispensable, y un resultado constante, de la centralización de la coerción.

Con todo, el carácter global no violento de la civilización moderna es una fantasía. Para ser más exactos, es parte integrante de su autoexcusa y de su autoapoteosis, o sea, del mito que la legitima. No es cierto que nuestra civilización elimine la violencia debido a su carácter inmoral, inhumano y degradante. Si la modernidad

es la antítesis de las salvajes pasiones de la barbarie, no es en absoluto la antítesis de la destrucción, las matanzas y la tortura desapasionadas […] A medida que la cualidad de pensar se va haciendo más racional, aumenta la cantidad de destrucción. Por ejemplo, en nuestra época, el terrorismo y la tortura han dejado de ser instrumentos de las pasiones y han pasado a ser instrumentos de la racionalidad política[9].

Lo que en realidad ha sucedido en el curso del proceso civilizador es que se ha dado una nueva orientación a la violencia y se ha redistribuido el acceso a ella. La violencia, al igual que otras muchas cosas que nos han enseñado a aborrecer y detestar, ha desaparecido de nuestra vista, pero sigue existiendo. Se ha hecho invisible desde la posición ventajosa de la experiencia personal limitada y privatizada. Se la ha encerrado en territorios segregados y aislados, siempre inaccesibles a los miembros normales de la sociedad, se la ha expulsado a las «zonas grises» situadas fuera de los límites para una amplia mayoría de los miembros de la sociedad (y de la mayoría que cuenta) o se la ha exportado a lugares lejanos que carecen de toda importancia para la vida profesional de los humanos civilizados (siempre se pueden anular las reservas de las vacaciones).

La consecuencia final de todo esto es la concentración de la violencia. Una vez centralizada y sin competencia, los medios de coacción pueden lograr resultados inauditos aunque no técnicamente perfectos. Esta concentración, sin embargo, desencadena y fomenta la escalada de los perfeccionamientos técnicos con lo que los efectos de la concentración se incrementan. Como Anthony Giddens ha repetido insistentemente (véase sobre todo su Contemporary Critique of the Historical Materialism, 1981, y The Constitution of Society, 1984), esta eliminación de la violencia en la vida cotidiana de las sociedades civilizadas siempre ha ido asociada a una militarización al cien por cien del intercambio entre las sociedades y de la producción de orden dentro de ellas. Los ejércitos permanentes y las fuerzas de la policía reúnen armas técnicamente superiores y tecnología superior para la administración burocrática. A lo largo de los dos últimos siglos, se ha ido incrementando ininterrumpidamente el número de personas que ha muerto violentamente a consecuencia de esta militarización, hasta llegar a una cifra sin precedentes.

El Holocausto absorbió una enorme cantidad de medios de coacción. El que se emplearan para un único objetivo supuso un estímulo más para su perfeccionamiento técnico y su especialización. Sin embargo, lo importante es la forma en que se que utilizaron, más aún que la cantidad de herramientas de destrucción y que su calidad técnica. Su efectividad formidable se basaba principalmente en que su utilización estaba sujeta a consideraciones puramente técnicas y burocráticas. Esto hizo que su uso fuera casi totalmente inmune a las presiones compensatorias a las que podría haber estado sometido si hubieran estado bajo el control de agentes dispersos y descoordinados. La violencia se ha convertido en una técnica. Lo mismo que todas las técnicas, está libre de emociones y es puramente racional. «De hecho, es completamente razonable, si ‘razón’ significa razón instrumental, emplear la fuerza militar de los Estados Unidos, los B-52, el napalm y todo lo demás contra el ‘Vietnam dominado por los comunistas’ (sin duda, un ‘objeto indeseable’), como ‘operario’ para transformarlo en un ‘objeto deseable’»[10].

Efectos de las divisiones del trabajo jerárquicas y funcionales

El uso de la violencia es más eficiente y rentable cuando los medios se someten únicamente a criterios instrumentales y racionales y se disocian de la valoración moral de los fines. Como indicaba en el primer capítulo, esa disociación es una operación que todas las burocracias saben hacer. Incluso se puede decir que proporciona la esencia de la estructura y del proceso burocrático y, con ella, el secreto del tremendo crecimiento del potencial de coordinación y de movilización y de la racionalidad y la eficiencia de la actuación que ha alcanzado la civilización moderna gracias al desarrollo de la administración burocrática. La disociación es, en gran medida, el resultado de dos procesos paralelos, fundamentales ambos para el modelo de actuación burocrático. El primero de ellos es la división del trabajo meticulosa y funcional (que complementa, aunque con diferentes consecuencias, a la graduación lineal del poder y la de subordinación). El segundo es la sustitución de la responsabilidad moral por la responsabilidad técnica.

Toda división del trabajo crea una distancia entre la mayor parte de los que contribuyen al resultado final de la actividad colectiva y el propio resultado. Antes de que los últimos eslabones de la cadena de poder burocrático, es decir, los ejecutores directos, se enfrenten a su tarea, la mayor parte de las operaciones preparatorias que producen esa confrontación ya las han llevado a cabo otras personas que no tienen ninguna experiencia personal —y, en ocasiones, ningún conocimiento— de la tarea en cuestión. A diferencia del trabajo premoderno, en el cual todos los escalones de la jerarquía comparten las mismas habilidades laborales y, de hecho, el conocimiento práctico de las operaciones aumenta hacia la parte superior de la pirámide (el maestro sabe las mismas cosas que los oficiales y aprendices, sólo que mejor), las personas que ocupan los peldaños sucesivos en la burocracia moderna se diferencian muchísimo por el tipo de experiencia y de capacitación que requiere su trabajo. Posiblemente se puedan colocar, mediante un ejercicio de imaginación, en el puesto de sus subordinados y esto puede servir de gran ayuda para mantener «buenas relaciones humanas» en la oficina, pero no es requisito para realizar adecuadamente el trabajo ni para que la burocracia, en su conjunto, sea efectiva. De hecho, la mayor parte de las burocracias no se toman en serio la romántica fórmula que recomienda que todos los burócratas, y en especial los que ocupan los puesto más elevados, «empiecen desde abajo» con el fin de que, mientras ascienden hacia la cumbre, adquieran y aprendan de memoria la experiencia de toda la cadena. Por el contrario, la mayor parte de las burocracias, conscientes de la multiplicidad de conocimientos que exigen los trabajos administrativos de las distintas categorías, utilizan diferentes caminos para reclutar personal para los distintos niveles de la jerarquía. A lo mejor es cierto que todo soldado lleva un bastón de mariscal en la mochila, pero pocos mariscales, ni tampoco coroneles ni capitanes, llevan una bayoneta de soldado en su maletín.

Lo que implica esta distancia práctica y mental del producto final es que la mayor parte de los funcionarios de la jerarquía burocrática pueden dar órdenes sin saber cuáles serán sus efectos. En muchos casos pueden encontrar difícil prever esos efectos. Por lo general, sólo tienen una idea abstracta y distante; el tipo de conocimiento que como mejor se expresa es con estadísticas, que miden los resultados sin pasar por ningún juicio, en cualquier caso ningún juicio moral. En sus archivos y en sus mentes los resultados están, como mucho, representados en forma de diagramas, curvas o rectores de un círculo. En el mejor de los casos, aparecen como columnas de números. Los resultados finales de sus órdenes, vengan representados con gráficos o en forma numérica, carecen de sustancia. Los gráficos miden el progreso del trabajo, no dicen nada sobre la naturaleza de sus operaciones ni sobre los objetivos. Los gráficos hacen que tareas de carácter totalmente diferentes sean intercambiables. Lo único que importa es el éxito o el fracaso y, desde este punto de vista, todas las tareas son parecidas.

Todos estos efectos de distancia que crea la división jerárquica del trabajo crecen radicalmente una vez que esta división pasa a ser funcional. En este caso, ya no sólo no se da una experiencia personal y directa de la puesta en práctica real de la tarea a la que contribuyen los sucesivos estadios, sino también la falta de parecido entre la tarea a realizar inmediatamente y la tarea de la oficina en su conjunto, ya que una no es la versión en miniatura ni un icono de la otra, lo que distancia al trabajador del trabajo realizado por la burocracia de la que él forma parte. El impacto psicológico de este distanciamiento es profundo y de gran alcance. Una cosa es ordenar que se carguen bombas en un avión y otra muy distinta estar a cargo del suministro de acero en una fábrica de bombas. En el primer caso, el que da la orden puede que no tenga ninguna impresión visual sobre la devastación que la bomba está a punto de causar. En el segundo caso, sin embargo, el director de compras no tiene que pensar, si no lo desea, en el uso que se va a dar a las bombas. Incluso en abstracto, el conocimiento puramente especulativo del resultado final es redundante y, además, carece de importancia por lo que se refiere al éxito de la operación. En una división del trabajo funcional, todo lo que uno haga es, en principio, multifinal; es decir, se puede combinar e integrar en más de una totalidad de un solo significado. Por sí misma, la función carece de significado y el significado se lo conferirán las acciones de quienes la lleven a cabo. Serán «los otros», en la mayor parte de los casos, anónimos y lejanos, los que en algún momento decidirán cuál es el significado. «¿Aceptarían su responsabilidad de quemar bebés los trabajadores de las plantas químicas que producen napalm?», se preguntaban Wren y Rappoport. «¿Tienen conciencia estos trabajadores de que otras personas pueden pensar con toda razón que son ellos los responsables?»[11]. Lo cierto es que no. Y no existe ninguna razón burocrática por la que debieran sentirse así. La división del proceso de abrasar bebés en tareas funcionales insignificantes y luego el distanciamiento de estas tareas han hecho que esa conciencia carezca de toda importancia y, además, sea terriblemente difícil de tener. Recordemos también que son las plantas químicas las que producen el napalm, no los trabajadores como individuos.

El segundo proceso relacionado con el distanciamiento está íntimamente vinculado con el primero. La sustitución de la responsabilidad moral por la técnica no sería concebible sin la meticulosa disección funcional y la separación de las tareas. Por lo menos, no sería concebible hasta el mismo nivel. La sustitución se produce, hasta cierto punto, ya dentro de la graduación del control puramente lineal. Cada una de las personas que pertenece a la jerarquía es responsable ante su inmediato superior y, en consecuencia, le interesa su opinión y que apruebe el trabajo. Por mucho que esta aprobación le importe, sigue siendo consciente, aunque sólo sea de forma teórica, de cuál tiene que ser el resultado final de su trabajo. Es decir, que existe por lo menos una posibilidad abstracta de que la conciencia de uno se compare con la de otro, que la benevolencia de los superiores contraste con la repulsión que producen los efectos del trabajo. Y cuando cabe comparar, cabe elegir. Dentro de una división de mando puramente lineal, la responsabilidad técnica sigue siendo, por lo menos en teoría, vulnerable. Se puede invocar para que se justifique a sí misma en términos morales y para hacer competencia a la conciencia moral. Por ejemplo, un funcionario puede decidir que, al dar cierta orden, su superior ha traspasado los términos de referencia porque ha pasado del dominio del interés puramente técnico a otro cargado de significado ético (matar a tiros a unos soldados está bien mientras que hacer lo mismo con unos bebés es diferente). Y el deber de obedecer una orden no va más allá de justificar lo que el funcionario piensa que son acciones moralmente inaceptables. Sin embargo, todas estas posibilidades teóricas desaparecen o se debilitan considerablemente cuando se complementa o se sustituye la jerarquía lineal por la división funcional y la separación de tareas. El triunfo de la responsabilidad técnica es entonces completo, incondicional y, a los efectos prácticos, inatacable.

La responsabilidad técnica se diferencia de la responsabilidad moral porque olvida que la acción es un medio para otra cosa que no sea ella misma. Como se eliminan del campo de visión las conexiones exteriores de la acción, la actuación del burócrata se convierte en un fin en sí misma. Solamente se puede juzgar por sus criterios intrínsecos de conveniencia y éxito. La tan cacareada autonomía relativa del funcionario condicionado por su especialización funcional va de la mano con su alejamiento de los efectos globales de la labor, al tiempo dividida y coordinada, de la organización en su conjunto. Una vez aislados de sus consecuencias más lejanas, las actuaciones funcionalmente especializadas o bien pasan con toda facilidad el examen moral o bien son moralmente indiferentes. La actuación se puede juzgar sobre bases claramente racionales cuando no lo impiden las preocupaciones morales. Lo que importa entonces es que la actuación se haya realizado de acuerdo con el mejor procedimiento tecnológico y que su resultado haya sido rentable. Los criterios están bien definidos y son muy fáciles de utilizar.

Por lo que se refiere a nuestro tema, dos de los efectos de este contexto de la acción burocrática tienen gran importancia. El primero es el hecho de que los conocimientos especializados, la inventiva y la dedicación de los actores, junto con los motivos personales que les hayan obligado a utilizar esas cualidades al máximo, se puede movilizar y poner al servicio del objetivo burocrático global aunque (o precisamente porque) los actores conserven una autonomía funcional relativa de este objetivo y aunque este objetivo no esté de acuerdo con la propia filosofía moral de los actores. Para decirlo abiertamente, el resultado es la irrelevancia de las normas morales por lo que se refiere al éxito técnico de la operación burocrática. El instinto de la habilidad profesional, que según Thorstein Veblen se encuentra en todos los actores, se centra por completo en realizar la tarea con la mayor perfección. La devoción práctica por la tarea se puede intensificar, además, por el carácter cobarde del actor y la severidad de sus superiores o por el interés del actor en un ascenso, por su ambición o curiosidad desinteresada o por otras muchas circunstancias o motivos personales o por características de su forma de ser. Pero, en conjunto, la habilidad profesional será suficiente. Por lo general, los actores desean sobresalir. Hagan lo que hagan, quieren hacerlo bien. Una vez que, gracias a la compleja diferenciación funcional dentro de la burocracia, se distancian de los resultados finales de la operación a la que contribuyen, sus preocupaciones morales se pueden concentrar por completo en hacer bien el trabajo. La moralidad se reduce ante el mandamiento de ser un buen trabajador, eficiente, diligente y experto.

Deshumanización de los objetos burocráticos

Otro de los efectos del contexto de la acción burocrática, igualmente importante, es la deshumanización de los objetos sobre los que actúa la burocracia, la posibilidad de expresar estos objetos en términos puramente técnicos y éticamente neutros.

Asociamos la deshumanización con las pavorosas fotografías de los prisioneros de los campos de concentración, humillados porque se ha reducido su acción al nivel más básico de la supervivencia primitiva, porque se les ha impedido utilizar los símbolos culturales de la dignidad humana, tanto corporales como de comportamiento, porque se les ha privado incluso de cualquier parecido humano reconocible. Como expresa Peter Marsh: «de pie, al lado de la valla de Auschwitz, mirando esos esqueletos demacrados con la piel arrugada y los ojos hundidos, ¿quién creería que son realmente personas?»[12]. Esas fotografías representan solamente una manifestación extrema de una tendencia que se puede descubrir en todas las burocracias, por muy benignas e inocuas que sean las tareas a las que actualmente se dedican.

Lo que sugiero es que la discusión sobre la tendencia deshumanizadora no se debe centrar en las manifestaciones más sensacionales y viles, aunque afortunadamente poco corrientes, sino en las manifestaciones más universales y, por lo tanto, potencialmente más peligrosas.

La deshumanización comienza en el punto en el cual, gracias al distanciamiento, los objetos hacia los que se dirige la operación burocrática se reducen a un conjunto de medidas cuantitativas. Para los directivos de los ferrocarriles, la única forma en que tiene sentido de expresar su objeto es en toneladas por kilómetro. No tratan con seres humanos, ovejas ni alambre de púas, sólo con la carga, y esto significa una entidad que se compone totalmente de medidas y está desprovista de calidad. Para la mayor parte de los burócratas, incluso una categoría como la carga supondría una delimitación valorativa. Ellos tratan solamente con los efectos financieros de su actuación. El dinero es el único objeto que aparece tanto en los resultados de entrada como en los de salida y, como decían acertadamente los antiguos, en definitiva pecunia non olet. Cuando van creciendo, es muy raro que las empresas burocráticas se permitan estar limitadas a un área de actividad cualitativamente diferenciada. Se expanden oblicuamente y sus movimientos los guía una especie de lucrotropismo como una fuerza gravitatoria tirando de las mayores ganancias de su capital. Como recordaremos, toda la operación del Holocausto la dirigió la Sección Económico Administrativa del Reichssicherheitshauptamt. Sabemos que la asignación de este cometido a esa Sección, excepcionalmente, no pretendió ser ni una estratagema ni un camuflaje.

Los objetos humanos, reducidos como todos los otros objetos de la administración burocrática a puras medidas, sin cualidad, pierden su carácter distintivo. Ya están deshumanizados, en el sentido de que el lenguaje en el cual se narran las cosas que les ocurren o que les hacen salvaguarda a sus referentes de cualquier evaluación ética. Sólo los seres humanos pueden ser objetos de enunciados éticos. Sí, es cierto que las afirmaciones morales se pueden extender en ocasiones a otros seres vivos no humanos, pero solamente se puede hacer ampliando su base original antropomórfica. Los seres humanos pierden esta capacidad una vez que se los reduce a cifras.

La deshumanización está inseparablemente unida a la tendencia racionalizadora más importante de la burocracia moderna. Como todas las burocracias afectan en alguna medida a algunos objetos humanos, es mucho más corriente el impacto negativo de la deshumanización que el hábito de identificarlo casi por completo con los efectos genocidas que indica. Se dice a los soldados que disparen contra blancos que caen en cuanto les dan. A los empleados de las grandes empresas se les anima para que destruyan a la competencia. Los funcionarios de los centros de asistencia social manejan adjudicaciones discrecionales en algunas ocasiones y en otras créditos personales. Sus objetos son los receptores de los beneficios suplementarios. Es difícil percibir y recordar que hay seres humanos tras todos estos términos. La cosa es que, por lo que se refiere a los objetivos burocráticos, lo mejor es que ni los perciban ni los recuerden.

Una vez deshumanizados y, por lo tanto, anulados como sujetos potenciales de exigencias morales, se contempla a los seres humanos objeto de las tareas burocráticas con indiferencia ética, que pronto se convierte en desaprobación y censura cuando su resistencia o falta de cooperación retrasa el suave flujo de la rutina burocrática. Los objetos deshumanizados no pueden tener una «causa» y, mucho menos, una causa «justa», ni tampoco «intereses» para que se los tome en consideración ni tampoco pueden apelar a la subjetividad. En consecuencia, los objetos humanos se convierten en un «factor molesto». Su turbulencia refuerza la autoestima y los vínculos de camaradería que unen a los funcionarios. Estos últimos se consideran ahora como compañeros en una lucha difícil que exige valor, sacrificio y dedicación desinteresada a la causa. Los que sufren y merecen compasión y alabanzas morales son los sujetos y no los objetos de la actuación burocrática. Es posible que se sientan orgullosos y seguros de su propia dignidad cuando aplasten la obstinación de sus víctimas, lo mismo que se sienten orgullosos de salvar cualquier otro obstáculo. La deshumanización de los objetos y la valoración positiva de la propia moral se refuerzan mutuamente. Los funcionarios pueden estar con toda fidelidad al servicio de cualquier objetivo mientras su conciencia moral permanezca intacta.

La conclusión global es que la forma burocrática de actuación, tal y como se ha ido desarrollando a lo largo del proceso de modernización, contiene todos los elementos técnicos que demostraron ser necesarios en la ejecución de las tareas genocidas. Esto se puede poner al servicio de un objetivo genocida sin que sea necesario hacer una revisión a fondo de su estructura, sus mecanismos y sus normas de conducta.

Además, al contrario de la opinión general, la burocracia no es simplemente una herramienta que se puede utilizar con la misma facilidad para fines moralmente deleznables en unos casos y, en otros, para designios profundamente humanos. La burocracia se parece más a un dado cargado, aunque se mueva en cualquier dirección hacia la que se la empuje. Tiene su propia lógica y su propio impulso. Hace que una solución sea menos probable que otra. Dado un impulso inicial, se moverá con más facilidad, lo mismo que las escobas del aprendiz de brujo, más allá de los umbrales en los que se detendrían quienes le dieron el impulso, donde todavía controlan el proceso que han desencadenado. La burocracia está programada para buscar la solución óptima, para medir lo óptimo en términos tales que no se pueda distinguir a los objetos humanos de otros o a los objetos humanos de los inhumanos. Lo que importa es la eficiencia y reducir los costos del proceso.

La función de la burocracia en el Holocausto

Lo que sucedió en Alemania hace medio siglo es que se le confió a la burocracia la tarea de dejar Alemania judenrein, es decir, limpia de judíos. La burocracia empezó como lo hacen todas las burocracias: formulando una definición precisa del objeto, registrando a todos los que se ajustaban a la definición y abriendo un expediente para cada uno de ellos. Comenzó a segregar del resto de la población a los que se encontraban entre los fichados y, finalmente, pasó a expulsar a la categoría segregada de las tierras de los arios que había que dejar limpias. En primer lugar, los presionó ligeramente para que emigraran, y luego los deportó a territorios no alemanes una vez que estos territorios se encontraban bajo control alemán. Para ese momento, la burocracia había organizado maravillosas técnicas de limpieza que no se podían desaprovechar y dejar que se oxidaran. La burocracia que desempeñó tan bien el cometido de limpiar Alemania hizo factibles otras tareas mucho más ambiciosas y el que su elección fuese poco menos que natural. Con una facilidad tan pasmosa para la limpieza, ¿por qué detenerse en el Heimat de los arios? ¿Por qué no limpiar todo el imperio? Es cierto, como el imperio era universal, no había nada «fuera» donde se pudiera tirar la basura judía. A la deportación sólo le quedaba un camino: hacia arriba, en forma de humo.

Desde hace muchos años, los historiadores del Holocausto se han dividido en dos grupos, el «intencional» y el «funcional». El primero de ellos insiste en que desde el principio Hitler había tomado la firme decisión de matar a los judíos y sólo esperaba a que se dieran las condiciones oportunas. El segundo sólo atribuye a Hitler la idea general de «encontrar una solución» al «problema judío», una idea clara sólo por lo que se refiere a la idea de una «Alemania limpia», pero vaga en lo referente a los pasos que había que dar para que se hiciera realidad. Los estudiosos de la historia apoyan con datos cada vez más convincentes la visión funcional. Sin embargo, sea cual sea el resultado del debate, caben pocas dudas de que el espacio que existía entre la idea y su ejecución lo colmó hasta los topes la actuación burocrática. Y tampoco existe ninguna duda de que, por muy exaltada que fuera la imaginación de Hitler, se habría llegado a poco si un ingente y racional aparato burocrático no la hubiera asumido y traducido en procesos rutinarios para resolver los problemas. Al fin y al cabo, acaso lo más importante, la forma de actuar burocrática dejó su impresión indeleble en todo el proceso del Holocausto. Sus huellas dactilares se encuentran en la historia del Holocausto para que las ven todo el mundo. Es cierto, la burocracia no incubó ni el miedo por la contaminación ni la obsesión por la higiene racial, porque para eso hacen falta visionarios y la burocracia se alza donde los visionarios se detienen. Pero la burocracia hizo el Holocausto y lo hizo a su imagen y semejanza.

Hilberg ha afirmado que en el momento en que el primer oficial alemán escribió la primera norma para la exclusión de los judíos, el destino de los judíos europeos estaba decidido. En este comentario hay una verdad más profunda y aterradora. Lo que precisaba la burocracia era la definición de su tarea. Como era racional y eficiente, la llevaría hasta el final.

La burocracia contribuyó a la perpetuación del Holocausto no solamente por medio de sus inherentes talentos y aptitudes, sino también por medio de sus dolencias. Se ha observado, analizado y descrito la tendencia de todas las burocracias a perder de vista el objetivo original y a centrarse en los medios, medios que se convierten en fines. La burocracia nazi no se libró tampoco. Una vez en movimiento, la maquinaria de la muerte creó su propio ritmo. Cuanto mejor limpiaba de judíos los territorios que controlaba, más buscaba nuevas tierras en las que poder aplicar sus nuevas habilidades. Al aproximarse la derrota militar de Alemania, cada vez se iba haciendo más irreal el objetivo original de la Endlösung. Lo único que mantenía en marcha a la máquina de la muerte era la rutina y la irreflexión. Había que utilizar las posibilidades del asesinato en masa porque estaban allí. Los expertos crearon los objetivos que se ajustaran a sus conocimientos. Recordamos a los expertos de las Secciones Judías de Berlín introduciendo la mínima restricción sobre los judíos alemanes que casi habían desaparecido del suelo alemán hacía tiempo. Y a los dirigentes de las SS que prohibieron a los generales de la Wehrmacht que dejaran con vida a los artesanos judíos que necesitaban desesperadamente para sus operaciones militares. Pero en ningún lado la enfermiza tendencia de sustituir los medios por los fines fue más visible que en el macabro y misterioso episodio del asesinato de los judíos húngaros y rumanos que se perpetró a pocos kilómetros del frente oriental y con un gran coste para el esfuerzo bélico: se desviaron de las tareas militares vagones y maquinaria sin precio y se desviaron tropas y recursos administrativos de tareas militares con el fin de limpiar partes alejadas de Europa en las que los alemanes nunca iban a vivir.

La burocracia es intrínsecamente capaz de una actuación genocida. Para participar en esta actuación necesita encontrarse con otro de los inventos de la modernidad: un proyecto audaz para un orden social mejor, más razonable y racional, como la uniformidad racial o la sociedad sin clases, y, por encima de todo, la capacidad de elaborar ese proyecto y la decisión de ponerlo en práctica. El genocidio se produce cuando se reúnen dos invenciones corrientes y abundantes de los tiempos modernos. Sin embargo, hasta ahora, ha sido raro y fuera de lo común que se reunieran.

La bancarrota de las salvaguardas modernas

La violencia física o la amenaza de que se produzca

ya no trae la inseguridad perpetua a la vida de la persona sino una forma especial de seguridad […] la violencia física ejerce sobre la vida individual una presión continua y uniforme que se almacena en la parre de atrás de los escenarios de la vida cotidiana, una presión totalmente conocida y que casi no se percibe, que conduce y dirige la economía porque se ha adaptado desde su primera juventud a esta estructura social.[13]

Con estas palabras, Norbert Elias volvía a formular la autodefinición de la sociedad civilizada. La eliminación de la violencia de la vida cotidiana es la afirmación principal alrededor de la cual gira toda la definición. Como hemos visto, la eliminación aparente es, de hecho, simplemente una expulsión que lleva a reajustar los recursos y a situar nuevos centros de violencia en otros puntos dentro del sistema social. De acuerdo con Elias, ambos dependen el uno del otro. El área de la vida cotidiana está comparativamente libre de violencia precisamente porque ésta se almacena detrás de los bastidores y en cantidades tales que se escapa del control de los miembros corrientes de la sociedad, lo cual le confiere el enorme poder de suprimir los brotes de violencia no autorizada. Las conductas cotidianas se han suavizado, especialmente porque la gente se siente amenazada por la violencia en caso de comportarse violentamente, con una violencia tal que no pueden albergar la menor esperanza de repeler. Es decir, la desaparición de la violencia del horizonte de la vida cotidiana es una manifestación más de las tendencias centralizadoras y monopolizadoras del poder moderno. La violencia es la ausencia de relaciones individuales porque ahora las controlan fuerzas que se encuentran definitivamente fuera del alcance de la persona. Pero las fuerzas no están fuera del alcance de todas las personas. Por lo tanto, el tan cacareado suavizamiento de la conducta (que Elias celebra con tanto gusto siguiendo el mito etiológico de occidente) y la agradable seguridad de la vida cotidiana tiene su precio. Un precio que en cualquier momento nos reclamarán a nosotros, los que habitamos en la casa de la modernidad. O nos obligarán a pagar sin reclamárnoslo antes.

La pacificación de la vida cotidiana implica, al mismo tiempo, su indefensión. Los miembros de la sociedad moderna, al estar de acuerdo o verse obligados a renunciar al uso de la fuerza física en sus relaciones mutuas, se desarman frente a los administradores de la coacción, desconocidos y por lo general invisibles, aunque potencialmente siniestros y siempre formidables. Esta debilidad resulta preocupante no tanto porque es muy posible que los administradores de la coacción se aprovechen de ellos y se apresuren a volver los medios de violencia que controlan en contra de la sociedad desarmada, sino porque el que se aprovechen o no, no depende, en un principio, de la voluntad de hombres y mujeres corrientes. Por ellos mismos, los miembros de la sociedad moderna no pueden evitar que se produzca una coacción en masa. La dulcificación de los modales va unida a un cambio radical en el control sobre la violencia.

El conocimiento de la amenaza constante, que contiene el desequilibrio de poder característicamente moderno, haría que la vida fuera insoportable si no fuera por las salvaguardas que creemos haber entretejido en el tapiz de la sociedad civilizada y moderna. La mayor parte del tiempo no tenemos ninguna razón para pensar que esta confianza sea falsa. Sólo en algunas ocasiones dramáticas se plantea alguna duda sobre la solidez de las salvaguardas. Acaso el significado principal del Holocausto resida en haber sido, hasta la fecha, una de las más temibles de esas ocasiones. En los años anteriores a la Solución Final, todas las salvaguardas se habían visto sometidas a prueba. Y todas ellas fueron cayendo, una por una y todas juntas.

Acaso el fracaso más espectacular fuera el de la ciencia como conjunto de ideas y red de instituciones de ilustración y educación. Había quedado al descubierto el potencial mortífero de los logros y principios más reverenciados de la ciencia moderna. Desde los comienzos, los lemas de la ciencia habían sido la libertad de la razón por encima de las emociones, de la racionalidad por encima de las presiones normativas y de la efectividad por encima de la ética. Una vez que se pusieron en práctica, convirtieron a la ciencia y a las formidables aplicaciones tecnológicas que había engendrado en dóciles instrumentos en manos de un poder sin escrúpulos. El papel innoble y oscuro que desempeñó la ciencia en la perpetuación del Holocausto fue tanto directo como indirecto.

La ciencia, de forma indirecta, aunque fundamental para su función social general, despejó el camino al genocidio socavando la autoridad y poniendo en tela de juicio la fuerza vinculante de todo el pensamiento normativo, en especial la religión y la ética. La ciencia contempla su historia como la luenga y victoriosa lucha de la razón contra la superstición y la irracionalidad. Debido a que ni la religión ni la ética podían legitimar racionalmente las exigencias que planteaban sobre el comportamiento humano, se las condenó y se negó su autoridad. Como se había proclamado que los valores y las normas eran inmanente e irremediablemente subjetivos, el único campo que quedaba en el cual era viable la búsqueda de la superación era la instrumentalidad. La ciencia quería liberarse de los valores y además estaba orgullosa de ello. Por medio de la presión institucional y del ridículo silenció a los que predicaban moralidad. En el proceso, se quedó ciega y sorda. Derribó todas las barreras que podían impedir su cooperación, con entusiasmo y abandono, al proyectar métodos más rápidos y efectivos de esterilización en masa o asesinatos en masa; o al albergar la opinión de que la esclavitud de los campos de concentración era una oportunidad única y maravillosa para realizar investigaciones médicas para el avance de la erudición y, por supuesto, de la humanidad.

La ciencia o, en esta ocasión, los científicos, también colaboraron directamente con los autores del Holocausto. La ciencia moderna es una institución gigantesca y compleja. Los costos de la investigación son elevados porque exigen enormes edificios, equipo muy caro y numerosos expertos muy bien pagados. Es decir, que la ciencia depende de un flujo constante de dinero y de recursos no monetarios que sólo pueden ofrecer y garantizar otras instituciones igualmente grandes. Sin embargo, la ciencia no es mercantil ni los científicos son avariciosos. La ciencia se dedica a la verdad y los científicos la persiguen. Los científicos están llenos de curiosidad y les emociona lo desconocido. Si se mide de acuerdo con el patrón de otras preocupaciones terrenales, incluyendo la monetaria, la curiosidad es desinteresada. Lo único que los científicos predican y buscan es el valor del conocimiento. Es simplemente una coincidencia que no se pueda saciar la curiosidad ni descubrir la verdad sin fondos cada vez más cuantiosos, laboratorios cada vez más costosos y salarios cada vez más elevados. Lo que los científicos desean es simplemente que se les permita ir allí donde les lleve su sed de conocimientos.

Un gobierno que les tienda una mano y les ofrezca su ayuda puede contar con la gratitud y cooperación de los científicos. Casi todos ellos, a cambio, estarían dispuestos a renunciar a una larga lista de preceptos menores. Por ejemplo, podrían soportar la repentina desaparición de algunos de sus colegas con una nariz peculiar o unas ciertas notas en su biografía. Si ponían algún reparo, se les decía que llevárselos a todos de golpe pondría en peligro el programa de investigación. No es una calumnia ni una sátira, es a lo que se redujeron las protestas de los profesores, médicos e ingenieros alemanes cuando hubo alguna. Todavía menos noticias se tuvo de sus equivalentes soviéticos cuando las purgas. Los científicos alemanes se subieron con gusto al tren que arrastraba la locomotora nazi hacia el nuevo mundo, magnífico, racialmente puro y dominado por Alemania. Los proyectos de investigación se iban haciendo más ambiciosos día a día y los institutos de investigación estaban cada vez más llenos y con más recursos. Lo demás importaba poco.

En su fascinante y reciente estudio sobre la contribución de la medicina y de la ciencia al diseño y puesta en práctica de la política racial nazi, Robert Proctor acaba con el mito popular de que la ciencia bajo el nazismo fue, ante todo, la víctima de la persecución y el objeto de un intenso adoctrinamiento desde las alturas, mito que data, al menos, de la obra de Joseph Needham The Nazi Attack on International Science, publicada en 1941. Según la meticulosa investigación de Proctor, la opinión general subestima hasta qué punto fue la comunidad científica la que generó iniciativas políticas, de hecho algunas de las más horripilantes. Es decir, que no se les impusieron desde fuera a los científicos poco predispuestos pero cobardes. Lo cierto es que reconocidos científicos con credenciales académicas impecables fueron los que iniciaron y dirigieron la política racial. Si hubo coacción, «con frecuencia adoptó la forma de una parte de la comunidad científica coaccionando a la otra». En conjunto, «muchas de las fundaciones intelectuales y sociales [para los programas raciales] se establecieron mucho antes de la subida de Hitler al poder» y los científicos biomédicos «desempeñaron una función muy activa, casi de dirigentes, en la iniciación, administración y ejecución de los programas raciales nazis»[14].

Los científicos biomédicos en cuestión no pertenecían en absoluto a un grupo de elementos lunáticos y fanáticos de la profesión, como demuestra el esmerado estudio de Proctor sobre la composición de los consejos de redacción de 147 revistas médicas que se publicaban en la Alemania nazi. Después de la ascensión de Hitler al poder, los consejos de redacción o bien permanecieron iguales o bien se sustituyó solamente a un número muy reducido de sus miembros (con toda probabilidad, el cambio responde a la sustitución de los judíos)[15]

En el mejor de los casos, el culto a la racionalidad, institucionalizado lo mismo que la ciencia moderna, demostró que era incapaz de evitar que el Estado se dedicara al crimen organizado. En el peor, demostró que era fundamental para que se produjera la transformación. Sus rivales, sin embargo, tampoco se apuntaron ningún tanto. Los universitarios alemanes tenían a muchas personas para que les acompañaran en su silencio. La más notable, las iglesias. Todas. El silencio frente a la inhumanidad organizada fue el único punto en el que todas ellas, con tanta frecuencia en discordia, estuvieron de acuerdo. Ninguna de ellas intentó reclamar su autoridad y tampoco, y esto las distingue de muchos y casi siempre aislados clérigos, reconoció su responsabilidad por los hechos perpetrados en un país que, según afirmaban, era dominio suyo y por personas que estaban a su cargo espiritualmente. Hitler nunca abandonó la iglesia católica ni tampoco fue excomulgado. Ninguna de ellas defendió su derecho a comunicar mensajes morales a su rebaño ni a imponer penitencias.

Más a propósito, la reacción culturalmente preparada en contra de la violencia demostró ser una salvaguarda muy deficiente contra la coacción organizada. Mientras tanto, los modales civilizados cohabitaban en paz y armonía con los asesinatos en masa. El proceso civilizador, prolongado y frecuentemente doloroso, fue incapaz de erigir la mínima barrera insalvable contra el genocidio. Esos mecanismos precisaban el código de comportamiento civilizado para coordinar las acciones criminales de forma tal que no entraran en conflicto con la propia rectitud de quienes las llevaban a cabo. Muchos de los espectadores reaccionaron de la manera que aconsejan e incitan las normas civilizadas a reaccionar ante cosas nunca vistas y bárbaras. Volvieron los ojos hacia otro lado. Los pocos que se enfrentaron contra la crueldad no contaban ni con normas ni con sanciones sociales que les apoyaran y alentaran. Eran solitarios que, para justificar su lucha contra el mal, sólo podían citar las palabras de sus eminentes antepasados: «Ich kann nicht anders».

Frente a un equipo sin escrúpulos que cargaba a la poderosa maquinaria del Estado moderno con su monopolio de la violencia física y de la coacción, los logros más cacareados de la civilización moderna se desmoronaban, como salvaguardias, ante la barbarie. La civilización demostró que era incapaz de garantizar una utilización moral de los terroríficos poderes a los que ella había dado vida.

Conclusiones

Si preguntamos ahora cuál fue el pecado original que permitió que sucediera todo esto, parece que la respuesta más convincente es el derrumbamiento de la democracia. Ausente la autoridad tradicional, la democracia política es la única que puede proporcionar frenos adecuados para que el cuerpo político se mantenga alejado de medidas extremas. Sin embargo, esto no llegará pronto y todavía pasará más tiempo hasta que eche raíces, una vez roto el dominio de la autoridad y el sistema de control antiguos, especialmente si la rotura se produjo apresuradamente. Estas situaciones de interregno e inestabilidad tienden a producirse durante y después de las revoluciones profundas que consiguen paralizar las antiguas sedes del poder social sin haberlas sustituido por otras nuevas y, por lo tanto, sin haber creado unas circunstancias en las cuales las fuerzas sociales influyentes y con recursos puedan refrenar o neutralizar a las fuerzas políticas y militares.

Estas situaciones se producían también posiblemente en los tiempos premodernos, tras sangrientas conquistas o prolongadas guerras de aniquilación que en ocasiones tenían como consecuencia punto menos que el auto-exterminio de las élites aisladas. Los resultados esperables de estas situaciones eran, sin embargo, diferentes. Lo que casi siempre se producía era el hundimiento general del orden social. La destrucción de la guerra no solía llegar a las bases populares ni a las redes comunales de control social. Las islas de orden social del lugar regidas por miembros de la comunidad se encontraban expuestas a actos esporádicos de violencia y vandalismo, pero podían recurrir a sí mismas cuando se desintegraba la organización social a un nivel superior al local. En la mayor parte de los casos, incluso los golpes más profundos a las autoridades tradicionales de las sociedades premodernas diferían en dos aspectos fundamentales de las convulsiones modernas. En primer lugar, dejaban intactos, o al menos utilizables, los primitivos controles comunales del orden. En segundo, debilitaban la posibilidad de una acción organizada a un nivel supracomunal, en vez de fortalecerla, ya que la organización social de orden más elevado se desmoronaba y cualquier cambio estaba de nuevo sometido al juego libre de fuerzas descoordinadas.

Por el contrario, en las condiciones modernas tenían convulsiones parecidas después de que casi hubieran desaparecido los mecanismos comunales de regulación social y las comunidades locales dejaran de ser independientes y autosuficientes. En lugar del reflejo instintivo de «echar mano» a los propios recursos hay una tendencia a llenar el vacío con fuerzas nuevas pero también supracomunales que pretenden utilizar el monopolio que tiene el Estado sobre la coacción para imponer el nuevo orden a toda la sociedad. En vez de derrumbarse, el poder político se convierte prácticamente en la única fuerza tras el nuevo orden. En su impulso, no la detienen ni la contienen ni las fuerzas económicas ni las sociales, seriamente minadas por la destrucción o la parálisis de las antiguas autoridades.

Esto es, desde luego, un modelo teórico que raramente se aplica en su totalidad en el proceso histórico. Sin embargo, su utilidad es que centra la atención en los trastornos sociales que parecen facilitar el hecho de que salgan a la superficie las tendencias genocidas. Esos trastornos pueden diferir en forma e intensidad pero tienen en común un efecto general, el de la pronunciada supremacía del poder político sobre el económico y el social, del Estado sobre la sociedad. Acaso hayan sido más profundos en el caso de la Revolución rusa y el posterior y prolongado monopolio del Estado como único factor de integración social y de reproducción del orden. Y sin embargo, también en Alemania fueron más profundos de lo que se creía. El dominio nazi llegó después del breve interludio de Weimar y asumió y terminó la revolución que, por diversas razones, había sido incapaz de dirigir la República de Weimar esa insegura interacción de las élites antiguas y las nuevas pero inmaduras, que sólo superficialmente se asemejaba a la democracia política. Las antiguas élites estaban considerablemente debilitadas y arrinconadas. Las formas de articulación de las fuerzas económicas y sociales, una por una, se habían ido sustituyendo por otras nuevas, sometidas a supervisión central, que emanaban del Estado, el cual, a su vez, las legitimaba. Esto afectó profundamente a todas las clases, pero el golpe más radical lo recibieron las que podían tener poder no político sólo de forma colectiva, es decir, sobre todo las clases no propietarias y la clase trabajadora. La desbandada de todas las instituciones laborales autónomas, junto con el sometimiento del gobierno local a un control central casi total, dejó a las masas populares prácticamente indefensas y, de hecho, excluidas del proceso político. Para evitar la resistencia de las fuerzas sociales, además, se rodeó la actividad del Estado de un impenetrable muro de secreto. Fue, de hecho, una conspiración de silencio del Estado contra la población a la que dirigía. El efecto final y global fue que se sustituyó a las autoridades tradicionales, pero no por las nuevas y vibrantes fuerzas de una ciudadanía que se autogobernaba, sino por un monopolio casi total del Estado político. Esto evitó que los poderes sociales se autoarticularan y, en consecuencia, que se formara una base estructural de democracia política.

Las condiciones modernas hicieron posible que surgiera un Estado con recursos, capaz de sustituir toda la red de controles sociales y económicos por el orden político y la administración. Y lo que es más importante todavía, las condiciones modernas proporcionaban lo esencial para ese orden y esa administración. Debemos recordar que la modernidad es una época de orden artificial y de grandes planes para la sociedad, la era de los planificadores, de los visionarios y, más en general, la de los «jardineros» que tratan a la sociedad como una parcela de tierra que debe diseñar un experto y que luego hay que cultivar y mantener de la forma prevista.

No hay límites para la ambición y la confianza en uno mismo. De hecho, mirando a través de las lentes del poder moderno, parece que la «humanidad» es omnipotente y los miembros individuales que la componen son tan «incompletos», ineptos y sumisos y necesitan mejorar tanto que la idea de tratar a las personas como plantas que se pueden cortar, o arrancar de raíz si es necesario, o ganado que hay que criar, no resulta fantástica ni moralmente reprobable. Uno de los primeros y principales ideólogos del Nacional Socialismo alemán, R. W. Darré, toma los métodos de la cría de animales como modelos para la «política de población» que pondrá en práctica el gobierno völkisch futuro:

El que descuide las plantas de un jardín pronto descubrirá sorprendido que el jardín está plagado de malas hierbas y que ha cambiado incluso el carácter básico de las plantas. Si el jardín va a seguir siendo el lugar donde se cultivan las plantas, si, en otras palabras, va a seguir floreciendo a pesar de las fuerzas naturales, entonces es precisa la voluntad modeladora de un jardinero, un jardinero que les proporcionará las condiciones adecuadas para que crezcan, mantendrá alejadas las malas influencias, atenderá amorosamente todo lo que haya que atender y eliminará implacablemente las malas hierbas que pueden privar a las mejores plantas de su alimento, aire, luz y sol […] Es decir, comprobamos que estas cuestiones relacionadas con el cultivo no son triviales para el pensamiento político, sino que tienen que formar parte del núcleo de todas las consideraciones y que las respuestas serán consecuencia de la actitud espiritual e ideológica de un pueblo. Debemos incluso declarar que un pueblo sólo puede alcanzar el equilibrio espiritual y moral si, en el núcleo mismo de su cultura, hay un plan de cultivo bien proyectado.[16]

Darré describe en términos radicales y claros las ambiciones de «mejorar la realidad» que conforman la esencia de la postura moderna y que sólo ]os recursos del poder moderno nos permiten estudiar seriamente.

Los periodos de convulsiones sociales profundas son las épocas en las que la característica más notable de la modernidad adquiere más importancia. De hecho, en ninguna otra época parece que la sociedad sea tan amorfa, «inacabada», indefinida y flexible, como si estuviera esperando una visión y que un proyectista habilidoso y con recursos le diera forma. En ningún otro momento está la sociedad tan desprovista de fuerzas y tendencias propias y, en consecuencia, incapaz de resistirse a la mano del jardinero y preparada para que le dé la forma que haya elegido. La combinación de la maleabilidad y la indefensión es tan atractiva que pocos visionarios aventureros y con confianza en sí mismos pueden resistirse a ella. También es una situación en la que no se les puede oponer resistencia.

Los portadores del grandioso proyecto que gobernaba el moderno Estado burocrático se liberaron de las restricciones de las fuerzas no políticas, es decir, económicas, sociales y culturales. Esta es la receta del genocidio. El genocidio es parte integrante del proceso por medio del cual se pone en práctica el proyecto grandioso. El proyecto le confiere legitimidad. La burocracia de Estado le proporciona el vehículo. Y la parálisis de la sociedad le da luz verde.

Las condiciones propicias para que se perpetre el genocidio son especiales, pero en modo alguno excepcionales. Raras, pero no singulares. Aunque no son un atributo inmanente de la sociedad moderna, tampoco son un fenómeno extraño. Por lo que a la modernidad se refiere, el genocidio no es ni anormal ni un caso de funcionamiento defectuoso. Demuestra de lo que es capaz la tendencia racionalizadora de la modernidad si no se la controla y restringe y si disminuye de hecho el pluralismo de las fuerzas sociales, como había hecho el ideal moderno de una sociedad armoniosa, ordenada, libre de conflictos, completamente controlada y proyectada ex profeso. Cualquier empobrecimiento de la capacidad de las bases populares para articular los intereses y la autonomía, cualquier ataque al pluralismo social y cultural y a las oportunidades de su expresión política, cualquier intento de cercar la ilimitada libertad del Estado con una muralla de secreto político, cada paso que se da hacia el debilitamiento de las bases sociales de la democracia política, hace que un desastre social de las proporciones que el Holocausto sea simplemente más posible. Los proyectos criminales, para ser efectivos, necesitan de un vehículo social. Pero también la vigilancia de los que desean evitar que se pongan en práctica.

Hasta la fecha, parece que hay pocos vehículos para la vigilancia, aunque no haya escasez de instituciones capaces de ponerse al servicio de proyectos criminales o, peor todavía, incapaces de evitar que una actividad corriente adquiera una dimensión criminal. Joseph Weizenbaum, uno de los más perspicaces observadores y analistas sobre el impacto social de la tecnología de la información, que reconozco que es un adelanto reciente, que no existía en la época del Holocausto nazi, sugiere que la actividad genocida se ha incrementado:

Alemania puso en práctica la «solución final» para su problema judío como un ejercicio de libro de texto sobre el razonamiento instrumental. La humanidad se estremeció brevemente y hasta que ya no pudo desviar la vista de lo que había sucedido, cuando empezaron a circular las fotografías que habían hecho los propios asesinos y cuando los conmovedores supervivientes empezaron a salir a la luz. Pero el final no supuso ninguna diferencia. La misma lógica, la misma aplicación fría e inexorable de la astuta razón mató durante los veinte años siguientes por lo menos a un número de personas igual al que había caído víctima de los técnicos del Reich de los mil días. No hemos aprendido nada. La civilización se encuentra hoy en tanto peligro como entonces.[17]

Y las razones por las cuales la instrumentalidad racional y las redes humanas que se crearon para su servicio sigan siendo moralmente ciegas en el día de hoy, lo mismo que lo fueron entonces, son prácticamente las mismas. En 1966, más de veinte años después del horrible descubrimiento del crimen nazi, un grupo de distinguidos eruditos diseñó un proyecto científicamente elegante y ejemplarmente racional, un campo de batalla electrónico para que lo utilizaran los generales en la guerra de Vietnam.

«Esos hombres podían dar los consejos que daban porque se encontraban a una enorme distancia física y psicológica de la gente a la que dejarían lisiada o matarían los sistemas de armamento resultantes de la idea que ellos habían comunicado a sus patrocinadores»[18].

Gracias al rápido avance de la nueva tecnología de la información, que ha tenido más éxito que ninguna tecnología anterior en eliminar la humanidad de sus objetos humanos, la distancia psicológica crece de forma imparable y a una velocidad sin precedentes. Lo mismo sucede con la autonomía del progreso puramente tecnológico, que se aleja cada vez más de cualquier objetivo humano elegido deliberadamente. «La gente, las cosas y los acontecimientos están ‘programados’, se habla de ‘entradas’ y ‘salidas’, de circuitos cerrados de realimentación, de variables, porcentajes, procesos, etc., hasta que finalmente desaparece todo contacto con la situación concreta. Entonces sólo quedan gráficos, grupos de datos y papeles sacados de la impresora[19]. Hoy más que nunca, los medios tecnológicos de que disponemos destruyen sus propias aplicaciones y subordinan la evaluación de estas últimas a sus propios criterios de eficiencia y efectividad. Del mismo modo, la autoridad de la evaluación política y moral que se hace de la acción se ha reducido hasta el punto de ser una consideración de menor importancia, caso de que no se haya desacreditado y convertido en irrelevante. La acción no necesita ninguna otra justificación que el reconocimiento de la tecnología que la ha hecho posible. Jaques Ellul advierte que la tecnología, al haberse emancipado de las limitaciones de las tareas sociales establecidas por medio de la razón,

nunca avanza hacia nada, pero precisamente porque la empujan desde detrás. El técnico no sabe por qué trabaja y generalmente no le importa. Trabaja porque tiene instrumentos que le permiten llevar a cabo una cierta tarea y llevar a cabo con éxito una nueva operación […] No hay demandas para conseguir un objetivo. Un aparato situado detrás impone restricciones y no tolera que se detenga la máquina.[20]

Parece que hay menos esperanzas que antes de que se pueda contar con las garantías civilizadas en contra de la inhumanidad para controlar la aplicación del potencial humano instrumental y racional, una vez que se le ha concedido la autoridad suprema al cálculo de la eficiencia para decidir los objetivos políticos.