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Un ilusionista con un dedo de menos es como un juguete roto, un fenómeno con dos pulgares. Yo había entregado mi dedo por la captura de un asesino; mi porvenir por un tubo de pintura blanca como payaso de circo.

Tengo una copia del cartel. Dice que el Gran Circo se halla trabajando en el Oeste. Los gallardetes ondean en lo alto de los mástiles, toca la música, y los niños ríen. Ya he estado demasiado tiempo rodeado por los fantasmas de la muerte: Tally, a la que amé; Will Shaw, a quien no conocí y Magarian, que no me habría gustado.

Y, claro está, Isham Reddick. Falleció hace años por primera vez, y de nuevo recientemente. Y en esta segunda ocasión, Greenleaf murió con él; no de prisa, no súbitamente, sino un poco cada día.

Ya es hora de sacudirme de encima los fantasmas, el que amé y los otros que nunca conocí. Por la noche, oigo los silbatos del tren distante que va hacia el Oeste.

Los sigo.