Humphries levantó la mano y prestó juramento.
—¡Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, así Dios me salve!
Cuando se hubo sentado en la silla de los testigos. Denman se le acercó, en medio del silencio de toda la sala, y dijo:
—Deseo que le cuente al jurado, y al tribunal, con sus propias palabras, qué sucedió exactamente entre usted e Isham Reddick la noche del veintidós de noviembre pasado, en su casa de la calle Ochenta y Nueve Este.
El abogado defensor miró hacia los jurados, que a su vez le estaban contemplando atentamente, junto con el acusado.
—Tiene que contar todas las circunstancias, tal como me las relató a mí, y yo no le interrumpiré… a menos que sea necesario aclarar algún extremo, o para formular una pregunta. Bien, señor Humphries, empiece, por favor.
Humphries estuvo callado un momento, mirando al techo, tras haber escuchado, al parecer sólo en parte, el discurso de Denman. Finalmente, cuando el abogado dejó de hablar, en actitud deferente, Humphries volvió a concentrarse en la sala, y mirando por encima de las cabezas de los miembros del jurado, empezó con voz sin expresión:
—Aquel día estuve en el centro de la ciudad. Fui al Banco a retirar algún dinero y por la tarde adquirí diversos artículos para las vacaciones que proyectaba emprender. Después de cenar algo tarde, decidí volver a casa, y como no quise esperar a que Reddick viniese a recogerme con el coche, tomé un taxi. Cuando llegué a casa, observé que todas las luces estaban apagadas, salvo la del vestíbulo, y otra en mi dormitorio. Esto me pareció extraño, pues la casa debía de haber estado brillantemente iluminada… y mi dormitorio a oscuras. Abrí la puerta con mi llavín y entré. Mary Deems no estaba por allí, aunque cabía la posibilidad de que estuviera en su cuarto.
—¿Le había dado permiso para salir aquella noche? —intervino Denman.
—¡Oh, no, no! —Negó Humphries—. Volví al vestíbulo y subí al segundo piso, sin hacer ruido. La puerta del corredor que da a mi dormitorio estaba abierta y entré… pasando por el vestíbulo. Entonces encontré a Isham Reddick registrando todas mis cosas. Había cogido unas joyas, y cuando le vi estaba sacando una gran cantidad de dinero de una cartera que yo había dejado encima del tocador.
Humphries hizo una pausa para humedecerse los labios.
—Me vio en el mismo momento. Instantáneamente, sacó un revólver y me obligó a levantar los brazos. Yo estaba desarmado… enteramente indefenso, y tuve que obedecer. Traté de razonar con él, pero estaba loco… gritando y amenazándome.
—¿Qué le dijo a usted, señor Humphries?
—Hablaba atropelladamente… casi tartamudeando, y gran parte de lo que dijo no tenía sentido, Reddick afirmó que se llamaba TE, y que sus iniciales eran M y T, y que todo el nombre completo era Muerte… ¡Oh, fue una pesadilla! Le dije que podía quedarse con el dinero y las joyas… y que se marchase.
—Durante todo el tiempo que Isham Reddick trabajó para usted —volvió a intervenir Denman—, ¿había dado algún signo de locura, o estaba sujeto a paroxismos de furia?
—No —denegó Humphries—, aunque no era el tipo normal que uno emplearía como chófer. A menudo padecía… no completamente irrespetuoso, aunque sí un poco divertido por algo… como si se complaciese en algún secreto. Sin embargo, siempre cumplió perfectamente con sus obligaciones. De haber pensado un solo instante que tenía un chiflado a mi servicio, lo habría despedido inmediatamente.
—Está bien —asintió Denman—, siga, por favor.
—Medité rápidamente, mientras Reddick me apuntaba con el revólver, que tal vez podría escapar del dormitorio. No estaba muy lejos de la puerta, y lo intenté, pero me vio. De pronto me ordenó dar media vuelta y bajar al sótano. Como ya saben, se trata de una casa grande y se necesitan algunos minutos para recorrer el segundo piso y bajar al vestíbulo posterior… donde se halla situada la escalera que conduce al sótano. Todo estaba a oscuras, y por el camino traté de planear algún medio de escapar, mas Reddick estaba detrás de mí, con la pistola, gruñendo incesantemente.
—Señor Humphries, ¿no recuerda qué decía?
—Sí, me amenazaba con una muerte lenta, aseguraba que iba a torturarme, que dispararía contra mí cuatro o cinco veces…
—Entonces, ¿puede afirmarse que estaba usted mortalmente asustado por su vida?
—¡Jamás lo había estado tanto!
Bruscamente, Humphries sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente. Tras devolverlo al bolsillo, lo exhibió de nuevo para secarse las palmas de las manos.
—En lo alto de la escalera que conduce al sótano —prosiguió—, Reddick me ordenó encender la luz. Es la última cosa que recuerdo claramente. Sabía que iba hacia la muerte… hacia una ejecución… y cada paso me resultaba más difícil, menos claro, menos real. La escalera del sótano es larga, y mientras bajaba, no sé en qué momento, perdí todo contacto con la realidad…
—Me gustaría que precisase un poco más —le interrumpió el defensor—. Dice que perdió todo contacto con la realidad. ¿Recuerda acaso haber llegado al último peldaño?
—Sí —asintió el acusado lentamente—. Pero sólo es una impresión, no un hecho. Bajar aquella escalera era como hundirse en la nada… y me sentía rodeado por todas partes de una terrible negrura… Mi cuerpo se movía mecánicamente… con independencia de mi cerebro… sin el menor contacto entre ambos. Por fin, llegué al sótano, di el último paso, y mi mente quedó totalmente en blanco. Me hundí en las tinieblas.
—¿Es eso todo lo que recuerda de aquella noche?
—Sí, señor. Todo.
—¿Qué recuerda de lo ocurrido después?
—Posiblemente habían ya transcurrido doce o catorce horas. Tuve conciencia de un ruido… un ruido que se repetía a lo lejos. Después de lo que me pareció mucho tiempo, comprendí que era el timbre de la casa. Me sacudí del letargo…
—¿Dónde estaba usted cuando recobró el conocimiento?
Humphries sacudió la cabeza admirativamente.
—Me hallaba tendido en mi cama… en mi dormitorio.
—¿Completamente vestido? —inquirió Denman.
—No. Sólo tenía puesta la camiseta y los calzoncillos.
—¿Dónde estaba el traje que usted llevaba la noche anterior?
—Colgado en el armario, según descubrí después. Me dolía terriblemente la cabeza… y me pregunté por qué alguien… Mary Deems o Reddick no contestaba al timbre.
—Ha mencionado a Reddick. ¿Cuándo recordó lo ocurrido, la noche antes?
—No al momento. Salté de la cama y me puse un batín. Bajé y abrí la puerta… Era la Policía.
—Cuando abrió a la Policía, ¿qué dijo usted?
—Durante unos instantes no comprendí por qué estaban allí. De pronto me acordé de Reddick y de lo ocurrido la noche antes… de cuán cerca había estado de la muerte. Inmediatamente, pensé que habría huido y se habría metido en algún lío. Y creí que la Policía venía por su causa.
—Cuando le pidieron entrar, ¿les cedió el paso?
—Ciertamente. Yo no tenía nada que ocultar.
A partir de aquel momento, hasta mediodía, Denman continuó reconstruyendo toda la historia de Humphries. Sólo podía elaborarla con el único testigo que tenía: el propio acusado, y éste no podía introducir ninguna novedad. Cuando terminó, Denman estudió atentamente a los miembros del jurado, que desfilaban en busca del almuerzo. Once rostros estaban impasibles…, pero uno… sólo uno. A Denman le pareció haber detectado una leve señal de credulidad.
Cuando por la tarde volvió a reunirse el tribunal, Cannon dio comienzo a su contrainterrogatorio.
—Diga, señor Humphries —preguntó—, ¿qué fue del dinero y las joyas que Isham Reddick estaba robando supuestamente cuando usted lo descubrió?
Denman protestó inmediatamente, siendo apoyado por el tribunal.
—Está bien —prosiguió Cannon—. Usted ha afirmado que Isham Reddick le robaba las joyas, ¿correcto? —Sí.
—¿Volvió a ver dichas joyas?
—No.
—La Policía no halló su rastro. Tampoco estaban en la casa. ¿Las buscó usted?
—No lo sé…
—¿No lo sabe? —Cannon fingió sorpresa—. Usted sabía que Reddick se había apoderado de ellas, y no las buscó… Esto es muy extraño.
—No… no pensé en ello… Supuse que se las había llevado consigo.
—¿Poseía usted otras joyas… aparte de las que él robó?
—Sí, quedaron algunas.
—Pero no sabe cuáles se llevó, ¿eh? Sólo sabe las que dejó. ¿No pudo dejar todas las joyas?
—No, señor.
—¿Y el dinero? Usted ha declarado que en su cartera había una fuerte suma de dinero.
—Sí, señor.
—Y aquel mismo día, usted fue al Banco a retirar más dinero. ¿Para qué necesitaba tanto?
—Bueno… pensaba tomarme unas vacaciones…
Debido a las respuestas evasivas y poco definidas de Humphries, Cannon estaba convencido de que el testigo no declaraba la verdad. El fiscal, por tanto, continuó ensañándose con él, torturándole, apremiándole y atosigándole a preguntas. Finalmente, concluyó:
—Señor Humphries, usted dice que cuando llegó al sótano, digamos al último peldaño de la escalera… perdió todo contacto con la realidad. ¿Quiere decir con esto que se desvaneció… que perdió el conocimiento?
—Sí, señor.
—Y después de perder el sentido, ya no recuerda nada de lo ocurrido en doce horas.
—Exacto. No recuerdo nada.
—¿No recuerda haber matado a Isham Reddick?
—No, señor. Yo no le maté.
—¿No recuerda haber matado a otra persona?
—No, señor.
—¿No recuerda haber descuartizado el cuerpo de Isham Reddick y haberlo metido en el horno?
—Yo no le descuarticé… ni arrojé su cadáver al horno.
—¡Usted no se acuerda de ello! —proclamó Cannon.
—No, señor, no me acuerdo. Aunque sé que no lo hice.
—Entonces, ¿no recuerda haber descuartizado a Isham Reddick, y haber metido los pedazos en el horno?
—¡No!
—¿No recuerda cómo había cenizas en el horno, cómo había manchas de sangre en el sótano, cómo estaban diseminados algunos fragmentos del cadáver en torno al sótano, como si fuera un matadero?
—No, señor. No sé nada de todo eso. No recuerdo nada. Sólo sé que no pude hacerlo.
—Pero recuerda que había otra persona presente aquella noche en el sótano, ¿o no?
—No lo recuerdo.
—¿Absolutamente nadie?
—No me acuerdo de nadie. Ni recuerdo nada hasta la mañana siguiente.
—La mañana en que usted despertó en su cama, descansado tras una noche de dormir, y después de haber escapado milagrosamente de las manos de un loco asesino… como le ha descrito usted, ¿verdad?
Humphries miró desvalidamente a Cannon. Nerviosamente, se tironeó del cuello de la camisa, y con gran esfuerzo juntó las manos, obligándolas a estar quietas. La presión de sus manos dejó sus nudillos en blanco.
—¿Le extorsionaba Isham Reddick… le pedía dinero?
Cannon continuó implacablemente el interrogatorio.
—No, señor.
—¿Tenía algún motivo para odiar o temer a Isham Reddick?
—No, señor… aparte de haberle sorprendido robando.
—¿Fue esto suficiente para que él quisiera matarle? Especialmente después de haberle dicho usted que podía huir con las joyas y el dinero…
—Pues…
—Pues, ¿qué?
—Isham Reddick estaba loco.
—¿Lo bastante como para suicidarse, descuartizarse y meterse en el horno? ¿Y luego, limpiar el sótano?
—No…
—Entonces, ¿quién mató a Isham Reddick? ¿Quién le descuartizó, quién dispuso de partes de su cuerpo?
—No lo sé —admitió Humphries con voz débil, desconsolada—, salvo que no fui yo.
—Fue un asesinato planeado cuidadosa, diabólicamente y llevado a la práctica con refinada crueldad. Alguien tuvo que hacerlo. Y para ello, ese alguien tuvo que estar allí. ¿Había alguien más en el sótano?
Débilmente, Humphries se guareció en su defensa.
—No lo sé… No me acuerdo…
Mientras Cannon continuaba con su incesante interrogatorio, Denman no quitaba ojo de un miembro del jurado… el mismo en el que ya se había fijado aquel mediodía. Sus miradas se encontraron: el abogado pidiendo defensa, el jurado sin expresión. Y antes de que sus miradas se separasen, Denman no tuvo seguridad de haber detectado un destello de simpatía.