Introducción: la sociología
después del Holocausto
En la actualidad, la civilización incluye los campos de muerte y Muselmänner entre sus productos materiales y espirituales.
Richard Rubenstein y John Roth, Approaches to Auschwitz
Para la sociología, en cuanto teoría de la civilización, de la modernidad y de la civilización moderna, existen dos formas de minimizar, juzgar erróneamente o negar la importancia del Holocausto.
Una de ellas es presentar el Holocausto como algo que les sucedió a los judíos, como un acontecimiento que pertenece a la historia judía. Esto convierte al Holocausto en algo único, cómodamente atípico y sociológicamente intrascendente. El ejemplo más corriente de este enfoque es presentar el Holocausto como el punto culminante del antisemitismo europeo y cristiano, en sí mismo, un fenómeno único que no se puede comparar con el amplio y denso repertorio de prejuicios y agresiones étnicas o religiosas. El antisemitismo destaca entre todos los otros casos de antagonismos colectivos por su sistematicidad sin precedentes, por su intensidad ideológica, por su difusión supranacional y supraterritorial y por su mezcla única de fuentes y afluentes nacionales y universales. Mientras se defina al Holocausto como, por decirlo de alguna manera, la continuación del antisemitismo por otros medios seguirá pareciendo un «conjunto de un solo elemento», un episodio aislado que acaso arroja alguna luz sobre la patología de la sociedad donde se produjo, pero que no aporta casi nada al entendimiento que podamos tener del estado normal de esa sociedad. Y menos aún reclama una revisión significativa del entendimiento ortodoxo de la tendencia histórica de la modernidad, del proceso civilizador o de las cuestiones de interés para la investigación sociológica.
La otra vía, que aparentemente apunta en la dirección opuesta, aunque, en la práctica, conduce al mismo punto de destino, consiste en presentar el Holocausto como un caso extremo dentro de una amplia categoría de fenómenos sociales habituales, una categoría odiosa y repelente con la que, sin embargo, podemos y debemos convivir. Debemos convivir con ella debido a su capacidad de adaptación y a su omnipresencia, pero, sobre todo, porque la sociedad moderna ha sido desde siempre, es y seguirá siendo, una organización diseñada para reducirla e incluso para eliminarla por completo. En consecuencia, se clasifica al Holocausto como un elemento más, aunque importante, de una clase muy amplia que abarca muchos casos «semejantes» de conflicto, prejuicio o agresión. En el peor de los casos, se atribuye el Holocausto a una predisposición «natural», primitiva y culturalmente inextinguible de la especie humana lo mismo que la agresión instintiva de Lorentz o el fracaso del neocórtex para controlar la parte antigua del cerebro que rige las emociones descrito por Arthur Koestler[1]. Los factores responsables del Holocausto, en tanto que presociales e inmunes a la manipulación cultural, se han eliminado de forma efectiva del ámbito del interés sociológico. En el mejor de los casos, el Holocausto se sitúa entre los genocidios más pavorosos y siniestros, categoría que resulta teóricamente abordable. O bien se desvanece en la categoría amplia y conocida de opresión y persecución étnica, cultural o racial[2].
Se tome el camino que se tome, los efectos son muy parecidos. El Holocausto forma parte de la corriente de la historia por todos conocida:
Cuando se examina de esta manera y se acompaña haciendo adecuada referencia de otros horrores históricos (las cruzadas religiosas, la matanza de los herejes albigenses, la de los armenios a manos de los turcos o incluso la invención británica de los campos de concentración durante la guerra de los Bóers) resulta fácil considerar el Holocausto como un caso «único», pero normal después de todo.[3]
O bien se integra en la relación, conocida por todos, de los cientos de años de guetos, discriminación legal, pogromos y persecuciones de los judíos en la Europa cristiana y entonces se revela como una consecuencia especialmente monstruosa, aunque completamente lógica, del odio étnico y religioso. De cualquier manera, la bomba queda desactivada. Ya no es necesario hacer ninguna revisión importante de nuestra teoría social. Nuestras visiones de la modernidad, de su potencial no manifestado aunque siempre presente o de su tendencia histórica, no precisan otro examen ya que los métodos y conceptos que acumula la sociología son totalmente adecuados para acometer esta empresa, para «explicarla», para «hacer que tenga sentido» y para entenderla. El resultado global es la autosatisfacción teórica. En realidad, no sucedió nada que justifique que se tenga que volver a criticar el modelo de sociedad moderna que ha resultado tan útil como marco teórico y como legitimación pragmática de los métodos sociológicos.
Hasta aquí, los historiadores y los teólogos han sido los que se han mostrado más en desacuerdo con esta actitud de autosatisfacción y autofelicitación. Los sociólogos han prestado muy poca atención a esas voces. Las aportaciones de los sociólogos profesionales a los estudios sobre el Holocausto, cuando se comparan con la enorme cantidad de trabajo que han realizado los historiadores y el volumen del examen de conciencia llevado a cabo por los teólogos, tanto cristianos como judíos, parecen marginales e insignificantes. Estos estudios sociológicos vienen a demostrar más allá de cualquier duda razonable que el Holocausto tiene más que decir sobre la situación de la sociología de lo que la sociología, en su estado actual, puede añadir a nuestro conocimiento de lo que fie el Holocausto. Los sociólogos todavía no se han enfrentado a este hecho tan alarmante, y mucho menos han respondido a él.
La manera en que la profesión sociológica percibe su labor con respecto al hecho denominado «Holocausto» la ha explicado muy atinadamente uno de sus representantes más eminentes, Everett C. Hughes:
El gobierno nacional socialista de Alemania realizó el «trabajo sucio» más colosal de la historia de los judíos. Los problemas fundamentales relacionados con este acontecimiento son 1) ¿quiénes son las personas que realmente hicieron este trabajo?, y 2) ¿cuáles son las circunstancias en las que otras «buenas» personas les permitieron realizarlo? Lo que necesitamos es conocer mejor las señales de su ascenso al poder y la mejor manera de mantenerlos alejados de él.[4]
Hughes, fiel a los sólidos principios del método sociológico, parte del principio de que el problema consiste en descubrir la combinación característica de factores psicosociales que se pueden relacionar de forma razonable (en cuanto variable determinante) con las tendencias de comportamiento características de los que llevaron a cabo el «trabajo sucio», en enumerar otra serie de factores que relativicen la (esperable, aunque no efectiva) resistencia contra estas tendencias por parte de otras personas y en conseguir, finalmente, algún conocimiento aclaratorio y prospectivo que, en este mundo organizado de forma racional, regido por leyes causales y probabilidades estadísticas, permita evitar a quienes posean estos conocimientos que las tendencias «sucias» vean la luz, que se expresen en comportamientos reales y que logren sus nocivos efectos «sucios». Este último cometido se logrará, según cabe suponer, aplicando el mismo modelo de acción que ha hecho que nuestro mundo esté organizado racionalmente y sea manipulable y «controlable». Lo que nos hace falta es una tecnología más avanzada para proseguir con la antigua, aunque en ningún caso desacreditada, actividad de ingeniería social.
En la que, hasta la fecha, es la aportación sociológica claramente más importante al estudio del Holocausto, Helen Fein[5] ha seguido fielmente el consejo de Hughes. Fein establece que su objetivo es explicar en detalle ciertas variables psicológicas, ideológicas y estructurales que tienen más relación con los porcentajes de víctimas judías o supervivientes de las distintas colectividades nacionales de la Europa dominada por los nazis. Siguiendo todas las normas ortodoxas, Fein presenta una investigación impresionante. Tanto las propiedades de las colectividades nacionales y la intensidad del antisemitismo del país como los grados de aculturación y asimilación, así como la solidaridad dentro del país, aparecen cuidadosa y correctamente clasificadas de forma que se puedan calcular adecuadamente las relaciones y comprobar su importancia. Se demuestra que algunas correspondencias hipotéticas no existen o, al menos, estadísticamente no son válidas. Algunas otras quedan confirmadas estadísticamente, como la relación entre la ausencia de solidaridad y la probabilidad de que la gente «quedara desvinculada de las obligaciones morales». Precisamente debido a la impecable habilidad sociológica de la autora y a la competencia con que la aplica, en el libro de Fein queda de manifiesto inadvertidamente la debilidad de la sociología ortodoxa. Si no se revisan algunas de las suposiciones esenciales y, sin embargo, tácitas del discurso sociológico, no se puede hacer otra cosa que lo que ha hecho Fein, es decir, formar un concepto del Holocausto como un producto único, aunque completamente determinado de una concatenación concreta de factores sociales y psicológicos que desembocaron en la suspensión temporal del dominio de la civilización en el que se mantiene el comportamiento humano. Según esta opinión, lo que surge, implícita si no explícitamente, de la experiencia del Holocausto, intacto e ileso, es el impacto humanizador o racionalizador (los dos conceptos se pueden usar como sinónimos) de la organización social sobre los impulsos inhumanos que rigen la conducta de los individuos pre o antisociales. Cualquier instinto moral que se pueda hallar en la conducta humana es un producto social. Esto hace que desaparezcan los fallos de la sociedad. «En una situación en la que las normas morales no existen, libre de reglas sociales, la gente puede responder sin tener en consideración la posibilidad de hacer daño a su prójimo»[6]. De lo que se deduce que la presencia de reglas sociales efectivas hace que sea improbable esta falta de consideración. La idea clave de las reglas sociales y, en consecuencia, de la civilización moderna que destaca por llevar las ambiciones reglamentarias hasta límites que no se habían visto con anterioridad, es imponer restricciones morales al egoísmo desenfrenado y al salvajismo innato del animal que hay en todos los hombres. Una vez procesados los hechos del Holocausto en el molino de la metodología que lo define como una disciplina erudita, lo único que puede hacer la sociología ortodoxa es comunicar una idea más ligada a sus presuposiciones que a los «hechos del caso». La idea es que el Holocausto fue un fallo, no un producto, de la modernidad.
En otro notable estudio sociológico sobre el Holocausto, Nechama Tec intenta examinar el otro lado del espectro humano: los salvadores, las personas que no permitieron que se realizara el «trabajo sucio», que dedicaron su vida a los que sufrían en un mundo de egoísmo universal. Las personas que, en resumen, conservaron su moralidad en condiciones inmorales. Tec, fiel a los preceptos de la sabiduría sociológica, intenta con todas sus fuerzas encontrar los determinantes sociales de lo que, de acuerdo con todas las normas de la época, fue un comportamiento aberrante. Una por una, somete a prueba todas las hipótesis que cualquier sociólogo respetable y entendido incluiría con toda seguridad en su proyecto de investigación. Calcula las relaciones entre la buena voluntad para ayudar, por un lado, y los diversos factores de clase, educación, confesión o lealtad política, por otro, y descubre que no había ninguna. En contra de sus propias expectativas, y de las de sus lectores con preparación sociológica, Tec llega a la única conclusión posible: «Esos salvadores actuaron de una forma que les resultaba natural. De forma espontánea, fueron capaces de enfrentarse resueltamente a los horrores de su época»[7]. En otras palabras, los salvadores deseaban salvar a su prójimo debido a su naturaleza. Provenían de todos los rincones y sectores de la «estructura social» y por esta razón desenmascararon la falacia de que existieran «determinantes sociales» del comportamiento moral. Si acaso, la contribución de estos determinantes se expresó en su fracaso para apagar el ansia de los salvadores de ayudar a otros en su aflicción. Tec se acercó más que la mayor parte de los sociólogos al descubrimiento de la cuestión no es «¿qué podemos decir nosotros, los sociólogos, sobre el Holocausto?», sino «¿qué tiene que decir el Holocausto sobre nosotros, los sociólogos, y sobre nuestros métodos?».
Aunque la necesidad de plantear esta pregunta parezca ser la parte más urgente y también más vilmente abandonada del legado del Holocausto, debemos tomar cuidadosamente en consideración sus consecuencias. Es demasiado fácil tener una reacción exagerada ante la aparente bancarrota de las visiones sociológicas sólidamente arraigadas. Una vez que se ha hecho pedazos la esperanza de constreñir la experiencia del Holocausto dentro de los límites teóricos del funcionamiento defectuoso (la modernidad incapaz de suprimir los factores de irracionalidad esencialmente ajenos, las presiones civilizadoras incapaces de dominar los impulsos violentos y emocionales y el fracaso de la socialización incapaz desde ese punto de crear el volumen necesario de motivaciones morales), nos podemos sentir tentados de enfilar la salida «evidente» del punto muerto teórico, que es proclamar que el Holocausto es un «paradigma» de la civilización moderna, su producto «natural» y «normal», quién sabe si también corriente, y su «tendencia histórica». De acuerdo con esta versión, se elevaría al Holocausto al rango de verdad de la modernidad en vez de identificarlo como una de las posibilidades de la modernidad. Una verdad que se oculta sólo superficialmente, bajo la fórmula impuesta por aquéllos que se benefician de la «gran mentira». De una forma perversa, este criterio, que trataremos con más detalle en el capítulo cuatro y que supuestamente confiere mayor relieve al significado histórico y teórico del Holocausto, lo único que hace es minimizar su importancia, ya que los horrores del genocidio son prácticamente indistinguibles de los otros sufrimientos que la sociedad moderna genera cotidianamente y en abundancia.
Hace algunos años, un periodista de Le Monde entrevistó a varias víctimas de secuestros aéreos. Una de las cosas más interesantes que descubrió fue la tasa anormalmente alta de divorcios entre parejas en las que ambos habían sufrido juntos la agonía de esta experiencia. Intrigado, preguntó a los divorciados sobre las razones de su decisión. La mayor parte tic los entrevistados le dijeron que nunca habían pensado en la posibilidad de un divorcio antes del secuestro. Sin embargo, durante este episodio espantoso, «se les abrieron los ojos» y «vieron a su pareja de forma diferente». Los que habían demostrado ser buenos maridos «demostraron ser» sólo seres egoístas que se preocupaban únicamente de su estómago, los osados hombres de negocios se comportaron con una asquerosa cobardía y los «hombres de mundo», con tantos de recursos, se vinieron abajo y no hicieron nada aparte de lamentar su inminente perdición. El periodista se planteó una pregunta: ¿cuál de las dos caras que estos Janos eran realmente capaces de encarnar era la cara verdadera y cuál la máscara? Concluyó que la pregunta estaba mal planteada. Ninguna de las dos era «más verdadera» que la otra. Ambas eran posibilidades contenidas en el carácter de la víctima y que simplemente se ponían de manifiesto en diferentes momentos y distintas circunstancias. La cara «buena» parecía normal sólo porque las condiciones normales la favorecían por encima de la otra. Sin embargo, la otra estaba siempre presente, aunque por lo general invisible. No obstante, el aspecto más fascinante de su descubrimiento fue que, si no hubiera sido por el secuestro, la «otra cara» probablemente habría permanecido oculta toda la vida. Las parejas habrían seguido disfrutando de su matrimonio y gustándoles lo que conocían, ignorantes de las cualidades tan poco atractivas que unas circunstancias inesperadas y extraordinarias les harían descubrir en personas a las que parecían conocer tan bien.
El párrafo que hemos citado antes del estudio de Nechama Tec termina con la siguiente observación: «Si no hubiera sido por el Holocausto, la mayor parte de estos salvadores habría continuado su propio camino, algunos harían obras de caridad y otros llevarían vidas sencillas y modestas. Eran héroes en estado latente, a menudo indistinguibles de los que los rodeaban». Una de las conclusiones de este estudio que más se ha discutido y de forma más concluyente ha sido la imposibilidad de «descubrir por adelantado las señales, síntomas o indicaciones de la predisposición individual para el sacrificio o para la cobardía frente a la adversidad. Es decir, decidir fuera de contexto lo que las hace nacer o simplemente las “despierta», la probabilidad de que se manifiesten posteriormente.
John R. Roth plantea el mismo asunto de potencialidad frente a realidad, siendo la primera una modalidad todavía no descubierta de la segunda y la segunda una modalidad ya descubierta y, en consecuencia, empíricamente accesible de la primera. Su planteamiento tiene relación directa con nuestro problema:
Si el poder nazi hubiera prevalecido, la autoridad para decidir lo que debe ser habría determinado que no se había violado ninguna ley natural y que no se habían cometido crímenes contra Dios ni contra la humanidad en el Holocausto. Sí se habría planteado la conveniencia o no de proseguir con las operaciones del trabajo de esclavos, ampliarlas o terminar con ellas. Las decisiones se habrían tomado en función de criterios racionales.[8]
El terror no expresado sobre el Holocausto que impregna nuestra memoria colectiva, relacionado con el deseo abrumador de no mirar el recuerdo de frente, es la sospecha corrosiva de que el Holocausto pudo haber sido algo más que una aberración, algo más que una desviación de la senda del progreso, algo más que un tumor canceroso en el cuerpo saludable de la sociedad civilizada; que, en resumen, el Holocausto no fue la antítesis de la civilización moderna y de todo lo que ésta representa o, al menos, eso es lo que queremos creer. Sospechamos, aunque nos neguemos a admitirlo, que el Holocausto podría haber descubierto un rostro oculto de la sociedad moderna, un rostro distinto del que ya conocemos y admiramos. Y que los dos coexisten con toda comodidad unidos al mismo cuerpo. Lo que acaso nos da más miedo es que ninguno de los dos puede vivir sin el otro, que están unidos como las dos caras de una moneda.
Con frecuencia nos detenemos justo en el umbral de esta verdad pavorosa. Y por eso Henry Feingold insiste en que el episodio del Holocausto, de hecho, forma parte de la evolución de la larga y, en conjunto, irreprochable historia de la sociedad moderna. Es una faceta de la evolución que no se podía esperar ni predecir de ninguna manera, lo mismo que un nuevo y maligno linaje de un virus que supuestamente estaba controlado:
La Solución Final señaló el punto en el que el sistema industrial europeo fracasó. En vez de potenciar la vida, que era la esperanza original de la Ilustración, empezó a consumirse. Este sistema industrial y la ética asociada a él hicieron que Europa fuera capaz de dominar el mundo.
Como si las técnicas necesarias y que se utilizaron para dominar el mundo fueran cualitativamente diferentes de las que aseguraron la efectividad de la Solución Final. Y, sin embargo, Feingold da con la verdad cara a cara:
[Auschwitz] fue también una extensión rutinaria del moderno sistema de fábricas. En lugar de producir mercancías, la materia prima eran seres humanos, y el producto final era la muerte, tantas unidades al día consignadas cuidadosamente en las tablas de producción del director. De las chimeneas, símbolo del sistema moderno de fábricas, salía humo acre producido por la cremación de carne humana. La red de ferrocarriles, organizada con tanta inteligencia, llevaba a las fábricas un nuevo tipo de materia prima. Lo hacía de la misma manera que con cualquier otro cargamento. En las cámaras de gas, las víctimas inhalaban el gas letal de las bolitas de ácido prúsico, producidas por la avanzada industria química alemana. Los ingenieros diseñaron los crematorios, y los administradores, el sistema burocrático que funcionaba con tanto entusiasmo y tanta eficiencia que era la envidia de muchas naciones. Incluso el plan en su conjunto era un reflejo del espíritu científico moderno que se torció. Lo que presenciamos no fue otra cosa que un esquema masivo de ingeniería social.[9]
Lo cierto es que todos los «ingredientes» del Holocausto, todas las cosas que hicieron que fuera posible, fueron normales. «Normales» no en el sentido de algo ya conocido, de ser un componente más de la larga serie de fenómenos que hace mucho tiempo ya se han descrito, explicado y clasificado en detalle, porque, por el contrario, el Holocausto representó algo nuevo y desconocido, sino en el sentido de que se acomodaba por completo a todo lo que sabemos de nuestra civilización, del espíritu que la guía, de sus órdenes de prioridad, de su visión inmanente del mundo y de las formas adecuadas de lograr la felicidad humana junto con una sociedad perfecta. En palabras de Stillman y Pfaff,
existe algo más que una relación fortuita entre la tecnología que se utiliza en una cadena de producción y su visión de la abundancia material universal, y la tecnología aplicada en los campos de concentración y su visión de un derroche de muerte. Puede que nuestro deseo sea negar esta relación, pero Buchenwald era tan occidental como el río Rouge de Detroit. No podemos considerar Buchenwald como una aberración fortuita de un mundo occidental esencialmente cuerdo.[10]
Recordemos también la conclusión a la que llegó Raúl Hilberg al final de su estudio magistral y todavía no superado por nadie sobre el Holocausto: «La maquinaria de la destrucción no era estructuralmente diferente de la organizada sociedad alemana en su conjunto. La maquinaria de la destrucción era la comunidad organizada en una de sus funciones especiales»[11].
Richard L. Rubenstein ha sacado lo que en mi opinión es la lección definitiva del Holocausto. Escribe: «Da testimonio del progreso de la civilización». Progreso, añadimos, en un doble sentido. En la Solución Final, el potencial industrial y los conocimientos tecnológicos de los que se jactaba nuestra civilización escalaron nuevas alturas al enfrentarse con éxito a una tarea de tal magnitud que no tenía precedentes. Y en la Solución Final nuestra sociedad nos ha revelado que tenía una capacidad que no habíamos sospechado hasta entonces. Como nos han enseñado a respetar y admirar la eficiencia técnica y los buenos diseños, no podemos hacer otra cosa que admitir, como alabanza del progreso material que ha traído nuestra civilización, que hemos subestimado mucho su auténtico potencial.
El mundo de los campos de la muerte y la sociedad que engendra descubre el lado cada vez más oscuro de la civilización judeocristiana. Civilización significa esclavitud, guerras, explotación y campos de muerte. También significa higiene médica, elevadas ideas religiosas, arte lleno de belleza y música exquisita. Es un error suponer que la civilización y la crueldad salvaje son una antítesis […] En nuestra época, las crueldades, lo mismo que otros muchos aspectos de nuestro mundo, se han administrado de forma mucho más efectiva que anteriormente: no han dejado de existir. Tanto la creación como la destrucción son aspectos inseparables de lo que denominamos civilización.[12]
Hilberg es historiador y Rubenstein teólogo. He investigado en profundidad las obras de los sociólogos intentando encontrar tanto afirmaciones que expresaran una conciencia parecida sobre la urgencia de la tarea postulada por el Holocausto como testimonios de que el Holocausto supone, entre otras cosas, una prueba para la sociología como profesión y como cuerpo de conocimiento académico. Cuando se compara con el trabajo realizado por los historiadores y los teólogos, la aportación de la sociología académica se parece más a un ejercicio colectivo de olvido y ceguera. Por lo general, las lecciones del Holocausto han dejado pocas huellas en el sentido común sociológico, que cuenta, entre otras cosas, con artículos de fe tales como las ventajas de la razón sobre las emociones, la superioridad de la racionalidad sobre (¿qué más?) la acción irracional o el enfrentamiento endémico entre las demandas de eficiencia y las inclinaciones morales. Las voces de protesta contra esta fe, aunque altas y conmovedoras, no han logrado penetrar todavía los muros de la camarilla sociológica.
No tengo conocimiento de que haya habido muchas ocasiones en las que los sociólogos, como tales, se hayan enfrentado públicamente con la evidencia del Holocausto. Una de estas ocasiones, aunque a pequeña escala, la ofreció el simposio sobre La sociedad occidental después del Holocausto que convocó en 1978 el Instituto para el Estudio de los Problemas Sociales Contemporáneos[13]. Durante el simposio, Richard L. Rubenstein presentó una propuesta imaginativa, aunque quizá excesivamente emocional, para realizar una nueva lectura, a la luz de la experiencia del Holocausto, de algunos de los más conocidos diagnósticos de Weber sobre las tendencias de la sociedad moderna. Rubenstein quería saber si las cosas que nosotros sabemos, y que Weber naturalmente desconocía, las podían haber anticipado Weber y sus lectores, al menos como posibilidad, partiendo de lo que Weber sabía, percibía o teorizaba. Pensó que había encontrado una respuesta positiva a esta cuestión o, al menos, eso insinuó: que en la exposición de Weber sobre la burocracia moderna, el espíritu racional, el principio de eficiencia, la mentalidad científica, la relegación de los valores al reino de la subjetividad, etc., no se hace referencia a ningún mecanismo capaz de excluir la posibilidad de los excesos nazis y que, además, no hay nada en los tipos ideales de Weber que exija calificar la descripción de las actividades del Estado nazi como excesos. Por ejemplo, «ninguno de los horrores perpetrados por los miembros de la profesión médica alemana o por los tecnócratas alemanes era inconsecuente con la opinión de que los valores son inherentemente subjetivos y la ciencia es intrínsecamente instrumental y no tiene valores». Guenther Roth, el eminente erudito weberiano y sociólogo de alta y merecida reputación, no intentó ocultar su disgusto y aseguró: «Mi desacuerdo con el profesor Rubenstein es total. No hay ni una sola frase en su exposición que pueda aceptar». Guenther Roth, posiblemente indignado por el posible daño a la memoria de Weber, un daño agazapado en el mérito mismo de la «anticipación», recordó a los miembros de la reunión que Weber era liberal, amaba la constitución y estaba de acuerdo con que la clase trabajadora tuviera derecho al voto, por lo que, según cabe imaginar, no se le podía recordar en asociación con una cosa tan abominable como el Holocausto. Sin embargo, se abstuvo de refutar la esencia de la sugerencia de Rubenstein. Del mismo modo, se privó de la posibilidad de examinar las «consecuencias no anticipadas» del creciente imperio de la razón que Weber identificaba como la cualidad clave de la modernidad y a cuyo análisis hizo una contribución fundamental. No aprovechó la ocasión para enfrentarse a quemarropa al «otro lado» de las penetrantes visiones legadas por este clásico de la tradición sociológica, ni para reflexionar sobre si nuestro triste conocimiento del Holocausto, inasequible para los clásicos, nos permitiría descubrir en sus intuiciones cosas de cuyas consecuencias no podían ser conscientes.
Con toda probabilidad, Guenther Roth no es el único sociólogo que se aprestaría a la defensa de las verdades sagradas de nuestra tradición colectiva, aun en contra de los hechos. Lo que sucede es que la mayoría de los sociólogos no se han visto forzados a hacerlo de una manera tan abierta. Por lo general, no tenemos por qué molestarnos con el problema del Holocausto en nuestra práctica profesional cotidiana. Como profesión, casi hemos conseguido olvidarlo o arrinconarlo dentro de la zona de los «intereses especializados», donde no tiene ninguna oportunidad de llegar a la línea central de la disciplina.
Y, cuando los textos sociológicos sí lo tratan, lo ponen como ejemplo de lo que puede llegar a hacer la innata e indomada agresividad humana y luego lo utilizan como argumento para aconsejar las virtudes de domesticarla incrementando las presiones civilizadoras y acudiendo al consejo de los expertos. En el peor de los casos, se recuerda como una experiencia particular de los judíos, como un asunto entre los judíos y los que los odian (una «privatización» a la que han contribuido en gran medida muchos portavoces del Estado de Israel guiados por preocupaciones no exactamente religiosas[14].
Esta situación es preocupante no sólo, y no fundamentalmente, por razones profesionales, por muy perjudicial que pueda ser para la capacidad de análisis y para la relevancia social de la sociología. Lo que hace que esta situación resulte especialmente inquietante es la conciencia de que, si «pudo suceder a escala tan masiva en algún sitio, puede suceder en cualquier sitio. Forma parte del espectro de las posibilidades humanas y, nos guste o no, Auschwitz expande el universo de la conciencia tanto como llegar a la luna[15] Es difícil calmar esta angustia si pensamos que 110 ha desaparecido ninguna de las condiciones sociales que hicieron que Auschwitz fuera posible y no se ha tomado ninguna medida efectiva para evitar que esas posibilidades y principios generen catástrofes semejantes a la de Auschwitz. Como recientemente concluyó Leo Kuper, «el Estado territorial reclama, como parte integrante de su soberanía, el derecho a cometer genocidios o a desencadenar matanzas genocidas contra las personas sometidas a su autoridad y […] en la práctica las Naciones Unidas defienden este derecho»[16].
Uno de los servicios póstumos que nos puede prestar el Holocausto es proporcionarnos una oportunidad para comprender los «otros aspectos», que si no pasarían desapercibidos, de los principios sociales inherentes a la historia moderna. Propongo que se considere la experiencia del Holocausto, una experiencia sobradamente documentada por los historiadores, como un «laboratorio» sociológico. El Holocausto ha desvelado y sometido a prueba características de nuestra sociedad que 110 se ponen de manifiesto en condiciones «fuera del laboratorio» y que, en consecuencia, no son abordables empíricamente. En otras palabras, propongo que tratemos el Holocausto como una prueba rara, aunque significativa y fiable, de las posibilidades ocultas de la sociedad moderna.
El mito etiológico profundamente asentado en la conciencia de nuestra sociedad occidental es la historia, moralmente edificante, de la humanidad surgiendo de la barbarie presocial. Este mito estimuló y popularizó algunas teorías sociológicas y narraciones históricas influyentes que, a su vez, le proporcionaron un apoyo erudito y refinado; un vínculo recientemente ilustrado por el repentino éxito y la relevancia adquirida por la exposición de Elias sobre el «proceso civilizador». Algunos teóricos sociales contemporáneos mantienen opiniones contrarias (véanse, por ejemplo, los concienzudos análisis de los diversos procesos civilizadores: histórico y comparativo a cargo de Michael Mann; sintético y teórico a cargo de Anthony Ciddens) y destacan que el crecimiento de la violencia militar y el uso ilimitado de la coacción son las características más importantes del nacimiento y consolidación de las grandes civilizaciones. Pero estas opiniones opuestas aún tienen un largo camino que recorrer antes de poder desplazar ese mito etiológico de la conciencia pública o incluso del difuso folklore de la profesión sociológica. Por lo general, la opinión profana se ofende si se pone ese mito en tela de juicio. Esta resistencia viene refrendada, además, por una amplia coalición de opiniones respetables y eruditas entre las que se cuentan argumentos tan autorizados como la «visión Whig» de la historia, según la cual ésta es una lucha victoriosa entre la razón y la superstición; la visión de Weber de la racionalización, como movimiento que tiende a conseguir cada vez más con cada vez menos esfuerzo; la promesa psicoanalítica de desenmascarar, arrancar y domesticar al animal que hay en el hombre; la grandiosa profecía de Marx de que la vida y la historia pasarían a estar bajo el control de la especie humana una vez que ésta se liberase de su estrechez de miras; la descripción de Elias de la historia reciente como eliminación de la violencia en la vida cotidiana; y, por encima de todo, el coro de expertos que nos aseguran que los problemas humanos tienen su origen en las políticas inadecuadas y su solución con políticas adecuadas. Detrás de esta coalición, se mantiene firme el moderno Estado «jardinero» que toma a la sociedad que dirige como un objeto por diseñar y cultivar y del que hay que arrancar las malas hierbas.
Según este mito, desde antiguo osificado en el sentido común de nuestra era, sólo cabe entender el Holocausto como un fracaso de la civilización (es decir, de las actividades humanas guiadas por la razón) en su contención de las predilecciones naturales enfermizas de lo que queda de naturaleza en el hombre. El Holocausto demuestra que el mundo hobbesiano no ha sido completamente domeñado y que el problema hobbesiano no se ha resuelto totalmente. En otras palabras, no tenemos todavía bastante civilización. El inconcluso proceso civilizador todavía tiene que llegar a su término. Si la lección de los asesinatos en masa nos enseña algo es que para prevenir semejantes problemas de barbarie se requieren todavía más esfuerzos civilizadores. No hay nada en esta lección que pueda arrojar una sombra de duda sobre la efectividad futura de estos esfuerzos y sobre sus resultados finales. Lo cierto es que nos movemos en la dirección correcta, pero acaso no lo hacemos con la suficiente rapidez.
Completada la descripción del Holocausto por parte de los historiadores, aparece una interpretación alternativa y más creíble del mismo como un suceso que desveló la debilidad y la fragilidad de la naturaleza humana (la fragilidad del aborrecimiento del asesinato, de la falta de predisposición a la violencia, del miedo a la conciencia culpable y la fragilidad de la asunción de responsabilidad ante el comportamiento inmoral) cuando esa naturaleza se vio involucrada en la patente eficiencia del más precioso de los productos de la civilización: su tecnología, sus criterios racionales de elección, su tendencia a subordinar el pensamiento y la acción al pragmatismo de la economía y la efectividad. El mundo hobbesiano del Holocausto no emergió de su escasamente hondo sepulcro revivido por un tumulto de emociones irracionales. Llegó (de una forma impresionante que con toda seguridad Hobbes habría repudiado) sobre un vehículo construido en una fábrica, empuñando armas que sólo la ciencia más avanzada podía proporcionar y siguiendo un itinerario trazado por una organización científicamente dirigida. La civilización moderna no fue la condición suficiente para el Holocausto. Sin embargo, casi con seguridad, fue su condición necesaria. Sin ella, el Holocausto sería impensable. Fue el mundo racional de la civilización moderna el que hizo que el Holocausto pudiera concebirse. «El asesinato en masa de la comunidad judía europea perpetrado por los nazis no fue sólo un logro tecnológico de la sociedad industrial, sino también un logro organizativo de la sociedad burocrática»[17]. Piensen simplemente qué es lo que convirtió al Holocausto en algo único de entre todos los asesinatos en masa que han jalonado el avance histórico de la especie humana.
La administración infundió al resto de las organizaciones su firme planificación y su burocrática meticulosidad. El ejército le confirió a la máquina de la destrucción su precisión militar, su disciplina y su insensibilidad. La influencia de la industria se hizo patente tanto en el hincapié sobre la contabilidad, el ahorro y el aprovechamiento como en la eficiencia de los centros de la muerte, que funcionaban como fábricas. Finalmente, el partido aportó a todo el aparato el «idealismo», la sensación de estar «cumpliendo una misión» y la idea de estar haciendo historia. (…)
Fue, en efecto, la sociedad organizada en una de sus facetas especiales. Este ingente aparato burocrático, a pesar de dedicarse al asesinato en masa a escala gigantesca, demostró su preocupación por la corrección en los trámites burocráticos, por las sutilezas de la definición detallada, por los pormenores de las regulaciones burocráticas y por la obediencia a la ley[18]
El departamento de la oficina central de las SS encargado de la destrucción de los judíos europeos se denominaba oficialmente «Sección de Administración y Economía». Sólo era mentira en parte; sólo en parte se explica remitiéndolo a las célebres «normas de lenguaje» concebidas para despistar tanto a los observadores casuales como a los menos resueltos de entre los criminales. Esta denominación reflejaba fielmente, hasta un extremo que produce malestar, el significado organizativo de su cometido. Si prescindimos de la repugnancia moral de su objetivo (o, para ser más precisos, de la gigantesca magnitud del oprobio moral) esta actividad no difería, en sentido formal (el único sentido que el lenguaje burocrático sabe expresar), de las otras actividades organizadas concebidas, controladas y supervisadas por las secciones administrativas y económicas «normales». Al igual que cualquier otra actividad susceptible de someterse a la racionalización burocrática, encaja en la sobria descripción de la administración moderna que hizo Max Weber:
En la administración estrictamente burocrática, los siguientes aspectos alcanzan el punto óptimo: precisión, rapidez, falta de ambigüedad, conocimiento de los expedientes, continuidad, discreción, unidad, estricta subordinación y reducción de las fricciones y de los costos materiales y de personal. La burocratización ofrece sobre todo una posibilidad óptima para poner en práctica el principio de creciente especialización de las funciones administrativas siguiendo consideraciones puramente objetivas […] El cumplimiento «objetivo» de las tareas significa principalmente que estas tareas se llevan a cabo según unas normas calculables y «sin tener en cuenta a las personas»[19].
Nada en esta descripción da pie a desautorizar la definición burocrática del Holocausto, una definición que no es ni una parodia de la verdad ni una manifestación de una forma especialmente monstruosa de cinismo.
Y, sin embargo, el Holocausto sigue siendo fundamental para que podamos entender el modo en el que la burocracia moderna racionaliza, no sólo y no fundamentalmente porque nos recuerde (como si necesitáramos recordatorios) lo formal y éticamente ciega que es la búsqueda de la eficiencia burocrática. Su significado tampoco queda plenamente relevado cuando percibimos hasta qué punto un asesinato en masa de esta magnitud sin precedentes dependió de la existencia de técnicas y hábitos meticulosos y firmemente establecidos, de una división del trabajo precisa, de que se mantuviera un suave flujo de información y de mando y de una sincronizada coordinación de acciones independientes pero complementarias: en suma, todas las técnicas y hábitos que crecen y se desarrollan en el ambiente de una oficina. La luz que sobre nuestro conocimiento de la racionalidad burocrática arroja el Holocausto alcanza toda se deslumbrante fuerza una vez que nos damos cuenta de hasta qué punto la simple idea de la Endlösung (Solución Final) fue un producto de la cultura burocrática.
Debemos a Karl Schleuner[20] el concepto de la carretera tortuosa que conducía a la exterminación física de los judíos europeos, una carretera que no fue concebida por un monstruo enloquecido después de tener una visión ni tampoco fue una decisión sopesada de los dirigentes más ideológicamente entusiastas al principio del «proceso de resolución de problemas». Por el contrario, fue surgiendo milímetro a milímetro, encaminada según el momento hacia un destino diferente, cambiando ante cada nueva crisis que surgía y avanzando con la filosofía de «ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él». El concepto de Schleuner resume los planteamientos de la escuela «funcionalista» en relación a la historiografía del Holocausto (planteamientos que han ganado adeptos a costa de los «intencionalistas», los cuales tiene cada vez más difícil defender la —anteriormente prevalente— explicación de que el Holocausto lo produjo una única causa; es decir, una teoría que atribuye al genocidio una lógica motivacional y una coherencia que nunca ha tenido).
Para los funcionalistas, «Hitler fijó el objetivo del nazismo: librarse de los judíos y, sobre todo, que los territorios del Reich estuvieran judenfrei, es decir, ‘limpios de judíos’, pero no especificó cómo había que lograrlo»[21]. Una vez fijado el objetivo, todo se desarrolló tal y como Weber, con su habitual claridad, había explicado: «El ‘maestro político’ se encuentra en la situación del ‘diletante’ ante el ‘experto’, ante el funcionario cualificado de la dirección de la administración»[22]. Había que conseguir el objetivo y la forma de hacerlo dependía de las circunstancias, de unas circunstancias valoradas por los ‘expertos’ teniendo en cuenta la viabilidad y los costos de las vías alternativas de actuación.
En consecuencia, lo primero que se eligió como solución práctica para conseguir el objetivo de Hitler fue el traslado de los judíos. Si había otros países más hospitalarios con los refugiados judíos, el resultado sería una Alemania judenfrei. Después de la anexión de Austria, Eichmann se ganó un elogio entusiasta por coordinar y acelerar la inmigración en masa de los judíos austríacos. Pero después el territorio bajo dominio nazi empezó a aumentar. Inicialmente, la burocracia nazi consideró que la conquista y la apropiación de territorios cuasi coloniales era la oportunidad soñada para cumplir totalmente la orden del Führer. Parecía que el Generalgouvernement proporcionaba el deseado vertedero para los judíos que todavía vivían en un territorio alemán llamado a realizar la pureza racial. Cerca de Nisko, en lo que antes de la conquista había sido la Polonia central, se construyó una reserva para el futuro «principado judío». Sin embargo, la burocracia alemana encargada de la administración de los antiguos territorios de Polonia puso objeciones: ya tenían bastantes problemas controlando a los judíos del lugar. En consecuencia, Eichmann se pasó un año entero trabajando en el proyecto Madagascar. Una vez se hubiera conquistado Francia, se podría transformar la antigua colonia en el principado judío que resultaba imposible establecer en Europa. Pero el proyecto Madagascar también fracasó debido a la enorme distancia, a la gran cantidad de barcos que requeriría y a la presencia de la Marina británica en los mares. Mientras tanto, continuaba aumentando el tamaño de los territorios conquistados y, con ello, el número de judíos bajo jurisdicción alemana. Cada vez era más tangible la perspectiva de una Europa dominada por los nazis en vez de limitarse al «Reich reconstruido». Gradual pero inexorablemente, el Reich de los mil años fue tomando la forma de una Europa dominada por Alemania. En esas circunstancias, el objetivo de una Alemania judenfrei tuvo que adaptarse al proceso. De manera casi imperceptible, poquito a poco, pasó a convertirse en una Europa judenfrei. Unas ambiciones tan desmedidas no se podían conseguir con Madagascares, por próximos que estuvieran (aunque, según Eberhard Jäckel, existen pruebas de que en julio de 1941, cuando Hitler esperaba poder derrotar a la Unión Soviética en cuestión de semanas, se pensó que las vastas extensiones de Rusia situadas tras la línea Arcángel-Astracán podrían ser el vertedero donde trasladar a todos los judíos que vivieran en la Europa unificada bajo el dominio alemán). Como no se producía la caída de Rusia y las soluciones alternativas no avanzaban al mismo ritmo que el problema, el 1 de octubre de 1941 Himmler ordenó que se detuviera la emigración de judíos. Se habían encontrado otros métodos más efectivos para cumplir la tarea de «librarse de los judíos»: el exterminio físico fue el método escogido, era el más viable y eficaz para conseguir el inicial pero ampliado objetivo. Tomada la decisión, el resto fue un asunto que debían coordinar los distintos departamentos de la burocracia del Estado. Se realizó una cuidadosa planificación, se diseñaron la tecnología y los equipos técnicos adecuados, se presupuestó, se hicieron cálculos y se movilizaron los recursos necesarios: la habitual rutina burocrática.
La lección más demoledora del análisis de «la carretera tortuosa hasta Auschwitz» es que, finalmente, la elección del exterminio físico como medio más adecuado para lograr el Entfernung fue el resultado de los rutinarios procedimientos burocráticos, es decir, del cálculo de la eficiencia, de la cuadratura de las cuentas, de las normas de aplicación general. Peor todavía, la elección fue consecuencia del esforzado empeño por dar con soluciones racionales a los «problemas» que se iban planteando a medida que iban cambiando las circunstancias. También tuvo que ver la tendencia burocrática a agrandar los objetivos —un defecto tan propio de las burocracias como lo pueden ser sus rutinas—. La mera presencia de funcionarios desempeñando sus funciones dio origen a nuevas iniciativas y a una continua expansión de los objetivos originales. Una vez más, la competencia demostró su capacidad para impulsarse a sí misma, su tendencia a ampliar y complicar el objetivo que le confirió su raison d’étre.
La simple existencia de un cuerpo de expertos en la cuestión judía proporcionó un determinado ímpetu burocrático a la política judía nazi. En 1942, cuando ya se estaban produciendo deportaciones y asesinatos en masa, aparecieron decretos prohibiendo a los judíos alemanes que tuvieran animales domésticos, que les cortaran el pelo peluqueros arios y ¡que llevaran la insignia deportiva del Reich! No hacían falta órdenes superiores para que los expertos en la cuestión judía siguieran inventado medidas discriminatorias, lo garantizaba la simple existencia de la función.[23]
En ningún momento de su larga y tortuosa realización llegó el Holocausto a entrar en conflicto con los principios de la racionalidad. La «Solución Final» no chocó en ningún momento con la búsqueda racional de la eficiencia, con la óptima consecución de los objetivos. Por el contrario, surgió de un proceder auténticamente racional y fue generada por una burocracia fiel a su estilo y a su razón de ser. Sabemos de muchas matanzas, pogromos y asesinatos en masa, sucesos no muy alejados del genocidio, que se han cometido sin contar con la burocracia moderna, con los conocimientos y tecnologías de que ésta dispone ni con los principios científicos de su gestión interna. El Holocausto no habría sido posible sin todo esto. El Holocausto no resultó de un escape irracional de aquellos residuos todavía no erradicados de la barbarie premoderna. Fue un inquilino legítimo de la casa de la modernidad, un inquilino que no se habría sentido cómodo en ningún otro edificio.
No pretendo decir que la intensidad del Holocausto fuera determinada por la burocracia moderna o por la cultura de la racionalidad instrumental que ésta compendia, y mucho menos que la burocracia moderna produce necesariamente fenómenos parecidos al Holocausto. Lo que quiero decir es que las normas de la racionalidad instrumental están especialmente incapacitadas para evitar estos fenómenos, que no hay nada en estas normas que descalifique por incorrectos los métodos de «ingeniería social» del estilo de los del Holocausto o que considere irracionales las acciones a las que dieron lugar. Insinúo además que el único contexto en el que se pudo concebir, desarrollar y realizar la idea del Holocausto fue la cultura burocrática que nos incita a considerar la sociedad como un objeto a administrar, como una colección de distintos «problemas» a resolver, como una «naturaleza» que hay que «controlar», «dominar», «mejorar» o «remodelar», como legítimo objeto de la «ingeniería social» y, en general, como un jardín que hay que diseñar y conservar a la fuerza en la forma en que fue diseñado (la teoría de la jardinería divide la vegetación en dos grupos: «plantas cultivadas», que se deben cuidar, y «malas hierbas», que hay que eliminar). Y también insinúo que el espíritu de la racionalidad instrumental y su institucionalización burocrática no sólo dieron pie a soluciones como las del Holocausto sino que, fundamentalmente, hicieron que dichas soluciones resultaran «razonables», aumentando con ello las probabilidades de que se optara por ellas. Este incremento en la probabilidad está relacionado de forma más que casual con la capacidad de la burocracia moderna de coordinar la actuación de un elevado número de personas morales para conseguir cualquier fin, aunque sea inmoral.
El doctor Servatius, abogado defensor de Eichmann en Jerusalén, resumió de forma inequívoca su línea de defensa: Eichmann llevó a cabo acciones por las cuales uno recibe una condecoración si gana y va a la horca si pierde. El mensaje más inmediato de esta afirmación —con toda seguridad una de las más conmovedoras de un siglo en el que no han faltado ideas sorprendentes— es trivial. Sin embargo, hay otro mensaje, no tan evidente aunque no menos cínico y mucho más alarmante y es que Eichmann no hizo nada esencialmente diferente de las cosas que se hicieron en el bando de los vencedores. Las acciones no tienen ningún valor moral intrínseco y tampoco son inmanentemente inmorales. La valoración moral es algo externo a la acción, algo que se establece siguiendo unos criterios distintos de los que guían e informan la acción.
Lo más alarmante del mensaje del dr. Servatius es que —si se desvincula de las circunstancias en que se pronunció y se examina en términos universales y despersonalizados— no difiere de forma significativa de lo que la sociología ha venido diciendo, ni tampoco difiere del —casi nunca cuestionado y rara vez atacado— sentido común de nuestra moderna, y racional, sociedad. Precisamente por esta razón, la afirmación del dr. Servatius resulta escandalosa. Pone sobre el tapete una verdad que preferiríamos que hubiera permanecido inexpresada: mientras se acepte como evidente esta verdad del sentido común, no existe ningún camino sociológicamente legítimo para no aplicarla al caso de Eichmann.
Todo el mundo sabe hoy en día que los intentos iniciales de interpretar el Holocausto como una atrocidad cometida por criminales natos, sádicos, dementes, bellacos sociales y otras personas moralmente retrasadas fracasaron porque los datos recogidos nunca lo confirmaron. Lar investigaciones históricas han hecho que, en la actualidad, esta refutación sea casi definitiva. La tendencia actual de pensamiento histórico la han resumido con acierto Kren y Rappoport:
De acuerdo con los criterios clínicos al uso, no se puede considerar «anormal» a más de un diez por ciento de los miembros de las SS. Esta observación se ajusta al sentido general de los testimonios de los supervivientes que indican que en la mayor parte de los campos había por lo general un miembro de las SS, o como mucho unos pocos, temido por sus intensas explosiones de crueldad sádica. Los otros no eran siempre personas decentes, pero los prisioneros consideraban que su comportamiento era, por lo menos, comprensible. (…)
Nuestro parecer es que la abrumadora mayoría de los hombres de las SS, tanto los dirigentes como los de rango inferior, habrían superado con facilidad todos los exámenes psiquiátricos a los que se somete a los reclutas del ejército de los Estados Unidos o a los policías de Kansas City[24].
Sin embargo, el hecho de que la mayor parte de los autores del genocidio fueran personas normales, que pasarían tranquilamente por cualquier cedazo psiquiátrico, por tupido que éste fuera, resulta moralmente perturbador. También resulta teóricamente incomprensible, en especial cuando se combina esta constatación con la «normalidad» de las estructuras organizativas que coordinaban las acciones de estos individuos normales para llevar a cabo un genocidio. Ya hemos visto que las instituciones responsables del Holocausto, aunque criminales, no eran en un sentido estrictamente sociológico ni patológicas ni anormales. Ahora vemos que las personas cuyas acciones estas instituciones encuadraban tampoco se desviaban de las pautas de la normalidad. No queda, por lo tanto, más remedio que volver a analizar, con los ojos aguzados por el conocimiento de este fenómeno, las supuestamente conocidas pautas normales de la acción racional moderna. Es en estas pautas donde podemos esperar descubrir esa posibilidad que de forma tan dramática reveló la época del Holocausto.
Según la famosa frase de Hannah Arendt, el problema más importante con que se encontraron (y que con «espectacular» éxito resolvieron) los que pusieron en marcha la Endlösung fue «cómo vencer… la piedad animal que sienten todos los hombres normales en presencia del sufrimiento físico»[25]. Sabemos que las personas pertenecientes a las organizaciones más directamente involucradas en el asesinato en masa no eran ni anormalmente sádicas ni anormalmente fanáticas. Podemos dar por sentado que experimentaban esa aversión humana casi instintiva ante la aflicción del sufrimiento físico y también el rechazo, mucho más universal, a quitarle la vida a un semejante. Sabemos incluso que cuando se alistaba, por ejemplo, a los miembros de los Einsatzgruppen y de otras unidades igualmente cercanas a la escena de las matanzas, se tenía un cuidado especial en descartar, excluir o dispensar a las personas especialmente perspicaces, con una gran carga emocional o excesivamente entusiastas ideológicamente.
Sabemos que se desaprobaban las iniciativas individuales y que se dedicaba mucho esfuerzo a mantener el conjunto de la tarea dentro de un marco estrictamente impersonal y semejante al de una empresa. El provecho personal y, en general, los motivos personales eran censurados y penalizados. Los asesinatos cometidos por deseo o placer, a diferencia de los que se perpetraban siguiendo órdenes y organizadamente, podían terminar, por lo menos en principio, en un juicio y una condena, lo mismo que cualquier otro asesinato o matanza. En más de una ocasión, Himmler expresó su profunda y, por lo que parece, sincera preocupación por mantener la cordura mental y las normas morales de sus subordinados, que diariamente realizaban actividades inhumanas, y expresó su orgullo porque, en su opinión, tanto la cordura como la moralidad salían incólumes de la prueba. Citando a Arendt de nuevo, «por medio de su ‘objetividad’ (Sachlichkeit), los hombres de las SS se desligaban de los tipos ‘emocionales’ como Streicher, de los ‘tontos poco realistas’ y también de ciertos ‘peces gordos del Partido Germano-Teutónico que se comportaban como si fueran vestidos de guerreros medievales’»[26]. Los dirigentes de las SS contaban (acertadamente, por lo que parece) con la rutina organizativa y no así con el celo individual, con la disciplina y no así con la entrega ideológica. La lealtad a la sangrienta tarea debía derivar, y derivó, de la lealtad a la organización.
No se podía buscar y encontrar la «forma de vencer la piedad animal» dejando que otros instintos animales básicos se expresaran. Esto provocaría, con toda probabilidad, una disfunción en la capacidad de acción de la organización. Una multitud de individuos vengativos y sanguinarios no encajaría con la efectividad de una burocracia pequeña pero disciplinada y rígidamente coordinada. Ni tampoco podía esperarse que afloraran instintos asesinos en los miles de empleados y profesionales corrientes que, a causa de la magnitud de la empresa, tomaron parte en las diversas fases de la operación. En palabras de Hilberg,
el alemán autor de los crímenes no era un alemán especial. Sabemos que la naturaleza misma de la planificación administrativa, de la estructura jurisdiccional y del sistema presupuestario excluían los procesos específicos de selección del personal y la exigencia de capacitaciones especiales. Cualquier miembro de la Policía de Orden podía ser guardia en un gueto como en un tren. Se daba por sentado que cualquier abogado del Departamento Principal de Seguridad del Reich podía dirigir las unidades móviles de la muerte y que cualquier experto en finanzas del Departamento Principal Económico Administrativo podía ser destinado a un campo de la muerte. En otras palabras, las operaciones que hubiera que acometer se encomendaban al personal disponible.[27]
Y entonces, ¿cómo se convirtieron estos alemanes corrientes en alemanes autores de asesinatos en masa? En opinión de Herbert C. Kelman[28], las inhibiciones morales contra las atrocidades violentas disminuyen cuando se cumplen tres condiciones, por separado o juntas: la violencia está autorizada (por unas órdenes oficiales emitidas por los departamentos legalmente competentes); las acciones están dentro de una rutina (creada por las normas del gobierno y por la exacta delimitación de las funciones); y las víctimas de la violencia están deshumanizadas (como consecuencia de las definiciones ideológicas y del adoctrinamiento). De la tercera condición trataremos posteriormente. Sin embargo, las dos primeras nos resultan ciertamente familiares. Se han enunciado detallada y repetidamente en los principios de la acción racional que las instituciones más representativas de la sociedad moderna han convertido en principios universales.
El primer principio relacionado de forma más evidente con nuestra cuestión es el de la disciplina organizativa. Para ser más exactos, la exigencia de obedecer las órdenes de los superiores hasta el punto de eliminar cualquier otro estímulo de la acción, de colocar la devoción por la suerte de la organización, tal y como ésta viene definida en las órdenes de los superiores, por encima de cualquier otra devoción o compromiso. De entre estas influencias «externas», las más relevantes y susceptibles de interferir con el espíritu de dedicación, y que por tanto hay que eliminar, son las opiniones y las preferencias personales. El ideal de la disciplina apunta a la identificación total con la organización lo cual quiere decir estar dispuesto a destruir la identidad individual y a sacrificar los intereses personales (los intereses que no coincidan con las tareas de la organización). En la ideología de la organización, esta disponibilidad para un sacrificio personal tan extremado se considera una virtud moral; de hecho, como la virtud moral que dispensa de toda otra exigencia moral. La desinteresada observancia de esta virtud moral es lo que viene a constituir, en palabras de Weber, el honor del funcionario: «El honor del funcionario reside en su capacidad para ejecutar a conciencia las órdenes de las autoridades superiores, exactamente igual que si las órdenes coincidieran con sus propias convicciones. Esto ha de ser así incluso si las órdenes le parecen equivocadas y si, a pesar de sus protestas, la autoridad insiste en que se ejecuten». Este tipo de comportamiento supone, para el funcionario, «una elevada disciplina moral y la negación de uno mismo»[29]. Por medio del honor, la disciplina sustituye a la responsabilidad moral. La deslegitimación de todo lo que no sean las reglas organizativas internas, en tanto que fuente y garantía de corrección y, en consecuencia, la negación de la autoridad de la conciencia personal, se convierte en la virtud moral más elevada. El desasosiego que puede llegar a producir la práctica de estas virtudes queda eliminado por la insistencia del superior en que él y sólo él es responsable de las acciones de sus subordinados, siempre y cuando, claro está, obedezcan sus órdenes. Weber terminaba su descripción del honor del funcionario subrayando «la responsabilidad personal exclusiva» del dirigente, «responsabilidad que no puede ni rechazar ni traspasar». Cuando le presionaron para que explicara, durante el juicio de Núremberg, por qué no había dimitido de la jefatura del Einsaztgruppe cuyas actuaciones, como persona, no aprobaba, Ohlendorf invocó este sentido de la responsabilidad. Si arriesgaba las acciones de su unidad con objeto de conseguir que le dispensaran de unas obligaciones con las que no estaba conforme, habría hecho que sus hombres fueran injustamente acusados. Es evidente que Ohlendorf esperaba que sus superiores practicaran con él la misma responsabilidad paternalista que él observaba con sus hombres. Esto le eximía de preocuparse de la evaluación, moral de sus acciones, preocupación que podía traspasar a quienes las ordenaban. «No creo que esté en situación de juzgar si sus medidas […] eran morales o inmorales […] Supedito mi conciencia moral al hecho de que yo era un soldado y, por lo tanto, una pieza situada en una posición relativamente baja de una gran máquina»[30].
Si la mano de Midas lo transformaba todo en oro, la administración de las SS transformaba todo lo que caía dentro de su órbita, incluyendo a sus víctimas, en parte integrante de la cadena de órdenes, un sector sometido a estrictas reglas de disciplina y exento de todo juicio moral. El genocidio fue un proceso compuesto. Como Hilberg observó, incluía cosas hechas por los alemanes y cosas hechas —bajo órdenes alemanas y, sin embargo, a menudo con una entrega que rozaba con el abandono de uno mismo— por sus víctimas judías. Aquí reside la superioridad técnica de un asesinato en masa diseñado con una intención clara y racionalmente organizado sobre las explosiones desordenadas de las orgías de asesinatos. Es inconcebible que las víctimas de un pogromo puedan llegar a cooperar con sus agresores. La cooperación de las víctimas con los burócratas de las SS sí se produjo; era parte integrante del plan y fue, de hecho, una condición esencial de su éxito. «Gran parte del proceso dependía de la participación de los judíos, tanto de los actos individuales como de la actividad organizada de los consejos […] Los supervisores alemanes se dirigían a los consejos para recabar información, dinero, mano de obra o agentes del orden, y los consejos se los proporcionaban todos los días de la semana». Esta asombrosa capacidad de extender con éxito las normas de la conducta burocrática, junto con la deslegitimación de las lealtades alternativas y en general de las motivaciones morales, con objeto de cercar a las víctimas de la burocracia y lograr que aporten su propia capacidad y trabajo para llevar a cabo su propia destrucción, se consiguió de dos maneras. En primer lugar, el escenario externo de la vida del gueto se diseñó de tal forma que las acciones de sus dirigentes y de sus habitantes seguían siendo objetivamente «funcionales» para los propósitos alemanes. «Todo lo que se proyectaba para mantener su viabilidad [la del gueto] favorecía al mismo tiempo un objetivo alemán […] La eficacia de los judíos por lo que se refiere a la distribución del espacio o de las raciones era una extensión de la eficacia alemana. El rigor de los judíos por lo que se refiere a la recaudación de los impuestos o a la utilización de la mano de obra era un refuerzo de la severidad alemana. Incluso la incorruptibilidad de los judíos era una herramienta útil para la administración alemana». En segundo lugar, se tuvo un cuidado especial en que todas las víctimas, en todas las etapas de esa carretera, estuvieran en una situación donde poder elegir siguiendo criterios y acciones racionales y en la cual la decisión racional venía a coincidir con el planteamiento general de la gestión pretendida. «Los alemanes tuvieron un éxito notable al deportar a los judíos por etapas, porque los que quedaban atrás podían llegar a pensar que era necesario sacrificar a unos pocos por el bien de la mayoría»[31]. De hecho, a los deportados aún les quedaba la oportunidad de hacer uso de su racionalidad hasta el final. Las cámaras de gas, tentadoramente denominadas «duchas», ofrecían una imagen agradable después de varios días en vagones de ganado inmundos y atestados. Los que ya conocían la verdad y no albergaban esperanzas todavía podían elegir entre una muerte «rápida e indolora» y otra precedida por los sufrimientos adicionales reservados para los que se insubordinaban. Por lo tanto, no sólo se manipulaban las articulaciones externas del gueto, sobre las cuales las víctimas no tenían ningún control, con el fin de transformar el gueto en una extensión de la máquina de la muerte. También se conseguía hacer que los «funcionarios» de esta extensión hicieran uso de sus facultades racionales y provocar en ellos un comportamiento motivado por la lealtad y la cooperación en la consecución de los objetivos definidos por la burocracia.
Hasta ahora hemos intentado reconstruir el mecanismo social para vencer la piedad animal, una producción social de conductas contrarias a las inhibiciones morales innatas, capaces de convertir a personas que no son degenerados morales en ninguna de las acepciones «normales» en asesinos o colaboradores conscientes en el proceso de asesinato. Pero la experiencia del Holocausto también sirve para destacar otro mecanismo social. Este mecanismo tiene un potencial mucho más siniestro, el de implicar en la perpetración de un genocidio a un número mucho más amplio de personas y sin que durante el proceso estas personas lleguen a enfrentarse conscientemente ni con difíciles opciones morales ni con la necesidad de sofocar la resistencia de sus conciencias. Nunca se produce un conflicto de orden moral, porque los aspectos morales de las acciones no son inmediatamente evidentes o deliberadamente se evita descubrirlos y discutirlos. En otras palabras, el carácter moral de la acción o bien es invisible o bien permanece intencionadamente oculto.
Citaremos de nuevo a Hilberg: «No debemos olvidar que la mayor parte de las personas que participaron [en el genocidio] no dispararon rifles contra niños judíos ni vertieron gas en las cámaras […] Muchos de los burócratas redactaron memorandos, elaboraron anteproyectos, hablaron por teléfono y participaron en conferencias. Destruyeron a mucha gente sentados en sus escritorios»[32]. Si eran conscientes del resultado final de su aparentemente inocua actividad, este conocimiento debía encontrarse, en el mejor de los casos, en lo más recóndito de su mente. Era difícil identificar las relaciones causales entre sus acciones y el asesinato en masa. Y poco oprobio moral merecía la natural y humana inclinación a evitar preocuparse más de lo estrictamente necesario y, por tanto, a abstenerse de examinar la totalidad de la cadena causal hasta sus eslabones más lejanos. Para entender cómo fue posible semejante ceguera moral nos puede resultar útil pensar en los trabajadores de una fábrica de armamento que celebran el «aplazamiento del cierre» de su fábrica gracias a que se han producido nuevos pedidos mientras, al mismo tiempo, lamentan sinceramente las matanzas entre los etíopes y los eritreos. O pensar en cómo es posible que todos consideremos que una «caída de los precios de las materias primas» es una buena noticia al tiempo que nos lamentamos sinceramente de que en África haya niños que mueren de hambre.
Hace unos años, John Lachs señaló la mediación de la acción como una de las características más notables y fundamentales de la sociedad moderna. Este fenómeno consiste en que las acciones de uno las lleve a cabo otra persona, una persona intermedia que «está entre mi acción y yo, haciendo que me resulte imposible experimentarla directamente». Existe una gran distancia entre las intenciones y las realizaciones prácticas, y el espacio entre las dos está plagado de una multitud de actos pequeños y actores intrascendentes. El «hombre intermedio» esconde los resultados de la acción de la vista de los actores.
El resultado es que hay muchos actos que nadie se atribuye conscientemente. Para la persona en cuyo nombre se realizan, sólo existen verbalmente o en la imaginación. Nunca los reclamará como suyos porque nunca los ha vivido. Por otro lado, el hombre que los ha llevado a cabo siempre los considerará como imputables a otra persona, siendo él mismo nada más que el instrumento inocente de una voluntad ajena.
Sin un conocimiento de primera mano de sus acciones, incluso el mejor de los seres humanos se mueve en un vacío moral: el reconocimiento abstracto del mal no es ni una guía fiable ni un motivo adecuado […] No nos debería sorprender la crueldad enorme, y en gran medida involuntaria, de los hombres de buena voluntad. (…)
Lo notable es que no somos incapaces de reconocer los actos erróneos o las injusticias graves cuando los vemos. Lo que nos deja estupefactos es cómo pueden haber sucedido cuando ninguno de nosotros ha hecho nada más que cosas inofensivas […] Es difícil de aceptar que, con frecuencia, no hay ninguna persona ni ningún grupo que lo haya planificado todo. Más difícil todavía es aceptar que nuestras propias acciones, a través de sus efectos remotos, hayan contribuido a provocar sufrimientos[33].
El aumento de la distancia física y psíquica entre el acto y sus consecuencias tiene mayores efectos que la suspensión de las inhibiciones morales: invalida el significado moral del acto y, por lo tanto, anula todo conflicto entre las normas personales de decencia moral y la inmoralidad de las consecuencias sociales del acto. Como casi todas las acciones socialmente significativas se transmiten por una larga cadena de dependencias causales y funcionales muy complejas, los dilemas morales desaparecen de la vista, al tiempo que cada vez se hacen menos frecuentes las oportunidades para realizar un examen de conciencia y que las elecciones morales sean más conscientes.
Se logra un efecto parecido, aunque a una escala todavía más impresionante, cuando se hace que las víctimas sean psicológicamente invisibles. De todos los factores responsables de la escalada de costos humanos en la guerra moderna, éste es uno de los fundamentales. Como ha observado Peter Caputo, el ethos de la guerra «parece ser un asunto de distancia y de tecnología. Nunca puedes hacer el mal si matas de lejos a la gente con armas ultramodernas»[34]. Con el asesinato «a distancia», lo más probable es que el vínculo entre la matanza y los actos completamente inocentes, como apretar un gatillo, poner en marcha la corriente eléctrica o pulsar una tecla del ordenador, se quede en una noción puramente teórica (a esto le ayuda mucho la simple diferencia de escala entre el resultado y su causa inmediata, una desproporción tal que desafía fácilmente la comprensión que se basa en la experiencia racional y lógica). Por lo tanto, es posible ser piloto y arrojar una bomba sobre Hiroshima o Dresde, ser el mejor en las tareas asignadas a una base de misiles guiados, crear ejemplares todavía más destructores de cabezas nucleares y todo sin perder la propia integridad moral y sin aproximarse al derrumbamiento moral (la invisibilidad de las víctimas fue uno de los factores importantes en los infames experimentos de Milgram). Teniendo presente este efecto de la invisibilidad de las víctimas, resulta más fácil entender las sucesivas mejoras en la tecnología del Holocausto. En la fase de los Einsatzgruppen, se llevaba a las víctimas acorraladas frente a las ametralladoras y se las mataba a quemarropa. Aunque se hicieron intentos para mantener las armas a la mayor distancia posible de las fosas a las que iban a caer los asesinados, era sumamente difícil para los que disparaban pasar por alto la relación entre disparar y matar. Por esta razón, los administradores del genocidio decidieron que el método era primitivo y poco eficaz, a la vez que peligroso para la moral de los autores. En consecuencia, se buscaron otras técnicas de asesinato, técnicas que separarían ópticamente a los asesinos de sus víctimas. La búsqueda tuvo éxito y llevó a la invención de las cámaras de gas, las primeras de las cuales fueron móviles y, posteriormente, fijas.
Las últimas —las más perfectas que les dio tiempo a inventar a los nazis— redujeron el papel del asesino al de «oficial de sanidad» al que se le pedía que vaciara un saco de «productos químicos desinfectantes» por una abertura del tejado de un edificio cuyo interior no se le aconsejaba visitar.
El éxito técnico y administrativo del Holocausto se debió en parte a la experta utilización de las «pastillas para dormir la moralidad» que la burocracia y la tecnología modernas habían puesto a su disposición. Los más importantes de todos estos somníferos eran los que producían la invisibilidad natural que adquieren las conexiones causales dentro del sistema complejo de interacciones y el «distanciamiento» de los resultados repugnantes o moralmente repelentes de la acción, hasta el punto de hacerlos invisibles para el actor. Sin embargo, los nazis destacaron especialmente en un tercer método, que tampoco habían inventado ellos pero que perfeccionaron como nunca se había hecho. Este método consistía en hacer invisible la humanidad de las víctimas. El concepto de Helen Fein del universo de las obligaciones, es decir, el círculo de personas con obligaciones recíprocas de protegerse mutuamente y cuyos vínculos surgen de su relación con una deidad o con una fuente de autoridad sagrada[35], permite aclarar los factores socio-psicológicos que hicieron que este método fuera tan pavorosamente efectivo. El «universo de las obligaciones» señala los límites exteriores del territorio social dentro del cual se pueden plantear las cuestiones morales con sentido. Más allá de esta frontera, los preceptos morales no tienen validez y las valoraciones morales carecen de sentido. Para que la humanidad de las víctimas pase a ser invisible, lo único que hay que hacer es expulsarlas del universo de las obligaciones.
Dentro de la visión nazi del mundo, en la que predominaba el valor superior e incontestado de los derechos de los alemanes, para excluir a los judíos del universo de las obligaciones simplemente había que despojarles de su derecho a pertenecer a la nación y Estado alemanes. Según otra de las conmovedoras frases de Hilberg, «cuando, a principios de 1933, el primer funcionario escribió la primera definición de no ario’ en un decreto civil, el destino de los judíos europeos estaba decidido»[36]. Se necesitó algo más para conseguir la cooperación o, simplemente, la inacción o la indiferencia de los europeos que no eran alemanes. Despojar a los judíos de sus derechos como alemanes era suficiente para las SS, pero no para las otras naciones, por mucho que hubieran compartido las ideas que promovían los nuevos dominadores de Europa, ya que sentían miedo y se sentían ofendidas por sus afirmaciones de que tenían el monopolio de la virtud humana. Una vez que el objetivo de una Alemania judenfrei se transformó en una Europa judenfrei había que suplantar la expulsión de los judíos de la nación alemana por su total deshumanización. De aquí viene la asociación favorita de Frank de «judíos y piojos», el cambio de retórica que se expresa en el trasplante de la «cuestión judía» desde el contexto de la pureza racial hasta el de «limpieza» e «higiene política», los carteles de aviso sobre el tifus en las paredes de los guetos y, finalmente, el pedido de productos químicos para el último acto a la Deutsche Gesellschaft für Schädlingsbekämpung, la Compañía Alemana de Fumigación.
Aunque existen otras imágenes sociológicas del proceso civilizador, la más usual es la que implica, como sus dos puntos fundamentales, la supresión de los impulsos irracionales y esencialmente antisociales y la eliminación gradual pero implacable de la violencia de la vida social (o, para decirlo con más precisión, la concentración de la violencia bajo el control del Estado, donde se utiliza para salvaguardar los perímetros de la comunidad nacional y las condiciones del orden social). Lo que une estos dos puntos y los convierte en uno solo es la visión de la sociedad civilizada —por lo menos en el modelo occidental y moderno— principalmente como una fuerza moral, como un sistema de instituciones que cooperan y se complementan unas a otras para imponer un orden normativo y un Estado de derecho que, a su vez, salvaguardan las condiciones para la paz social y la seguridad individual que las sociedades precivilizadas defendían bastante mal.
Esta visión no es necesariamente incorrecta. Sin embargo, si pensamos en el Holocausto, resulta bastante parcial. Aunque da pie para examinar algunas tendencias importantes de la historia reciente, anula el debate sobre otras tendencias no menos fundamentales. Si nos concentramos en una faceta del proceso histórico, esta visión traza una línea divisoria arbitraria entre la norma y lo anormal. Al deslegitimizar algunos de los aspectos más persistentes de la civilización, insinúa equivocadamente que se trata de aspectos de carácter fortuito y transitorio, al tiempo que oculta la sorprendente vinculación existente entre los mismos y los presupuestos normativos de la modernidad. En otras palabras, desvía la atención de la persistencia de la alternativa, del potencial destructivo del proceso civilizador y consigue silenciar y marginar las críticas que insisten en la duplicidad del orden social moderno.
En mi opinión, la lección más importante del Holocausto es la necesidad de enfrentarse a estas críticas con seriedad y, en consecuencia, ampliar el modelo teórico del proceso civilizador con el fin de incluir su tendencia a degradar y deslegitimizar las motivaciones éticas de la acción social. Debemos tomar en consideración que el proceso civilizador es, entre otras cosas, un proceso por el cual se despoja de todo cálculo moral la utilización y despliegue de la violencia y se liberan las aspiraciones de racionalidad de la interferencia de las normas éticas o de las inhibiciones morales. Hace ya tiempo que se reconoció que una de las características constitutivas de la civilización moderna es el desarrollo de la racionalidad hasta el punto de excluir criterios alternativos de acción y, en especial, la tendencia a someter el uso de la violencia al cálculo racional. Debemos aceptar, entonces, que fenómenos como el del Holocausto son resultados legítimos de la tendencia civilizadora y una de sus constantes posibilidades.
Al leer de nuevo, con la perspectiva del tiempo transcurrido, la aclaración de Weber sobre las condiciones y el mecanismo de la racionalización, podemos descubrir estas importantes aunque hasta ahora infravaloradas relaciones. Podemos ver con más claridad que las condiciones de la gestión racional del comercio —como, por ejemplo, la notoria separación entre el hogar y la empresa o entre la renta privada y el erario público— funcionan al mismo tiempo como factores poderosos para detraer la acción racional y finalista de todo entrecruzamiento con otros procesos regidos por otras (y, por definición, irracionales) normas, haciéndola de este modo inmune a la incidencia de los postulados de asistencia mutua, solidaridad y respeto recíproco que se manifiestan en los usos de las formaciones no comerciales. Este logro general de la tendencia racionalizadora ha quedado codificado e institucionalizado (como no podía ser menos) en la burocracia moderna. Si se somete a la burocracia a la misma relectura retrospectiva, aparece que su mayor preocupación es la de silenciar la moralidad, al tratarse de la condición fundamental de su éxito como instrumento de coordinación racional de las acciones. Y también aparece su capacidad para generar soluciones como la del Holocausto, mientras se dedica, de forma impecablemente racional, a realizar su cotidiana actividad de resolver de problemas.
Cualquier reelaboración de la teoría del proceso civilizador que siga las líneas mencionadas traería necesariamente consigo cambios en la propia sociología. El carácter y el estilo de la sociología se han armonizado con la sociedad moderna que teoriza e investiga. Desde su nacimiento, la sociología se ha entregado a una relación mimética con su objeto o, más bien, con la imaginería de ese objeto que ella misma construyó y aceptó como marco para su propio discurso. Por lo tanto, la sociología promovió, como su propio criterio de pertinencia, los mismos principios de la acción racional que consideró constitutivos de su objeto de estudio. También promocionó, como reglas obligatorias de su propio discurso, que la problemática ética es inadmisible en otra forma que no sea la de una ideología sostenida por la comunidad y, en consecuencia, diferente del discurso sociológico, científico y racional. Expresiones como «la santidad de la vida humana» o «los deberes morales» suenan tan ajenas en un seminario de sociología como en los despachos asépticos y sin humo de una oficina burocrática.
La sociología, al observar estos principios en su práctica profesional, lo único que ha hecho ha sido participar en la cultura científica. Como parte integrante del proceso de racionalización, esta cultura no puede escapar a un segundo examen. Después de todo, el silencio moral que la ciencia se ha impuesto a sí misma ha revelado algunos de sus aspectos más ocultos, por ejemplo, cuando el problema de la producción y recogida de los cadáveres en Auschwitz se planteó como un «problema médico». No es fácil pasar por alto las advertencias de Franklin M. Littell sobre la crisis de credibilidad de la universidad moderna: «¿Qué tipo de facultad de medicina educó a Mengele y a sus asociados? ¿Qué departamentos de antropología prepararon al personal del ‘Instituto de la Herencia Ancestral’ de la Universidad de Estrasburgo?»[37]. No hay que preguntarse por quién dobla esta campana en concreto. Para evitar la tentación de restarle importancia a estas preguntas y considerar que tienen simplemente un significado histórico, podemos remitirnos al análisis de Colin Gray sobre la fuerza que impulsa la carrera del armamento nuclear: «Necesariamente, los científicos y los tecnólogos de los dos bandos ‘compiten’ para minimizar su propia ignorancia. El enemigo no es la tecnología soviética sino los hechos físicos desconocidos que atraen la atención de los científicos […] Los equipos de científicos dedicados a la investigación, altamente motivados, tecnológicamente competentes y provistos de los fondos adecuados, generarán inevitablemente una serie sin fin de ideas con las que construir nuevas y más refinadas armas»[38].
Una primera versión de este capítulo se publicó en The British Journal of Sociology en diciembre de 1988.