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La escalera bostezaba ante nosotros. El pie del tramo de peldaños estaba como lavado por el reflejo de la luz procedente del cemento del suelo, mientras que la escalera en sí se hallaba envuelta en sombras. La bajada era muy empinada, y al lado derecho había una barandilla. Me cambié el revólver a la mano izquierda, y me así de la barandilla al descender. Delante de mí, Humphries tenía la cabeza al nivel de mi pecho, y el sudor de su persona, el agrio olor del miedo, flotaba en el aire. Su olor me volvía loco y le empujé con el revólver. Lentamente, con las piernas moviéndose al unísono en el mismo ritmo macabro, fuimos bajando, peldaño a peldaño.

Cuando Humphries llegó al suelo del sótano, gimió en voz alta y se detuvo de pronto, agachándose, y volviendo a erguirse con un destellante arco de luz a su costado. Instintivamente, agaché la cabeza y alargué la mano derecha para apoyarme contra el poste del final de la escalera.

Un instante más tarde, el hacha se hundía en la madera, y Humphries caía al suelo.

Yo continué apoyado. Miré inquisitivamente la pistola que tenía en la mano… No recordaba haber disparado. No había olor a pólvora en mi nariz, ni en mis oídos el eco del disparo. De pronto, tuve conciencia del calor de mi mano derecha. Involuntariamente moví la mano, sosteniéndola delante de mis ojos. Me faltaba parte de un dedo de la mano derecha. La sangre manaba de la herida a borbotones. La parte cortada se hallaba en el suelo, junto al poste de la escalera. Ofuscadamente, le propiné un puntapié al cuerpo inmóvil de Humphries. No se movió. En mi mano no sentía ninguna sensación, y anduve sin rumbo por el cuarto del horno, buscándome el pulso de la muñeca e intentando detener el flujo de sangre. De repente, empecé a pensar con claridad y raciocinio. Las telarañas del odio, la ira enloquecida que habían retorcido durante tanto tiempo mis ideas, se habían desintegrado, disolviéndose finalmente con las gotas de sangre que iban señalando mis pasos, enrojeciendo el suelo del sótano.

Volviendo a donde estaba tendido Humphries, me arrodillé a su lado. Todavía estaba inconsciente, pero escuché el jadeo irregular de su respiración en medio del silencio. Abrí el cilindro del revólver y hallé las balas intactas.

Dando un suspiro de alivio, comprendí que no había disparado contra Humphries.

Éste se había desvanecido a causa del choque… del miedo. En un último y consciente esfuerzo, había cogido el hacha del suelo, hacha que Lightbody utilizaba para cortar los leños, y la había arrojado contra mí en un desesperado intento de defensa. Y en el mismo instante, se había desmayado. A veces, criminales empedernidos se han desvanecido también. Casi inmediatamente comprendí algo más; ahí tenía a un hombre que había cometido al menos tres asesinatos, o era responsable de ellos, y había escapado al castigo. Sin embargo, la justicia podía aún quedar satisfecha.

Según mi reloj, eran casi las diez y media de la noche del veintidós de noviembre. Encendí un cigarrillo y me senté en el último peldaño de la escalera para meditar. Las mayores ilusiones se componen, a partes iguales, de las cosas que uno ve y de las que no, como yo bien sabía. Obviamente, no podía dejar todo mi cuerpo, pero sí algunos rastros que demostrasen que lo había dejado entero. La ilusión crearía un asesinato… cometido ¡y casi borrado por completo!

Cogiendo el hacha, pasé al cuarto contiguo, una especie de lavandería, donde se guardaban las herramientas en un cajón. Pegué varios cabellos míos, manchados de sangre, al filo del hacha, y limpiando el mango en la manga de mi chaqueta, la metí en el cajón. Junto a la lavandería había un cuarto de baño. Estando de pie sobre el lavabo un par de minutos, dejé que se formase un reguero en el mismo, hacia el desagüe. Luego, dejé más manchas por el cuarto, hasta que me vi obligado a suspender la operación. Ya había perdido demasiada sangre. Con un trozo de bramante me até el dedo lo más fuertemente posible para detener la hemorragia, y vendé el extremo de la herida con mi pañuelo.

Temía enormemente que Humphries recobrase el conocimiento. Debajo de la escalera del sótano había una pequeña alacena donde se guardaban los leños de las chimeneas. En la parte exterior de la puerta había un cerrojo muy pesado. Levanté a Humphries, lo arrastré hasta la alacena y lo dejé encerrado.

Volví a mi cuarto de arriba y hallé un par de guantes de conducir. Me los calcé y rellené el dedo hueco con algodón. Luego, me puse un abrigo. Cogí el coche, por segunda vez aquella noche, y volví a la tienda Duval. Harry me abrió, sin mostrar ninguna sorpresa por mi tardío retorno allí. Del fondo del baúl saqué a Ornar… mi esqueleto. Sólo Dios sabe quién había sido Ornar. Yo lo había adquirido completo, con las articulaciones unidas por alambres, a Harry Lohr diez años antes, para realizar un truco consistente en la desaparición de un ser humano. Harry había comprado Ornar a un ilusionista mucho antes, pero Ornar era un esqueleto auténtico, no una composición de pasta. Le quité la tibia, y rompí los extremos. Mientras devolvía el esqueleto al baúl, recordé de repente el cajón donde guardaba otros muchos objetos.

Allí encontré el diente perdido. Lo había metido en el baúl, tal vez por la fuerza de la costumbre, el día en que me trasladé a la calle Ochenta y Nueve. Tras guardarlo en mi bolsillo, coloqué la tibia de Ornar plana contra mi trasero, sujetándola con el cinturón. Con el abrigo, era imposible ver nada sospechoso. Me empezaba a doler terriblemente la mano, y estaba ansioso de marcharme, pero aún tenía que efectuar otras maniobras.

Conduje por la ciudad, buscando una cafetería de servicio permanente, y evitando cuidadosamente las zonas altas y medias de Manhattan. Hallé cuatro abiertas, y en cada una compré cinco libras de ternera[7]. Luego, con veinte libras de carne, la tibia de Ornar y el diente postizo volví a la casa.

Cuando llegué era más de medianoche. Inmediatamente encendí un gran fuego en el horno y, destrozando el banco de trabajo, lo metí dentro; una lona que se usaba cuando pintábamos, también alimentó el fuego… después de haber arrancado cuidadosamente un fragmento con manchas de sangre. El dolor del dedo subía ya por el brazo, y el extremo, descolorido e hinchado por efectos del torniquete improvisado, me obligaba a suspender de cuando en cuando las operaciones. Se había apoderado de mí una intensa debilidad, y llegó a parecerme imposible que pudiera llevar a cabo todo lo que tenía proyectado para crear la ilusión. Mi cabeza me daba vueltas. Me esforcé por subir a los pisos altos de la casa, para buscar entre los botiquines. En el cuarto de Mary Deems encontré un frasco con tres pastillas de codeína. Me las tomé a la vez, y sirvieron para aliviarme el dolor, o al menos adormecerlo hasta el punto de poder continuar con mi tarea. También efectué un descubrimiento importante. En el mismo botiquín encontré un frasquito con éter, que Mary empleaba con propósitos de limpieza, para quitar manchas. Me llevé el frasquito al cuarto del horno.

Lo mantuve crepitando, forzando la corriente, y a las cuatro el fuego ya había consumido buena cantidad de carbón. Quité las cenizas, que metí en un cubo. Llevé éste al coche, arranqué y delante de un edificio de apartamentos dejé el cubo disimulado entre otros. No obstante, en el piso del auto había quedado la impresión del cubo y algunas cenizas.

El amanecer no estaba lejos. Examiné a Humphries, todavía dentro de la alacena, y decidí que sería mejor llevarlo arriba, cuando me quedaban fuerzas. Al tocarlo se estremeció. Esto me asustó. Apresuradamente, vertí un poco de éter en los restos del pañuelo, del que había arrancado unas tiras para vendarme el dedo, y lo sostuve delante de su larga nariz, rogando a Dios que no lo matase. Rápidamente volvió a sosegarse, y al momento aparté el pañuelo. Sin que volviese a estremecerse, lo subí, lo llevé en vilo y lo arrastré, alternativamente, por la escalera hasta su dormitorio, cosa difícil con un hombre de su corpulencia, en estado insensible. Le desnudé, le dejé en cama, y colgué su traje en el armario.

De vuelta al sótano, aticé el fuego… aunque no tanto como antes. Cuando resplandeció, disparé el revólver contra un pedazo de carne de ternera, y la arrojé al fuego. Primero destelló, luego quedó envuelta en llamas, y empezó a quemarse, despidiendo un humo muy negro y muy espeso. Al fin, quedó la carne reducida a cenizas, y revolví la masa con el extremo del atizador; después sacudí el horno para que las cenizas, de la madera y la carne, cayesen al receptáculo inferior, donde ya había colocado previamente el pedazo de lona achicharrado.

Dejé cuidadosamente la tibia de Ornar encima de las brasas. Los extremos rotos empezaron a chamuscarse. Permití que el fuego envolviese gradualmente todo el hueso, hasta ennegrecerlo, y consumirlo en parte. Luego, la saqué de entre las llamas y lo metí en el cubo de la ceniza, junto con un pedazo de madera quemada procedente del banco de trabajo.

Quedaba ya poco tiempo. Casi paralizado por el cansancio, tomé un trago largo de las provisiones de Humphries. Tenía el cerebro tan debilitado por la fatiga, que el whisky no me supo a nada. Volví al trabajo, y até una manga de riego a una conexión interior y regué el suelo del horno, dejando que el agua formase algunos charquitos, que se secaban por evaporación. Cuando hube terminado, todos los suelos quedaron limpios, ¡aunque había rastros de sangre en los resquicios del piso!

En la calle se oían ya señales de vida y actividad, por lo que tuve que apresurarme. Como gesto final, dejé el diente que Boss había fabricado sobre las brasas y cuando estuvo ennegrecido lo arrojé al fondo del horno. La prueba indiscutible de mi dedo, la dejé semiescondida en el suelo, junto al horno.

Enterré la nota en la habitación de Humphries, la que decía: «Reddick…, mt. 8500», en un cajón del tocador, junto con el revólver disparado, después dé limpiar las huellas. Me desnudé y me di una ducha… para quitar todo rastro de sangre y cenizas. Al terminar, me puse las mismas ropas manchadas de sangre, pues no podía dejarlas en la casa.

Volví a subir a mi cuarto. Con bastante torpeza, porque me veía obligado a usar la mano izquierda, oscurecí mis cejas con un lápiz de maquillaje y me puse el diente postizo encontrado en el baúl; me metí los lentes en el bolsillo. Me peiné cuidadosamente, teniendo buen cuidado de dejar unos pelos en mi peine. La sangre había formado una mancha en el guante de mi mano derecha, por lo que me puse otros, rellenando de nuevo el hueco del dedo partido. El par de guantes desechados lo metí en un bolsillo del abrigo. Registré la habitación con la mirada, los cajones de los que saqué todos los papeles escritos, dejando solamente unas muestras de mi escritura. Una vez más pasé al dormitorio de Humphries para echar una última ojeada. Todavía estaba inconsciente. Al lado de su cama, donde yo las había dejado, se hallaban las planchas. Envolviéndolas con un papel, me las llevé para destruirlas después.

En el último momento, de pie en el vestíbulo, lo repasé todo con los ojos de mi mente: el horno, las cenizas, las manchas de sangre; el diente, el dedo con la uña…, la tibia, el pedazo de madera del banco, el trozo de lona; el hacha con los pelos y la sangre; las señales del cubo de la ceniza en el coche… la nota y el revólver de Humphries en el cajón del tocador. Recordé también los alardes efectuados últimamente: el dinero prestado a Lightbody, el que le enseñé a Mary Deems; el sobre con las cantidades al dorso; el reloj de oro; los trajes caros; el pasaje para París… Y, naturalmente, la casa abandonada; Humphries inconsciente para unas horas… sin ninguna coartada, sin testigos. Y la belleza cínica de la última verdad. Humphries no se atrevería jamás a decir toda la verdad. Aunque la conociese, tendría los labios sellados… o cambiaría un castigo por otro, un verdugo por otro… La vida de Humphries se había fundado en mentiras; y debía continuar viviendo sobre esta base. Sus verdades sólo servirían para condenarle.

—Sí, estoy plenamente satisfecho —murmuré.

¡La ilusión era completa!