17

Cannon, mientras iba tejiendo el caso, seguía preocupado por la falta de motivo. Confiaba haber impresionado al jurado respecto al corpus delicti; la evidencia era, en parte, circunstancial, aunque, en su opinión, indiscutible. En la noche del veintidós de noviembre, o en la madrugada del veintitrés, un criado conocido como Isham Reddick había sido asesinado, desmembrado su cuerpo y destruido casi todo en un horno crematorio de una casa situada en la calle Ochenta y Nueve Este. Sin embargo, no todas las pruebas del crimen habían sido consumidas por el fuego, pues quedaba el fragmento de un dedo, con la huella dactilar identificable, un diente, un puñado de cenizas, manchas de sangre en el suelo, la lona, y un banco de trabajo, un fragmento de tibia humana, aparte de otras pruebas entre las que se incluían la posible arma del crimen, una pistola y la bala, y el instrumento destripador: un hacha ensangrentada.

Cannon estaba convencido de haber establecido el crimen y de haber identificado a la víctima, cosas ambas requeridas por la ley. Sin embargo, quedaba el motivo. ¿Por qué había el acusado asesinado a Isham Reddick?

No se comete ningún crimen sin motivo, a menos que el homicida esté loco, y obviamente, en este caso el acusado no se encontraba en ese estado. Aún había que resolver la razón que se ocultaba tras el asesinato, y Cannon creía que era el chantaje. El chófer-ayuda de cámara había extorsionado a su amo. Cannon tenía pruebas de que Reddick había reunido casi veinticuatro mil dólares… posiblemente más. ¡Muchos crímenes se han cometido por menos! Y al no ver un fin a esa sangría financiera, el acusado había matado al chantajista.

Buscando este punto particular, un punto clave en este caso, Cannon había perdido mucho tiempo, mucho trabajo a fin de alimentar su teoría. Presentó a tres testigos. El primero que subió al estrado fue la señorita Beatrice Hyman, vendedora empleada en una joyería de la Quinta Avenida de la ciudad de Nueva York.

—Señorita Hyman —empezó Cannon—, entre los efectos y bienes de la habitación de Isham Reddick se encontró un recibo… una nota de caja que usted identificó haber hecho usted misma.

—Sí, señor. Un recibo por trescientos cincuenta dólares por la venta de un reloj de pulsera.

—¿Cuándo se efectuó la venta?

—Según los archivos de la tienda, el diecisiete de octubre del año pasado.

—Señorita Hyman, le enseñaré una fotografía y le ruego que la identifique.

Exhibió una impresión en blanco y negro.

Beatrice Hyman, una mujer delgada, de expresión eficiente, estudió atentamente la foto.

—Es el mismo hombre al que vendí el reloj —declaró.

—¿Le dijo su nombre?

—Sí, se llamaba Isham Reddick. Y éste es el nombre con que figura en nuestro archivo de ventas.

—Usted ha declarado que Isham Reddick compró un reloj de pulsera por trescientos cincuenta dólares. ¿Lo considera un reloj caro?

—¡Protesto! —Denman ya estaba en pie—. La pregunta exige una opinión.

—Señorita Hyman —prosiguió Cannon imperturbable—, ¿vende usted muchos relojes de pulsera por valor de trescientos cincuenta dólares cada uno?

—No muchos.

—¿Se gastan muchos clientes el sueldo de un mes y medio en un reloj de pulsera?

Denman volvió a protestar, pero esta vez Cannon arguyo ante el juez.

—No creo que esta respuesta exija una opinión, Señoría —dijo—. La señorita lleva varios años en la tienda vendiendo relojes. Como empleada, forma parte de su trabajo determinar, dentro de ciertos límites, qué cliente puede gastar más y cuál menos, en apariencia al menos.

—¡Pero no conoce la posición financiera de todos los clientes! —objetó Denman.

El juez consideró ambos argumentos y al fin decidió:

—Continúe, señor Cannon, con cautela.

Cannon volvióse hacia la testigo.

—Muchos de los clientes que visitan la tienda…, ¿son ricos o al menos gozan de cierto bienestar?

—Sí, eso creo —asintió con claridad la señorita Hyman.

—¿Tiene la tienda muchos clientes con pocos medios de fortuna?

—No, señor.

—Bien, si un caballero gana doscientos cincuenta dólares al mes, y se gasta trescientos cincuenta en un reloj de pulsera, ¿diría usted que compra un reloj caro?

—En esas circunstancias, sí.

—En su tienda hay relojes más baratos a la venta, ¿verdad?

—Tenemos algunos a setenta y siete dólares; éstos son los menos caros, aunque sean también de buena calidad.

—¿Le enseñó alguno de esos relojes de setenta y siete dólares a Isham Reddick?

—Sí, señor. Y también otros de ciento cincuenta dólares, y de doscientos setenta y cinco. Pero finalmente quiso el que estaba marcado a trescientos cincuenta.

—¿Pagó al contado?

—Pagó al contado. En billetes grandes.

—¿Por qué cree que pagó en billetes grandes?

—Bueno —explicó la señorita Hyman—, la mayoría de nuestros clientes tienen cuenta abierta. Ocasionalmente, algunos pagan al contado, y en tal caso siempre lo hacen con billetes grandes. Si el señor Reddick hubiera pagado trescientos cincuenta dólares en billetes pequeños, habría habido en la caja un buen montón de billetes… y no lo recuerdo.

—¿No recuerda si el señor Reddick le dio un buen puñado de billetes?

—No, señor. Aquélla era una venta ordinaria para la tienda —la joven hizo una pausa y añadió—: A lo sumo habría media docena de billetes.

—Una pregunta más. ¿Vende muchos relojes de pulsera de trescientos cincuenta dólares a individuos que trabajen de chófer?

—No lo creo —replicó la testigo.

Cannon la despidió; en cambio Denman le pidió que siguiera en el estrado para el contrainterrogatorio.

—Señorita Hyman —empezó cortésmente—, ¿suele preguntarles a los clientes desconocidos, cuando entran en la tienda, qué hacen para vivir?

—¡Claro que no!

—Si yo entrara en su tienda, y fuese, por ejemplo, conductor del Metro, me diría usted: «¿En qué se gana usted la vida?».

—No, señor.

—¿Puede usted adivinar, de una ojeada, en qué trabaja un cliente? Si yo entrase en su tienda y me mirase, ¿podría decir acaso: «Este tipo trabaja en el Metro»?

—Esto no es correcto —replicó la testigo airadamente.

—Entonces, ¿cómo sabe que Isham Reddick era chófer? ¿Llevaba uniforme?

—No, señor, no llevaba uniforme ni sabía en qué se ocupaba. No me interesaba en absoluto.

—Entonces, ¿cómo supo que era chófer?

—El señor Cannon me lo dijo cuando habló conmigo.

—De modo que hasta que el señor Cannon se lo comunicó, usted no sabía nada de Isham Reddick. O sea que usted vende relojes, diamantes y joyas caras a los chóferes…, ¡sin saberlo! —Denman añadió—: Si no visten de uniforme, claro. ¿Correcto?

—Pues…, sí.

Tras haber ganado un tanto, Denman siguió en otra dirección.

—Usted ha mencionado, señorita Hyman, que el reloj menos caro que venden en la tienda donde usted trabaja vale setenta y siete dólares. Dígame, ¿cuál es entonces el más caro… de hombre, naturalmente?

—No estoy muy segura…, pero diría que cuesta varios miles de dólares.

—De quererlo, ¿podría yo adquirir algo más caro?

—Sí… con un pedido especial.

—Creo que un reloj de dos mil dólares puede ser muy bueno —observó Denman con sequedad—. Pero volviendo a Isham Reddick, compró un reloj de trescientos cincuenta dólares, no de quinientos ni de mil, ni de mil quinientos. Si quería un buen reloj, y había ahorrado para ello, ¿existe algún motivo por el que no pudiese comprar un reloj de trescientos cincuenta dólares?

—Ninguna en absoluto —se apresuró a conceder la señorita Hyman.

Denman le dio las gracias y la joven bajó del estrado.

El señor Dann, de la casa Dann y Glend, Trajes para Caballeros, impecablemente ataviado con un traje de mezclilla, bien abrochado hasta el cuello, y con una corbata muy delicada, se presentó como socio decano de la tienda de modelos exclusivos que servía a muchos distinguidos caballeros de Nueva York, así como a figuras de relieve nacional.

—Su tienda está situada en Madison Avenue —empezó Cannon.

—En efecto —asintió Dann—, llevamos allí más de treinta años.

—¿Usted, o su socio el señor Glend, se ocupan en persona de la clientela?

—Naturalmente, tenemos los cortadores, que efectúan una gran parte de la labor. Pero el señor Glend y yo atendemos a todos los clientes. Ésta es una profesión estrictamente personal y no podemos tener dependientes.

Dann contemplaba apreciativamente el traje de Cannon, y lo que veía no merecía, al parecer, su entera aprobación.

—¿Recuerda haberle vendido tres trajes a un caballero que usaba el nombre de Isham Reddick? —Cannon le entregó al testigo una fotografía—. ¿Es éste el hombre?

Dann asintió y Cannon prosiguió interrogando.

—Díganos, por favor, qué sucedió.

Dann cruzó atildadamente las piernas, procurando mantener incólume la raya del pantalón.

—Ése… individuo vino a nuestra tienda, y yo mismo le recibí. Dijo que estaba interesado en la adquisición de unos trajes. Le manifesté que sólo los hacíamos a medida. El que llevaba era de confección, por cierto de muy mala tela, por lo que supuse que no compraría nada y se largaría… perdón, marcharía de la tienda. En algunas ocasiones, entran en el establecimiento algunas personas, evidentemente bajo la impresión de que… bueno, tenemos trajes de ganga. Claro está, nosotros nunca…, ¡oh, nunca…! —di testigo estaba horrorizado ante semejante posibilidad y procedió a eliminar una mota invisible de la solapa de su bien cortada chaqueta—. Dichas personas, cuando les decimos nuestros precios, suelen correr hacia la calle.

—¿Cuáles son sus precios, señor Dann?

—Nuestros trajes empiezan por doscientos dólares. Y varían según las telas elegidas y otros detalles.

—Cuando usted le manifestó esto a Isham Reddick, ¿qué dijo?

—Contestó que encargaba tres trajes. Aquel día eligió tela para uno gris carbón, otro gris más claro, y uno de franela azul. El señor Mat le tomó las medidas. Le comuniqué al cliente que como todavía no tenía cuenta abierta con nosotros, debería pagar por adelantado el importe de las telas y el corte… y que el resto podía abonarlo al entregar los trajes.

—¿Opuso alguna objeción el cliente?

—Oh, no, señor. Pagó inmediatamente cuatrocientos dólares.

—En su primera visita pagó cuatrocientos dólares, ¿eh? ¿En dinero contante?

—Sí, antes de salir de la tienda —prosiguió el señor Dann—, me entregó cuatro billetes de cien dólares.

—¿Recuerda qué traje llevaba cuando entró en la tienda?

—Sólo recuerdo que era menos que mediocre, aunque no me fijé en los detalles. Bueno, supongo que no había ningún detalle que recordar… Era sólo un traje vulgar.

El sastre resopló desdeñosamente.

—Ha dicho usted «un traje menos que mediocre…» o sea un traje barato, ¿verdad?

—Un traje que debía costar bastante menos de cincuenta dólares —replicó Dann rápidamente.

—¿Le sorprendió que Isham Reddick adquiriese aquellos trajes caros?

—Sí. Ciertamente, no parecía capaz de gastar tanto.

—¡Protesto! ¡Protesto! —clamó Denman, poniéndose de pie.

—Sin conclusiones ni opiniones —ordenó el juez—, señor Dann.

Sin embargo, Cannon ya había terminado con el testigo, y avanzó el defensor hasta el estrado.

—Señor Dann —solicitó Denman—, me gustaría que examinase el traje que llevo. ¿Cree que es barato?

Denman, como un maniquí dio media vuelta delante del sastre.

—¿Puedo acercarme? —preguntó Dann.

—Sí, puede hacerlo.

El testigo bajó del estrado y dio una vuelta completa en torno al abogado defensor, examinando las solapas y comprobando los botones de las mangas. Después regresó a su silla.

—¿Y bien? —inquirió Denman, sonriendo.

—Su traje, abogado —dijo el señor Dann con gran dignidad—, fue confeccionado por Meade y Thomas, sastres de muy sólida reputación, competidores nuestros desde hace veinticinco años —se encogió de hombros y añadió—. Pagó usted al menos doscientos cincuenta dólares… o tal vez más.

La sala se estremeció en una estruendosa carcajada. Denman sonrió y se inclinó ante el testigo.

—Exacto, caballero. La próxima vez iré a su tienda.

El sastre asintió y murmuró:

—No hacemos rebajas ni a los abogados.

Esta vez el juez tuvo que utilizar la maza.

—Bien —continuó Denman—, pasemos a hablar de los trajes de Isham Reddick, al menos de doscientos dólares, por lo que debían ser excelentes. ¿Está de acuerdo en que fue una estupenda adquisición, señor Dann?

—Naturalmente.

—¿No encuentra raro que un caballero pague doscientos dólares por un traje?

—Es algo que veo todos los días.

—¿Incluso tres trajes a doscientos dólares cada uno?

—Sigo opinando que es una compra excelente. Los trajes duran más y tienen mejor aspecto cuando se cambian a menudo. Cualquier caballero debería tener en su guardarropa por lo menos catorce trajes.

—De acuerdo —interrumpió Denman al sastre—. Tengo entendido que Isham Reddick pagó cuatrocientos dólares al contado. ¿Le pagó luego el saldo?

—No, señor —se entristeció Dann—. Vino a hacer todas las pruebas y no volvimos a saber nada de él. Cuando los trajes llevaban varias semanas confeccionados, llamamos al número que Reddick nos había dado. Al preguntar por él, un policía se puso al aparato. Después, vino a verme la Policía.

—¿Y sigue creyendo que aquellos trajes eran una buena compra?

—¡Absolutamente!

Denman despidió al sastre. El abogado defensor sentíase cada vez más deprimido; aparte del asentimiento de Dann referente a la buena calidad de la ropa, y el buen sentido de la compra, sabía que el jurado no podía simpatizar con un chófer que pagaba doscientos dólares por un traje y se los compraba de tres en tres.

Anthony Gillick, empleado del Despacho de Viajes Monterrey, poseía una voz muy chillona. Identificó el retrato de Reddick como el hombre que le había visitado la tarde del veinte de noviembre, del año anterior, en la oficina de viajes.

—¿Qué deseaba Isham Reddick? —indagó Cannon.

—Hacer una reserva para un vuelo a París el veinticuatro de noviembre.

—¿Podía reservarle usted tal plaza en tan breve plazo?

—No era difícil —chilló el testigo—. En esa época del año hay poco turismo. Además, era un vuelo de lujo.

—¿Qué diferencia hay en los billetes?

—Los vuelos normales cuestan aproximadamente ciento cincuenta dólares menos que los de lujo.

—¿Cuándo pensaba regresar Isham Reddick?

—No lo sé. Sólo compró un pasaje de ida. Le dije que se ahorraría dinero comprándolo de ida y vuelta, si lo utilizaba dentro del plazo de un año. Contestó que no pensaba volver.

—¿O sea que no pensaba volver en el plazo de un año?

—No es eso —objetó Gillick con voz estridente. Se esforzó por rebajar el tono—. Isham Reddick dijo que no planeaba volver nunca.

—¿Lo expresó así?

—Sí, señor. Eso dijo.

—Incidentalmente, señor Gillick, ¿cuál era el precio del pasaje a París?

—Quinientos setenta y cinco dólares.

—¿Los abonó Reddick?

—Sí, señor. Al contado.

—¿Volvió a verle?

—No, señor. Veinticuatro horas antes de salir el avión llamamos a su residencia para confirmar la reserva, como es nuestra norma —Gillick hizo una pausa, tragó saliva apresuradamente y su nuez subió y bajó varias veces—. Bueno… me comunicaron que el señor Reddick había muerto.

—Isham Reddick fue, al parecer, un individuo muy ocupado —comentó Cannon, contemplando al testigo—. Quinientos setenta y cinco dólares por un pasaje de avión, cuatrocientos dólares en trajes, trescientos cincuenta dólares para un reloj de pulsera… En total, mil trescientos veinticinco dólares.

—¿Es esto un monólogo o un interrogatorio? —le interrumpió Denman.

Exagerando ligeramente el movimiento, Cannon fingió prestar atención al abogado defensor.

—Oh, lo siento —murmuró—. Su testigo, abogado.

Denman, tristemente, inició el contrainterrogatorio del nuevo testigo.