Modernidad, racismo
y exterminio (II)
Existe una paradoja evidente en la historia del racismo en general y en la del racismo nazi en particular.
En el caso de la historia más espectacular y conocido, el racismo fue el instrumento utilizado para movilizar los sentimientos y angustias antimodernistas y, manifiestamente, fue efectivo debido a esta relación. Adolf Stócker, Dietrich Eckart, Alfred Rosenberg, Gregor Strasser, Joseph Goebbels y prácticamente todos los demás profetas, teóricos e ideólogos del nacional socialismo utilizaron el fantasma de la raza judía como vínculo para unir los temores del pasado y las futuras víctimas de la modernización, que ellos habían definido, a la sociedad völkisch ideal del futuro que se proponían crear con el fin de anticiparse a los avances posteriores de la modernidad. En sus referencias al horror profundamente arraigado del cataclismo social que auguraba la modernidad, identificaron la modernidad con la ley de los valores económicos y monetarios y atribuyeron a las características raciales judías la responsabilidad de haber atacado inexorablemente las normas sobre el valor humano y el modo de vida völkisch. Es decir, la eliminación de los judíos se presentó como sinónimo del rechazo al orden moderno. Este hecho nos indica el carácter esencialmente premoderno del racismo, su afinidad natural, por decirlo de alguna manera, con las emociones antimodernas y su capacidad selectiva como vehículo de esas emociones.
Sin embargo, por otro lado, el racismo es impensable como concepción del mundo e, incluso, y más importante todavía, como método político, sin los avances de la ciencia moderna, de la tecnología y de las formas modernas del poder estatal. Como tal, el racismo es estrictamente un producto moderno. Fue la modernidad la que hizo posible el racismo y también la que creó la demanda. En una época en la que los éxitos eran la única medida del valor humano hacía falta una teoría de la pertenencia para deshacer las preocupaciones sobre el trazado y salvaguarda de los límites en unas condiciones en las que saltar esos límites era más sencillo que nunca. En resumen, el racismo es un arma moderna empleada en luchas premodernas o, al menos, no exclusivamente modernas.
El racismo se suele entender, aunque equivocadamente, como una variedad de los prejuicios o del resentimiento entre grupos. A veces se le diferencia de otros sentimientos o creencias a causa de su intensidad emocional. En otras ocasiones se le aísla haciendo alusión a los atributos hereditarios, biológicos y extraculturales que suele contener, a diferencia de las variedades no racistas de la hostilidad entre grupos. En algunos casos, los que escriben sobre el racismo señalan sus pretensiones científicas, pretensiones que no poseen otros estereotipos, no racistas aunque igualmente negativos, sobre los grupos extranjeros. Sin embargo, sea cual sea la característica que se escoja, raramente se rompe el hábito de analizar e interpretar el racismo dentro del ámbito de una categoría más amplia de prejuicios.
A medida que el racismo va ganando importancia entre las formas contemporáneas de aversión entre grupos, y es la única entre ellas con una pronunciada afinidad con el espíritu científico de la época, se va haciendo más significativa una tendencia interpretativa opuesta, esto es, la tendencia a ampliar el concepto de racismo para que abarque todas las variedades del resentimiento. Es decir, todas las clases de prejuicios entre grupos se interpretan como expresiones de predisposiciones innatas, naturales y racistas. Probablemente podamos permitirnos el lujo de no sentirnos muy emocionados al contemplar este cambio de lugares y considerarlo, filosóficamente, como una simple cuestión de definiciones que, después de todo, se pueden aceptar o rechazar a voluntad. Sin embargo, con un examen más cuidadoso, estamos ante otra imprudente manifestación de autocomplacencia. De hecho, si todas las hostilidades y aversiones entre grupos son formas de racismo y si la tendencia a mantener alejados a los extraños y ofenderse por su proximidad ha sido ampliamente documentada por las investigaciones históricas y etnológicas afirmando que es un atributo perpetuo y punto menos que universal de los grupos humanos, entonces no hay nada esencial y radicalmente nuevo en que el racismo haya adquirido semejante importancia en nuestra época. Es simplemente el ensayo de un antiguo guión, aunque, eso sí, puesto en escena con unos diálogos actualizados. En especial, la vinculación íntima del racismo con otros aspectos de la vida moderna o bien se niega por completo o bien se desenfoca.
En su reciente estudio sobre el prejuicio[1], de una erudición impresionante, Pierre-André Taguieff describe la sinonimia entre racismo y heterofobia, es decir, la aversión a la diferencia. Ambos aparecen, asevera, «a tres niveles» o en tres formas que se distinguen por el creciente nivel de complejidad. En su opinión, el «racismo primario» es universal. Es una reacción natural ante la presencia de un desconocido extraño, ante cualquier forma de vida humana que sea ajena y provoque confusión. Invariablemente, la primera respuesta es la antipatía que no suele llegar a la agresividad. Universalmente, va de la mano de la espontaneidad. El racismo primario no necesita que nadie lo inspire ni lo fomente. Tampoco necesita una teoría que legitime este odio elemental, aunque, en ocasiones, se ha reforzado y utilizado deliberadamente como instrumento para la movilización política[2]. En estas ocasiones, puede pasar a otro nivel superior de complejidad y convertirse en racismo «secundario» o racionalizado. Esta transformación se produce cuando existe, y se interioriza, una teoría que proporciona bases lógicas para el racismo. Se representa al repugnante Otro como alguien con mala voluntad y «objetivamente» dañino, es decir, en cualquiera de los dos casos, alguien que supone una amenaza para el bienestar del grupo al que inspira aversión. Por ejemplo, se puede representar a la categoría aborrecida como conspiradora con las fuerzas del mal de la forma que especifica la religión del grupo que la aborrece o como un rival económico sin escrúpulos. La elección del campo semántico en el que se teoriza la «peligrosidad» del aborrecido Otro la decide, según cabe suponer, el planteamiento general del momento sobre lo socialmente relevante, sobre los conflictos y las divisiones. Un caso actual muy común de «racismo secundario» es la xenofobia o, más especialmente, el etnocentrismo. Ambos aparecen en momentos de nacionalismo rampante, cuando una de las líneas divisorias sostenidas con más fuerza se razona recurriendo a la historia, la tradición y la cultura compartidas. Finalmente, el racismo «terciario», de «mistifactoría», que presupone la existencia de los dos niveles «inferiores», se distingue por la utilización del argumento cuasi-biológico.
De la forma en que Taguieff la ha construido e interpretado, esta clasificación tripartita parece lógicamente imperfecta. Si el racismo secundario ya se caracteriza por la teorización de la aversión primaria, entonces parece que no existe ninguna razón para distinguir solamente una de las muchas posibles ideologías que se pueden usar, y de hecho se usan, para esta finalidad como característica distintiva de un racismo de «nivel superior». El racismo de tercer nivel más parece una unidad o un elemento del segundo nivel. Acaso Taguieff podría defender su clasificación de esta acusación si, en vez de separar las teorías biológicas a causa de su supuesta naturaleza de «mistifactoría» (se puede argumentar sin fin sobre el grado de mistificación de todo el resto de las teorías racistas de segundo nivel), utilizara la tendencia del argumento biológico para subrayar la irreversibilidad e incurabilidad de la perjudicial «otredad» del Otro. Se podría, de hecho, señalar que, en nuestra época de artificialidad del orden social, de omnipotencia putativa de la educación y de ingeniería social, la biología en general y la herencia en particular, significan, para la consciencia pública la zona que permanece fuera de los límites de la manipulación cultural, algo que todavía no sabemos cómo resolver, moldear y dar nueva forma según nuestra voluntad. Taguieff, no obstante, insiste en que la moderna forma de racismo biológico-científica no parece «diferente en naturaleza, funcionamiento y función de los discursos tradicionales de exclusión descalificadora»[3] y se centra, por ello, en el grado de «paranoia delirante o de “especulatividad» extrema como características distintivas del «racismo terciario».
Yo creo, por el contrario, que son precisamente la naturaleza, la función y la forma de funcionamiento del racismo lo que lo distinguen claramente de la heterofobia ese difuso desasosiego, inquietud o angustia que la gente suele experimentar siempre que se enfrenta con «ingredientes humanos» que no entiende del todo, con los que no se pueden comunicar fácilmente y de los que no se puede esperar que se comporten de forma conocida y rutinaria. Parece que la heterofobia es una manifestación concentrada de un fenómeno más amplio de angustia provocada por la sensación de no tener control sobre la situación y, en consecuencia, no poder ejercer ninguna influencia sobre su evolución ni tampoco prever las consecuencias de la propia actuación. La heterofobia puede surgir como una objetificación, real o irreal, de esta angustia, pero lo más probable es que la angustia en cuestión acabe buscando cualquier objeto al cual anclarse. En consecuencia, la heterofobia es un fenómeno bastante corriente en todas las épocas y más todavía en una era de modernidad en la que son más frecuentes las ocasiones para la experiencia «sin control» y resulta más plausible interpretar esta experiencia en términos de inoportuna interferencia de un grupo humano extraño.
También sugiero que, descrita así, hay que distinguir analíticamente la heterofobia de la enemistad declarada un antagonismo más concreto generado por las actuaciones humanas de búsqueda de la identidad y de trazado de límites. En este último caso, los sentimientos de antipatía y resentimiento se parecen más a apéndices sentimentales de la actividad de separación. La propia separación exige una actividad, un esfuerzo y una actuación continua. El extraño del primer caso, sin embargo, no es simplemente una categoría de persona demasiado cercana como para sentirse a gusto y al tiempo claramente independiente, fácil de reconocer y mantener a la distancia necesaria, sino un grupo de personas cuya «colectividad» no es evidente o no se reconoce generalmente. Incluso se puede atacar a esta colectividad y los miembros de la categoría ajena lo ocultarán o lo negarán. El extraño, en este caso, amenaza con penetrar en el grupo nativo y fundirse con él si no se toman medidas preventivas y se relaja la vigilancia. Es decir, el extraño amenaza la identidad y la unidad del grupo, pero no lo hace confundiendo su control sobre un territorio o su libertad para actuar de la forma usual, sino haciendo difusos los límites del territorio y borrando la diferencia entre la manera de vivir usual (bien) y la extraña (mal). Este es el caso del «enemigo entre nosotros», el que provoca un vehemente movimiento para trazar los límites que, a su vez, genera unas densas secuelas de antagonismo y odio hacia los culpables o sospechosos de doble lealtad o de sentarse a horcajadas sobre la barricada.
El racismo es diferente de la heterofobia y de la enemistad declarada. La diferencia no reside ni en la intensidad de los sentimientos ni en el tipo de argumento que se emplea para racionalizarla. El racismo se distingue por un conjunto de métodos de los que forma parte y que racionaliza, unos métodos que combinan las estrategias de la arquitectura, de la jardinería y de la medicina y las pone al servicio de la construcción de un orden social artificial. Esto se consigue eliminando los elementos de la realidad actual que ni se ajustan a la realidad perfecta soñada ni se pueden modificar para que lo hagan. En un mundo que se jacta de tener una capacidad sin precedentes para mejorar las condiciones humanas reorganizando los asuntos humanos sobre una base racional, el racismo manifiesta la convicción de que existe cierta categoría de seres humanos que no se puede incorporar al orden racional, por muchos esfuerzos que se hagan. En un mundo caracterizado por el continuo retroceso de los límites de la manipulación científica, tecnológica y cultural, el racismo proclama que no se pueden eliminar ni rectificar ciertas manchas de cierta categoría de personas, que permanecen más allá de los límites de los métodos reformadores y que seguirán estando allí siempre. En un mundo que proclama la formidable capacidad de la formación y de la conversión cultural, el racismo deja aparte a cierta categoría de personas a las que no se puede llegar (y, en consecuencia, no se pueden cultivar) ni por medio de la argumentación ni tampoco de ninguna otra herramienta de formación y, por lo tanto, seguirán siendo extrañas siempre. En resumen, en el mundo moderno, que se distingue por su ambición de autocontrol y autoadministración, el racismo declara que existe cierta categoría de personas que se resiste endémica e irremisiblemente al control y es inmune a cualquier esfuerzo para mejorar. Para utilizar una metáfora médica, se pueden entrenar y poner en forma ciertas partes del cuerpo, pero no un tumor canceroso. A este último sólo se le puede «mejorar» destruyéndole.
La consecuencia es que el racismo se asocia de forma inevitable con la estrategia del extrañamiento. Si las condiciones lo permiten, el racismo exige que se aleje a la categoría ofensora más allá del territorio ocupado por el grupo ofendido. Si no se dan esas condiciones, el racismo exige que se extermine físicamente a la categoría ofensora. La expulsión y la destrucción son dos métodos de extrañamiento intercambiables.
Alfred Rosenberg escribió lo siguiente sobre los judíos: «Zunz asegura que el judaísmo es el capricho del alma judía. Ahora, el judío no puede escaparse de este “capricho” aunque se bautice diez veces, y el resultado necesario de esta influencia siempre será el mismo: falta de vida, anticristianismo y materialismo»[4]. Lo que es cierto sobre la influencia religiosa se puede aplicar también a otras intervenciones culturales. Los judíos no tienen remedio. Solo serán inofensivos con la distancia física, la ruptura de la comunicación, el encierro o la aniquilación.
El racismo solamente se pone de manifiesto en el contexto del proyecto de la sociedad perfecta y de la intención de poner en práctica este proyecto por medio de un esfuerzo coherente y planificado. En el caso del Holocausto, la creación era el Reich de los mil años, el reino del Espíritu Alemán liberado. Pero en ese reino no había lugar para otra cosa que no fuera el Espíritu Alemán. No había lugar para los judíos, ya que no se podían convertir y abrazar el Geist del Volk alemán. Esta incapacidad espiritual se expresó como una cualidad propia de la herencia o de la sangre, sustancias que, en esa época al menos, representaban el otro lado de la cultura, el territorio que la cultura no podía ni soñar con cultivar, una tierra virgen que nunca podría convertirse en un jardín (todavía no se habían estudiado seriamente las posibilidades de la ingeniería genética).
La revolución nazi fue un ejercicio de ingeniería social a una escala grandiosa. El «linaje racial» era el eslabón clave en la cadena de las medidas de ingeniería. Entre la colección de comunicados oficiales del sistema nazi, publicados en inglés a iniciativa de Ribbentrop, destinados a la propaganda internacional y, por lo tanto, expresados en un lenguaje comedido y moderado, el dr. Arthur Gütt, jefe del Departamento Nacional de Higiene del Ministerio del Interior, exponía que la tarea más importante de la autoridad nazi era «una política activa tendente a preservar la salud racial» y explicaba lo que implicaba necesariamente la estrategia de esta política: «Si facilitamos la propagación de un linaje sano por medio de la selección sistemática y de la eliminación de los elementos enfermizos, podremos mejorar las condiciones físicas. Acaso no sea posible en la generación actual, pero sí en las que nos sucederán». Gütt no tenía ninguna duda de que la política de la selección por medio de la eliminación «se ajustaba a las líneas adoptadas universalmente de acuerdo con las investigaciones de Koch, Lister, Pasteur y otros científicos famosos»[5] y, por lo tanto, constituían una extensión, de hecho, la culminación, del avance de la ciencia moderna.
El dr. Walter Gross, jefe del Departamento de Progreso sobre la Política de la Población y el Bienestar Racial, explicó detalladamente los aspectos prácticos de la política racial: invertir la tendencia actual de «una decreciente tasa de natalidad entre los habitantes más adecuados y una propagación sin restricciones de los que tienen taras hereditarias, los deficientes mentales, imbéciles, delincuentes hereditarios, etc.»[6]. Gross no se atreve a hablar de la necesidad de esterilizar a los que tienen taras hereditarias ya que escribe para un público internacional que probablemente no aplaudirá la decisión de los nazis de que la ciencia y la tecnología modernas lleguen a su fin lógico.
La realidad de la política racial era, sin embargo, mucho más horripilante. Al contrario de lo que afirma Gütt, los jerarcas nazis no vieron ninguna razón para limitar sus preocupaciones a «las [generaciones] que nos sucederán». Como los recursos lo permitían, se dispusieron a mejorar a la generación actual El camino que llevaba a este objetivo pasaba forzosamente por la eliminación de los unwertes Leben. Cualquier vehículo serviría para avanzar por este camino. Dependiendo de las circunstancias, se hacían alusiones a la «eliminación», «desaparición», «evacuación» o «reducción» (léase «exterminio»). Siguiendo la orden de Hitler de 1 de septiembre de 1939, se habían creado centros en Brandenburg, Hadamar, Sonnestein y Eichberg que se ocultaban bajo una doble mentira: los iniciados, en sus conversaciones en voz baja, los llamaban «institutos de eutanasia» mientras que de cara a la galería utilizaban nombres todavía más engañosos y capciosos como Fundación Caritativa para el «Cuidado Institucional», «el Transporte de los Enfermos» o, incluso, utilizaban el delicado código «T4», de 4 Tiergartenstrasse, Berlín, donde se encontraba la oficina que coordinaba toda la operación de asesinato[7]. Cuando el 28 de agosto de 1941, a consecuencia de una protesta clamorosa de varias importantes luminarias de la Iglesia, hubo que revocar la orden, no se abandonó en absoluto el principio de «administrar activamente las tendencias demográficas». Simplemente, con ayuda de las tecnologías sobre el gas que la campaña de la eutanasia había ayudado a perfeccionar, se cambió el objetivo. Ahora eran los judíos. Y también cambiaron los lugares, como a Sobibór o a Chelmno.
Pero, desde el principio, el objetivo seguían siendo los unwertes Leben. Para los nazis, creadores de la sociedad perfecta, el proyecto que perseguían y estaban decididos a poner en práctica por medio de la ingeniería social dividía la vida humana en digna e indigna. A la primera había que cultivarla amorosamente y darle Lebensraum, y a la otra había que «distanciarla» o, si el distanciamiento era inviable, exterminarla. Los que eran simplemente extraños no fueron el objeto de esta política estrictamente racial. Se les podían aplicar estrategias antiguas que funcionaban bien y que tradicionalmente se habían asociado con la enemistad. A los extraños, por el contrario, había que dejarlos al otro lado de unos límites celosamente guardados. Los discapacitados físicos y mentales constituían un caso más difícil y requerían una nueva política, más original. No se les podía expulsar o separar con una cerca, ya que no pertenecían a ninguna de las «otras razas», pero tampoco eran dignos de pertenecer al Reich de los mil años. Los judíos eran un caso esencialmente semejante. No eran una raza como las otras, eran una antirraza que minaría y envenenaría a todas las demás, que socavaría no simplemente la identidad de una raza en concreto sino al propio orden social. Recordemos que los judíos eran la nación no-nacional, el incurable enemigo del orden basado en la razón como tal. Con aprobación y entusiasmo, Rosenberg citó el veredicto de Weiniger sobre los judíos, «una telaraña invisible de hongos del cieno (pLasmodium) que existe desde tiempo inmemorial y se ha extendido por toda la tierra»[8]. Por lo tanto, la separación de los judíos sólo podía ser una «medida a medias», una estación del camino hacia el objetivo final. Era imposible que el asunto terminara con limpiar Alemania de judíos. Incluso aunque habitaran lejos de las fronteras alemanas, los judíos continuarían erosionando y desintegrando la lógica natural del universo. Cuando Hitler ordenó a sus tropas luchar por la supremacía de la raza alemana, creía que la guerra que desencadenaba era en nombre de todas las razas, un servicio que prestaba a la humanidad organizada racialmente.
Según este concepto de ingeniería social, es decir, un trabajo con fundamentos científicos cuya finalidad es la institución de un nuevo (y mejor) orden, un trabajo que necesariamente supone la contención o, más aún, la eliminación de cualquier factor subversivo, el racismo se ajustaba a la visión del mundo y a los métodos de la modernidad. Por lo menos, en dos aspectos fundamentales. El primero: el Siglo de las Luces ascendió al trono a una nueva deidad, la Naturaleza, junto con la legitimación de la ciencia como su único culto ortodoxo y el de los científicos como sus profetas y sacerdotes. En principio, todo se abrió a los interrogantes objetivos, todo se podía conocer, de forma fiable y cierta. La verdad, la bondad y la belleza, lo que es y lo que debería ser, se convirtieron en objetos legítimos de una observación precisa y sistemática. A su vez, sólo podían conseguir la legitimación por medio del conocimiento objetivo que sería el resultado de esta observación. Según el resumen que hace George L. Mosse de su historia del racismo documentada de forma muy convincente, «es imposible separar los interrogantes de las filosofías del Siglo de las Luces sobre la naturaleza de su examen de la moralidad y el carácter humano […] [Desde] los comienzos […] la ciencia natural y los ideales morales y estéticos de los antiguos iban de la mano». De la manera en que la conformó la Ilustración, la actividad científica estaba marcada por un «intento de determinar el lugar exacto del hombre en la naturaleza por medio de la observación, las medidas y las comparaciones entre grupos de hombres y de animales» y por la «creencia en la unidad del cuerpo y la mente». Esto último «se suponía que se expresaba de una forma tangible y física que se podía medir y observar»[9]. La frenología, es decir, el arte de leer el carácter a partir de las medidas del cráneo, conquistó la confianza, la estrategia y la ambición de la nueva era científica. Se consideraba que el temperamento humano, el carácter, la inteligencia, los talentos estéticos e incluso las inclinaciones políticas venían determinados por la Naturaleza. Y se podía descubrir de qué manera por medio de la observación y la comparación del substrato visible y material de los atributos espirituales más ocultos o esquivos. Las fuentes materiales de las impresiones sensoriales eran las claves de los secretos de la Naturaleza, signos que había que leer, informes escritos en un código que la ciencia podía descifrar.
Lo que le quedaba al racismo era simplemente postular una distribución, sistemática y reproducida genéticamente, de estos atributos materiales del organismo humano responsables de los rasgos de carácter, morales, estéticos o políticos. Sin embargo, este trabajo también lo habían hecho los respetables y justamente respetados pioneros de la ciencia, a los que no se suele citar como luminarias del racismo. Observando la realidad como la veían sine ira et studio, difícilmente podían pasar por alto la tangible, material e indudablemente «objetiva» superioridad de Occidente sobre el resto del mundo habitado. El padre de la taxonomía científica, Linneo, consignaba la división entre los habitantes de Europa y los de África con la misma precisión escrupulosa que utilizaba cuando describía las diferencias entre crustáceos y peces. No podía describir a la raza blanca de otra manera que como «llena de inventiva y habilidad, disciplinada y gobernada por leyes […] En contraste, los negros se caracterizaban por todas las cualidades negativas que les hacían ser justo lo contrario de la raza superior: se les consideraba vagos, taimados e incapaces de gobernarse a sí mismos»[10]. Gobineau, padre del «racismo científico», no tiene que desplegar mucha inventiva para describir a la raza negra como de poca inteligencia, sensualidad excesivamente desarrollada y con un poder bruto aterrador, igual que la muchedumbre desatada, mientras que la raza blanca ama la libertad, el honor y todo lo espiritual[11].
En 1938, Walter Frank describía la persecución de los judíos como la leyenda de «la erudición alemana en lucha contra la judería mundial». Desde el primer día del gobierno nazi se crearon instituciones científicas, dirigidas por distinguidos profesores universitarios de biología, historia y ciencias políticas, para que investigaran «la cuestión judía» de acuerdo con «las normas internacionales de la ciencia avanzada». Algunos de los muchos centros científicos que abordaron temas teóricos y prácticos de la «política judía» como aplicación de la metodología erudita fueron el Reichinstitut für Geschichte des neuen Deutschlands, el Institut zum Studium der Judenfrage, el Institut zur Erforschung des jüdischen Einflusses auf das deutsche kirchliche Leben y el famoso Institut zur Enforschung des Judenfrage de Rosenberg, y nunca carecieron de personal cualificado con credenciales y certificados académicos. Según una de las lógicas típicas de su actividad,
durante muchas décadas, toda la vida cultural había estado más o menos bajo la influencia del pensamiento biológico, tal y como éste se había planteado a mediados del siglo pasado, con las enseñanzas de Darwin, Mendel y Galton, y después había avanzado debido a los estudios de Plótz, Schallmayer, Correns, de Vries, Tschermark, Baur, Rüdin, Fischer, Lenz y otros […] Se reconocía que las leyes naturales descubiertas para las plantas y los animales también debían ser válidas para el hombre.[12]
El segundo aspecto es que, a partir del Siglo de las Luces, el mundo moderno se ha distinguido por su actitud activista y de ingeniería hacia la naturaleza y hacia él mismo. La ciencia no avanzaba por su propio interés. Se consideraba, fundamentalmente, un instrumento de formidable poder que le permitía a su poseedor mejorar la realidad, volver a darle forma según los planes y designios humanos y ayudarle en su camino hacia el perfeccionamiento. La jardinería y la medicina proporcionaban los arquetipos de la postura constructiva, y la normalidad, la salud y la higiene eran las metáforas de las tareas humanas y de las estrategias en la administración de los asuntos humanos. La existencia humana y la cohabitación se convirtieron en objetos de planificación y de gerencia. Lo mismo que la vegetación de un jardín o un organismo vivo, no se les podía dejar que se las arreglaran por sí solos y menos que terminaran infestados de malas hierbas o de tejidos cancerosos. La jardinería y la medicina son formas funcionalmente distintas de la misma actividad, la de separar y aislar los elementos útiles destinados a vivir y desarrollarse de los nocivos y dañinos, a los que hay que exterminar.
Tanto la retórica como la forma de hablar de Hitler estaban cargados de imágenes de enfermedad, infección, putrefacción, pestilencia y llagas. Comparaba la cristiandad y el bolchevismo con la sífilis o la peste. Hablaba de los judíos como de bacilos, de gérmenes de descomposición o de parásitos. En 1942 le dijo a Himmler: «El descubrimiento del virus judío es una de las grandes revoluciones que se han producido en el mundo. La batalla en la que estamos comprometidos hoy es como la que libraron Pasteur y Koch el siglo pasado. Cuántas enfermedades tienen su origen en el virus judío […] Sólo recuperaremos nuestra salud eliminando al judío»[13]. En octubre de ese mismo año, Hitler proclamaba: «Si exterminamos la peste, prestaremos un gran servicio a la humanidad»[14]. Los que ejecutaron las órdenes de Hitler se referían al exterminio de los judíos como la Gesundung (curación) de Europa, la Selbsttreinigung (limpieza) y la Judensäuberung (limpieza de judíos). En un artículo de Das Reich aparecido el 5 de noviembre de 1941, Goebbels proclamaba que la introducción de la medida de que los judíos llevaran el distintivo de la Estrella de David era «higiénica y profiláctica». El aislamiento de los judíos de una comunidad racial pura era «una norma elemental de higiene racial, social y nacional». Goebbels sostenía que había buena gente y mala gente, lo mismo que animales buenos y malos. «El hecho de que los judíos sigan viviendo entre nosotros no es ninguna demostración de que sean parte de nosotros, de la misma manera que una pulga nunca será un animal doméstico por mucho que viva en una casa»[15]. La cuestión judía, en palabras del jefe de la Oficina de Prensa del Ministerio de Asuntos Exteriores, era «eine Frage des politischen Hygiene»[16].
Dos científicos alemanes de fama mundial, el biólogo Erwin Baur y el antropólogo Martin Stámmler, expresaron con el lenguaje exacto de la ciencia aplicada lo que los dirigentes de la Alemania nazi habían manifestado repetidamente con un vocabulario emotivo y apasionado de políticos:
Cualquier campesino sabe que si sacrifica a los mejores ejemplares de sus animales domésticos sin que hayan procreado y sigue criando individuos inferiores, las camadas irán degenerando irremisiblemente. Hemos permitido que este error, que no cometería ningún campesino con sus animales ni con sus cultivos, se produzca entre nosotros en un grado muy alto. Como recompensa a nuestra humanidad de hoy, lo que debemos hacer es que estas personas inferiores no procreen. Una operación sencilla, que se puede realizar en unos minutos, lo hará posible y sin demora […] Nadie aprueba en mayor medida que yo las nuevas leyes de esterilización, pero debo repetir una y otra vez que son sólo un principio. (…)
La extinción y la salvación son los dos polos alrededor de los que rota el cultivo de la raza, los dos métodos con los que tiene que colaborar […] La extinción es la destrucción biológica de la persona hereditariamente inferior por medio de la esterilización, la represión cuantitativa del enfermizo y del indeseable […] La tarea es salvaguardar al pueblo de la excesiva proliferación de las malas hierbas.[17]
Resumiendo, mucho antes de construir las cámaras de gas, los nazis, siguiendo las órdenes de Hitler, intentaron exterminar a sus compatriotas física o mentalmente disminuidos por medio del «asesinato misericordioso», falsamente llamado «eutanasia», y criar una raza superior por medio de la fertilización organizada de mujeres racialmente superiores por hombres racialmente superiores (eugenesia). Lo mismo que estos intentos, el asesinato de los judíos fue un ejercicio más en la administración racional de la sociedad. Y un intento sistemático de utilizar el planteamiento, los principios y los preceptos de la ciencia aplicada.
«La teología cristiana nunca ha abogado por el exterminio de los judíos», escribe George L. Moss, «sino por su exclusión de la sociedad como testigos vivos del deicidio. Los progroms fueron la consecuencia de aislar a los judíos en los guetos»[18]. Hannah Arendt afirma: «Un delito lleva asociado un castigo. A un vicio sólo se le puede exterminar»[19].
La secular repugnancia hacia el judío solamente se ha expresado como un ejercicio de higiene en su forma racista, moderna y «científica». Únicamente con la reencarnación moderna del odio hacia los judíos se les ha cargado con un vicio indeleble, con un defecto inmanente que no se puede separar de ellos. Antes de eso, los judíos eran pecadores. Como todos los pecadores, estaban obligados a sufrir por sus pecados en la tierra o en otro purgatorio terrenal, a arrepentirse y a conseguir la redención. Había que contemplar su sufrimiento de la misma manera que las consecuencias del pecado y la necesidad de arrepentimiento. Este beneficio no se podía derivar en absoluto del vicio, aunque llevara asociado el castigo. Si alguien tiene alguna duda, que consulte con Mary Whitehouse. El cáncer, los parásitos y las malas hierbas no se pueden arrepentir. No han pecado, simplemente viven de acuerdo con su naturaleza. No hay nada por lo que castigarles. Por la naturaleza de su maldad, hay que exterminarlos. En su diario, hablando consigo mismo, Joseph Goebbels lo explica con la misma claridad que anteriormente hemos observado en la historiografía abstracta de Rosenberg: «No hay ninguna esperanza de devolver a los judíos al redil de la humanidad civilizada por medio de castigos excepcionales. Siempre seguirán siendo judíos, lo mismo que nosotros seguiremos siendo miembros de la raza aria»[20]. A diferencia del «filósofo» Rosenberg, Goebbels era ministro de un gobierno que poseía un poder formidable e incontestado, un gobierno que, además, gracias a los logros de la civilización moderna, podía concebir la posibilidad de una vida sin cáncer, parásitos ni malas hierbas y tenía a su disposición los recursos materiales para hacer real esa posibilidad.
Es difícil, acaso imposible, llegar a la idea del exterminio de todo un pueblo sin una imaginería de raza, es decir, sin la visión de un defecto endémico y fatal que es, en principio, incurable y, además, puede propagarse a menos que sea detectado. También es difícil, probablemente imposible, llegar a esa idea sin una práctica consolidada de la medicina, tanto de la medicina propiamente dicha como de sus numerosas aplicaciones alegóricas, con su modelo de salud y normalidad, su estrategia de separación y sus técnicas quirúrgicas. Es especialmente difícil y poco menos que imposible concebir esta idea de forma independiente de la orientación de la sociedad hacia la ingeniería, la creencia de la artificialidad del orden social, la institución de los conocimientos técnicos y la práctica de la administración científica de la interacción entre seres humanos. Por estas razones, hay que contemplar la versión exterminadora del antisemitismo como un fenómeno exclusivamente moderno, es decir, algo que sólo podía darse en un estado avanzado de la modernidad.
Estos no fueron los únicos vínculos entre los proyectos de exterminio y los adelantos que se asocian con toda justicia a la civilización moderna. El racismo, aunque se hubiera unido a la predisposición tecnológica de la mente moderna, no habría bastado para llevar a cabo la hazaña del Holocausto. Para hacerlo, tendría que haber sido capaz de asegurar el paso de la teoría a la práctica y esto probablemente habría implicado activar, por medio del poder movilizador de las ideas, a los suficientes agentes humanos como para enfrentarse a la magnitud de la tarea y mantener su dedicación todo el tiempo que hiciera falta hasta concluirla. El racismo tendría que haber imbuido a las masas de no judíos, por medio de la educación ideológica, la propaganda o el lavado de cerebro, un odio y una repugnancia por los judíos tan intensos como para que estallara una acción violenta contra ellos en cualquier lugar y momento.
De acuerdo con la opinión que comparten casi todos los historiadores, esto no sucedió. A pesar de los enormes recursos que dedicó el régimen nazi a la propaganda racista, el esfuerzo concentrado de la educación nazi y la amenaza real de terror contra toda resistencia a los métodos racistas, la aceptación popular del programa racista y, en especial, a sus últimas consecuencias lógicas, se detuvo mucho antes del punto que habría exigido un exterminio guiado por la emoción. Por si se necesitara una prueba adicional, esto demuestra una vez más la falta de continuidad o de progresión natural entre la heterofobia o enemistad declarada y el racismo. Los dirigentes nazis, que esperaban capitalizar el difuso resentimiento contra los judíos con el fin de obtener el apoyo popular para la política racista de exterminio, pronto tuvieron que admitir su error.
Sin embargo, aun cuando el credo racista hubiera tenido más éxito, caso improbable por otro lado, y hubiera habido muchísimos más voluntarios para linchar y cortar cuellos, la violencia de las muchedumbres nos habría sorprendido por ser una forma ineficaz y descaradamente premoderna de ingeniería social o del proyecto moderno de higiene racial. De hecho, como Sabini y Silver han afirmado, el episodio más completo, amplio y efectivo de violencia de masas contra los judíos, la infame Kristallnacht, fue
un pogromo, un instrumento del terror […] típico de la secular tradición antisemita europea, no del orden nazi ni tampoco del exterminio sistemático de la judería europea. La violencia de las masas es una técnica de exterminio primitiva y sin efectividad. Es un método efectivo de aterrorizar a una población, de mantener a la gente en su lugar, incluso de forzar a algunos a abandonar sus creencias religiosas o sus convicciones políticas, pero ésos no eran los designios de Hitler para los judíos. Lo que intentaba era destruirlos.[21]
Tampoco hubo suficientes «muchedumbres» violentas. La visión del asesinato y de la destrucción disuadió a tantos como inspiró, mientras que la abrumadora mayoría prefirió cerrar los ojos y no escuchar nada, pero, lo primero de todo, cerrar la boca. La destrucción masiva no iba acompañada del alboroto de las emociones sino del silencio muerto de la indiferencia. No fue la alegría pública sino la indiferencia pública la que «se convirtió en una sólida hebra del dogal que inexorablemente se ciñó alrededor de miles de cuellos»[22]. El racismo es, primero, una política, y una ideología en segundo lugar. Lo mismo que todas las políticas, necesita organización, dirección y expertos. Igual que todas las políticas, para ponerla en práctica exige una división del trabajo y un aislamiento efectivo entre la tarea y el efecto desorganizador de la improvisación y la espontaneidad. Exige que se deje a los especialistas tranquilos y libres para llevar adelante su tarea.
No es que esta indiferencia fuera indiferente, porque no lo fue por lo que se refiere al éxito de la Solución Final. Fue la parálisis de la gente lo que evitó que se convirtiera en una muchedumbre, una parálisis que se consiguió por la fascinación y el miedo que emanaban del despliegue de poder, que permitió que la lógica mortífera de la solución del problema siguiera su curso con toda libertad. Según palabras de Lawrence Stoke, «el hecho de que, cuando el régimen en un principio se instaló con inseguridad en el poder, no se protestara contra sus medidas inhumanas hizo casi imposible evitar su culminación lógica, por poco deseada que fuera o por reprobable que se considerase»[23]. La difusión y la profundidad de la heterofobia fueron aparentemente suficientes para que el pueblo alemán no protestara contra la violencia, aunque a la mayoría no le gustara y permaneciera inmune al adoctrinamiento racista. De esto último, los nazis descubrieron los suficientes casos como para convencerse. En su impecablemente equilibrado relato sobre las actitudes alemanas, Sarah Gordon cita un informe oficial nazi que expresa vívidamente la decepción de los nazis ante la respuesta a la Kristallnacht
Sabemos que el antisemitismo, en la Alemania de hoy, está esencialmente limitado al partido y a sus organizaciones y que existe un sector de la población que no tiene el más ligero conocimiento del antisemitismo y carece de la mínima posibilidad de sentir empatía por él.
Los días posteriores a la Kristallnacht, esas personas acudieron inmediatamente a los comercios judíos. (…)
Esto se debe, en gran medida, a que somos un pueblo antisemita, un Estado antisemita, pero, sin embargo, este antisemitismo no se expresa en las manifestaciones de la vida… Sigue habiendo grupos de Spiessem en el pueblo alemán que hablan de los pobres judíos, que no entienden las actitudes antisemitas del pueblo alemán y interceden por los judíos en cualquier oportunidad. No deberían ser antisemitas solamente los dirigentes y el partido.[24]
La aversión por la violencia, especialmente la violencia que se podía ver y que estaba pensada para que se viera, coincidía sin embargo con una actitud mucho más benévola hacia las medidas administrativas que se habían tomado contra los judíos. Gran número de alemanes dieron la bienvenida a la enérgica y clamorosamente anunciada actuación que estaba dirigida a la segregación y separación de los judíos, expresiones e instrumentos tradicionales de la heterofobia y de la enemistad declarada. Además, muchos alemanes dieron la bienvenida a las medidas que se tomaron para castigar al judío, siempre y cuando se pudiera pretender que el castigado era el judío conceptual, como una solución imaginaria, aunque plausible, a las angustias y temores del desplazamiento y la inseguridad, reales aunque subconscientes. Fueran cuales fueran las razones de su satisfacción, parecían ser absolutamente diferentes de las que implicaban las exhortaciones a la violencia del estilo de las de Streicher, como forma realista de compensar delitos económicos o sexuales imaginarios. Desde el punto de vista de los que elaboraron y ordenaron el asesinato en masa de los judíos, éstos tenían que morir no porque estuvieran resentidos o, al menos, no fundamentalmente por esta razón. Se consideraba que merecían la muerte y estaban resentidos por esa razón, debido a que se encontraban entre esta realidad imperfecta y cargada de tensiones y el mundo esperado de tranquila felicidad. Como veremos en el siguiente capítulo, la desaparición de los judíos contribuiría materialmente a que llegara el mundo de la perfección. La ausencia de los judíos sería precisamente la diferencia entre ese mundo y el mundo imperfecto de entonces.
Gordon ha examinado fuentes críticas y neutrales además de los informes oficiales y ha documentado la existencia de una amplia y creciente aprobación por parte de los «alemanes corrientes» para que se excluyera a los judíos de las posiciones de poder, riqueza e influencia[25]. La desaparición gradual de los judíos de la vida pública o bien se aplaudía o bien se pasaba por alto cuidadosamente. En resumen, la renuencia de la gente a participar personalmente en la persecución contra los judíos se aliaba con la tendencia a aprobar o, al menos, a no obstaculizar la actuación del Estado. «Aunque la mayor parte de los alemanes no eran antisemitas fanáticos ni paranoicos, sí que eran antisemitas pasivos, “latentes” o “tibios”, ya que para ellos los judíos se habían convertido en un ente abstracto, ajeno y “despersonalizado” que se encontraba más allá de la empatía humana, y la “Cuestión Judía” era un asunto legítimo de la política de Estado que había que solucionar»[26].
Estas consideraciones demuestran una vez más la importancia primordial del otro vínculo, operativo en vez de ideológico, que existe entre la modernidad y la forma exterminadora del antisemitismo. El primero de ellos, la idea del exterminio, que no provenía directamente de la heterofobia tradicional y dependía, por esa razón, de dos fenómenos implacablemente modernos, a saber: la teoría racista y el síndrome médico-terapéutico. Pero esta idea moderna necesitaba también medios modernos para ponerla en práctica. Los encontró en la burocracia moderna.
La única solución adecuada a los problemas que plantea la visión del mundo racista es el aislamiento total e inflexible de la raza infecciosa y patógena, fuente de enfermedad y contaminación, por medio de la separación espacial absoluta o la destrucción física. A causa de su naturaleza, es un tarea dantesca, impensable a menos que se cuente con enormes recursos, medios para movilizar y planificar su distribución, habilidad para dividir la tarea total en un gran número de tareas parciales y funciones especializadas y capacidad para coordinar su ejecución. En resumen, la tarea es inconcebible sin la burocracia moderna. Para que fuera efectivo, el antisemitismo exterminador moderno tenía que ir del brazo de la burocracia moderna. Y, en Alemania, iba. En su famoso informe para la conferencia de Wansee, Heydrich hablaba de que el Führer había dado su «autorización» o «aprobación» a la política judía de la RSHA[27]. La organización burocrática denominada Reichssicherheitshauptamt, enfrentada con los problemas que planteaba la idea y el objetivo que ésta determinaba, emprendió la tarea de elaborar las adecuadas soluciones prácticas. Lo hizo de la misma manera que lo hacen todas las burocracias: haciendo cuentas sobre los costos, comparándolos con los recursos disponibles y luego intentando determinar la combinación óptima. Heydrich hizo hincapié en la necesidad de acumular experiencia práctica, en que el proceso debía ser gradual y en el carácter provisional de cada uno de los pasos que se daban. La RSHA se puso activamente a buscar la mejor solución. El Führer expresaba la romántica visión de un mundo limpio de la raza que padecía una enfermedad terminal. El resto era asunto del proceso burocrático, nada romántico y fríamente racional.
Los ingredientes del compuesto asesino eran una ambición típicamente moderna de diseño social y de ingeniería mezclada con la concentración, también típicamente moderna, de poder, recursos y capacidad material. Según la frase inolvidable y concisa de Gordon, «cuando los millones de judíos y otras víctimas reflexionaban sobre su muerte inminente y se preguntaban ‘¿por qué debo morir si no he hecho nada para merecerlo?’, probablemente la respuesta más simple habría sido que el poder estaba absolutamente concentrado en un hombre y que casualmente ese hombre odiaba a su ‘raza’»[28]. El odio del hombre y el poder absoluto no tenían por qué haberse encontrado. Pero lo hicieron. Y pueden hacerlo de nuevo.
De hecho, no existe hasta la fecha ninguna teoría satisfactoria que demuestre que el antisemitismo es funcionalmente indispensable para un régimen totalitario. O, al revés, que la presencia del antisemitismo en su forma moderna conduzca inevitablemente a un régimen así. Klaus von Beyme, por ejemplo, ha descubierto en su reciente estudio que los falangistas españoles se sentían especialmente orgullosos por la ausencia de un solo comentario antisemita en todos los escritos de José Antonio Primo de Rivera, mientras que un fascista «clásico» como Serrano Súñer, cuñado de Franco, declaraba que el racismo, en general, era una herejía para un buen católico. El neofascista francés Maurice Bardech afirmaba que la persecución de los judíos había sido el mayor error de Hitler y estaba hors du contrat fascista[29].
La historia del antisemitismo moderno, tanto en forma de heterofobia como en su forma moderna racista, todavía no ha concluido, ya que es la historia de la modernidad en general y del Estado moderno en particular. Parece que en la actualidad los procesos de modernización se han trasladado fuera de Europa. Aunque parecía que se necesitaba algún tipo de dispositivo para definir los límites si se quería pasar a la cultura moderna «estilo jardín», lo mismo que durante los transtornos traumáticos de las sociedades que experimentan el cambio modernizador, el que se eligiera a los judíos para que hicieran la función de ese dispositivo venía impuesto con toda probabilidad por las vicisitudes concretas de la historia europea. La relación entre la judeofobia y la modernidad europea fue histórica y podemos afirmar que históricamente única. Por otro lado, sabemos bien que los estímulos culturales se desplazan con relativa libertad, aunque no vayan acompañados de las condiciones estructurales íntimamente relacionadas con ellos en sus lugares de origen. El estereotipo del judío como fuerza perturbadora del orden, como cúmulo incongruente de oposiciones que socava todas las identidades y amenaza todos los esfuerzos para la autodeterminación se ha sedimentado hace mucho tiempo en la cultura europea y es válido para transacciones de importación y exportación, lo mismo que cualquier cosa que provenga de esa cultura, la cual, según creencia general, es superior y digna de confianza. Se puede adoptar este estereotipo, al igual que muchos otros conceptos fabricados culturalmente, como vehículo para la solución de problemas locales aunque la experiencia histórica que lo ha producido fuera desconocida en esa zona. Se puede adoptar aunque las sociedades que lo hagan no tengan ningún conocimiento anterior de primera mano sobre los judíos. O quizá debido a eso.
Se ha observado recientemente que el antisemitismo sobrevivió a las poblaciones contra las que se había dirigido de manera ostensible. En los países donde los judíos casi desaparecieron no ha disminuido el antisemitismo como sentimiento, por supuesto, vinculado a actuaciones relacionadas con otros objetivos diferentes de los judíos. Más notable todavía es la disociación entre la aceptación de los sentimientos antijudíos y los otros prejuicios nacionales, religiosos o raciales con los que se pensaba que debía estar íntimamente enlazado. Tampoco se relacionan hoy en día los sentimientos antisemitas con idiosincrasias individuales o de grupo y, en especial, con los problemas no resueltos que generan angustia, profunda incertidumbre, etc. Bernard Martin, que estudió el caso austríaco de «antisemitismo sin judíos», ha acuñado el término sedimentación cultural para explicar un fenómeno relativamente nuevo: ciertas características humanas y ciertas normas de comportamiento, por lo general enfermizas, poco atractivas o vergonzosas, están definidas en la conciencia popular como judías. A falta de comprobaciones prácticas, la definición cultural negativa y la antipatía por las características a la que se refiere se alimentan y refuerzan mutuamente[30].
Sin embargo, esta explicación en términos de la «sedimentación cultural» no sirve para muchos otros casos de antisemitismo contemporáneo. En nuestra aldea global, las noticias viajan con rapidez y llegan a todos sitios y la cultura se ha convertido hace tiempo en un juego sin fronteras. Parece que el antisemitismo contemporáneo, más que un producto de la sedimentación cultural, está sometido a los procesos de difusión cultural, que hoy son mucho más intensos que en ningún otro momento del pasado. De la misma manera que otros objetos de esa difusión, el antisemitismo, aunque conserve alguna afinidad con su forma original, se ha ido transformando, enriqueciéndose o agudizándose para adaptarse a los problemas y a las necesidades de su nuevo hogar. No hay escasez de estos problemas y necesidades en la época del «desarrollo desigual» de la modernidad, con sus tensiones y traumas concomitantes. El estereotipo de la judeofobia hace que sean inteligibles trastornos desconcertantes y aterradores y formas de sufrimiento que anteriormente no se habían experimentado. Por ejemplo, en Japón se ha ido haciendo cada vez más popular en los últimos años, como clave universal para comprender los obstáculos imprevistos en el camino de la expansión económica. La actividad de la judería mundial se ofrece como explicación de acontecimientos tan dispares como la revaluación del yen y la supuesta amenaza de lluvia radiactiva en el caso de otro accidente nuclear parecido al de Chernobil seguido de otro intento soviético por encubrirlo[31].
Norman Cohn describe con detalle una de las variedades del estereotipo antisemita que se propaga con facilidad. Es la imagen de los judíos inspirando una conspiración internacional empeñada en arruinar todos los poderes locales, descomponer todas las culturas y tradiciones autóctonas y unir el mundo bajo la dominación judía. Ésta es, podemos estar seguros, la forma de antisemitismo más insultante y potencialmente letal. Los nazis intentaron exterminar a los judíos amparándose en este estereotipo. Parece que, en el mundo actual, la multifacética imaginería de los judíos, una vez que inspira las múltiples dimensiones de la «incongruencia judía», tiende a centrarse en un solo atributo bastante sencillo: la de una élite supranacional de poder invisible oculto tras todos los poderes visibles, la de un director oculto que maneja las vueltas del destino, supuestamente espontáneas e incontrolables, pero, por lo general desafortunadas y desconcertantes.
La forma dominante del antisemitismo de la actualidad es producto de la teoría, no de la experiencia elemental. La sustenta el proceso de enseñanza y aprendizaje, no las respuestas que no se procesan intelectualmente en el contexto de la interacción cotidiana. A principios de este siglo, la variante más extendida del antisemitismo en los opulentos países de Europa occidental tenía como objetivo las empobrecidas masas extranjeras de inmigrantes judíos. Tuvo su origen en la experiencia de las clases bajas del país, que sólo estaban en contacto con los extranjeros, raros y estrafalarios, y que respondían a su desconcertante y desestabilizadora presencia con desconfianza y recelo. Estos sentimientos no los compartían las élites, que no tenían ninguna experiencia directa con los recién llegados y para las cuales los inmigrantes, aunque hablasen yiddish, no se diferenciaban esencialmente de las clases inferiores, ingobernables, culturalmente deprimidas y potencialmente peligrosas. La heterofobia elemental de las masas, hasta que no la procesara una teoría que sólo podían ofrecer los intelectuales de las clases medias o superiores, permanecía, parafraseando el famoso dicho de Lenin, a nivel de «consciencia sindical». Era difícil que se elevara en tanto en cuanto sólo se hiciera referencia a la experiencia de las relaciones de bajo nivel con los judíos pobres. Se podía generalizar en una plataforma de malestar de las masas simplemente con añadir las angustias individuales y presentando las preocupaciones personales como problemas compartidos. Esto es lo que se hizo en el caso del Movimiento Británico de Moseley, dirigido sobre todo contra el East End de Londres, o el actual Frente Nacional Británico, que tiene la mira puesta en sus semejantes de Leicester y Notting Hill, o el Front National francés, en el de Marsella. Y podía avanzar al mismo paso que la exigencia de «devolver a los extranjeros a su lugar de origen». Sin embargo, no había ningún camino que condujera desde esa heterofobia o desde la angustia de las masas por el trazado de los límites hasta las complejas teorías antisemitas de aspiraciones universales, como la de la raza devastadora o la de la «conspiración mundial». Para que pudieran conquistar la imaginación popular, estas teorías debían hacer referencia a hechos inaccesibles y desconocidos para las masas y que no pertenecieran al territorio de la experiencia inmediata y cotidiana.
Nuestro análisis anterior, sin embargo, nos ha hecho llegar a la conclusión de que la auténtica importancia de las formas teóricas y elaboradas del antisemitismo no reside en su capacidad de fomentar los métodos antagónicos de las masas, sino en su vínculo con las ambiciones y los proyectos de ingeniería social del Estado moderno (para ser más precisos, las variantes extremas y radicales de estas ambiciones). Parece improbable que, según las tendencias actuales que apuntan hacia el abandono del Estado occidental de la administración directa de muchas áreas de la vida social que anteriormente controlaba y hacia una estructura de la vida social que genere pluralismo y dirigida por el mercado, un Estado occidental vaya a utilizar de nuevo una forma racista de antisemitismo como instrumento para realizar un proyecto de ingeniería social a gran escala. Para ser más exactos, en un futuro previsible. Parece que la condición postmoderna de la mayor parte de las sociedades occidentales, orientadas al consumo y centradas en el mercado, se basa en los frágiles cimientos de una superioridad económica excepcional que, de momento, asegura una enorme porción de los recursos humanos, pero que no va a durar siempre. Podemos suponer que, en un futuro no muy lejano, se pueden producir situaciones que exijan que el Estado asuma un control directo de la administración social y entonces la perspectiva racista será de nuevo muy práctica. Mientras tanto, se pueden utilizar las versiones no racistas y menos dramáticas de la judeofobia en numerosas ocasiones menos radicales como recursos para la propaganda y la movilización políticas.
Con los judíos ascendiendo en la actualidad de forma masiva a las clases medias altas y, en consecuencia, fuera del alcance de la experiencia directa de las masas, los grupos antagonistas que surgen de las preocupaciones relacionadas con el trazado de los límites y su salvaguarda tienden a centrarse, hoy en día, en la mayor parte de los países occidentales, en los trabajadores inmigrantes. Hay fuerzas políticas entusiastas por sacar partido de estas preocupaciones. Con frecuencia utilizan el lenguaje que ha creado el racismo moderno para argüir en favor de la segregación y de la separación física, una consigna que utilizaron los nazis con todo éxito en su camino hacia el poder como método para conseguir el apoyo de la enemistad combativa de las masas para sus propios fines racistas. En todos los países que, en la época de la reconstrucción económica de la postguerra, atrajeron a gran número de trabajadores inmigrantes, existen muchos ejemplos en la prensa popular y en los políticos con inclinaciones populistas de las nuevas aplicaciones que se da al lenguaje racista. Gérard Fuchs, Pierre Jouve y Ali Magoudi[32] han publicado recientemente amplias recopilaciones y convincentes análisis de estas aplicaciones. En la revista de Le Fígaro del 26 de octubre de 1985, dedicada al tema, se puede leer: «¿Seguiremos siendo franceses dentro de treinta años?». O al primer ministro, Jacques Chirac, comentando la decisión de su gobierno de luchar con gran firmeza para reforzar la seguridad personal y la identidad de la comunidad nacional francesa. El lector británico no tiene ninguna necesidad de recurrir a autores franceses para encontrar un lenguaje segregacionista, casi racista, al servicio de la movilización de la heterofobia popular y los temores sobre los límites.
Aunque sean abominables y muy amplia la reserva de violencia potencial que contienen, la heterofobia y las angustias por los límites no tienen como consecuencia, ni directa ni indirectamente, el genocidio. Es erróneo además de potencialmente dañino confundir la heterofobia con el racismo y con los crímenes organizados parecidos al Holocausto, ya que desvía la atención de las causas auténticas del desastre, las cuales tienen sus raíces en algunos aspectos de la mentalidad moderna y de la organización social moderna. Habría que centrarse en las reacciones sempiternas hacia los extranjeros o incluso en los conflictos de identidad, menos universales aunque bastante habituales. El papel que desempeñó la heterofobia tradicional en la iniciación y la perpetuación del Holocausto fue simplemente auxiliar. Los factores auténticamente indispensables se encontraban en otro lugar y tenían una relación simplemente histórica con las formas más conocidas de resentimiento de grupo. La posibilidad del Holocausto se basaba en ciertas características universales de la civilización moderna. Por otro lado, su puesta en práctica estaba vinculada con una relación concreta pero en absoluto universal entre el Estado y la sociedad. El siguiente capítulo está dedicado a hacer un estudio más detallado sobre estas vinculaciones.