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Dos semanas antes, el jurado había dictado su veredicto. Después de casi setenta y dos horas de deliberación y discusiones, el jurado había llegado a una decisión. Y volvieron a la sala.

—¡Culpable! —pronunció el portavoz del jurado con voz firme.

El tribunal iba a dictar sentencia.

Humphries se hallaba delante del juez, solo, frente a la elevada mesa de roble. Ya no había gente en la sala; ni público ni espectadores. Sólo los miembros del tribunal, el fiscal Cannon, y el abogado defensor, Denman.

La sala, con el juez que ha de dictar sentencia, siempre es un lugar solitario. El lugar más solitario del mundo.

El juez contempló al acusado que tenía delante y luego murmuró ritualmente:

—¿Desea decir algo antes de que sea pronunciada su sentencia?

Humphries levantó la cabeza y al fin se encogió desesperadamente de hombros. Llevaba el mismo traje que lució durante todo el proceso, pero ahora le colgaba flojamente. Su cabello gris parecía más blanco, y su larga nariz… que se proyectaba al frente, más parecía el pico de un pajarito.

—No, Señoría —expresó en voz baja.

—Bien —observó el juez.

Cogió un papel de la mesa y empezó a leer las formalidades requeridas por la Ley del Estado de Nueva York. Al cabo de unos minutos lo dejó a un lado y siguió hablando, sin leer.

—Es opinión de este tribunal, que en diversos modos, el caso del Pueblo del Estado de Nueva York contra Ballard T. Humphries, ha sido bastante extraordinario. Un jurado de seres humanos iguales a usted lo ha encontrado culpable de asesinato…, de un asesinato sumamente reprensible, al que hay que agregar el descuartizamiento de su víctima después del crimen. Ese crimen fue cometido y ejecutado, al parecer, según el jurado, sin la menor duda, por el acusado del caso. Usted ya ha escuchado el veredicto: Culpable.

»Sin embargo, la Ley no se halla en contradicción con la justicia. Es deber de este tribunal descubrir la verdad, y tratar de que la justicia se efectúe dentro de su jurisdicción. Personalmente creo que no se han desentrañado ni explorado todos los detalles y hechos de este caso, ni por la defensa ni por la acusación. Tal vez, en realidad, no existan tales hechos y detalles… en contra de la opinión de este tribunal, o caso de existir, nunca serán hallados ni revelados. Por este motivo, este tribunal ha reflexionado la sentencia a imponer. Escuche.

»Yo le sentencio a usted, el prisionero Ballard Temple Humphries, a ser entregado al alcaide, o a cualquier otro oficial autorizado de la prisión del Estado de Nueva York, situada en Ossining, Nueva York, durante la semana del seis de mayo, o sea la próxima, ¡para que quede encarcelado durante todo el resto de su existencia natural!

El juez se arrebujó en la toga, se puso en pie y se retiró de la sala. Denman se aproximó al preso antes de que los dos guardias estuviesen a una distancia más corta. El abogado colocó una mano, llena de simpatía, sobre un brazo del sentenciado.

—Ha tenido suerte —murmuró—. ¡No sabe aún la suerte que ha tenido!

Humphries sacudió la cabeza tristemente, y empezó a marchar. Los guardias se colocaron uno a cada lado, y el preso salió de la sala del tribunal arrastrando los pies.