18

De vuelta en Nueva York, repasé los datos. Barajándolos una y otra vez en mi mente, fui examinándolos con atención. A veces encajaban y a veces no. Con paciencia volví a barajarlos, rehaciendo todo el proceso. Descubrí que pensaba mucho mejor por la noche, particularmente cuando iba en Metro. Muy tarde, cogía el último vagón del convoy, en la estación de la Séptima Avenida. Al extremo del vagón me situaba de pie en la plataforma, contemplando la negrura de los túneles que pasaba rauda a cada lado. Las luces se trocaban de rojas a ámbar y a verde, y los raíles parecían dos serpientes que se iban alargando interminablemente en sus pozos. En un tren del Metro no hay ritmo de rock ni de beat, y en cambio sí se experimenta una sensación de destino… y mi destino era Greenleaf.

Finalmente, ensamblé todos los datos y saqué mis conclusiones. Sabía que Greenleaf era alto, algo más de metro ochenta; que era delgado; que poseía una nariz grande y larga; cabello gris, y que hablaba francés. No creía, no obstante, que lo fuese. Tally jamás había dicho que su tío se hubiese referido al acento de Greenleaf… ni ella tampoco. El granuja había interpretado deliberadamente el papel de francés ante la patrona de Filadelfia. De haber sido realmente francés, hubiese tratado de disimularlo.

La descripción física de Greenleaf le permitía representar tres papeles, e indudablemente los había interpretado en algún momento. Existe un tipo físico común a Estados Unidos, Inglaterra y Francia, tipo ejemplarizado por un hombre alto, delgado, de nariz grande, que en América concuerda con la concepción de un vaquero del Oeste. Mas con un leve cambio de acento se convierte en un deportista inglés… o en un oficial del Ejército francés. El acento inglés, particularmente en la zona oriental de Estados Unidos, resulta a veces difícil de distinguir del acento bostoniano.

El empleo de una frase francesa por Greenleaf en su conversación con Tally, me inducía a creer que había representado el papel de un habitante del Este bien educado (o de un inglés), para embaucar mejor a Will Shaw. Era posible que así fuese, debido a la historia que le soltó al anciano respecto a sus influencias en Washington y a su posición diplomática. Will Shaw, en su estado senil, tal vez no se había fijado en el acento inglés, si Greenleaf se había hecho pasar por alguien de Gran Bretaña. No podía estar seguro de esto, si bien recordaba que Tally había mencionado en una ocasión que Greenleaf no hablaba como un natural de Filadelfia o Nueva York.

Pero Greenleaf, tras haberse apoderado de las planchas, debió adoptar inmediatamente un nuevo papel… lo más distinto posible del anterior, fuese inglés, bostoniano o francés. Por consiguiente, de todos los papeles que podía interpretar, sólo le quedaba uno: el de nativo del Oeste.

No un vaquero, claro, pero sí un individuo procedente de Texas, Arizona… Nuevo México…

Tenía que empezar a buscar a un sureño del Oeste, alto, delgado, de pelo gris…, pero ¿dónde? Éste era el problema: ¿dónde podía pasar el dinero falsificado? No en una población pequeña, porque un forastero con mucho dinero siempre es objeto de especulación y curiosidad. Además, si alguien adivinaba la falsificación, en una población de poca importancia sería muy fácil atraparlo.

Decidí que de hallarme en la situación de Greenleaf, teniendo que pasar dinero falso, lo haría en una gran urbe… con gran movimiento turístico. Automáticamente, tenía que ser en Nueva York, Chicago o Los Ángeles. Esta conclusión me enfrentó con otro problema, que podía decidir si llegaría alguna vez a encontrar a Greenleaf. ¿Planeaba convertir el dinero falso en legítimo y meterlo en un Banco? ¿O pensaba gastarlo para su sustento y caprichos?

Había algo en el invisible Greenleaf, y en lo que de él había oído que tal vez… Sí, era muy posible que aquel hombre desease cierta respetabilidad. Su propensión a usar frases extranjeras, su representación del papel de un caballero, en realidad no era una gran base para asentar una conclusión; pero mi intuición respecto a la clase de papeles que le gustaba representar no podía desdeñarla en modo alguno. Por este motivo, Greenleaf abriría una cuenta corriente. Y esto a su vez significaba algo más: no podía cometer la tontería de ingresar billetes falsos en un Banco. En cambio, se veía obligado a cambiarlos por legítimos, cambiando los más posibles. Nueva York es una de las pocas ciudades del país donde un hombre puede comprar un paquete de cigarrillos, pagarlo con un billete de veinte dólares y no escuchar el menor comentario al recibir el cambio. Greenleaf podía cambiar billetes de veinte dólares todo un día entero, sin tener que entrar dos veces en la misma tienda. Otro factor me ayudó a llegar a esta conclusión final. A la mayoría de estafadores les gustan la bebida, las mujeres y las luces brillantes. La vida nocturna de Nueva York es la más divertida de todas las del mundo, y tenía que atraer por fuerza a mi hombre. Indudablemente, convertir el dinero falso en auténtico durante el día y gastar dólares falsos de noche, debía de ser el sueño dorado de Greenleaf.

Según mi razonamiento, yo ya había completado un círculo. ¡En Nueva York, donde yo estaba, se hallaba también Greenleaf!

Aunque no podía reconocerlo a simple vista, cabía la posibilidad de que él sí pudiese reconocerme a mí. Ignoraba si me había visto en Filadelfia. Había visto a Tally y, por lo que yo sabía, podía habernos visto trabajar en el club… o a ambos en el hotel.

Como parte de mi número, yo lucía un bigote, pequeño, recortado, estilo militar. Es extraño que cuando un hombre que nunca ha llevado bigote se deja crecer uno, no altera tanto su fisonomía como cuando uno que siempre ha llevado un bigote, se lo afeita. Eso fue lo primero que hice: afeitarlo.

En una ocasión, trabajando en el circo, hubo un alboroto en una población del Sur y perdí un diente delantero al caer al suelo el poste de una tienda. Tan pronto como pude me hice poner un diente postizo, con puente móvil. Bien, me lo quité, dejando una amplia grieta en mi dentadura. Tengo las cejas y el pelo oscuros… excelente combinación para un mago, pero en Norteamérica esto es algo muy fácil de recordar. Sin embargo, no quería teñirme el cabello porque no solamente puede ser analizado, sino que requiere mucho trabajo y gran atención mantenerlo siempre teñido.

Pinté mis cejas de color castaño claro, lo que cambió inmediatamente la expresión de mi rostro. La mayor parte de mi vida había actuado con la cara maquillada como parte de mi labor. Hay un principio del maquillaje que posee gran importancia: maquillaje con la máxima sencillez posible. Es fácil mantener un mínimo de maquillaje día a día, y resulta más difícil de detectar. Bueno, mi maquillaje era sencillo: cejas claras, un diente de menos, sin bigote… A esto añadí unas gafas convencionales, de concha, con lentes ordinarias. Sin embargo, el vidrio corriente y plano forma siempre en los bordes unos círculos concéntricos de profundidad, que los hace parecer extremadamente fuertes.

En la pelea que mencioné, donde perdí el diente, uno de los conductores del circo, llamado Isham Reddick, falleció. Yo había ido en el camión de Reddick muchas veces, durante noches interminables y muy aburridas, metido en un ataúd de madera y enterrado en un cementerio batista al borde de la ciudad.

Pero recordaba el nombre de la población donde había nacido Reddick, porque me había causado cierta impresión. Era Rocky, en Colorado, y sus padres se habían marchado de allí siendo él un niño. Me senté y escribí una carta dirigida al archivo del juzgado municipal. Adjunté un billete de cinco dólares, y afirmé en la misiva que me llamaba Isham Reddick y que necesitaba una copia de mi partida de nacimiento. Diez días más tarde, recibí un formulario oficial en el que se atestiguaba que mi nacimiento estaba registrado en la página treinta y tres, volumen veintiséis, del archivo municipal de la población. Estaba firmado por el oficial del juzgado y, créanlo o no, me devolvía tres dólares.

Así de sencillo. Yo era ya Isham Reddick.

El mejor sitio para encontrar la pista de Greenleaf era en los bares de la ciudad, en las cafeterías y locales nocturnos. Como yo no podía dar vueltas por todas partes preguntando por Greenleaf, con la posibilidad de alertarle, imaginé un buen disfraz. Fui al Departamento de Licencias de Conducir de la ciudad y solicité una licencia como conductor de taxi. No fue difícil; tras llenar varios formularios y pasar el examen, me tomaron las huellas dactilares. Transcurrieron varios días mientras verificaban los archivos; yo no poseía ficha policíaca, y por lo visto el verdadero Isham Reddick tampoco. Me concedieron la licencia.

La ciudad de Nueva York posee tantas compañías de taxis como transeúntes, por lo que elegí una de las más importantes, la Eastern Circle Taxi Company, razonando que probablemente habría en ella más cambios de personal, y solicité trabajo nocturno. Me dieron un turno de doce horas, desde las seis de la tarde a las seis de la mañana, y tenía que empujar un montón de chatarra pintado de color naranja con círculos púrpura en los guardabarros. El taxi renqueaba, resoplaba y jadeaba como una lancha guardacostas entre el hielo. Pero yo era el recién llegado a la compañía y debía aguantarme. Ser taxista es duro, sin diferencias para nadie. Empecé a dar vueltas en torno a Manhattan, Bronx y Brooklyn durante la primera parte de la noche. Necesitaba ganar algo para no reducir mi limitado capital, y asimismo para demostrar que había trabajado cuando comprobaban el cuentakilómetros y el dinero cobrado por las mañanas en el garaje. Sin embargo, después de medianoche, evitaba todas las carreras que podía. En cambio, detenía el coche en alguna de las filas de taxis formadas delante de los clubs nocturnos. Allí, charlaba con otros taxistas y vigilaba a los clientes que entraban y salían de los locales. ¡Buscaba a un tipo alto, delgado, con pelo gris y una nariz grande! Uno a uno, los taxis se iban situando en el primer lugar de la fila, aceptando al primer cliente que salía del establecimiento. Por regla general, cuando llegaba al segundo lugar, me largaba hacia otro club y repetía la misma maniobra.

Todas las mañanas, entregaba el dinero justo pero suficiente para no ser despedido. Lo que cobraba en las carreras de la primera parte de la noche no justificaba la vagancia de más tarde. Ignoro por qué no me despidieron, salvo que había escasez de conductores… y posiblemente yo era el único que se conformaba a conducir aquel trasto viejo. El caso es que el encargado del turno de noche me iba soportando, aunque siempre con la amenaza de despedirme al día siguiente.

Vi a muchos individuos que podían ser Greenleaf. Mas aunque respondían a la descripción física, fallaban cuando efectuaba alguna comprobación. O eran desconocidos en el club, y yo me imaginaba que Greenleaf tenía que ser un parroquiano asiduo y conocido, y bien eran excesivamente conocidos. Una noche creí haberle encontrado.

—Ese tipo parece un gran señor —le dije al portero del club—. ¿Quién es?

El portero miró al individuo de aspecto distinguido, de pelo gris, buena estatura y delgado, que llevaba cogida del brazo a una buena hembra, y replicó:

—Es un ranchero.

—¿Cómo se llama?

—Cready. Yo le digo «buenas noches, señor Cready», y me suelta diez dólares.

—Sí, debe tener un buen montón —comenté, fingiéndome impresionado.

—Oh, claro —asintió el portero—. Gasta la pasta como si la odiara. En su región es un gran personaje.

Contemplé a Cready subir torpemente a un taxi, con la chica detrás, asiéndose al ranchero en forma posesiva.

—¿No sabe dónde paran? —inquirí casualmente.

Realmente, no me importaba la respuesta porque estaba pensando largarme de allí y seguir a la pareja.

—Seguro —dijo el portero—, él vive en el «Van Dyke Plaza»… como siempre que viene a Nueva York —mi interlocutor guiñó un ojo pensativamente—. Lleva ya unos cuatro o cinco viniendo aquí. Y cuando está en la ciudad, siempre se aloja en el «Van Dyke Plaza».

Nada más. Me encogí de hombros, dando media vuelta para ocultar mi desaliento. Esto fue típico, de un modo u otro, de todos los casos en que creí haber hallado a Greenleaf. Naturalmente, ya sabía que utilizaba otro nombre.

Poco a poco empezó a gustarme empujar aquel cacharro viejo por las calles, de noche. Aquellas horas, teniendo que estar despierto toda la noche, era una vuelta a mi antigua forma de vivir. Tally me parecía muy remota, y el agudo dolor por su pérdida había desaparecido. Mas el odio que yo alimentaba por Greenleaf tenía ya demasiado tiempo de vida para olvidarlo. El deseo de venganza ardía en mí como siempre. El evangelio de mi execración, la letanía de sangre que yo había recitado demasiado a menudo, los conocía demasiado bien para olvidarlos. Yo era como el hombre que, creyendo poco en religión, acaba convertido en un fanático.

Eventualmente, claro está, encontré a Greenleaf. Le encontré tal como siempre pensé que le encontraría. La primera vez que le vi, estaba ligeramente bebido bajo la marquesina del «Copabonga Club», discutiendo con una ramera rubia que había salido con él del local. Greenleaf le dedicó un saludo galante, y sacando un mazo de billetes, separó unos cuantos. Tras dejarlos en la mano de la mujer, la hizo subir a un taxi. Luego, regresó junto al portero y le entregó otro billete. El portero saludó, sonrió y dijo algo antes de silbar, llamando a otro taxi. Yo era el quinto de la fila, por lo que no pude seguirle. Esperé unos instantes y entonces salté de mi cacharro y me acerqué al portero.

—¿Quién era ese zopenco? —le pregunté, encendiendo un cigarrillo.

El portero, un gigante de casi dos metros, llamado Oozie, sonrió.

—Un rey del petróleo de Texas —repuso—. Y lleva consigo sus pozos.

Extendió la mano y me mostró un billete de veinte dólares.

La excitación empezó a dominarme.

—Ojalá hubiera podido llevarle —dije, fingiendo envidia—. ¿Viene a menudo por aquí?

—Oh, como una vez por semana.

—¿Un cliente regular?

—Sí, casi. Se presentó hace tres o cuatro meses. Probablemente, no tardará en regresar a Texas.

Tocante a Greenleaf, el tiempo era perfecto. Y el disfraz también. Texas y petróleo.

—¿Cómo se llama?

—Señor Ballard Humphries —respondió el portero, imitando una especie de ladrido.

—Vaya, cierra el pico —reí volviendo a subir el coche.

Di varias vueltas en torno al club esperando que el otro taxista reapareciese en la fila, mas no vino, por lo que pensé que seguramente habría cogido otra carrera a la vuelta. Como no sabía su número y la compañía a que pertenecía, regresé al «Copabonga Club» a la noche siguiente. Allí estaba estacionado el taxi. Salté al suelo y me acerqué al otro vehículo, apoyándome contra la portezuela. Saqué un paquete de cigarrillos y le ofrecí uno al taxista, el cual lo aceptó y se lo colocó detrás de la oreja para fumarlo en otra ocasión.

El taxista, un tipo corpulento, me miró.

—Hola, chico —dije por la ventanilla—, ¿qué tal el millonario de Texas que llevaste ayer?

Se encogió de hombros.

—Todos son iguales —contestó.

—Sí, excepto con el dinero.

—Tienes razón —permitió que una sonrisa distendiera sus arrugadas facciones—. Me dio diez pavos por la carrera y me obligó a guardarme el cambio.

—Si la carrera era larga…

—Un pavo y medio hasta el East Side.

—¿Ciudad arriba?

—Sí, en la calle Ochenta y Nueve. Una casa baja… a media manzana.

—Conozco la calle —mentí—. Y seguro que también la casa. Tiene una barandilla de bronce desde la acera.

El taxista meditó un instante y sacudió la cabeza.

—No, no hay barandilla. La casa tiene una puerta de cristal cubierta con una reja de hierro.

—Esto no quiere decir nada, chico —murmuré—. En aquella calle hay muchas puertas como ésa. Mañana daré una vuelta por allí y seguro que veré la barandilla que acompaña a los peldaños del porche.

Mi colega escupió desdeñosamente por la ventanilla.

—No. Es la tercera casa a partir de un edificio de apartamentos. En el mismo lado de la calle. Y no tiene barandilla.

—De acuerdo —me resigné—, quizá tengas razón.

Al volver a mi taxi estaba contento, positivo, seguro…, aunque todavía tenía que comprobarlo. Poco después, volví a saltar al suelo y me dirigí hacia Oozie.

—Oye, Oozie —le espeté al portero—, ¿te acuerdas de aquel millonario de Texas de anoche? ¿Cómo dijiste que se llamaba?

—Humphries, ¿por qué?

—He estado pensando. Lo cierto es que estoy más que harto de llevar ese trasto, y tal vez el señor Humphries necesite un chófer. Quisiera pedirle trabajo.

—Ah, pues adelante. Yo no te lo impido.

—¿Y cómo lo hago? No puedo detenerle cuando salga del club. He de mostrarme diplomático. Tal vez si pudiese llevarle a alguna parte, mientras yo guío podría iniciar una charla…

Salió del club un grupo de cuatro y Oozie tuvo que llamar al primer taxi, ayudando a subir a los pasajeros; luego cobró la propina y cerró la portezuela. Había perdido todo interés por mí y estaba impaciente.

—Bien, muchacho, ése es tu problema, no el mío.

—Está bien, Oozie —me encogí de hombros—. Pensaba hacerte una proposición. Darte veinte pavos ahora mismo —le puse dos billetes de diez en la mano—, si me das la oportunidad de llevarle la próxima vez que se presente Humphries. Y si me concede el empleo, te regalaré otros veinte.

Oozie me miró de arriba abajo.

—A propósito —pregunté—, ¿nunca te han hecho sangrar por la nariz?

Pasó por alto esta observación.

—¿Cómo puedo ayudarte? —inquirió.

—Mira, a partir de ahora ya no me colocaré en la fila —expliqué—. Estacionaré en la esquina, al otro lado de la calle. Cuando él salga, entretenle cuanto puedas antes de llamar al primer taxi de la fila. Esto me dará tiempo de venir hasta aquí y cogerle por mi cuenta.

—Los chicos se pondrán furiosos —objetó Oozie.

—Dile al que pierda la carrera que le regalaré diez moscos. Esto le calmará.

—Está bien —asintió Oozie, no muy convencido. Volvió a estudiarme de arriba abajo—. Y no te olvides de mis veinte.

—Si consigo el empleo, son tuyos.

Humphries no volvió al «Copabonga» en toda la semana. Todas las noches yo aparcaba en la esquina, al otro lado de la calle, como amartillado a la calzada. Todas las mañanas, cuando iba a entregar, el encargado me daba un escándalo, chillaba, y finalmente me despidió. No obstante, por la noche volvió a admitirme y yo volví a mi espionaje.

Al fin, el martes siguiente por la noche, se presentó Humphries. Salió del club a las dos de la madrugada, con una esbelta morenucha, que podía haber sido su hija, si bien parecía mucho más experimentada que su madre. Oozie les entretuvo, según lo convenido, yo puse el motor en marcha y me detuve delante del club con la portezuela prácticamente abierta.

Oozie les ayudó a subir, y Humphries, con acento texano, me dio la dirección de la calle Ochenta y Nueve. Al arrancar, él y la morenucha comenzaron a jugar en el asiento posterior. Tras llevar varios minutos conduciendo, me aclaré la garganta y dije en voz alta:

—Perdón, señor, pero usted me parece un caballero muy educado.

Esta observación cogió a Humphries por sorpresa, y por el retrovisor vi que sé enderezaba en el asiento. Gruñendo, inquirió:

—Hummm… ¿Quieres repetir eso, hijo?

Lo repetí y añadí:

—Si no le molesta, señor, me gustaría obtener unos informes y creo que usted puede facilitármelos.

—Bien, adelante —replicó él—. Si puedo ayudar a un ser humano, me siento muy dichoso.

—Se trata de esto. A primera hora de esta noche, yo estaba descendiendo por delante del edificio de las Naciones Unidas y cogí a un caballero con su esposa. Creo que eran franceses… y los llevé hacia arriba. El caballero hablaba un poco inglés, no mucho, y cuando saltó del coche me dio un billete y me dijo que me guardara el cambio. Era una buena propina, por lo que le di las gracias, y entonces dijo algo en francés. Yo le pregunté: «¿Qué ha dicho?», y él se echó a reír y contestó en inglés que había dicho: «De nada».

Me eché la gorra hacia la nuca y continué:

—Bien, he estado pensando en ello, y me gustaría recordar cómo lo dijo en francés. ¿Sabe usted acaso ese idioma, caballero?

Humphries se echó a reír a carcajadas.

—Le diré la verdad —expresó—. Me siento orgulloso de haberme diplomado en la Universidad Cristiana de Texas.

—Ya… seguro, he oído hablar de ella. Tienen grandes equipos de rugby y fútbol… y claro está, de béisbol. Lo he visto en los noticiarios. Está en Waco, ¿verdad?

—Exacto —asintió al momento—. Y poseen grandes equipos. Bueno, como decía, estudié un poco de francés y lo recuerdo perfectamente.

—Oh, Ballard —exclamó la morenucha con admiración—, no me habías dicho que también hablas francés. Esto es maravilloso…

—Pues, sí, amiguita, lo hablo —proclamó Humphries, pavoneándose—. Y si mal no recuerdo, la frase que debió pronunciar ese caballero francés, es il n’y a pas de quoi.

La pronunciación quedó bastante malograda por un hipo.

La muchacha intentó repetir la frase fonéticamente.

Il ni a pa de cuá —batió palmas—. Oh, es estupendo.

—Buena chica —sonrió Humphries—. Tú también eres estupenda.

Yo pensaba en otras cosas. Llevaba en el coche a un texano que hablaba francés. A un texano graduado en la Universidad Cristiana de Texas, que la confundía con la Universidad Baylor. Porque la Cristiana se halla en Fort Worth, y la Baylor en Waco.

¡Borracho o no, un texano auténtico no puede cometer tamaño error!