Modernidad, racismo
y exterminio (I)
Pocos vínculos causales más transparentes que los que existen entre el antisemitismo y el Holocausto. Los judíos de Europa fueron asesinados porque los alemanes que lo hicieron y todos los que les ayudaron odiaban a los judíos. El Holocausto representó el clímax espectacular de una historia de siglos de resentimiento religioso, económico, cultural y nacional. Esta explicación del Holocausto es la primera que se nos ocurre. «Resulta razonable», si se nos permite la paradoja. Y, sin embargo, la aparente claridad del vínculo causal no resiste un examen más profundo.
Gracias a las minuciosas investigaciones históricas realizadas en las últimas décadas, ahora sabemos que antes de que los nazis llegaran al poder y mucho después de que se afianzara su dominio sobre Alemania, el antisemitismo popular alemán era modesto si se compara con el odio hacia los judíos que existía en otros países europeos. Mucho antes de que la República de Weimar culminara el largo proceso de la emancipación judía, los judíos de otros países consideraban a Alemania como el refugio de la igualdad y de la tolerancia, tanto religiosa como nacional. Cuando Alemania entró en este siglo, tenía muchos más judíos universitarios y de profesiones liberales de los que había en las mismas fechas en los Estados Unidos o Gran Bretaña. El resentimiento popular contra los judíos no estaba profundamente arraigado ni era general. Casi nunca se manifestó en forma de estallidos de violencia pública, tan habituales en otras partes de Europa. Los intentos de los nazis de sacar a la superficie el antisemitismo popular por medio de manifestaciones públicas de violencia antijudía fueron contraproducentes y hubo que abandonarlos. Uno de los historiadores más importantes del Holocausto, Henry L. Feingold, ha llegado a la conclusión de que si hubiera habido encuestas de opinión pública para medir la intensidad de las actitudes antisemitas «durante Weimar, probablemente se habría descubierto que la aversión de los alemanes por los judíos era menor que la de los franceses»[1]. El antisemitismo popular no fue nunca, durante el proceso de destrucción, una fuerza activa. Como mucho, contribuyó indirectamente a que se cometieran asesinatos en masa porque produjo la apatía con la que la mayor parte de los alemanes contempló el destino de los judíos, cuando lo conocían, o bien se resignó a ignorarlo. Según palabras de Norman Cohn, «la gente no deseaba moverse a favor de los judíos. La indiferencia casi general y la facilidad con que la gente se disociaba de los judíos y de su destino era en parte consecuencia de una vaga sensación de que […] los judíos eran, de un modo u otro, misteriosos y peligrosos»[2]. Richard L. Rubenstein va un poco más allá e insinúa que la apatía alemana —la cooperación pasiva alemana, por decirlo de alguna manera— no se puede llegar a entender a menos que se plantee esta cuestión: «¿Consideraba la mayoría de los alemanes que la eliminación de los judíos sería beneficiosa?»[3]. Sin embargo, hay otros historiadores que han explicado de forma convincente que la «cooperación de no ofrecer resistencia» se debe a factores que no incluyen necesariamente una creencia sobre la naturaleza y la esencia de los judíos. Por ejemplo, Walter Laqueur subraya el hecho de que a muy poca gente le interesaba el destino de los judíos. La mayor parte de las personas se enfrentaba con problemas mucho más importantes. Era un asunto desagradable, las especulaciones eran infructuosas y se desaprobaban las discusiones sobre el destino de los judíos. Esta cuestión no se tuvo en cuenta y se dejó de lado mientras duró[4].
Existe otro problema que la explicación de que la causa del Holocausto fuera el antisemitismo no puede resolver. Durante miles de años, el antisemitismo, religioso o económico, cultural o racial, virulento o suave, ha sido un fenómeno casi universal. Y, sin embargo, el Holocausto es un hecho sin precedentes en la historia. Prácticamente en todos y cada uno de sus diversos aspectos es único y no se pueden hacer comparaciones válidas con otras matanzas, por muy sangrientas que hayan sido, contra grupos previamente definidos como extranjeros, hostiles o peligrosos. Es evidente que no se puede considerar que el antisemitismo, al ser un fenómeno perpetuo y ubicuo, es responsable de la singularidad del Holocausto. Para complicarlo más todavía, está lejos de ser evidente que la presencia del antisemitismo, condición necesaria de la violencia antijudía, se pueda considerar como condición suficiente. En opinión de Norman Cohn, la causa material y operativa de la violencia es la existencia de un grupo organizado de «asesinos profesionales de judíos», lo que, en sí mismo, es un fenómeno relacionado con el antisemitismo pero en absoluto idéntico a él. Sin él, es casi imposible que la aversión hacia los judíos, por intensa que fuera, hubiera estallado en forma de agresiones contra el vecino judío de la casa de al lado.
Parece que los pogromos, estallidos espontáneos de furia popular, son un mito y, de hecho, no existe ningún caso comprobado en el que los habitantes de un pueblo o de una ciudad sencillamente se hayan abalanzado sobre sus vecinos judíos y los hayan asesinado. Esto es válido incluso para la Edad Media […] En la época moderna, la iniciativa popular está todavía menos demostrada, ya que los grupos organizados solamente han sido efectivos cuando llevaban a la práctica la política de un gobierno y disfrutaban de su protección.[5]
En otras palabras, la acusación de que la violencia antijudía, en general y en el caso del Holocausto en particular, es «la culminación de sentimientos antijudíos», «el antisemitismo llevado al límite» o «la erupción de la aversión popular contra los judíos» es bastante endeble y tiene unas bases muy poco sólidas por lo que se refiere a pruebas históricas o contemporáneas. Por sí solo, el antisemitismo no nos ofrece ninguna explicación del Holocausto. De forma más general, podemos argüir que la aversión no es en sí misma una explicación satisfactoria de ningún genocidio. Si bien es cierto que el antisemitismo era funcional y acaso indispensable para la realización del Holocausto, no es menos cierto que el antisemitismo de los diseñadores y de los administradores del asesinato en masa debía diferenciarse en aspectos importantes de los sentimientos antijudíos, si es que existían, de los ejecutores, colaboradores y testigos serviciales. También es cierto que para que el Holocausto fuera posible, el antisemitismo, de la clase que fuera, tenía que amalgamarse con ciertos factores de carácter totalmente distinto. En lugar de investigar los misterios de la psicología individual, debemos aclarar qué mecanismos sociales y políticos son capaces de producir estos factores adicionales y estudiar su reacción potencialmente explosiva con las tradiciones de los antagonismos que se producen dentro de un grupo.
Una vez que se acuñó el término «antisemitismo» y pasó a ser de uso general a finales del siglo XIX, se reconoció que el fenómeno que este nuevo término intentaba definir tenía un pasado muy largo que se remontaba hasta la antigüedad. Según las pruebas históricas, la aversión y la discriminación constante contra los judíos se remontan hasta hace más de dos mil años. Casi todos los historiadores vinculan los comienzos del antisemitismo con la destrucción del Segundo Templo (70 d. C.) y el comienzo de la diáspora masiva, aunque también se han realizado unas investigaciones muy interesantes sobre, por decirlo de alguna manera, opiniones y costumbres protoantisemitas que se remontan hasta el exilio en Babilonia. A comienzos de la década de los años 20, el historiador soviético Salomo Luria publicó un estudio provocador y polémico sobre el antisemitismo «pagano».
Etimológicamente hablando, el término «antisemitismo» no es muy feliz, ya que define mal a su referente (por regla general, de forma demasiado amplia) y pasa por alto el verdadero objeto de los métodos que intenta diferenciar. Los nazis, los que practicaron el antisemitismo con más entrega en toda la historia conocida, se fueron haciendo cada vez más indiferentes ante el término, en especial durante la guerra, cuando la claridad semántica del concepto se convirtió en un asunto políticamente peligroso, ya que el término también se dirigía contra algunos de los más devotos aliados alemanes. Sin embargo, en las aplicaciones prácticas, por lo general se ha evitado la controversia semántica y se ha centrado inequívocamente en su objetivo. La palabra «antisemitismo» representa la aversión contra los judíos. Se refiere tanto al concepto de pueblo judío como grupo extraño, hostil y formado por indeseables como a las prácticas que se derivan de este concepto y lo apoyan.
El antisemitismo difiere de otros casos de enemistad inmemorial entre grupos en un aspecto muy importante. Las relaciones sociales, que pueden ser objeto de las ideas y las prácticas del antisemitismo, no son nunca las relaciones entre dos grupos territorialmente establecidos que se enfrentan en pie de igualdad. Son, por el contrario, relaciones entre una mayoría y una minoría, entre una población «anfitriona» y un grupo más pequeño que vive entre ella y sigue conservando su identidad independiente, y, por esta razón, al ser la parte más débil, se convierte en un miembro de la oposición, los «ellos» separados de los nativos «nosotros». Los objetos del antisemitismo pertenecen, como norma, a la categoría semánticamente confusa y psicológicamente desconcertante de extranjeros en el interior. Por esta razón cabalgan sobre un límite vital que hay que delimitar con claridad y mantener intacto e inexpugnable. Por lo que se refiere a la intensidad del antisemitismo, lo más probable es que sea proporcional a la urgencia y la ferocidad del impulso para trazar y definir este límite[6]. Con frecuencia, el antisemitismo ha sido una manifestación exterior tanto del impulso para mantener el límite como de las tensiones emocionales y prácticas que esto provoca.
Es evidente que estas características únicas del antisemitismo han estado indisolublemente ligadas al fenómeno de la diáspora. Sin embargo, una vez más, la diáspora judía difiere de la mayor parte de otros ejemplos conocidos de migraciones y asentamientos de grupo. Una de sus características distintivas más espectaculares es la enorme longitud del tiempo histórico a través del cual estos «extranjeros entre nosotros» han mantenido su separación tanto en el sentido de continuidad diacrónica como de sincrónica identidad propia. A diferencia de la mayor parte de los otros casos de asentamiento, las respuestas para definir los límites ante la presencia judía han tenido tiempo para sedimentarse e institucionalizarse como rituales codificados con una capacidad intrínseca de reproducción, lo cual, a su vez, refuerza el poder de recuperación de la separación. Otra de las características peculiares de la diáspora fue la universalidad de su situación, es decir, que no tenían hogar, rasgo que comparten acaso solamente con los gitanos. El vínculo original de los judíos con la tierra de Israel se fue haciendo cada vez más tenue a lo largo de los siglos, aunque sin perder nunca su dimensión espiritual. Esta última, sin embargo, la atacaron los miembros de la población anfitriona, ya que Israel se había convertido en Tierra Santa y ellos también la reclamaban en nombre de sus antepasados espirituales. Los anfitriones, aunque resentidos por la presencia judía en su país, se hubieran sentido todavía más ofendidos si este pueblo, al que consideraba un pretendiente ilegítimo, hubiera vuelto a tomar posesión de Tierra Santa.
La situación permanente e irremediable de los judíos de carecer de hogar fue parte integrante de su identidad prácticamente desde el principio de su historia, desde la diáspora. En efecto, este hecho se utilizó como uno de los argumentos principales en la acusación de los nazis contra los judíos y Hitler lo empleó para justificar la afirmación de que la hostilidad en contra de los judíos es de una clase radicalmente diferente de la de los antagonismos corrientes entre razas o naciones rivales.
Como Eberhard Jäckel[7] demostró, la perpetua situación de los judíos de carecer de hogar fue la que, más que cualquier otra cosa, los hizo distintos a los ojos de Hitler de todas las otras naciones a las que odiaba y deseaba esclavizar o destruir. Hitler creía[8] que los judíos, al no tener un Estado territorial, no podían participar en la lucha por el poder universal en su forma habitual, es decir, una guerra para conquistar tierras y, por lo tanto, lo tenían que hacer utilizando métodos indecentes, subrepticios y turbios. Esto los convertía en un enemigo formidable y especialmente siniestro. Un enemigo, además, al que era improbable que se pudiera pacificar o saciar nunca y, en consecuencia, condenado a la destrucción para que no pudiera hacer daño.
Y sin embargo, en la Europa premoderna, el sabor peculiar de la otredad de los judíos no les impidió encontrar su lugar en el orden social predominante. El que encontraran este lugar fue posible gracias a la intensidad relativamente baja de las tensiones y de los conflictos generados por los procesos de delimitación y mantenimiento de los límites. Pero también lo facilitó la estructura fragmentaria de la sociedad premoderna y el hecho de que fuera normal esta fragmentación entre los segmentos sociales. En una sociedad dividida en rangos o castas, los judíos eran simplemente una más de entre las muchas que había. Se definía al judío por la casta a la que pertenecía y por los privilegios de que disfrutaba o las cargas que soportaba. Pero esto se podía aplicar a cualquier persona de la sociedad. Se había apartado a los judíos, pero el hecho de estar separados no los convertía en seres únicos. Su condición, lo mismo que la del resto de los otros grupos considerados como castas, había sido perpetuada, conformada y defendida de forma efectiva por las costumbres generales destinadas a mantener la pureza y a evitar la contaminación. Aunque muy distintas, estas costumbres tenían un punto de unión, una función en común: la de crear una distancia de seguridad y hacer que, dentro de lo posible, fuera insalvable. La separación de los grupos se conseguía manteniéndoles físicamente apartados, reduciendo al mínimo todos los encuentros, excepto los estrictamente controlados o consagrados, marcando a los miembros individuales de los grupos para que fueran visibles por ser extraños o provocando la separación espiritual entre los grupos con el fin de imposibilitar que se produjera una ósmosis cultural entre ellos y que se elevara el nivel de oposición cultural. Durante siglos, el judío había sido alguien que vivía en un barrio aparte dentro de la ciudad y llevaba unas ropas muy extrañas, a veces prescritas por la ley, en especial cuando la tradición comunal era incapaz de mantener la uniformidad de la distinción. Sin embargo, la separación no era suficiente, ya que, en muchos de los casos, las economías del gueto y de la comunidad anfitriona estaban entretejidas y, en consecuencia, precisaban de contacto físico constante. Por lo tanto, había que complementar la distancia territorial por medio de un ritual cuidadosamente codificado, cuyo fin sería hacer que estas relaciones, ya que no podían evitarse, fueran formales y funcionales. Por lo general, las relaciones que se resistían a esta formalización o a la reducción funcional estaban prohibidas o se desaprobaban. Entre las que se respetaban en mayor medida o estaban más enérgicamente prohibidas se contaban los rituales contra la contaminación, las prohibiciones de connubium y de compartir la mesa (así como de commercium, excepto en supuestos estrictamente funcionales).
Una cosa que debemos recordar es que todas estas medidas aparentemente hostiles eran al mismo tiempo vehículos de integración social. Porque eliminaban el peligro de que un «extranjero del interior» profanara la identidad y la reproducción del grupo anfitrión, establecían las condiciones para que los dos grupos pudieran cohabitar sin fricciones y determinaban unas normas de comportamiento, que, si se observaban estrictamente, garantizaban la coexistencia pacífica en una situación potencialmente conflictiva y explosiva. Como Simmel explica, la institucionalización de los rituales transformó el conflicto en un instrumento de cohesión social. Mientras fueran efectivas, estas normas de separación no precisaban el apoyo de actitudes hostiles. La reducción del comercio a los intercambios estrictamente ritualizados exigía únicamente respeto a las normas y repugnancia aprendida si se desobedecían. También exigía, por supuesto, que los objetos de la separación aceptaran pertenecer a una categoría social inferior a la de la comunidad anfitriona y que admitieran que los anfitriones tenían potestad para definir, reforzar o modificar esta categoría. Sin embargo, a lo largo de la mayor parte de la historia de la diáspora judía, las leyes en general siguieron siendo una red de privilegios y usurpaciones y la idea de la igualdad, tanto legal como social, era inaudita o, en cualquier caso, no se consideraba un planteamiento practicable. Hasta la llegada de la modernidad, el extrañamiento de los judíos era poco más que uno de los ejemplos de la separación universal de los grupos en la preordenada cadena de la vida.
Lo anterior no implica, por supuesto, que la separación de los judíos no se diferenciara de otros casos de segregación y que no se teorizara sobre ella como caso especial y con significado propio. Para las élites eruditas de la Europa premoderna, clérigos, teólogos y filósofos cristianos, ocupadas como todas las élites eruditas en encontrar sentido en la aleatoriedad y lógica en la espontaneidad de la experiencia de la vida, los judíos eran una singularidad, una entidad que desafiaba tanto la claridad cognoscitiva como la armonía moral del universo. No pertenecían ni al grupo de los paganos que todavía no se habían convertido ni al de los herejes que habían perdido la gracia divina. Quedaban al margen de las dos fronteras de la cristiandad, celosamente defendidas y defendibles. Los judíos, por decirlo de alguna manera, se sentaban tercamente a horcajadas sobre la barricada, con lo que ponían en peligro su carácter de inexpugnable. Eran al mismo tiempo los venerables padres de la cristiandad y sus detractores más odiosos y execrables. Su rechazo de las enseñanzas cristianas no se podía considerar como una manifestación de ignorancia pagana sin que esto representara un grave daño para la verdad de la cristiandad. Y tampoco se podía pasar por alto como si fuera, en principio, el error perdonable de una oveja descarriada. Los judíos no eran simplemente infieles en una etapa anterior o posterior a la conversión, sino gentes que conscientemente se negaban a aceptar la verdad cuando se les daba ocasión de hacerlo. Su presencia constituía una amenaza permanente para la certeza de la evidencia cristiana. Esta amenaza sólo se podía repeler o, por lo menos, hacer menos peligrosa explicando que la obstinación judía se debía a una malicia premeditada, a sus malas intenciones y a su corrupción moral. Añadiremos un nuevo factor que aparecerá repetidamente en nuestro argumento y que consideramos uno de los aspectos más sobresalientes y fundamentales del antisemitismo: los judíos eran, por decirlo de alguna manera, la extensión y el final de la cristiandad. Por esta razón, eran distintos de otras partes inquietantes y no asimiladas del mundo cristiano. A diferencia de otras herejías, no eran ni un problema local ni un episodio con un comienzo claramente definido y, es de esperar, con un final. Por el contrario, constituían una constante ubicua y siempre unida a la cristiandad, un alter ego virtual de la Iglesia cristiana.
Es decir, la coexistencia de la cristiandad y los judíos no era solamente un caso de conflicto y enemistad, era más que eso. La cristiandad no se podía reproducir a sí misma y evidentemente no podía reproducir su dominación universal sin salvaguardar y reforzar los fundamentos del extrañamiento judío, con su concepto de heredera y vencedora de Israel. De hecho, la identidad de la cristiandad residía en el extrañamiento de los judíos. Nació del rechazo por parte de los judíos y extrajo su continua vitalidad del rechazo de los judíos. La cristiandad podía teorizar su propia existencia solamente como oposición constante a los judíos. Su persistente testarudez demostraba que la misión cristiana todavía no había concluido. El modelo del triunfo final de la cristiandad consistía en que los judíos admitieran su error, se doblegaran ante la verdad cristiana y se convirtieran en masa. Una vez más, la cristiandad les asignó a los judíos una misión escatológica. Magnificaba su visibilidad e importancia. Confería a los judíos una fascinación poderosa y siniestra que de otra manera no habrían poseído.
La presencia de los judíos en el seno de la cristiandad, en sus tierras y en su historia, no era, por lo tanto, ni marginal ni contingente. Su carácter distintivo no era como el de ningún otro grupo minoritario, sino un aspecto de la identidad cristiana. La teoría cristiana de los judíos iba más allá, por lo tanto, de la generalización de los métodos de exclusión, era algo más que un interno de sistematizar la vaga y difusa experiencia de su diferencia, que informa y emana de los métodos utilizados para separar a las castas. La teoría cristiana sobre los judíos, en vez de una reflexión sobre la clase popular, de intercambios o fricciones entre vecinos, compete a una lógica diferente, la de la reproducción de la Iglesia y su dominación universal. De aquí la relativa autonomía de la «cuestión judía» con respecto a la experiencia popular, social, económica y cultural. De aquí también la relativa facilidad con que esta cuestión se podía dejar fuera del contexto de la vida cotidiana y hacerla inmune a la prueba de la experiencia cotidiana. Para los anfitriones cristianos, los judíos eran al mismo tiempo objetos concretos del trato diario y ejemplares de una categoría definida con independencia de este trato. Esta última característica de los judíos no era ni indispensable ni inevitable en el trato diario. Precisamente por esta razón podía apartarse con relativa facilidad y utilizarla como recurso en actividades que sólo tenían una ligera relación, caso de tener alguna, con las costumbres cotidianas. En la teoría de la Iglesia, el antisemitismo adoptaba una forma en la cual «puede existir casi con indiferencia de la situación real de los judíos en la sociedad […] Lo más sorprendente es que se puede dar entre personas que nunca han visto un judío o en países en los que no ha habido judíos desde hace siglos»[9]. Esta forma ha demostrado su capacidad para perpetuarse después de que la dominación espiritual de la Iglesia haya declinado y desaparecido su control sobre la opinión popular. La edad de la modernidad ha heredado «el judío» claramente diferenciado de los hombres y mujeres judíos que vivían en las ciudades y en los pueblos. Una vez que había desempeñado con éxito el papel de alter ego de la Iglesia, ya estaba listo para que le asignaran un papel semejante en relación con las nuevas, y seculares, fuerzas de la integración social.
El aspecto más espectacular y significativo del concepto de «el judío», tal y como lo han construido los usos de la Iglesia cristiana, es su inherente falta de lógica. El concepto reúne elementos que no sólo no se corresponden, sino que ni siquiera se pueden reconciliar unos con otros. La completa incoherencia de esta combinación confirió al ente mítico capaz de producirla una fuerza poderosa y demoníaca, una fuerza intensa que a la vez era fascinante y repugnante y, sobre todo, aterradora. El judío conceptual fue el campo de batalla en el que se libró la guerra por la identidad de la Iglesia, por la claridad de sus límites espaciales y temporales. El judío conceptual fue un ente semánticamente sobrecargado, que abarcaba y combinaba significados que deberían haberse mantenido aislados y, por esta razón, era un adversario natural de cualquier fuerza a la que le interesara trazar fronteras y conservarlas herméticas. El judío conceptual era visqueux, según Sartre, y baboso (slimy), según Mary Douglas, tenía una imagen que comprometía y desafiaba el orden de las cosas, el epítome y encarnación de este desafío (un desafío a la relación entre la universal actividad cultural de los que trazan límites y la producción igualmente universal de babosería, según escribí en el capítulo tercero de mi obra Culture as Praxis). El judío conceptual, interpretado de esta manera, desempeñaba una función de primera importancia ya que representaba las aterradoras consecuencias de transgredir los límites, de no permanecer en el redil, de ser incapaz de cualquier comportamiento con lealtad incondicional y de hacer elecciones inequívocas. Era el prototipo y el arquetipo del inconformismo, la heterodoxia, la anomalía y la aberración. El judío conceptual desacreditaba por adelantado, como prueba de su desviación inconcebible, extraordinaria e irrazonable, la alternativa a ese orden de cosas que la Iglesia había definido, narrado y practicado. Por esta razón, era el más fiable de los guardianes de la frontera de este orden. El judío conceptual portaba un mensaje: la alternativa a este orden de aquí y de ahora no es otro orden distinto, sino el caos y la devastación.
Pienso que la creación de la incongruencia judía como subproducto de la constitución y reproducción de la Iglesia cristiana ha sido una de las causas fundamentales de la importancia excepcional de los judíos entre esos demonios internos de Europa que Norman Cohn describe tan gráficamente en su memorable estudio sobre la caza de brujas en Europa. Uno de los descubrimientos más importantes de Cohn, que ha sido confirmado por numerosos estudios sobre el problema, es la aparente falta de correlación entre la intensidad del miedo a las brujas y los temores irracionales en general, por un lado, y los avances del conocimiento científico y el nivel general de racionalidad, por otro. De hecho, la explosión del método científico moderno y los enormes avances hacia la racionalización de la vida cotidiana en los primeros años de la historia moderna coincidieron con el episodio más feroz y cruel de la caza de brujas de toda la historia. Parece que la irracionalidad de los mitos de la brujería y de la persecución a las brujas estaba poco relacionada con el retraso de la razón. Más relación tenía con la intensidad de las angustias y tensiones provocadas o generadas por el derrumbamiento del ancien régime y el advenimiento del orden moderno. Las viejas seguridades habían desaparecido, mientras que las nuevas emergían lentamente y parecía improbable que llegaran a ser tan sólidas como las anteriores. Se prescindió de distinciones seculares, las distancias de seguridad se acortaron, los extraños empezaron a salir de sus demarcaciones y se mudaron a la casa de al lado y las identidades seguras perdieron su estabilidad y poder de convicción. Lo que quedaba de los viejos límites precisaba una defensa desesperada y había que construir límites nuevos alrededor de las nuevas identidades. Esta vez, además, en condiciones de movimiento universal y de cambios acelerados. Uno de los instrumentos más importantes para realizar las dos tareas tuvo que ser luchar contra la «baba», el enemigo arquetípico de la claridad y de la inviolabilidad de los límites y de las identidades. Era evidente que se llegaría a un nivel de ferocidad sin precedentes, dado que la magnitud de las tareas a realizar tampoco los tenía.
El aserto de este estudio es que la participación activa o pasiva, directa o indirecta, en las intensas preocupaciones de la era moderna con el trazado y el mantenimiento de los límites iba a seguir siendo la característica más distintiva y definitoria del judío conceptual. Lo que propongo es que, a lo largo de la historia, se ha considerado que el judío conceptual es la «viscosidad» universal del mundo occidental. Se le ha situado a horcajadas prácticamente sobre todas las barricadas levantadas a lo largo de los sucesivos conflictos que han destrozado la sociedad occidental en sus diversas fases y en distintas dimensiones. El simple hecho de que el judío conceptual haya cabalgado sobre tantas barricadas diferentes, construidas en tantos frentes que no tienen ninguna relación entre sí, le confiere a su babosería una intensidad exorbitante y desconocida. La suya era una falta de claridad multidimensional y esta simple multidimensionalidad era una incongruencia cognoscitiva adicional que no se había encontrado en ninguna de las otras categorías «viscosas» (simples debido a que estaban confinadas, aisladas y funcionalmente especializadas) engendradas por los conflictos de límites.
Por las razones estudiadas anteriormente, el fenómeno del antisemitismo no se puede concebir en rigor como un caso perteneciente a una categoría más amplia de antagonismo nacional, religioso o cultural. El antisemitismo tampoco era una cuestión de intereses económicos opuestos, aunque esto último se ha utilizado con frecuencia en argumentos que apoyan la causa antisemita en nuestra era moderna y competitiva. Lo sustentaba totalmente el interés que tenían en imponerse y definirse quienes lo defendían. Fue un caso de trazado de límites, no de defensa de los límites. A causa de todo esto, se escapa a la explicación de la reunión casual de un grupo de factores en un mismo lugar. Su increíble capacidad de servir para todo tipo de preocupaciones y objetivos que no tienen ninguna relación entre sí tiene sus raíces en la universalidad, atemporalidad y extraterritorialidad que lo caracterizan. Se adapta muy bien a muchos problemas locales porque no está relacionado causalmente con ninguno. La adaptación del judío conceptual a las circunstancias de problemas diferentes, con frecuencia contradictorios pero siempre altamente conflictivos, ha ido exacerbando su incoherencia innata. Sin embargo, lo ha convertido en una explicación más adecuada y convincente que ha contribuido a su potencia demoníaca. No se podría decir de ninguna otra categoría del mundo occidental lo que Leo Pinsker escribió sobre los judíos en 1882: «Para los vivos, el judío es un muerto; para los nativos, un extranjero; para los pobres y los explotados, un millonario; para los patriotas, un apátrida»[10]. O lo que se dijo en 1946 de forma actualizada aunque prácticamente sin modificaciones: «Se podría representar al judío como la personificación de todo lo que se debe temer, despreciar o que nos puede ofender. Fue un agente de los bolcheviques, pero, y esto es curioso, al mismo tiempo defendía el espíritu liberal de la corrompida democracia occidental. Económicamente hablando, era tanto socialista como capitalista. Le culparon de ser un pacifista indolente pero, por extraña coincidencia, fue también el eterno instigador de las guerras»[11]. E incluso lo que W. D. Rubinstein escribió recientemente haciendo referencia sólo a una de las innumerables dimensiones de la babosería judía: la combinación del antisemitismo dirigido hacia las masas judías «con las variaciones del antisemitismo dirigido a la élite judía puede ser que le haya conferido al antisemitismo europeo su virulencia característica: mientras se guarda rencor a otros grupos por ser bien élites, bien masas, a los judíos se les guarda rencor por ser las dos cosas»[12].
Anna Zuk, de la Universidad de Lublin, indicó hace poco que se puede considerar a los judíos como una «clase móvil», «ya que son objeto de emociones que por lo general experimentan los grupos sociales más altos hacia los más bajos y, al contrario, los estratos más bajos hacia los más altos de la escala social»[13]. Zuk estudia con detalle este enfrentamiento de perspectivas cognoscitivas en la Polonia del siglo XVIII, que toma como ejemplo de un fenómeno sociológico más general y de gran importancia para explicar el antisemitismo. En el siglo pasado, antes de las reparticiones, los judíos polacos eran por lo general sirvientes de los nobles y de la alta burguesía. Realizaban las funciones públicas más impopulares necesarias para mantener la dominación política y económica de los nobles terratenientes, como recaudar impuestos y administrar la producción que se enajenaba a los campesinos. Servían de intermediarios y, en términos sociopsicológicos, de escudo de los señores de la tierra. Los judíos se adaptaron al papel mejor que cualquier otra categoría, ya que, por sí mismos, no podían aspirar al progreso social que su importante función podía ofrecer. Incapaces de competir social y políticamente con sus amos, transigieron con compensaciones puramente económicas. Es decir, no sólo eran social y políticamente inferiores a sus amos, sino que estaban condenados a seguir siéndolo. Los señores les trataban como a los otros sirvientes que provenían de las clases bajas, esto es, socialmente, con desprecio, y culturalmente, con repugnancia. La imagen que la nobleza tenía de los judíos no difiere del estereotipo general de los inferiores sociales. La pequeña aristocracia consideraba que los judíos, lo mismo que los campesinas y la clase baja urbana, eran sucios, incultos, ignorantes y avariciosos. Y lo mismo que a otros plebeyos, los mantenían a distancia. Como, a la vista de sus funciones económicas, no podían evitar tener algún contacto con ellos, se observaban con toda meticulosidad las normas para mantener la distancia social y se expresaban de forma más explícita y con mucha más precisión. En conjunto, se les prestaba mucha más atención que a otras relaciones de clase, ya que en éstas no había ninguna ambigüedad y se podían perpetuar sin causar ningún problema.
Sin embargo, para los campesinos y la clase baja urbana, los judíos tenían una imagen completamente diferente. El servicio que prestaban a los que poseían la tierra y a los que explotaban los productores primarios, después de todo, no era sólo económico, sino también protector, ya que aislaban a la nobleza y a la alta burguesía de la ira popular. En vez de llegar hasta su objetivo real, el descontento se detenía y se descargaba en los intermediarios. Para las clases más inferiores, los judíos eran el enemigo, los únicos explotadores a los que conocían en persona. Sólo tenían experiencia de primera mano de la inexorabilidad de los judíos. Por lo que sabían, los judíos pertenecían a las clases dirigentes. No es sorprendente que «los judíos, que ocupaban en la sociedad una posición tan baja y carente de privilegios como quienes los atacaban, se convirtieran en el objeto de las agresiones dirigidas contra las clases superiores». Los judíos se encontraban en una «posición de mediadores, ya que eran un vínculo muy visible, y se convirtieron en el centro de la agresión de las clases inferiores y oprimidas».
Parece que, por los dos lados, los judíos se encontraban implicados en una lucha de clases, fenómeno que no guardaba relación con su identidad y que, por sí mismo, era insuficiente para justificar las características distintivas de la judeofobia. Lo que hizo que la situación de los judíos dentro de la guerra de clases fuera especial es que se habían convertido en el objeto de dos antagonismos de clase que se oponían entre sí y se contradecían. Cada uno de los adversarios, encerrado en su propia batalla de clase, tenía la impresión de que los judíos mediadores se situaban en el lado opuesto de la barricada. Parece que la metáfora del prisma, y con ella el concepto de categoría prismática, expresa esta situación mejor que la de «clase móvil». Dependiendo del lado desde el que se mirara a los judíos, éstos, igual que los prismas, refractaban inconscientemente distintas visiones: una de clases inferiores groseras, brutales y sin refinar y la otra de superiores sociales despiadados y altaneros.
La investigación de Zuk se limita a un periodo que se detiene en el umbral de la modernización de Polonia. Las consecuencias íntegras de esta dualidad de visión que describe tan brillantemente no las conocemos. Había poca comunicación entre las clases sociales en la época premoderna. Por lo tanto, existían muy pocas oportunidades de que las dos opiniones, y los dos estereotipos que generaban, convergieran y finalmente se fundieran conformando la mezcla incongruente típica del antisemitismo moderno. A causa de la escasez de intercambios entre las clases sociales, cada uno de los antagonistas libraba, por decirlo de alguna manera, su propia «guerra particular» contra los judíos. A éstos, en especial en el caso de las clases inferiores, la Iglesia los podía relacionar con explicaciones ideológicas sólo sutilmente vinculadas a la causa del conflicto. Durante la matanza que instigó Pedro el Ermitaño en los pueblos de Renania, los príncipes, condes y obispos de la región intentaron defender a «sus judíos» de acusaciones que no tenían nada que ver con las quejas que los judíos estaban condenados a atraer sobre sí mismos y también a apaciguar.
Solamente después del advenimiento de la modernidad se reunieron, cotejaron y, finalmente, se mezclaron las diversas apreciaciones, lógicamente incongruentes, sobre la claramente ajena «casta» judía. La modernidad implicó, entre otras muchas cosas, una nueva función para las ideas, debido a que el Estado contaba, para su eficiencia funcional, con la movilización ideológica; a su pronunciada tendencia a la uniformidad, cuya manifestación más popular fueron las cruzadas culturales; a su misión «civilizadora»[14] y al intento de atraer a las clases y localidades periféricas a fin de ponerlas en contacto con el centro en el que se generaban las ideas del cuerpo político. El resultado global que produjeron todas estas transformaciones fue un fuerte aumento del alcance y de la intensidad de la comunicación entre las clases. Además de sus facetas tradicionales, la dominación de clase adoptó la forma de guía espiritual y también la función de proporcionar y difundir los ideales y las fórmulas culturales para garantizar la lealtad política. Una de las consecuencias fue el encuentro y el choque de las diferentes imágenes que existían anteriormente de los judíos. Su incompatibilidad, que hasta entonces había pasado desapercibida, se había convertido en un problema y en un obstáculo. Y había que «racionalizarlo» lo mismo que el resto en una sociedad que se estaba modernizando con toda rapidez. Había que resolver la contradicción, bien rechazando totalmente la imagen heredada por incongruente, bien por medio de un argumento racional que proporcionara bases sólidas y aceptables a esa misma incongruencia.
Lo cierto es que estas dos estrategias se ensayaron en la Europa moderna. Por un lado, se presentaba la patente irracionalidad de la situación de los judíos como otro ejemplo del absurdo general del orden feudal y de las supersticiones que impedían el avance de la razón. Por lo que se refiere a la particularidad y a la idiosincrasia de los judíos, se consideraba que no era en absoluto diferente de las innumerables particularidades que toleraba el ancien régime y que el nuevo orden tenía que eliminar. Al igual que muchas otras excentricidades locales, esto se entendió principalmente como un problema cultural, es decir, una característica que por medio de un esfuerzo educativo se podía y se debía erradicar. No faltaron profecías según las cuales, una vez que la nueva igualdad legal se ampliara a los judíos, desaparecería su peculiaridad y que éstos, como tantos otros individuos libres y con derechos ciudadanos, se disolverían pronto en la nueva sociedad cultural y legalmente uniforme.
Sin embargo, por otro lado, el nacimiento de la modernidad iba acompañado de ciertos procesos que señalaban exactamente en dirección contraria. Parecía como si la ya consolidada incongruencia, que había marcado a su portador como un factor «viscoso» semánticamente perturbador y que subvertía la realidad transparente y ordenada, tendiera a acomodarse a las nuevas condiciones y a expandirse atacando las nuevas incongruencias. Adquirió dimensiones nuevas y modernas, y la ausencia de relación entre ellas se convirtió en otra incongruencia por derecho propio, una metaincongruencia, si se le puede llamar así. Los judíos, ya definidos como babosos en las dimensiones religiosa y de clase, eran más vulnerables que cualquier otra categoría al impacto de las nuevas tensiones y contradicciones que produjeron las convulsiones de la revolución modernizadora. Para la mayor parte de los miembros de la sociedad, el advenimiento de la modernidad supuso la destrucción del orden y de la seguridad. Y, una vez más, se consideró que los judíos se encontraban cerca del centro del proceso de destrucción. Parecía que su avance social, rápido e incomprensible, representaba la destrucción que provocaba el avance de la modernidad sobre todo lo que era conocido, habitual y seguro.
Durante siglos, los judíos habían estado aislados y a salvo, en lugares que en ocasiones elegían libremente y que en otras les imponían. Entonces salieron de su retiro, compraron propiedades y alquilaron casas en zonas que antes eran exclusivas de cristianos, se convirtieron en parte de la realidad cotidiana y en compañeros de un discurso difuso que ya no se limitaba a los intercambios rituales. Durante siglos, se podía distinguir a los judíos a ojo, como si llevaran su segregación en las mangas, tanto simbólica como literalmente. Ahora se vestían como todos los demás, de acuerdo con su condición social y no con su pertenencia a una casta. Durante siglos, los judíos fueron una casta de parias, a los que incluso los miembros de las clases bajas cristianas miraban con desprecio. Entonces algunos de los parias se instalaron en posiciones de influencia y prestigio social utilizando sus facultades intelectuales o su dinero, que ya era una fuerza que determinaba la condición social, claramente libre de las consideraciones relacionadas con el rango y el linaje. Efectivamente, el destino de los judíos representaba el impresionante alcance de la convulsión social y servía para recordar, de forma vivida y molesta, la erosión de las antiguas certezas, de que todo lo que antes parecía sólido y duradero se había disuelto y había desaparecido. Cualquiera que se sintiera expulsado, amenazado o desplazado podía, con facilidad y racionalmente, interpretar su propia angustia afirmando que la turbulencia experimentada era una señal de la incongruencia subversiva de los judíos.
En consecuencia, los judíos se vieron atrapados en el conflicto histórico más feroz, el que se produjo entre el mundo premoderno y la modernidad que avanzaba. La primera expresión del conflicto fue la resistencia abierta de las clases y estratos sociales del ancien régime a que el nuevo orden social, al que no podían percibir más que como el caos, les arrancara, desheredara y desarraigara de su posición social tan segura. Cuando se derrotó a la rebelión inicial antimodernista y ya no había ninguna duda sobre el triunfo de la modernidad, el conflicto se refugió en la clandestinidad y en este nuevo estado latente dejaba notar su presencia adoptando la forma de miedo al vacío, codicia insaciable de seguridad, mitos paranoicos de conspiraciones y una búsqueda frenética de su esquiva identidad. Finalmente, la modernidad le proporcionaría a su enemigo armas muy perfeccionadas que sólo su derrota haría posibles. La ironía de la historia permitiría que las fobias antimodernistas se descargaran a través de formas y canales que sólo la modernidad pudo crear. Hubo que exorcizar los demonios internos de Europa con los modernos productos de la tecnología, la administración científica y el poder concentrado en el Estado, todos los supremos logros de la modernidad.
La incongruencia de los judíos iba a medir este acto histórico de exquisita incongruencia. Los judíos siguieron siendo encarnaciones visibles de los demonios internos cuando los exorcismos estaban oficialmente prohibidos pero eran obligatorios en la clandestinidad. En la mayor parte de la historia moderna, los judíos han sido los principales portadores de las tensiones y angustias que la modernidad decretó que habían dejado de existir, al tiempo que les comunicó una intensidad sin precedentes y les proporcionó instrumentos formidables para que se expresaran.
Los judíos, ricos al tiempo que despreciables, se convirtieron en el pararrayos natural para desviar las primeras descargas de la energía antimodernista. Fueron el punto en el que un enorme poder económico se encontró con el desdén social, la condena moral y la repugnancia estética. Esto era exactamente lo que la hostilidad hacia la modernidad y, en especial, a su forma capitalista, necesitaba como ancla. Si se pudiera relacionar al capitalismo con los judíos, sería condenado, al mismo tiempo, por ajeno, antinatural, nocivo, peligroso y éticamente repulsivo. Fue muy fácil establecer la relación: el poder del dinero quedó confinado dentro de los límites y (con el despectivo nombre de usura) estremecido bajo la carga de la condena en tanto en cuanto los judíos permanecieron encerrados en el gueto, pero ese poder pasó a ocupar el centro de la vida y (con el prestigioso nombre de capital) exigió autoridad y respeto social cuando los judíos aparecieron en las calles del centro de la ciudad.
El primer impacto de la modernidad sobre la situación de los judíos europeos fue que los seleccionó como el objetivo principal de la resistencia antimodernista. Los primeros antisemitas modernos fueron portavoces de la antimodernidad, personas como Fourier, Proudhon o Toussenel, unidos en su implacable hostilidad al poder del dinero, el capitalismo, la tecnología y el sistema industrial: el antisemitismo más virulento de los primeros días de la sociedad industrial se asociaba con el anticapitalismo en su versión precapitalista. Una oposición al orden capitalista que avanzaba como si todavía hubiera esperanza de contener la marea, de detener el progreso, de restaurar el orden «natural» real o imaginario que los nuevos barones económicos iban a desmantelar. Por las razones que acabamos de esbozar brevemente, el poder económico y los judíos estaban combinados. Se insinuó que había un vínculo causal entre ellos, que quedó confirmado para propósitos prácticos por la correspondencia metafórica que existía entre los dos, por llamarlo de alguna manera, su «parentesco espiritual» o, utilizando el término favorito de Weber, su afinidad electiva. Era mucho más fácil oponer resistencia a ese capitalismo que había arrojado su sombra siniestra sobre la ética del trabajo y la preciosa independencia de los artesanos si se le identificaba con la fuerza extraña y vergonzosa. Para Fourier y Toussenel, los judíos representaban todo lo que odiaban del avance del capitalismo y de las extensas metrópolis urbanas. Se había salpicado a los judíos de veneno con la finalidad de que se desbordara sobre el nuevo, aterrador y repugnante orden social. Según Proudhon, el judío «es por naturaleza el antiproductor, ni es agricultor ni siquiera un auténtico comerciante»[15].
Por definición, la versión antimodernista del antisemitismo podría conservar su apariencia de racionalidad y su atractivo popular siempre y cuando pareciera viable y realista la esperanza de detener el avance del nuevo orden y sustituirlo por una utopía pequeño burguesa disfrazada de paraíso perdido. De hecho, esa forma de antisemitismo casi estuvo a punto de desaparecer a mediados del siglo XIX, cuando fracasó el último intento masivo de modificar los caminos de la historia y se tuvo que aceptar, aunque fuera de mala gana, como definitiva e irreversible la victoria del nuevo orden. El vínculo entre el poder del dinero y el temperamento o el carácter judío, fundado en la primitiva forma de oposición anticapitalista, antimoderna y pequeño burguesa, estaba destinado a que lo absorbieran y remodelaran ingeniosamente sus formas más avanzadas. En ocasiones encubierto, de vez en cuando con un papel destacado, nunca se eliminó de la línea central de la resistencia anticapitalista. Jugó un papel importante en la historia del socialismo europeo.
De hecho, Karl Marx, padre del socialismo científico, es decir, el socialismo que se fijó el objetivo de dejar atrás el avance del capitalismo en lugar de detenerlo, el que reconocía la irrevocabilidad de la transformación capitalista y aceptaba su naturaleza progresista, el que prometía comenzar a construir una sociedad nueva y mejor de forma que el progreso capitalista supondría el progreso humano universal, fue el que transformó el antisemitismo capitalista e hizo que en vez de mirar atrás mirara adelante. Una vez hecho esto, lo hizo potencialmente utilizable para la oposición anticapitalista en el momento en que se había rechazado y roto la última ilusión de que el capitalismo era una enfermedad temporal que se podía curar o exorcizar. Marx aceptaba la afinidad electiva entre «el carácter del judaísmo» y el del capitalismo. Ambos desempeñaban un papel importante por lo que se refiere a impulsar el propio interés, el regateo y la persecución del dinero. Había que eliminarlos si de deseaba colocar la cohabitación humana sobre unas bases más seguras y sensatas. El capitalismo y el judaísmo compartían el mismo destino. Triunfaron juntos y desaparecerían juntos. Uno de ellos no podía sobrevivir al otro. Había que destruir a uno de ellos para que desapareciera el otro. La emancipación del capitalismo suponía la emancipación del judaísmo, y viceversa.
La tendencia a combinar el judaísmo con dinero y poder y, de hecho, con los males del capitalismo que ofendían y merecían condena se convirtió en algo endémico en los movimientos socialistas de Europa, con frecuencia oculto. Eran frecuentes las salidas antisemitas en las democracias sociales más grandes del continente, es decir, la alemana y la austrohúngara. En 1874, August Bebel, dirigente de la socialdemocracia alemana, prodigó alabanzas a las enseñanzas virulentamente antisemitas de Karl Eugen Dührer, lo que provocó que Engels publicara dos años más tarde un libro respondiendo al que se había nombrado a sí mismo profeta del socialismo alemán. Sin embargo, no lo hizo para defender a los judíos, sino para salvaguardar la posición de Marx como autoridad ideológica del movimiento obrero en auge. No obstante, en varias ocasiones, los intentos de encerrar los sentimientos antijudíos en el lugar deseado, es decir, el de un fenómeno concomitante ineludible, aunque menor, de la postura capitalista no fueron de gran ayuda y se invirtió el orden de prioridades: el capitalismo se degradó y pasó a ser un derivado de la amenaza judía. En consecuencia, la mayoría de los partidarios de August Blanqui, el indomable mártir francés de la guerra anticapitalista, dirigidos por su mejor amigo, Ernest Granger, pasaron directamente de las barricadas de la Comuna de París a engrosar las filas del embrionario movimiento nacionalsocialista. Cuando surgió el movimiento nazi, la oposición popular finalmente se dividió y se polarizó y la rama socialista asumió la lucha inflexible contra el antisemitismo como uno de los elementos necesarios para intentar detener la creciente oleada del fascismo.
Si en Occidente la resistencia más tenaz contra el nuevo orden industrial provenía principalmente de los pequeños propietarios rurales y urbanos, en el Este la respuesta fue un amplio frente anticapitalista, antiurbano y antiliberal. Como la influencia social y la dominación política de la aristocracia que poseía la tierra seguía virtualmente intacta, los oficios urbanos estaban en el extremo inferior de la escala de prestigio y se trataban con una mezcla de desprecio y aversión. Todos los medios para enriquecerse, excepto el matrimonio o la agricultura, se consideraban indignos de la auténtica nobleza. Incluso la agricultura, junto con el resto de las actividades económicas, se dejaba tradicionalmente en manos de sirvientes o de personas de categoría y calidad personal reconocidamente inferior. Mientras que las élites nativas eran hostiles o indiferentes a la tarea de la modernización, los judíos, aceptados como culturalmente extraños, fueron una de las pocas categorías que quedaron libres del control mortal de los valores gentiles y, por lo tanto, capaces y deseosos de aprovechar las oportunidades que ofrecía la revolución industrial, financiera y tecnológica de Occidente. Pero se opuso a su iniciativa la opinión pública, dominada por la nobleza, con una hostilidad enorme. A partir de su profundo estudio sobre la industrialización en Polonia en el siglo XIX, proceso semejante al que tenía lugar en el resto del Este de Europa, Joseph Marcus llega a la conclusión de que las élites nativas, dominadas por la nobleza, consideraron que la llegada de la industria era una calamidad nacional.
Mientras los empresarios judíos construían las líneas de ferrocarril, un destacado economista polaco, J. Supinski, lamentaba que «los ferrocarriles son un abismo en el que se hunden recursos preciosos sin que quede otra cosa que el canal que se ha construido y la vía que va por él». Cuando los judíos construyeron plantas industriales, los terratenientes les acusaron de acabar con la agricultura que, supuestamente, estaba escasa de mano de obra. Cuando las fábricas empezaron a funcionar, sus propietarios tuvieron que soportar no sólo el odio de las élites literarias y sociales, sino también su compasión por haber abandonado la vida de las delicias campestres y de la libertad y el placer bohemios por el triste ambiente de una fábrica, que esclaviza al hombre y le destruye.
Debe quedar claro que una sociedad que en gran parte compartía estas actitudes, que consideraba que el bienestar material no era importante y que ganar dinero era algo despreciable, era incapaz de producir las cualidades empresariales necesarias en una era de industrialización capitalista. Tampoco es sorprendente que los únicos que fomentaran el progreso industrial en Polonia fueran los judíos del país y los extranjeros que se establecieron en él.
Los burgueses judíos se convirtieron también en los principales propagadores de las ideas occidentales de liberalismo. Los polacos conservadores, aristócratas y católicos, consideraron que esto y el «materialismo occidental» en general era una amenaza a la tradición polaca y al «espíritu nacional».[16]
Los judíos del país, que se estaban convirtiendo en la burguesía judía ante los ojos atónitos de la nobleza, pasaron a ser una amenaza para las élites. Personificaban la competitividad de un nuevo poder social basado en las finanzas y en la industria, en oposición al poder tradicional fundamentado en la propiedad de la tierra. También representaban la ruptura de la anteriormente íntima coordinación entre la escala de prestigio y la de influencia. Un grupo de sirvientes, al que no se estimaba en absoluto, alcanzaba posiciones de poder mientras ascendía por una escala que había sacado del vertedero de los valores desechados. Para la nobleza, que ansiaba conservar el caudillaje nacional, la industrialización representaba una doble amenaza: a causa de lo que se estaba haciendo y a causa de quién lo estaba haciendo. La iniciativa económica de los judíos combinaba la amenaza a la dominación social establecida con un golpe al orden social absoluto que esta dominación sustentaba y que, a su vez, la sustentaba a ella. Por lo tanto, resultó sencillo asociar a los judíos con el desorden y la inestabilidad. Se percibía a los judíos como una fuerza siniestra y destructiva, como agentes del caos y del desorden. Es decir, como la sustancia glutinosa que desdibuja el contorno entre las cosas que deben permanecer separadas, que hace que las escalas jerárquicas sean resbaladizas, que derrite todo lo que es sólido y profana todo lo sagrado.
De hecho, cuando el impulso asimilador de los judíos se aproximó a los límites de absorción de las sociedades que los albergaban, las élites docentes judías se inclinaron más hacia la crítica social y muchos conservadores del país consideraron que era una fuerza inherentemente desestabilizadora. Según el agudo estudio de David Biale, a medida que se acercaba el siglo XX, «todos los judíos liberales, nacionalistas o revolucionarios o que se diferenciaban en algo de los demás estaban de acuerdo en que las sociedades europeas en su forma actual no eran hospitalarias para los judíos. Los problemas de los judíos en Europa sólo se podrían resolver cambiando de alguna manera la sociedad o modificando la relación de los judíos con ella […] La ‘normalidad’ suponía ahora experimentos sociales, ideales utópicos que nunca habían existido»[17].
La adhesión a la herencia liberal del Siglo de las Luces proporcionó una dimensión adicional a la «viscosidad» de los judíos. A diferencia de cualquier otro grupo, los judíos tenían interés en el concepto de ciudadanía que impulsaba el liberalismo. Según la frase memorable de Hannah Arendt, «En contraste con los otros grupos, era el cuerpo político el que definía a los judíos y determinaba su posición. Como, por otra parte, este cuerpo político no tenía ninguna otra realidad social, se encontraban, socialmente hablando, en el vacío»[18]. Esto siguió así a lo largo de toda la historia premoderna de Europa. Los judíos eran Königjuden, propiedad y pupilos del rey, del príncipe o del señor de la zona, dependiendo de la fase del orden feudal. Su posición social era políticamente innata. Del mismo modo, como colectivo estaban al margen de los enredos sociales. Permanecían al margen de la estructura social, lo que, en términos prácticos, significaba la escasa o nula incidencia de las afinidades o conflictos de clase cuando se trataba de definir su existencia. Los judíos, como extensión del Estado en medio de la sociedad, eran inherentemente extraterritoriales en sentido social. Debido a esto, servían de parachoques en las relaciones, con frecuencia tensas y conflictivas, entre la sociedad y sus amos políticos, y se llevaban siempre el primer golpe y el más duro cuando los conflictos se acercaban al punto de ebullición. Sólo podían contar con alguna protección por parte del Estado, pero este hecho era lo que mantenía su subordinación, de forma implacable, a la benevolencia de los dirigentes políticos y su impotencia cuando se tenían que enfrentar con la malevolencia o con la codicia. La incongruencia de su situación, en el vacío entre el Estado y la sociedad, queda debidamente reflejada en la reacción, igualmente incongruente, ante los trastornos políticos y sociales que marcaron la llegada de la modernidad. El romper una dependencia de siglos con los dirigentes políticos exigía adquirir una base social no política y, en consecuencia, una autonomía política. El liberalismo prometía exactamente eso, haciendo hincapié en la creación y reafirmación de personas libres. Y, sin embargo, parecía que el derecho a poner en práctica los mandamientos liberales dependía de decisiones políticas, lo mismo que todos los otros privilegios de los que los judíos habían disfrutado en el pasado. La emancipación del Estado sólo podía provenir, o al menos eso parecía, del propio Estado. Mientras que otros grupos se quedaban satisfechos cuando defendían su poder social del excesivo intrusismo por parte del Estado, los judíos no podían adquirir esos derechos sin un Estado intruso, listo para avanzar y desmantelar los monopolios y los recintos celosamente guardados del antiguo sistema de rangos. Es decir, para las élites, los judíos eran las semillas de la destrucción. Y no sólo debido a su propia trayectoria, sino por el derrumbamiento de la seguridad que simbolizaba. P. G. J. Pulzer cita algunas voces de alarma típicas: «El arma más poderosa de los judíos es la democracia de los que no son judíos»; «Lo único que necesita el judío es apoderarse de la ilustración y del individualismo para minar desde dentro la estructura de la sociedad alemana. Es decir, no tiene que congraciarse con los estratos más altos de la sociedad, sino que, por el contrario, lo que ha hecho ha sido imponer a los alemanes una teoría social que ayudará a los judíos a escalar las cimas más altas»[19]. Por otro lado, la intensa preocupación de los judíos por la nueva clase de protección política permitió a los naturales del país, con confianza en sí mismos, esto es, una burguesía que se había hecho a sí misma con su propio esfuerzo, situar a los judíos en el campo de los enemigos de la autonomía y de la libertad política. De esta manera, también podía surgir «una nueva forma de antisemitismo liberal» que «uniría a los judíos y a la nobleza y entendería que había entre ellos algún tipo de alianza financiera contra la naciente burguesía»[20].
Sin embargo, casi ninguna dimensión de la endémica incongruencia judía ha tenido una influencia más fuerte y más duradera en el antisemitismo moderno que el hecho de que los judíos eran, para citar a Arendt una vez más, «un elemento no nacional en un mundo en el que existían o se estaban formando las naciones»[21]. Debido al hecho de su dispersión territorial y de su ubicuidad, los judíos eran una nación internacional, una nación no nacional. En todos sitios eran un recordatorio constante de la relatividad y de los límites de la identidad individual y de los intereses comunales que el criterio de nacionalidad determinaba con total y absoluta autoridad. En todas las naciones eran «el enemigo interior». Los límites de la nación eran demasiado estrechos como para definirlos, y los horizontes de la tradición nacional demasiado limitados como para reconocer su identidad. No es que los judíos fueran distintos de los habitantes de cualquier otra nación, es que eran también distintos de cualquier otro extranjero. En resumen, eliminaban la diferencia entre anfitriones e invitados, entre nativos y extranjeros. Y cuando la nacionalidad se convirtió en la base suprema para la constitución de un grupo, aparecieron para eliminar la diferencia más básica, la que existe entre «nosotros» y «ellos». Los judíos eran flexibles y adaptables, como un vehículo vacío listo para que le pusieran cualquier carga despreciable que «ellos» tuvieran que llevar. Así, Toussenel consideraba que los judíos eran los portadores del veneno contra los franceses y los protestantes, mientras que Liesching, el famoso detractor de Das junge Deutschland acusaba a los judíos de pasar de contrabando a Alemania el pestilente espíritu galo.
La cualidad supranacional de los judíos se pone en evidencia claramente en una primera fase del proceso de formación de las naciones, cuando los conflictos entre las dinastías por los límites, provocados o al menos complicados por las nuevas reclamaciones hechas en nombre de las diversas unidades nacionales, hicieron que los judíos no participaran en las particularidades del país y fomentaron su aptitud para comunicarse por encima de los dirigentes de los Estados en lucha y a través de las líneas del frente. La capacidad de mediación de los judíos fue utilizada con ansia por los dirigentes implicados, con frecuencia en contra de su voluntad, en conflictos que no entendían bien y con los que deseaban acabar, mientras que lo único con lo que soñaban era con un compromiso o, por lo menos, una forma de coexistencia que fuera aceptable tanto para sus adversarios como para los propios habitantes de su país, de mentalidad virulentamente nacionalista. En las guerras cuyo objetivo era conseguir principal o únicamente un modus vivendi más agradable, a los judíos, internacionalistas naturales, por decirlo de alguna manera, se les asignó la función de heraldos de la paz y autores del fin de la beligerancia. Este logro, originalmente loable, posteriormente se volvió contra ellos con creces, una vez que las reliquias dinásticas se convirtieron en auténticos Estados nacionales y nacionalistas. El objetivo de la guerra pasó a ser la destrucción del enemigo, el patriotismo reemplazó a la lealtad al rey, mientras que el sueño de supremacía silenció las ansias de paz. En un mundo completa y exhaustivamente dividido en dominios nacionales no quedaba espacio para el internacionalismo, y cada trozo de tierra sin dueño era una invitación permanente a la agresión. El mundo, atestado de naciones y de naciones Estado, abominó del vacío no nacional. Las judíos estaban en ese vatio. Más aún, ellos eran un vacío. Se convirtieron en sospechosos por la simple razón de ser capaces de negociar cuando la única comunicación lícita era encañonar al de enfrente. El único punto en que estuvieron de acuerdo los grupos enfrentados durante la Primera Guerra Mundial fue la sospecha de que los judíos carecían de patriotismo y de entusiasmo para hacer una carnicería de los enemigos de la nación. Esta cualidad, aunque tenía un tufillo a alta traición, era sin embargo menos irritante que la de ser cosmopolitas, innata y evidentemente irremediable.
Las peores sospechas se confirmaron por la marcada tendencia de los judíos a reflejar su condición extraterritorial en su enloquecedora inclinación por los «valores humanos», «el hombre como tal», la universalidad y otras consignas igualmente desmovilizadoras y, por lo tanto, antipatrióticas. En los primeros momentos de la etapa nacionalista, Heinrich Leo advertía lo siguiente:
La nación judía se destaca claramente de todas las otras naciones del mundo porque posee una mente auténticamente corrosiva y que produce podredumbre. De la misma forma que existen algunas fuentes que transforman en piedra todo lo que se arroja a ellas, los judíos, desde el principio hasta el día de hoy, han transmutado todo lo que caía dentro de la órbita de su actividad espiritual en una generalidad abstracta.
Los judíos, de hecho, eran la personificación de los extranjeros de Simmel, siempre en el exterior aunque estuvieran dentro, examinando las cosas familiares como si fueran un objeto de estudio ajeno a ellos, haciendo preguntas que nadie planteaba, cuestionando lo incuestionable y poniendo en tela de juicio lo indiscutible. Desde Ludwig Borne, el compañero de Heine, pasando por Karl Krauss en vísperas de la caída de la casa de Habsburgo, hasta Kurt Tucholsky, en vísperas del triunfo nazi, todos ellos señalaron lo que consideraban que eran insignificancias, prejuicios y mezquindades, ridiculizaron las mezclas locales de atraso con vanidad y baladronadas y lucharon contra la pereza mental provinciana y contra el filisteísmo de las inclinaciones. No se podía admitir realmente a nadie con semejante visión externa en el seno de la nación tal y como estaba definida, es decir, dando por descontada su existencia y por su predisposición para vivir en paz. No causó ninguna sorpresa el veredicto de Friedrich Rühs, el primero de una larga serie de reivindicaciones en favor de que la particularidad se imponga sobre la generalidad abstracta: «Los judíos no pertenecen auténticamente al país en el que viven, y lo mismo que el judío de Polonia no es polaco, ni el judío de Inglaterra es inglés, ni el judío de Suecia es sueco, el judío de Alemania no puede ser alemán y el judío de Prusia no puede ser prusiano»[22].
El sino de la incongruencia judía entre las naciones no lo alivió en absoluto el hecho de que las declaraciones nacionalistas fueran con frecuencia igualmente incongruentes y mutuamente incompatibles. Como norma, las naciones tenían sus opresores, a los que temían, y sus oprimidos, a los que despreciaban. Muy pocas naciones aprobaron con entusiasmo el derecho de los otros a recibir el mismo tratamiento que exigían para ellas. A lo largo de todo el turbulento, y todavía inconcluso, periodo de la creación de las naciones, el juego nacional era un juego de suma cero: la soberanía de las demás era un ataque a la propia. Los derechos de una nación suponían para otra agresión, intransigencia o prepotencia.
Las consecuencias de todo esto fueron más desalentadoras en la zona del centro y Este de Europa, un verdadero crisol de nacionalismos, bien antiguos aunque todavía insatisfechos, bien jóvenes y hambrientos. Era virtualmente imposible tomar partido por una reivindicación nacionalista sin enemistarse con otras naciones, ya establecidas o que aspiraban a estarlo. Esto colocó a los judíos en una situación bastante delicada. En opinión de Pulzer:
Su estructura laboral, sus niveles generalmente elevados de alfabetización y su necesidad de seguridad política facilitó que se asociaran con las nacionalidades «históricas» dominantes (polacos, magiares y rusos) en lugar de con las nacionalidades «no históricas» sumergidas y rurales (checos, eslovacos, ucranianos y lituanos, por ejemplo). Por lo tanto, en Galitzia y Hungría se libraron del estigma de ser alemanes, aunque esto no les sirvió de mucha ayuda con las razas a las que polacos y magiares oprimían a su vez.[23]
En algunos casos aislados, las élites de las naciones ya consolidadas o en embrión ansiaban utilizar el celo y el talento de los judíos para conseguir avances y progresos difíciles de lograr si las masas estaban marcadas, con frecuencia contra su voluntad, como objetos del proselitismo nacional y de la modernización económica. En Hungría, bajo la casa de Habsburgo, la aristocracia terrateniente recibió con agrado a los judíos, que se convirtieron en los agentes más eficientes y entregados a favor de la magiarización en zonas periféricas, fundamentalmente eslavas, que la nobleza esperaba tener bajo su dominio en la futura Hungría independiente. También pasaron a ser los autores de una modernización inexorable de la economía rural anquilosada y atrasada. Las débiles élites lituanas acogieron con ilusión el entusiasmo judío para presentar sus demandas al gobierno sobre la compleja mezcla de comunidades étnicas, religiosas y lingüísticas que poblaban las antiguas tierras de la histórica Gran Lituania y que soñaban con resucitar. En conjunto, las élites políticas deseaban utilizar a los judíos en todas las tareas peligrosas y desagradables que consideraban necesarias y que, sin embargo, preferían no llevar a cabo ellas mismas. Esto resultaba bastante conveniente. Cuando ya no fuera tan apremiante la necesidad de los servicios de los judíos, podían deshacerse de ellos con toda facilidad. En el momento en que «pusieran a los judíos en su lugar» recibirían el aplauso de las masas a las que los judíos habían controlado en beneficio de las élites y eso endulzaría el amargo trago que las élites, ahora firmemente asentadas, deseaban que probaran las masas.
Sin embargo, las élites no podían confiar en la fidelidad de los judíos ni siquiera temporalmente. A diferencia de los «nacidos en» una colectividad nacional, para los judíos pertenecer a ella era una elección y, por tanto, en principio revocable «hasta nuevo aviso». Los límites de las colectividades nacionales eran todavía bastante inciertos, el sentimiento de seguridad era ilícito y la vigilancia era la orden del día. Se levantan barricadas para dividir y ¡ay de quienes las usen como pasillos! La visión de un amplio grupo de gente con libertad para moverse a voluntad de una plaza fuerte nacional a otra debía provocar una profunda angustia. Desafiaba la verdad auténtica sobre la que reposaban las reivindicaciones de todas las naciones, tanto antiguas como modernas: el carácter de nacionalidad, la herencia y la naturalidad de las entidades nacionales. El corto sueño liberal de la asimilación y, más en general, la concepción del «problema judío» como básicamente cultural y que, por lo tanto, se podía resolver por medio de la aculturación voluntaria y aceptada de buena gana, fracasó debido a la incompatibilidad esencial entre el nacionalismo y la idea de la libre elección. Aunque pueda parecer paradójico, los nacionalismos coherentes al final se resienten de los poderes de absorción de sus propias naciones. Aceptan complacidos que sus admiradores alaben con prodigalidad las virtudes de la nación. Convertirán esos elogios en condición para garantizar a los admiradores, cuanto más entusiastas y ruidosos, mejor, esa benevolencia por parte de los patronos que va asociada a la condición de cliente. Sin embargo, lo que no perdonarán es que se tome esta admiración como un título de integrante de la comunidad. Como en el lacónico consejo de Geoff Dench a todas las naciones cliente: «Por todos los medios, declaro mi creencia en la justicia e igualdad futuras. Es parte de mi misión. Pero no esperéis que se haga realidad»[24].
Como demuestra este breve estudio de la larga lista de las incongruencias judías, acaso no había ninguna puerta cerrada en el camino de la modernidad en la que los judíos no pusieran las manos. Sólo podían resultar seriamente magullados después del proceso que culminó con su emancipación del gueto. Eran la opacidad del mundo luchando por la claridad, la ambigüedad en un mundo con deseos encendidos de certeza. Se montaron a horcajadas sobre todas las barricadas y llamaron a las balas de todos los bandos. De hecho, el judío conceptual se ha interpretado como la «viscosidad» arquetípica del sueño moderno de orden y claridad, el enemigo de cualquier orden, antiguo, nuevo y, en especial, del deseado.
A los judíos, en el camino a la modernidad, les sucedió una cosa importante. Se habían lanzado a ese camino mientras se encontraban marginados, segregados y recluidos detrás de los muros, de piedra o imaginarios, de la Judengasse. Su extrañamiento era un hecho de la vida, como el aire o la muerte. No exigía la movilización de los sentimientos populares, ni complicados argumentos ni tampoco que estuvieran alerta algunos vigilantes autodesignados. Los hábitos difusos y con frecuencia sin codificar, aunque en conjunto bien coordinados, eran suficientes para reproducir la repugnancia mutua que garantizaba la inmutabilidad de la separación. Todo esto cambió con la llegada de la modernidad, que eliminó las diferencias legisladas con sus consignas de igualdad legal y con la más extraña de sus novedades: la ciudadanía. Como explica Jacob Katz:
Cuando los judíos vivían en el gueto e inmediatamente después de que lo abandonaran, fueron acusados por ciudadanos que disfrutaban de la situación legal que se negaba a los judíos. Esas acusaciones se idearon sólo para justificar y reconfirmar el statu quo y proporcionar una base lógica para mantener a los judíos en una situación de inferioridad legal y social. Sin embargo, estas acusaciones las hicieron ciudadanos en su calidad de ciudadanos iguales ante la ley y la finalidad de las acusaciones era demostrar que los judíos eran indignos de la condición social y legal que se les había concedido.[25]
Es decir, que lo que estaba en cuestión no era la dignidad social o moral. El problema era infinitamente más complicado. Lo que implicaba era nada menos que la necesidad de crear mecanismos que anteriormente no se habían utilizado y de adquirir capacidades impensables hasta entonces para producir de forma artificial lo que en el pasado sucedía naturalmente. En las épocas premodernas, los judíos eran una casta más entre otras, una categoría entre categorías, un Estado entre Estados. Su nota distintiva no constituía un problema y los métodos de segregación habituales, virtualmente maquinales, evitaban que lo fuera. Con la llegada de la modernidad, la separación de los judíos se convirtió en un problema. Lo mismo que todo lo demás en la sociedad moderna, había que manufacturarlo, construirlo, argumentarlo con racionalidad, diseñarlo tecnológicamente, administrarlo, controlarlo y gestionarlo. Los que estaban al mando de las sociedades premodernas podían adoptar la actitud confiada y calmada de los guardabosques: la sociedad, abandonada a sus propios medios, se reproduciría año tras año, generación tras generación, sin apenas ningún cambio perceptible. Pero no sus sucesores modernos. Aquí ya no se podía dar nada por sentado. No crecería nada a menos que se hubiera plantado y si crecía algo de forma independiente debía ser algo malo y, por lo tanto, peligroso, que confundía o comprometía el plan total. La satisfacción por uno mismo, como la que experimentan los guardabosques, era un lujo que no se podían permitir. Lo que se necesitaba, por el contrario, era la actitud y las habilidades de un jardinero, que contara con un diseño detallado del césped, de los límites y del surco que separaba el césped de los bordes; con visión para los colores armoniosos y que conociera la diferencia entre la placentera armonía y la repugnante cacofonía; con decisión para tratar como a hierbajos a cualquier planta que naciera e interfiriera en su plan y en su visión de orden y armonía, y con máquinas y venenos adecuados para exterminar las malas hierbas y conservar las divisiones tal y como se definían en el diseño del conjunto.
La separación de los judíos había perdido su carácter de naturalidad, que en el pasado estaba marcado por la segregación territorial y reforzado por gran profusión de llamativas señales de aviso. Parecía, por el contrario, desesperadamente artificial y frágil. Lo que antes era un axioma, una suposición tácitamente aceptada, se había convertido en una verdad que había que probar y demostrar, y la «esencia de las cosas» se ocultaba tras fenómenos que aparentemente la contradecían. Había que construir laboriosamente esta nueva naturalidad y basarla en una autoridad diferente de la de la evidencia de las impresiones sensoriales. Patrick Girard lo expresa así:
La asimilación de los judíos por la sociedad que les rodeaba y la desaparición de las diferencias sociales y religiosas ha conducido a una situación en la que no se puede distinguir a judíos de cristianos. Ya no se puede reconocer al judío puesto que se ha convertido en un ciudadano como los demás y se mezcla con los cristianos por medio del matrimonio. Este hecho tuvo un peso muy significativo para los teóricos antisemitas. Edouard Drumont, autor del folleto Jewish France, escribía: «Un tal señor Cohen que vaya a la sinagoga y sea kosher es una persona respetable. No tengo nada contra él. Pero sí lo tengo contra el judío al que no se puede identificar».
Se pueden encontrar ideas parecidas en Alemania, donde se despreciaba menos a los judíos que llevan los tirabuzones rituales y caftanes […] que a sus correligionarios, patriotas alemanes de creencia judía, que imitaban a los alemanes […] El antisemitismo moderno no nació de la gran diferencia que existe entre grupos, sino de la amenaza que supone la ausencia de diferencias, la homogeneización de la sociedad occidental y la abolición de las antiguas barreras sociales y legales entre los judíos y los cristianos.[26]
La modernidad hizo que se nivelaran las diferencias, por lo menos las apariencias externas, del material de que están hechas las distancias simbólicas entre grupos segregados. Sin esas diferencias, ya no era suficiente con hacer reflexiones filosóficas sobre lo acertado de la realidad tal y como era, algo que la doctrina cristiana había hecho anteriormente, cuando deseaba darle un significado a la separación de hecho de los judíos. En ese momento había que crear las diferencias o conservarlas contra el poder corrosivo y pavoroso de la igualdad social y legal y de los intercambios culturales.
La explicación religiosa de los límites que se había heredado, es decir, el rechazo de Cristo por parte de los judíos, era de lo más inadecuada para la nueva tarea. Esa explicación suponía inevitablemente la posibilidad de salir del campo segregado. Mientras los límites siguieran estando claros y bien marcados, la explicación era válida. Proporcionaba el elemento de flexibilidad necesario que encadenaba el destino de los hombres a su supuesta libertad para ganar la salvación o para pecar, para aceptar o rechazar la gracia divina. Y lo conseguía sin la más ligera agresión a la solidez del propio límite. Sin embargo, este mismo elemento de flexibilidad resultaría desastroso una vez que los métodos de segregación se hicieron demasiado débiles e indiferentes para sustentar la «naturalidad» del límite y éste se transformó en un rehén de la autodeterminación humana. Después de todo, la visión moderna del mundo proclamaba que existía un potencial ilimitado de educación y de perfeccionamiento. Todo era posible con buena voluntad y si se hacía el esfuerzo pertinente. El hombre, en el momento de su nacimiento, era una tabula rasa, un armario vacío que se iría llenando, en el curso del proceso civilizador, de artículos que proporcionaría la presión niveladora de las ideas culturales compartidas. Paradójicamente, si limitamos las diferencias entre los judíos y sus anfitriones cristianos a la diversidad de credos y rituales, esto concordaba bien con la visión moderna de la naturaleza humana. Parecía que, junto con la renuncia a otros prejuicios, el abandono de las supersticiones judaicas y la conversión a una fe superior serían los vehículos adecuados y suficientes para la mejora personal, una situación que se podría esperar, a escala masiva, cuando se produjera la victoria final de la razón sobre la ignorancia.
Lo que realmente amenazaba la solidez de los antiguos límites no era, evidentemente, la fórmula ideológica de la modernidad, aunque tampoco se puede decir que la reforzara, sino el rechazo del moderno Estado secularizado a legislar prácticas sociales diferenciadas. Esto funcionó bien mientras los propios judíos, el «señor Cohen» de Drumont, se negaron a seguir al Estado en su camino hacia la uniformidad y se apegaron a sus prácticas discriminadoras. La confusión real la causaron los judíos, cada vez más numerosos, que aceptaron la oferta y se convirtieron. La conversión adoptó dos formas, la religiosa y la moderna asimilación cultural. En Francia, Alemania y en la zona de Austria y Hungría dominada por los alemanes era bastante real la probabilidad de que todos los judíos resultaran, antes o después, «socializados» e incluso «autosocializados» en no judíos, con lo que serían culturalmente indistinguibles y socialmente invisibles. En ausencia de los antiguos métodos de segregación tradicionales y legalmente sancionados, la ausencia de marcas diferenciadoras visibles equivalía a la eliminación del propio límite.
La segregación, en las condiciones de la modernidad, requería un método moderno para establecer los límites. Un método capaz de oponerse y neutralizar el creciente impacto de los presuntamente infinitos poderes de las fuerzas educativas y civilizadoras, un método capaz de crear una zona prohibida para la pedagogía y la autosuperación, de trazar una barrera insalvable para el potencial de la cultura. Este método se aplicaría con entusiasmo, aunque con distinto grado de éxito, a todos los grupos a los que se deseaba mantener de forma permanente en una posición subordinada, como la clase trabajadora o las mujeres. Si se quería salvar del asalto de la igualdad moderna la característica distintiva de los judíos había que expresarla de otra forma diferente y sustentarla sobre unos nuevos cimientos, más sólidos que los poderes humanos de cultura y autodeterminación. Según la concisa frase de Hannah Arendt, había que sustituir el judaísmo por la «judeidad»: «Los judíos consiguieron escaparse del judaísmo por medio de la conversión; pero de la ‘judeidad’ no había escape posible»[27].
A diferencia del judaísmo, la judeidad tenía que ser más fuerte que la voluntad y el potencial creativo humanos. Se tenía que situar al mismo nivel que la ley natural, es decir, ese tipo de ley que hay que descubrir y luego tenerla presente y explotarla en favor de los seres humanos pero que no se puede alterar, ignorar o desobedecer, por lo menos sin que haya terribles consecuencias. La intención de la anécdota de Drumont es que sus lectores no olviden esta ley: «Un duque francés preguntó a sus amigos en cierta ocasión: ‘¿Queréis saber cómo habla la sangre?’. Se había casado con una Rothschild de Frankfurt a pesar de las lágrimas de su madre. Llamó a su hijo pequeño, sacó un luis de oro del bolsillo y se lo enseñó. Los ojos del niño se iluminaron. El duque prosiguió: ‘Como podéis ver, el instinto semita se revela con toda claridad’». Poco tiempo después, Charles Maurras insistía en que «lo que uno es determina la propia actitud desde el principio. El espejismo del libre albedrío, de la razón, solamente puede conducir al déracinement personal y al desastre político». Sólo se puede desobedecer una ley de este tipo a costa de un gran riesgo personal y haciéndoselo correr a la comunidad o, por lo menos, eso es lo que afirma Maurice Barres: «Un niño, atrapado en las simples palabras, está aislado de la realidad y la doctrina kantiana le desarraiga del suelo de sus antepasados. El exceso de diplomas crea lo que podríamos denominar, siguiendo a Bismarck, un ‘proletariado de graduados universitarios’. Esta es nuestra severa crítica a las universidades: lo que sucede con su producto, el ‘intelectual’, es que se convierte en enemigo de la sociedad»[28]. El producto de una conversión, sea ésta religiosa o cultural, no es el cambio, sino la pérdida de la cualidad. Al otro lado de la conversión acecha el vacío, no otra identidad. El converso pierde su identidad sin conseguir nada a cambio. El hombre es antes de que actúe. Nada de lo que haga puede cambiar lo que es. Esta es, en pocas palabras, la esencia filosófica del racismo.