20

Tardé una hora en conseguir que Greenleaf, o mejor Humphries, me concediese un empleo. La primera noche, cuando le llevé a su casa, jugué con su vanidad. Al llegar delante de la mansión, salté al suelo y abrí la portezuela posterior, ayudándole a salir… y mientras tanto le quité el billetero del bolsillo posterior del pantalón.

A las doce del día siguiente estaba de nuevo en su casa. Me abrió la puerta una criada, y al cabo de unos minutos Humphries entró tambaleándose en el salón, llevando un batín de seda, y con expresión desdichada. No pareció reconocerme.

—Me llamo Reddick, señor —me presenté—. Anoche le traje aquí en mi taxi. Después, encontré su cartera en el asiento trasero. He venido a devolvérsela.

Se la entregué, y la miró casi sin verla. Por fin la abrió y contó los billetes. Había casi quinientos dólares en billetes de diez y veinte…, ¡todos nuevos! Yo ya los había contado la noche anterior.

—Bien… gracias —murmuró. Contempló la carterita con ojos vacuos—. Todavía no me había dado cuenta… Acabo de levantarme. Anoche fue terrible…

—Sí, señor —asentí, mirando a mi alrededor.

Era una estancia amplia, con un techo muy alto y antiguo. Los muros estaban pintados de verde, y había una chimenea monumental, estilo italiano, sumamente recargada, que dominaba la habitación. Humphries fue hacia un sillón Imperio y se hundió en él. Cogió cinco billetes, de veinte, y me los entregó.

—Aquí tiene la recompensa por haberme devuelto la cartera —dijo.

—Gracias, señor —contesté—, pero es demasiado. Con veinte dólares tengo bastante.

Sus ojos inyectados en sangre me miraron sorprendidos.

—¡Es usted un hombre honrado!

—Sí, señor, en efecto. Y usted parece enfermo. ¿Dónde está la cocina, señor?

Humphries hizo un gesto, indicando el fondo de la casa. Yendo hacia el sitio indicado, encontré una cocina espaciosa y pintada de blanco, con un refrigerador eléctrico. Abrí una lata de jugo de tomate, lo vertí en un vaso y añadí dos cucharadas de Worcestershire, con una pizca de pimienta roja.

Cuando volví al salón, Humphries estaba sentado en el mismo sitio, con los ojos cerrados. Le sacudí, tomó el vaso y lo apuró. Estuvo inmóvil unos instantes, tragó saliva bruscamente y movió la cabeza en una reacción retrasada.

—Hermano, lo necesitaba…, ¡vaya resaca! —intentó levantarse y volvió a caer débilmente—. Le estoy sumamente agradecido… y ahora voy a vestirme.

—Le ayudaré a subir, señor —me ofrecí.

Empezó a protestar; sin hacerle caso le cogí del brazo y le ayudé a ponerse en pie.

—No tengo nada que hacer —expliqué.

Ya arriba, mientras él estaba estúpidamente bajo la ducha, elegí un traje del armario, una camisa y ropa interior. Luego, le ayudé a ponérselo todo.

—Lo que usted necesita, señor Humphries… un caballero tan acaudalado como usted, es un buen hombre que le ayude. Si puedo hablar con franqueza, ya estoy harto de conducir aquel cacharro. Dígame, ¿tiene usted coche?

—No —gruñó—, resulta difícil conducir en esta maldita ciudad.

—No lo es con un buen chófer —observé—. Alguien que mantenga el auto en buen estado, y que le lleve a usted a todas partes… —hice una pausa y agregué—: Y que le recoja a usted, claro… a cualquier lugar y a cualquier hora del día y de la noche. Vaya, es algo sumamente necesario. Ya sabe, resulta peligroso ir andando por la ciudad a altas horas de la noche… llevando tanto dinero como lleva usted.

—¡Bobadas!

—No, señor. Necesita usted a alguien que le mantenga a salvo en su casa de noche, alguien que le ayude en casa por el día. Un hombre así no tiene precio, señor. Y, si me permite decirlo, yo soy este hombre… y estoy a su disposición.

Humphries miró torpemente en mi dirección.

—¿Es usted… casado?

—No, señor —repuse vivamente, aunque sentí la bilis en mi garganta—. Estoy solo.

—¿Y su familia?

—Llevo aquí trabajando largo tiempo, pero mi familia está en Rocky, Colorado.

—¿Cómo se llama?

Se lo dije: Isham Reddick. Frunció el ceño unos instantes, y no supe si estaba complacido, disgustado, o era sólo por la resaca. Poco después murmuró:

—No hay mucha servidumbre aquí, Reddick. Sólo una criada, una mujer de limpieza, y un hombre para todo, a horas. No es mucho, y tal vez podría emplear a otra persona. ¿Cuánto quiere usted cobrar?

—Trescientos al mes, señor.

—Le ofrezco doscientos cincuenta y habitación. Yo sólo tomo el desayuno, aunque usted puede comer aquí.

—Sí, señor. Acepto.

Aquella tarde fuimos a comprar un coche. Yo estaba ansioso por saber qué haría, pero Humphries era cauteloso. En vez de adquirir un Cadillac, optó por otro más pequeño, un coche de tipo medio… un sedán negro con aplicaciones blancas. No me sorprendió, pues ello confirmaba mis suposiciones. Un hombre tan rico como aparentaba ser Humphries, no habría vacilado en pagar un precio alto. Mas Humphries tenía que pagar con un cheque personal. Le habría sido imposible pagar con billetes de diez o veinte dólares, de modo que estaba obligado a hacerlo con un cheque contra su cuenta corriente… que no deseaba agotar. Sin embargo, por lo que a mí concernía, lo mismo podía haber comprado una lancha a motor, y yo le habría conducido por la Quinta Avenida.

Aquella tarde me trasladé a una habitación de la servidumbre, en el piso alto de la casa. Con la puerta cerrada, pude relajarme por primera vez. Estaba temblando, de odio y triunfo. Me esforcé por sosegarme, aunque hubiera querido aporrear las paredes y gritar por la escalera. Tras recobrar el dominio de mis emociones, pensé en Humphries, analizando lo que había visto. Sus ojos, de párpados gruesos, no eran grandes, y se hallaban muy hundidos en su cara; la nariz, tan larga como la que me habían descrito, se abultaba ligeramente en el puente, dándole un aspecto de ave de presa; y sus labios eran una combinación de crueldad y sensualidad. El labio superior era delgado, recto y muy estrecho, y el otro, grueso y delgado. Sin embargo, e indiscutiblemente, aquel hombre poseía un aspecto distinguido.

El mayor problema consistía en no descubrirme. En mi papel de taxista y actualmente chófer de Humphries, había aceptado mi disfraz… si merecía ese nombre. No dio muestras de haberme visto antes, ni aludió a algún parecido familiar. Me convencí de que no sospechaba nada… aunque no creía que Humphries pudiese confiar en algo o alguien en toda su vida. Estando como estaba decidido a matarle, temía que Humphries pudiese leer esta decisión en mi semblante. En consecuencia, me esforcé en mostrarme servil… haciendo todo lo posible para complacerle, sin alterar mi expresión. Y le gusté.

Aquella noche, ya tarde, con el desprecio y el odio en mi corazón, estuve sentado en mi cuarto, fumando y considerando el mejor método de matarle. Si bien gozaba pensando que podía estrangularle con mis propias manos, haciendo su agonía penosa y lo más larga posible, sabía que había un fallo. Aunque Humphries tenía unos veinte años más que yo, también era más alto y corpulento y posiblemente más fuerte. Pero me gustaba pensar en mis manos como posible instrumento de muerte, así como en pistolas, cuchillos, instrumentos romos y todas las posibles variaciones.

De todos modos, estaba decidido a escapar a las consecuencias de su muerte. Sería para mí una satisfacción muy pequeña ofrecerme para el sacrificio después de su muerte. No, esperaba rehuir la ley, y con esto en la mente empecé a planear un método con el que eludir a la justicia después de asesinar a Humphries. Determiné que Isham Reddick fuese un carácter definido, concreto, dándole un motivo para matar a Humphries; luego, Reddick desaparecería completamente. Mientras la Policía buscase a Isham Reddick, el chófer de cejas claras, bien afeitado, faltándole un diente, y llevando gafas gruesas, yo, de la noche a la mañana, volvería sencillamente a ser Lew Mountain.

Era un buen plan e inmediatamente lo puse en acción. A medida que iba edificando el fondo del proyecto… un poco aquí, un poco allí… mantuve mis ojos bien abiertos para averiguar el otro cómplice de Humphries: el impresor. Humphries iba todos los días al centro, llevándole yo, y usualmente dejaba el coche hacia la mitad de Manhattan. Yo intenté dejar el auto a mi vez, para seguirle, y volver antes que él, mas esto resultaba muy difícil. En varias ocasiones, no obstante, conseguí verle cerca del lugar donde le había dejado. Por lo que logré descubrir, después de seguirle todo el día, se dedicaba por completo a pasar los billetes de diez y veinte dólares, comprando innumerables artículos de poco precio, que muchas veces arrojaba inmediatamente. Sin embargo, Humphries parecía poseer un depósito inagotable de billetes. Yo había registrado la casa de arriba abajo, desde el ático al sótano, buscando el lugar donde los escondía. Registrar una mansión grande no es tarea fácil. Y dediqué a ello muchas horas, puesto que sólo podía registrar algunos minutos cada vez. Siempre tenía a mi alrededor a la criada, a la mujer de la limpieza, o al hombre para todo, y no podía despertar sus recelos.

La casa de la calle Ochenta y Nueve Este era alquilada, totalmente amueblada, a una familia acaudalada que residía en Connetticut. En consecuencia, no creía que Humphries tuviese acceso a paños de pared deslizantes, cuartos secretos y pasadizos escondidos. Era simplemente una hermosa casa, y después de mi búsqueda estuve convencido de que si Humphries hubiese hallado un sitio donde esconder el dinero, yo también lo habría encontrado.

Sin embargo, tardé bastante en descubrir cómo Humphries obtenía sus billetes del impresor. Diariamente, mientras estaba por el centro de la ciudad, yo registraba su aposento y todo lo suyo. Esto no podía provocar ningún comentario de Mary Deems o la señora Lightbody, ya que yo trabajaba también como ayuda de cámara. No hallé dinero en las ropas de Humphries ni en su habitación, y jamás encontré el menor atisbo de correspondencia… ni pista alguna. Excepto una vez.

Junto al lecho de Humphries había un teléfono con línea directa al exterior; además, había en la mansión varias extensiones. Aunque el del dormitorio no poseía extensión, no había en él nada misterioso, ni era su número ningún secreto. Sobre la mesita, al lado del teléfono, había una libreta. Un día, descubrí unos trazos en el bloc. La hoja de papel de encima, en la que había escrito las palabras originales, había sido arrancada dejando una identificación en la hoja de abajo. Pude leer las palabras: «Magarian-2:00». Dejé el bloc en su sitio y bajé a la terminal del autobús.

En las cabinas telefónicas de dicha terminal, se hallan todos los listines de Nueva York, así como los de las ciudades vecinas de Nueva Jersey y Connetticut. Había bastantes Magarian alistados, mas no la Magarian Printing Company. Obviamente, no podía averiguar nada, de modo que regresé a casa. Pensé pedirle ayuda a Dave Sherz, mas por entonces ya había decidido que un asesinato es tarea solitaria.

Por regla general, a las diez de la noche, recogía a Humphries en un café, después de cenar él, y le llevaba, junto con una chica a una sala de fiestas. Tras dejarle allí, me ordenaba regresar a buscarle a una hora determinada. Entonces, yo solía apostarme en la esquina, lejos del club. Luego, pasaba tres o cuatro horas aguardándole. La mayoría de las veces, cuando salían, la chica estaba tan bebida que tenía que llevarla prácticamente sobre los hombros. Las mujeres todas eran iguales: muy bonitas de cara, muy maquilladas, con los instintos rapaces de los gavilanes muy desarrollados. Siempre me sorprendió que Humphries consiguiese encontrar tantas, y eventualmente decidí que seguramente serían call-girls[5]. A menudo, Humphries se llevaba la chica a casa, aunque a veces le daba dinero dentro del coche, llevándola luego a un taxi. En algunas ocasiones, alguna acompañaba a Humphries hasta la casa, y después yo la conducía a su domicilio. Invariablemente, vivían en una pensión barata del centro.

Cuando descubrí el método de Humphries de obtener el dinero, se debió a un error mío. Nunca lo hubiese adivinado, a no ser porque Humphries entró una noche en un nuevo club… que carecía de puerta posterior. Él y la chica llevaban ya varias horas dentro. Yo aguardaba en la esquina, como de costumbre, cuando vi a Humphries salir apresuradamente. Cogió un taxi y se largó en dirección opuesta a la mía. El taxi dobló la otra esquina y desapareció, y cuando yo llegué al cruce ya no estaba a la vista. Volví a mi esquina y esperé. Al cabo de media hora, Humphries estaba de vuelta en el club.

Entonces lo imaginé todo. Lo referente a los clubs y a las chicas. Humphries emborrachaba a su acompañante, se levantaba de la mesa, corría a visitar al impresor, y volvía. La chica, borracha, no sabía si él había estado ausente tres minutos o treinta, por lo que siempre podía establecer una coartada para la velada.

Después de esto me dediqué a vigilar las salidas laterales o posteriores de todos los clubs, e invariablemente Humphries aparecía, tomaba un taxi y yo le seguía. Sólo tardaba unos minutos en llegar a un drugstore o un restaurante, a cualquier sitio… dejando que el taxi aguardase fuera. Humphries penetraba en el local… y no tardaba en salir. Volvía a subir al taxi. ¡De vuelta al club! Era muy sencillo, pues jamás tenía que acercarse siquiera a la imprenta.

Seguramente, de día, Humphries llamaba al impresor y le comunicaba a qué club pensaba acudir por la noche. Luego, concertaban la cita para algún sitio próximo a aquél, y el impresor le entregaba el dinero a Humphries rápidamente. Nunca asistí a la transacción, ni vi al impresor; era peligroso seguir a Humphries tan de cerca, puesto que podía verme. Después de espiar a Humphries y observar su rutina varias veces, por pura precaución, dejé de seguirle.

Comprendí, con sardónico placer, que Humphries no sacaba ningún gusto de la vida. Trabajaba mucho durante el día para cambiar los billetes, a fin de pagar el gasto de la casa y los sueldos relacionados con ella. Y constantemente trabajaba bajo la tensión de un posible tropiezo o descubrimiento. Todas las noches, se dirigía a un café, escogía a una chica, establecía la coartada, y se ponía en contacto con el impresor. No tenía oportunidades de trabar amistades ni descansar o relajarse. Sólo podía beber. Humphries se hallaba en un laberinto, corriendo mucho y siempre sobre el mismo sitio, para ir viviendo. Naturalmente, gastaba mucho en ropas y joyas, pero aparte de esto, ¿dónde estaba el goce, si solamente las prostitutas y su ayuda de cámara podían admirar aquel lujo?

En la fiesta del cuatro de julio[6], Humphries anunció que se iba a un albergue situado cerca de Bear Mountain, por unos días. Yo tuve que llevarle allí, y después de sortear el denso tráfico de Nueva York, cortando por Nueva Jersey, volvimos al Estado de Nueva York. Durante el trayecto, Humphries sacó un cuaderno del bolsillo, escribió algo y me dio una hoja de papel.

—Le llamaré para que venga a recogerme —gruñó—, cuando esté dispuesto a regresar. Si ocurre algo en casa, llámeme. ¿Entendido? —Indicó el papel—. Aquí tiene el número de teléfono.

—¿Qué puede suceder, señor?

Bruscamente irritado, saltó del coche con impaciencia, y yo le seguí al albergue acarreando el pesado equipaje.

—¿Cómo puedo saber si ocurrirá algo o no? Pero si pasa alguna cosa, llámeme.

—Sí, señor —le aseguré.

Ya en el coche, examiné la nota. Humphries había garabateado: «Reddick… Bear mt. 8500». Bear Mountain 8500 era el número del albergue. Lo había escrito en una hojita de papel azulado… y deliberadamente, arranqué un borde. Cuando hube terminado de hacerlo, leí: «Reddick… mt. 8500».

Metí cuidadosamente el papel en mi bolsillo.

Al regresar a la ciudad, me detuve en casa Duval, una tienda de objetos de magia de la Octava Avenida cerca de la calle Cuarenta y Cuatro.

Como todas las tiendas de magia profesionales, estaba situada en el segundo piso del edificio, para impedir que entren a comprar personas que no pertenecen a la profesión. Esas tiendas se especializan en fabricar artículos y actos mágicos altamente complicados, vendiendo muy pocos cada año, aunque también venden otros productos más populares. En la tienda Duval, siempre había el mismo encargado, Harry Lohr, y yo adquiría regularmente allí todo lo que necesitaba. En la mayoría de tales establecimientos, permiten que los parroquianos guarden sus útiles, cuando no los usan o no tienen contrato… y ellos se encargan de tenerlo todo en buen estado. Cuando entré en casa de Humphries, llevé mi baúl teatral a casa de Duval, para que lo guardase. La tienda está siempre abierta hasta tarde. Me metí las gafas en el bolsillo, y mantuve el labio hacia abajo para disimular la falta del diente. Al entrar, me saludó Harry:

—¿Qué te pasa, Lew? Pareces otro muchacho.

—Oh, más joven —bromeé—. Me he afeitado el bigote para poder coger la bala con los dientes —le espeté.

Era una broma antigua. Unos años atrás, apareció un inventor con una composición que se disolvía tras pasar a través de un cristal de medio centímetro de espesor. Una bala hecha con tal sustancia podía pasar a través del cristal, dejando un agujero, y desaparecer luego sin dejar rastro. Un ilusionista, con una bala auténtica en la boca, podía crear la ilusión de coger la verdadera bala con los dientes, después de haber sido disparada una pistola a través del cristal. Sí, era un truco de primera clase. El fulano que lo inventó le vendió la idea a Harry. Éste adquirió la sustancia adecuada y me enseñó el truco. Me gustó, y mientras lo ensayaba, se me agotó uno de los ingredientes de la composición para imitar las balas. Harry telefoneó al número que el inventor le había dejado, pero el tipo se había largado. No conseguimos encontrarle, ni volvimos a verle nunca más… ni le vio nadie más. Porque ese truco no lo ha hecho nadie jamás.

—El tercer cuarto hacia el fondo —me indicó Harry—. Lo encontrarás tú mismo.

Pasé por en medio de habitaciones llenos de estanterías repletas, cofres atestados, disfraces, máscaras, y medio siglo de coleccionar todos los artículos necesarios para crear ilusiones en un escenario. Llegué a una habitación casi desnuda, donde sólo había una media docena de baúles reforzados. No tuve dificultad en reconocer el mío. Del mismo saqué un montón de billetes de teatro, no los ordinarios de color verde y naranja que se ven en las tiendas de magia, sino unas imitaciones muy razonables de billetes auténticos, en cuanto al color y el tamaño. Naturalmente, aquellos billetes estaban cubiertos con una escritura falsa, con palabras de doble sentido y retratos distintos de los reales. Nunca hubiera podido pasar por dinero auténtico, pero los ilusionistas sustituyen los verdaderos por éstos cuando fingen romper, en tiras los de un espectador ante los ojos del auditorio. A corta distancia, es difícil observar las diferencias. Mi baúl estaba lleno de miles de artículos semejantes, pero finalmente conseguí cerrarlo de nuevo.

Ya en mi cuarto del piso alto, envolví el rollo de billetes falsos con otros auténticos de mi propiedad. ¡Formé un montón que hubiese impresionado incluso a un Banco!

A la noche siguiente llevé a Mary Deems a un cine y a cenar. Era una mujer muy agradable que salía muy poco de casa y estaba ansiosa de complacerme. Cuidadosamente, fue pidiendo los platos más baratos de la minuta; sin embargo, yo tenía que enseñarle el fajo de billetes, cosa que hice a la primera ocasión. La vista de tanto dinero casi la asustó. Era lo que yo quería.

Llevaba Humphries tres días fuera, cuando la mañana del cuarto leí una noticia en la página nueve del diario matutino. La noticia decía que un hombre identificado como Adrián Magarian, propietario de la Imprenta Inland, había sido hallado muerto en su despacho. Por lo que leí, la imprenta era una tiendecita situada cerca de la calle del Canal, y la Policía creía que la muerte se debía a un atraco. Habían golpeado a Magarian en la cabeza, saqueando la tienda. A juzgar por el lugar donde habían publicado la noticia, quedaba patente que Magarian no era un tipo importante.

Decidí que la Policía no había encontrado las planchas falsas de Humphries, de lo contrario la noticia habría merecido los honores de la primera plana. Me pregunté si le habría liquidado Humphries… u otra persona, para robarle. Me incliné por la teoría Humphries, ya que seguía su norma: nada de cuchillos ni pistolas. Entonces quise saber cuál era su reacción, y le llamé al 8500 de Bear Mountain, el número que me había dado. Cuando se puso al teléfono, le manifesté:

—Señor, no sé si es algo importante, pero he preferido molestarle.

—Sí, ¿qué pasa?

Su gruñido me sonó algo forzado.

—Un tipo acaba de llamar a casa —expliqué—, preguntando por usted. Contesté que estaba usted fuera de la ciudad. También quería saber si yo podía ponerle en contacto con alguien llamado Magarian.

—¿Cómo?

—Magarian.

Hubo una larga pausa.

—Nunca he oído ese nombre —dijo él al fin—. ¿Quién llamaba?

—No lo sé. No quiso decirlo.

—¿Sabe si volverá a llamar? —la voz de Humphries aparecía indiferente.

—No lo dijo.

Al cabo de un momento, Humphries observó:

—¿Por qué me ha llamado?

—Usted me ordenó hacerlo si ocurría algo.

—Y bien, ¿qué ha ocurrido?

—Nada —admití servilmente—, salvo que llamó ese tipo. Y pensé que podía ser importante.

—Pues no lo es —replicó Humphries, recobrando su característico gruñido texano—. Incidentalmente —añadió con tono casual—, ya estoy harto de estar aquí. No he puesto los pies fuera desde que llegué; creo que será mejor que venga a recogerme… esta misma tarde.

—Sí, señor.

Ni entonces ni más tarde le mencioné la noticia del periódico, ni él se refirió jamás a ello. Sin embargo, nunca logré apartar de mí el convencimiento de que Humphries había usado su excursión a Bear Mountain como una coartada, para poder regresar calladamente a Nueva York y liquidar a Magarian. Lo cierto era que el impresor estaba muerto, y yo no tardé en descubrir que Humphries seguía en posesión de las planchas.

Que Humphries conocía a Magarian y sabía que había muerto lo demostraban sus actos de omisión. Durante varias semanas, hasta pasado el primero de agosto, Humphries no frecuentó ni cafés ni clubs nocturnos. Luego, de pronto, volvió a su antigua rutina de escurrirse a medianoche de los clubs, por lo que comprendí que había encontrado otro impresor.

Mientras tanto, yo iba desarrollando mis planes. Como motivo para que Isham Reddick matase a Humphries escogí el chantaje… con un caballo. Usualmente, es el chantajista el muerto, no la víctima. Bien, yo cambié esta norma, ya que el chantajista mataría a la gallina de los huevos de oro. La Policía se imaginaría que yo había llevado a mi víctima hasta el fin de la resistencia, y que para impedir que se revolviera contra mí, lo había matado. Enseñando mi fajo de billetes por toda la casa, dejé caer ciertas insinuaciones referentes al origen de mi fortuna. Deliberadamente le presté dinero al hombre para todo, un verdadero asno. Para adornar el cuento, cogí un sobre que llené de cifras fantásticas, incluyendo el número 8500… con el exclusivo fin de que lo encontrara Lightbody. Supuse que más adelante se acordaría y lo mencionaría en el momento oportuno.

Aunque mis tres mil dólares se iban agotando vertiginosamente, era necesario que mi historia fuese convincente. La Policía tenía que creer que yo estaba exprimiendo a Humphries como un limón. Para dejar un rastro claramente marcado, adquirí un reloj de pulsera, de oro, varias joyas, trajes, equipo deportivo, y todo lo que se me ocurrió; no estaba seguro de que la Policía descubriese todas mis compras, pero sabía que al menos se enteraría de algunas.

En una cosa cometí un grave error. Era importantísimo que tuviese una dentadura completa el día que saliese de casa de Humphries después de matarle. La Policía buscaría a un hombre al que le faltaba un diente. Pero no me acordaba del sitio dónde había dejado el mío postizo. No recordaba haberlo visto desde que me trasladé a casa de mi futura víctima, ni pude encontrarlo. En consecuencia, tenía que hacerme otro. Comprendía que el dentista podía recordar haberlo fabricado y que, por tanto, posiblemente se lo comunicaría a la Policía. Lo cual alteraría la descripción que harían circular de mi persona, mas decidí que el dentista seguramente tardaría varios días en acudir a la Policía, lo cual me daría un buen adelanto para huir.

Llamé a un odontólogo llamado Boss y fui a verle. Tratando de pasar lo más inadvertido posible, me atuve a mi papel de Isham Reddick, un chófer pobre, muy trabajador. Como tenía que dar una dirección y un número de teléfono, no me atrevía a utilizar un nombre falso por si Boss llamaba alguna vez, quizá para anular una visita. Si sospechaba de mí, me recordaría antes. Bien, me entregó un nuevo diente.

Todavía tenía que decidir por qué método mataría a Humphries. Había estado tan ocupado buscando la mejor forma de protegerme, que continué demorando aquella solución final. Finalmente, llegué a la conclusión de que lo mejor sería dar el golpe estando fuera de la ciudad, determiné desnudar el cadáver y esconderlo donde pudiese pasar desapercibido algunos días. Esto me concedería aún más tiempo para desaparecer. Sin embargo, Humphries no mostró deseos de salir de la ciudad.

Poco después del primero de noviembre, comencé a sugerir unas vacaciones cortas, anhelando despertar en él una sensación de cansancio. Indirectamente, recomendé un viaje a Virginia, pero se negó a morder el cebo. Cada día se mostraba más taciturno y sombrío. Cuando le conocí, Humphries era un hombre expansivo, farolero, casi siempre borracho. Desde su regreso de Bear Mountain, en julio, se había ido deteriorando. Posiblemente le tenía preocupado la idea de que alguien estuviera enterado de sus relaciones con Magarian; o tal vez la tensión de tener que pasar, todos los días, los billetes falsos, le estuviera debilitando. Lo cierto era que la exuberancia del falso texano se iba extinguiendo; ocasionalmente, abandonaba su falso acento sureño y mostraba menos interés en mantener su apariencia.

Me producía una agradable satisfacción contemplar el aniquilamiento de Humphries y por esto seguí demorando el golpe final. La idea de sacarle de la ciudad se fundaba, quizá subconscientemente, en la idea de retardar mi acción final. Yo, en realidad, tenía muchas oportunidades de entrar en su dormitorio por la noche, y alojarle simplemente una bala en la cabeza.

¡Mas al fin me vi obligado a aceptar la decisión!

El propio Humphries me obligó a ello. La mañana del veinte de noviembre, se levantó con la resaca de costumbre. La noche anterior estuvo ausente del club más de una hora, cosa inaudita, y cuando volvió llevaba un gran paquete envuelto en papel manila y bien atado. La chica que estaba con él se había fijado en su ausencia, y los dos discutieron coléricamente en el coche. De pronto, me ordenó parar y, muy enojado, paró un taxi y metió en él a la joven.

Sentado al borde de su cama, tomándose una aspirina y sorbiendo un mejunje inventado por mí, suspiró:

—Reddick, tengo malas noticias. He decidido cerrar esta casa y regresar a Texas.

—Lo siento —asentí.

Recordando el paquete de aquella noche, comprendí que Humphries se había hecho devolver las planchas. Posiblemente pensaba que ya había tentado demasiado a la suerte en Nueva York o tal vez había vuelto a tener algún lío con el nuevo impresor. Sea como fuese, se largaba de la ciudad.

—Sí, vuelvo a Texas —repitió—. Dentro de una semana. No le doy mucho tiempo, pero le pagaré quince días.

—¿Y Mary Deems?

—La Deems cuidará de la casa en nombre de sus propietarios.

Por un momento, hizo girar el licor en el vaso, contemplándolo intensamente, evitando mis ojos.

—Yo, eh… —dijo al fin—, le agradeceré que no le diga nada antes de que yo lo haga.

Nada más. Humphries proyectaba marcharse quedando seguramente a deber varios alquileres. Y temía que Mary Deems avisase a los propietarios de la mansión. Momentáneamente, no comprendí por qué me había dado a mí la noticia, mas luego vi que era a causa del coche. Humphries era muy mal conductor y necesitaba vender el auto.

—Sí, señor —consentí—, no diré nada.

Aquella tarde fui a adquirir un pasaje de avión para Francia. Pensaba matar a Humphries la madrugada del veintitrés de noviembre. Cuando la Policía averiguase que Isham Reddick había comprado un pasaje para París, la noticia les mantendría confusos un par de días. Particularmente, por no haber yo sacado pasaporte, por carecer la Policía de ficha criminal… y, por consiguiente, por no poder estar seguros de no haber yo desaparecido con otro nombre.

Al día siguiente, veintiuno de noviembre, busqué a alguien que comprara el auto, visitando a varios comerciantes y repitiéndole a Humphries las ofertas recibidas. La mañana del veintidós, Humphries se levantó antes de lo acostumbrado, sereno. Me dijo que estaría todo el día en el centro, y no volvería a casa hasta muy tarde. Le llevé hasta la calle Cincuenta y Siete y la Quinta Avenida, donde saltó del coche delante de un Banco. Aquella tarde, a la hora de cenar, fingí haber recibido una llamada de Humphries, y le comuniqué a Mary que podía tener la noche libre y todo el día siguiente. La mujer se alegró mucho de poder ir a visitar a su madre que vivía en San Albans. También di la misma noticia a los Lightbody.

Mary Deems salió de la casa hacia las siete de la tarde. A las ocho fui hacia el centro y me detuve a comer un bocadillo; luego, volví a casa de Duval. Saqué de mi baúl una pistola del «32» que había utilizado cuando ensayaba el truco de coger la bala con los dientes. Al salir, le pregunté a Harry:

—¿Tienes balas?

—¿Vacías?

—No, normales —levanté el revólver y sonreí—. ¿Te acuerdas del truco? Tengo otra idea.

—Ten cuidado, Lew. No te olvides del fulano que se mató en aquel escenario de Londres.

—Seguro, pero ahora tengo una idea para una ilusión, disparando sobre una almohada… Necesito algunos cartuchos.

—Sí, hay varios por aquí —replicó Harry.

Rebuscó por las estanterías y al final encontró una caja parcialmente llena de proyectiles del «32».

—¿Te sirven?

Tras meter uno en la recámara, exclamé:

—Sí, seguro. ¿Qué te debo?

—Llévate la caja —rio Harry—% Nadie los quiere.

—Gracias, pero no necesito tantos.

Llené el cilindro y le devolví la caja.

Eran más de las nueve cuando regresé a la calle Ochenta y Nueve. La mansión estaba a oscuras, exceptuando la luz de la entrada, que yo había dejado encendida. Subí a mi cuarto, donde me quité la chaqueta y el sombrero, y volví al segundo piso. La enorme mansión, de pronto, me pareció siniestramente silenciosa. Estuve aguardando en la oscuridad, lo mismo que la casa, con las sombras a nuestro alrededor, estrechándose en las tinieblas. El pozo de la escalera, que ascendía en espiral por el corazón de la mansión, era un vacío negro que suspiraba y crujía angustiadamente. A mi alrededor, los pasillos desiertos, las habitaciones vacías, estaban llenos del espectro de todos los asesinos desde el principio de los tiempos. Mis pasos parecían estremecer los muros hasta sus cimientos, amenazando con derrumbar la construcción.

Al extremo del oscuro corredor abrí la puerta del dormitorio de Humphries… el mejor cuarto de la casa. Estaba a un costado del inmueble, con una puerta cerrada que daba al pasillo de la servidumbre, hacia la cocina. En torno a dicho pasillo había varios armarios y un baño. Junto al pasillo se hallaba un vestuario que, a su vez, daba también al dormitorio. Esta estancia era muy grande con una enorme chimenea a un extremo.

En algún lugar del dormitorio estaban escondidas las planchas de Will Shaw. Humphries las había ocultado allí. Traté de encontrarlas. Retrocediendo hacia el pasillo, empecé a registrar los armarios y alacenas… mirando en todas las cajas y cajones, palpando las ropas, buscando en los estantes, en los rincones… Metódicamente, examiné el cuarto de baño, miré dentro del depósito del W. C., en el vestuario, en las cómodas, en todos los cajones. Finalmente, las encontré en el dormitorio, detrás de los leños de la chimenea. Cogí el paquete, fui hacia la cama y deshice el envoltorio. ¡Allí estaban! Toda la serie… manchada de tinta, pero tan perfectas como cuando fueron fabricadas tan sin mácula como cuando yo las había visto, con Tally, en Filadelfia.

—¡Maldito hijo de zorra!

Dando media vuelta, me vi delante de Humphries. Estaba en el umbral dé la puerta que conectaba el dormitorio y el vestuario, con el rostro desencajado por el furor. Rápidamente, vino hacia mí, muy juntas las arrugas de su frente, y formando la piel del puente de su larga nariz una «V». A la débil luz de la habitación, sus ojos no eran más que unas sombras opacas.

Mis manos, actuando más de prisa que mi cerebro, exhibieron la pistola.

—No se mueva —le espeté.

Al sonido de mi voz se detuvo. Dejo colgar flácidamente los brazos a los costados y por un momento me observó… como mirando a un desconocido.

—Reddick —preguntó roncamente— y ¿qué quiete usted?

—Retroceda tres pasos —le ordené—, y levanté las manos en el gesto tan conocido y clásico.

Tras obedecer mis órdenes, volvió a preguntar:

—¿Quién es usted?

—Usted siempre me ha llamado Isham Reddick.

—¡Éste no es su nombre!

—¿Y si me llamase Adrián Magarian? Tal vez yo sea una reencarnación.

—¡Maldición! Dejé de jugar al gato y al ratón. ¿Quién es usted y qué quiere?

Ya no fingía con su acento texano.

—Bueno, supongamos —repliqué—, que me llama usted Te. Es decir, T y E.

—¿Te? ¿Qué nombre es éste? ¿Cree que puede burlarse de mí?

—No pretendo burlarme de usted en absoluto —contesté—. Mis iniciales son M y T. Mi nombre completo, para usted, es Muerte.

El sudor perló su frente. El segundo anterior, la tenía completamente seca, y ahora estaba húmeda con mil gotitas de sudor.

—¡Está usted loco! —gritó, con voz quebrada.

—En absoluto —negué.

Pero en aquel momento sí estaba loco. Tenía la boca seca, tanto que necesitaba formar antes cada palabra con los labios… antes de intentar pronunciarlas.

En el fondo de mi garganta, sentía la mordedura de la bilis. Humphries dio otro paso hacia atrás.

—Así está bien —asentí con benevolencia—, siga andando. Usted y yo vamos a bajar al sótano. Y allí le mataré. Podría hacerlo aquí, pero los vecinos oirían los disparos. Mientras tanto, dé media vuelta y avance.

Gesticulé con el revólver y, volviéndose con movimientos envarados, salió de la habitación. Le seguí. Tropezando por la escalera, pasó por el vestíbulo, y luego se dirigió a la cocina.

—Vamos al sótano —repetí, con voz tan rasposa y tensa que apenas podía hablar—, porque hay seis balas en este revólver, y pienso meterle cuatro en el cuerpo. Lentamente… La quinta se la alojaré en la cabeza. El sótano está limpio y es muy tranquilo… prácticamente a prueba de sonidos. Lo sé… porque he pensado en ello a menudo.

Detrás de la cocina se abría el vestíbulo posterior, donde se hallaba la escalera que conducía al sótano. Lentamente, muy despacio, Humphries abrió la puerta; tenía los ojos ciegos, sin ver… muy abiertos por el miedo.

—Encienda la luz —le ordené.

Sus dedos arañaron desvalidamente a un lado de la puerta. Por fin, yo mismo di la luz.

Humphries empezó a bajar.

Yo le seguí.