25

En su celda, fue hacia la ventana y se quedó debajo, con los escasos rayos de luz cayendo como agua sucia sobre su cabellera. Humphries no podía asomarse por la ventana, pero se pegaba a ella tanto como podía.

Encendió un cigarrillo, que consumió rápidamente. En su cerebro, sólo se agitaba una pregunta. Día a día, noche a noche, giraba allí de manera interminable, incansable. ¿Quién era?, pensaba. ¿Quién era? ¿Quién era? ¿Quién era? ¿Quién era?

Colérico, impaciente, arrojó el cigarrillo al suelo y volvió el rostro hacia la elevada ventana.

—¡El hijo de zorra! —gruñó—. ¿Quién fue el que me condenó? ¿Quién…? ¿Quién?

Dando media vuelta, cayó encima del camastro.

¿Quién era? ¿Quién era?

Rodó sobre sí mismo, y en su cerebro continuó danzando incesantemente la misma pregunta, el mismo interrogante que le laceraba como una afilada cuchilla:

¿Quién era? ¿Quién era? ¿Quién era? ¿Quién era? ¿Quién era…?